Esto fue un verdadero trabajo. Durante tres días, el crimen de Geoffrey Laidlow ocupó la atención de todos los periódicos, los cuales dedicaron páginas enteras a seguir con todos los detalles la actuación de la Policía, que hasta aquel momento, no había aún descubierto nada.
Los detalles eran los siguientes, según dedujo Vincent de la lectura de todos los diarios que se publican en Nueva York: Geoffrey Laidlow vivía en una casa de Holmwood, a pesar de que su familia estaba ausente. El millonario tenía por costumbre salir cada noche a dar un paseo en compañía de su secretario. La noche en que halló la muerte, los dos hombres regresaron a la casa poco antes de las once.
Burgess, el secretario, explicó que el señor Laidlow y él entraron en la casa sin hacer ningún ruido y se dirigieron a la habitación donde estaba instalado el despacho particular del millonario.
Este quería firmar algunas cartas, y Burgess permaneció con el abrigo y el sombrero puestos para ir a echarlas al próximo buzón.
Antes de firmar la correspondencia, el señor Laidlow se dirigió a un estante y cogió un tomo de la Enciclopedia Británica, para consultar una duda surgida durante el paseo. Apenas acababa de abrir el volumen cuando se detuvo y permaneció con el oído atento.
Alguien andaba por el despacho donde estaba la caja de caudales, que se hallaba al final del vestíbulo.
Rápido como una centella, el millonario salió al vestíbulo y entró en el otro despacho, donde encontró a un hombre maniobrando en la combinación de la caja de caudales. El ladrón echó, rápidamente, mano a su revólver y disparó a quemarropa sobre el millonario, que cayó muerto.
El secretario, que siguió a su jefe, oyó, desde el vestíbulo, el disparo del revólver y cuando el ladrón salió del despacho se lanzó sobre él para detenerlo. En la lucha, el malhechor disparó también sobre el secretario, causándole una herida en el brazo, herida que, por fortuna, fue sólo superficial.
Burgess vaciló un momento y cuando se recobró, el criminal había huido ya por una ventana, llevando consigo una caja con las famosas joyas de Laidlow. Al saltar por la ventana se le cayó el revólver, que a la mañana siguiente, fue encontrado sobre la húmeda hierba del jardín.
El secretario, debilitado por la herida, no pudo perseguir al fugitivo. El mayordomo y el ayuda de cámara oyeron los disparos y bajaron a medio vestir, pero cuando llegaron, el ladrón ya había huido.
Ezekiel Bingham, el célebre abogado criminalista, que era vecino del millonario, pasaba, casualmente, ante la vivienda de Laidlow cuando sonaron los disparos. Al oír el primero detuvo su automóvil y él fue quien continuó el relato allí donde lo había terminado el secretario.
A la luz de un farol del alumbrado público, el abogado presenció la huida del asesino. Este llevaba en la mano, algo así como una caja; hubo un momento en que estuvo a punto de caer, pero al fin, se perdió en la noche.
No pudiendo perseguirle por ser ya viejo, Ezekiel Bingham entró en casa de Laidlow, por si podía ser de alguna utilidad.
Él fue quien comunicó el suceso a la Policía.
Había, además, otros testigos: el cocinero, la criada y el chófer: pero sus declaraciones no tenían ningún valor.
La Policía aceptó como buena la declaración del secretario. Hacía cinco años que estaba al servicio de Geoffrey Laidlow y era pariente de la esposa del millonario. Era el hombre de confianza de Laidlow; conocía las joyas que guardaba en la caja de caudales, pero ignoraba la combinación que la abría.
Su honradez era conocida por todos y la declaración prestada ante la Policía concordaba con la del abogado.
La herida sufrida por Burgess fue curada y cuando llegó la familia del millonario, su mujer y dos hijos, el secretario estaba ya en condiciones de recibirlos.
La descripción que hizo del asesino, presentaba un hombre de mediana estatura, vestido de oscuro y cubierto el rostro con un antifaz negro. Era bastante corpulento; Burgess calculó que pesaría unos setenta y cinco kilos.
Bingham coincidió también en estos detalles.
Con tantas señas, la Policía esperó capturar enseguida al criminal; pero pronto acabó su optimismo, al encontrarse sin ninguna pista segura. La tierra, donde crecía la hierba como sólo estaba ligeramente humedecida por el rocío, no conservaba las huellas de los pies del criminal.
En el despacho donde se cometió el crimen, tampoco pudo encontrarse ninguna pista. Algunos objetos sacados de la caja de caudales quedaron desparramados por el suelo, pues lo único de valor que contenía eran las joyas que se llevó el ladrón.
En la combinación de la caja no se halló ninguna huella digital. El mecanismo era anticuado y no ofreció gran resistencia al malhechor.
El revólver tampoco ofrecía ninguna pista, pues resultó ser del millonario, el cual lo tenía dentro de la caja. La bala que mató a Laidlow y la que hirió al secretario fueron disparadas por la misma arma; en el cilindro se encontraron los dos casquillos vacíos.
Tampoco en el revólver se halló ninguna huella dactilar.
El hecho de que el asesino se hubiese servido del arma de su víctima para matarla justifica la prisa que se dio en desprenderse de ella.
Todos estos detalles nada aclararon a Harry Vincent, quien se alegró de no ser policía. Aquel misterio le pareció completamente desconcertante.
Sin embargo, leyó con atención todos los detalles referentes al crimen y a la vida del millonario, incluso aquellos que se remontaban a la juventud de Geoffrey Laidlow. También se preocupó por la posición que ocupaba en sociedad la esposa del millonario y por infinidad de cosas más que no le condujeron a nada concreto.
Harry estudió las fotografías de la casa donde se cometió el crimen, los gráficos y planos en que se detallaba la posición del cadáver y de cuantos personajes intervinieron en la tragedia.
La Policía trabajaba con toda actividad, pero no podía alegrarse de los resultados obtenidos hasta la fecha. Sin embargo, pensaba Vincent, entre todos los datos que se poseían debía de haber alguno en el cual residiese la clave de todo el misterio.
Era imposible que el asesino hubiese podido borrar todas las huellas. Sin duda lo que ocurría era que la Policía empleaba métodos anticuados que fracasaban ante la obra de un malhechor inteligente, pues resultaba indudable que el hombre que había conseguido huir sin dejar la menor huella tras él, era una pieza difícil de cobrar.
No veía Vincent la menor utilidad en estudiar los vagos detalles de aquel crimen; sin embargo, como era orden de La Sombra, a quien debía tanto, hubiese sido un loco y un desagradecido al desobedecerle.
Llegó el momento en que el joven hubiera podido recorrer con los ojos cerrados toda la casa de Laidlow y explicar, hasta el último detalle, la vida y milagros del millonario.
En cuanto al asesinato de Scanlon, Harry advirtió, con gran alegría, que había sido relegado a las últimas páginas. Esto era una verdadera satisfacción para el joven, pues indicaba que el crimen cometido en el hotel Metrolite estaba ya casi olvidado.
Después de leer las escasas líneas que le dedicaban los periódicos, llegó a una conclusión: a Steve Cronin no se le nombraba, pero, al parecer, alguien le vio abandonar el hotel o bien, algún confidente había dado el soplo.
Sabiendo, pues, concretamente a quién debía perseguir, la Policía estaba, sin duda en comunicación con la de los demás Estados donde podía haberse refugiado el asesino.
Harry estaba muy contento de que no se le hubiese vuelto a interrogar y, después de lo ocurrido en casa de Wang Foo apenas pensó ya en aquel suceso anterior.
Las facultades mentales de Vincent estaban por completo entregadas aquella mañana al estudio de los nuevos detalles acerca del asesinato de Laidlow.
Era lo que hacía cada día, hasta las once. Según las instrucciones recibidas, debía permanecer en su habitación hasta aquella hora. El resto del día podía emplearlo como mejor le pareciese.
Al día siguiente de la aventura del almacén, recibió un talonario de cheques a cuenta de un importante Banco neoyorquino, con la indicación de que cada extracción que hiciese sería repuesta enseguida. Esto por sí solo era ya motivo suficiente de alegría y satisfacción.
Al tercer día de vacaciones, mientras tendido en la cama se preguntaba qué le reservaba el Destino, el repiqueteo del timbre del teléfono le sacó de su abstracción.
Descolgó el receptor y enseguida reconoció la voz del señor Arma.
—Señor Vincent —dijo el agente de seguros,— deseo verle esta misma mañana…
Se oyó el sonido de un timbre, señal de que el señor Arma acababa de cortar la comunicación, suponiendo que Vincent había comprendido que su presencia era requerida en la oficina de Broadway.
Harry se puso el sombrero y el abrigo y se encaminó rápidamente hacia el edificio Grandville. Sentíase presa de una gran emoción. La inactividad se le hacía insoportable. El descanso después de la aventura corrida con los peligrosos chinos fue bien recibido, pero en aquel momento se daba cuenta de que ya nunca más podría acostumbrarse a la vida sin emociones que llevara hasta la noche en que conoció a La Sombra.
Llegó, por fin, a la oficina del agente de seguros. El hombrecillo estaba convenciendo a su mecanógrafa de la necesidad en que todo el mundo se encontraba de asegurarse contra toda clase de accidentes. La joven parecía estar enteramente dispuesta a quedar convencida. Cuando ella se retiró dejando solos a los dos hombres, el señor Arma apresuróse a cambiar de conversación.
—¿Ha seguido las instrucciones que le dí? —preguntó.
—¿Respecto a la lectura de los periódicos? —interrumpió Vincent.
—Sí.
—He leído todo lo referente al asesinato de Laidlow.
—¿Qué impresión ha sacado?
—Pues, que se trata de un asunto muy confuso.
El señor Arma permitió que una leve sonrisa apareciese en su rostro.
—Tiene usted madera de agente de policía —dijo con voz lenta—. Todos los que intervienen en el caso Laidlow están desconcertados.
—Es para mí una suerte que sea así, pues excusa mi desconcierto.
—No pido ninguna excusa —replicó el agente de seguros—. Sólo deseo saber si se ha tomado el trabajo de leer los periódicos.
—Me lo he tomado.
—Muy bien. Entonces está ya preparado para su nueva tarea.
—¿Qué tarea es?
—Ir a Holmwood.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que le avise.
Vincent movió la cabeza y esperó a que el agente de seguros se explicara mejor.
—Se hospedará en «Las Armas de Holmwood» —explicó el señor Arma—. Estará a poca distancia de la casa Laidlow. Ya tiene usted reservada allí una habitación. Si alguien le pregunta en qué se ocupa, diga que es escritor y que vive de la renta de un pequeño legado. ¿Sabe escribir a máquina?
—Sí, un poco.
—Entonces compre una máquina portátil y llévela con usted. De cuando en cuando úsela.
—Muy bien.
Sabe conducir un automóvil, ¿verdad?
—Sí, tuve uno.
—Ahora tendrá otro. En el garaje de «Las Armas de Holmwood» hay uno que le está esperando. Es un coche usado, pero en muy buenas condiciones. Dará la impresión de que ha viajado mucho por el campo.
La perspectiva del nuevo trabajo era encantadora para Harry Vincent.
—Me he enterado —siguió el señor Arma,— de que tiene título de chófer extendido en Nueva York. Esto favorecerá nuestros proyectos y evitará la pérdida de tiempo de aprender a conducir. ¿Lleva usted el título?
—Sí.
—Muy bien. ¿Sabe conducir bien?
—Bastante bien.
—Entonces podrá emplear el auto para otras cosas. Si lo prefiere, venga a Nueva York en él.
—¿Cuándo debo regresar?
—Solo cuando reciba el aviso. Seguramente le llamaré de cuando en cuando. Si se presenta como escritor no extrañará a nadie que de vez en vez haga un viaje a la ciudad. Procure llevar siempre una cartera con algunas hojas de papel escritas a máquina.
El señor Arma apoyó los codos en los brazos de su sillón, juntó las manos y descansó la barbilla en ellas.
—Seguramente —continuó— ya habrá supuesto el motivo de su viaje a Holmwood. Durante su estancia en ese pueblo procurará enterarse de todo lo que pueda acerca del asesinato de Laidlow. No trabaje como un detective o investigador, limítese a aguzar el oído y recoja toda información que pueda ser interesante. Procure observar a todo aquel que pueda saber algo y fíjese en todos sus movimientos.
»Si se le presenta ocasión de hablar de ello, sin despertar sospechas, claro está, puede mencionar el crimen. También puede hacer algunas preguntas, fingiendo no darles ninguna importancia.
»Sobre todo, no se impaciente. Aunque vea que no consigue nada, siga observando. No olvide el más mínimo detalle que pueda descubrir. Todos pueden ser importantes, aunque le parezcan triviales. Reténgalos bien en la memoria. Si considera que ha descubierto algo importante, o que ha acumulado ya muchas observaciones, comuníquelo inmediatamente. De lo contrario, aguarde a que yo le llame.
—¿Cómo debo comunicarme con usted? —preguntó Harry.
—Siempre personalmente.
—¿Cómo se comunicará usted conmigo?
—Como hoy, si deseo verle. Quizá le hable alguna otra persona por medio de frases remarcadas.
—Comprendo.
El agente de seguros miró en silencio a Vincent. Luego separó las manos y se recostó en el sillón, indicando que la entrevista estaba a punto de terminar.
—Escúcheme bien —dijo—. Puede que reciba alguna carta, o acaso varias. Estarán escritas en clave, pero una clave muy sencilla… ciertas letras sustituidas por otras. Aquí tiene la explicación —y el señor Arma entregó al joven un sobre sellado—. Son muy pocas las sustituciones, por lo tanto, no le costará mucho trabajo aprendérselas de memoria. En cuanto lo conozca, destrúyalo.
—¿Debo destruir las cartas que reciba?
—No será necesario —sonrió el agente—. Se destruirán ellas mismas.
La contestación intrigó a Vincent, pero creyó que no debía hacer ningún comentario.
—Asegúrese bien de que ha aprendido la clave —advirtió el señor Arma—. Pues deberá leer las cartas con gran rapidez, tan pronto como las saque del sobre. Cada carta que reciba irá numerada al final. La primera llevará el número uno. Lleve un registro de las cartas recibidas. Si dejara de recibir algún número… por ejemplo, si la número seis llegara a su poder antes de recibir la número cinco, comuníquemelo enseguida. ¿Me comprende?