—Durante dos horas me veré libre de aventuras —murmuró mientras avanzaba por la carretera—, pero luego, seguramente habrá emociones más que sobradas.
En esto tenía razón, pues antes de que transcurriesen siquiera las dos horas, las aventuras y emociones se cruzarían de nuevo en su camino.
El luminoso letrero de un surtidor de gasolina le recordó que tenía casi vacío el depósito. Metió el coche bajo la marquesina y ordenó al encargado que llenase el depósito. Cuando hubo terminado, tendióle un billete de veinte dólares.
El mecánico movió la cabeza.
—No tengo cambio, señor. ¿No tiene usted un billete más pequeño?
Harry rebuscó en los bolsillos. Solo otros dos billetes de veinte dólares.
—Yo iré a cambiarlo —dijo el encargado.
—Corra, dese prisa.
—Perdóneme un momento, espera otro auto. Antes de ir a buscar el cambio tendré que llenarle el depósito.
—¿Dónde habría ido a cambiar?
—Allí, en aquel restaurante ambulante.
Vincent miró adonde le indicaba el mecánico.
—Bueno, si le parece iré yo mismo. Entretanto, vigile mi coche.
—Muchas gracias, señor. Dígales que va de parte de Fred. De lo contrario, no le cambiaran.
Vincent corrió al restaurante, abrió la puerta y dirigióse al encargado que, junto con otro camarero estaba de pie detrás del mostrador. Sentados ante él, en altos taburetes, veíanse varios hombres.
—¿Tiene cambio de un billete de veinte? —preguntó Vincent—. Me envía Red.
—Ahí va.
Harry contó los billetes, se los metió en el bolsillo y fue a salir. En el momento en que ponía la mano en el tirador de la puerta, ésta se abrió violentamente y Harry se encontró frente a frente de Johnny el «Inglés».
Harry se apartó a un lado para dejar paso a Johnny.
El joven tenía la esperanza de escapar sin que el otro le reconociese. Hacía menos de veinticuatro horas que ocurriera el suceso del taxi, pero Vincent ya no llevaba la gorra y el traje de uniforme con que Johnny le vio.
La atención de éste fue requerida un momento por los alegres saludos de los ocupantes del restaurante.
—¡Hola, Johnny! —gritó uno—. Me enteré de que esta noche te dejarías caer por aquí.
—¡Hola, muchachos! —replicó el recién llegado—. He venido a ver cómo van los negocios.
El hombretón entró en el comedor y en el mismo instante, Harry se escurrió por la puerta, pero con tan mala suerte, que empujó a Johnny.
—¡Eh, amigo! —gruñó éste—. ¿Por qué tanta prisa? ¿Se le escapa el tranvía?
Cogió a Harry por un brazo y le hizo volverse.
—¡Hombre! ¡Precisamente es el tipo que andaba buscando! —exclamó.
—¿Qué está usted diciendo?
—No te hagas el tonto. Eres el chófer que ayer noche quiso atracarme.
Harry forzó una carcajada.
—No le entiendo —dijo.
—Ayer noche guiabas un taxi.
—Está usted en un error.
—¿De veras? ¡Pues no lo estoy!
Más que pronunciarlas, estas últimas palabras Johnny el «Inglés» pareció ladrarlas. Indudablemente buscaba camorra, Harry hizo un esfuerzo por librarse de la mano del hombretón.
—No te escaparás tan fácilmente —dijo Johnny el «Inglés».
—¿De dónde?
—De aquí. Ayer noche planeaste una mala pasada y hoy procuraré quitarte las ganas de esos jueguecitos.
Todos los clientes se adelantaron. Se les veía unánimemente de acuerdo con Johnny el «Inglés».
Harry comprendió que la única salvación posible estaba en escapar del restaurante, pero los demás, adivinando sus intenciones, se precipitaron hacia la puerta para cortarle el paso con sus corpachones.
—Pero ¿qué significa todo esto? —preguntó Harry, siguiendo su comedia.
—Pronto lo sabrás. Te voy a dar tantos golpes, que ni tu propia madre te reconocerá cuando vuelva a verte.
—Si me pone la mano encima, le pesará.
—¡Ja, ja, ja! ¿Habéis oído al hombre terrible? ¿Me harás mucho daño, monín?
Una carcajada general acogió las últimas palabras de Johnny el «Inglés».
—Atízale fuerte, Johnny —dijeron algunos—. Estamos todos a tu lado.
—Voy a ser generoso permitiendo que lo ablandéis vosotros antes.
Harry apretó los puños con rabia. Cualquiera de aquellos hombres podía deshacerle de un puñetazo. Realmente, las oportunidades de escapar eran muy pocas.
Los dos hombres que estaban detrás del mostrador, acodados sobre el mármol, contemplaban la escena. Corrientemente, las peleas estaban prohibidas en los restaurantes aquellos, pero Johnny el «Inglés» era el amo y si quería dar gusto a los puños estaba en su derecho.
Harry comprendió que no tenía más remedio que luchar. Pegaría unos cuantos puñetazos antes de que le tumbasen sin sentido. Y sin reflexionar más se lanzó sobre Johnny y le descargó un puñetazo en la mandíbula.
Pero no era golpe suficiente para aquel gigante y la réplica fue un formidable derechazo que lanzó a Harry contra la pared del fondo del restaurante.
—Ya que lo ha querido, dejádmelo a mí, muchachos —dijo el «Inglés».
Recobrándose del golpe, Harry trató de levantarse, pero comprendió que no lo lograría antes de que el otro descargase el golpe de gracia.
Ya el puño de Johnny se levantaba sobre la cabeza del caído, cuando de pronto, ocurrió una inesperada interrupción.
Uno de los dos camareros del restaurante había salido de su puesto para unirse al grupo que contemplaba tan desigual lucha. Y fue él quien se interpuso entre Johnny el «Inglés» y su víctima.
Era un hombre de mediana estatura, de cuerpo bien proporcionado. Su rostro expresaba decisión. Era moreno, de un tinte extraño y parecía haberse untado con aceite las partes visibles del cuerpo, o sea cara y manos.
Johnny el «Inglés» le miró asombrado.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó—. Márchate antes de que se me suba la mosca a la nariz.
—Deje tranquilo a ese hombre —dijo el camarero señalando a Harry.
Johnny se volvió hacia el otro camarero.
—Oye, Bill —preguntó—. ¿Quién es este tipo? Es la primera vez que le veo.
—Es nuevo, ha venido a sustituir por unos días a Pete, que está enfermo.
—¿Ah, sí? Pues despídele esta misma noche.
Y de nuevo Johnny se volvió hacia el hombre que se interponía entre él y Harry Vincent.
—Yo soy el amo. ¿No lo sabía usted?
—Mi amo, no.
—Soy el propietario de este restaurante, ¿me entiende?
—Pero no el mío.
El «Inglés» apartó a un lado al camarero.
—Tomadlo, muchachos —dijo dirigiéndose a los demás hombres—. Si trata de resistir, hinchadle a golpes.
Y Johnny dirigió otra vez su atención a Vincent. Levantó la mano derecha…
Pero un puñetazo que chocó con sordo ruido contra su mandíbula le hizo desplomarse sobre el mostrador.
Siguió un barullo formidable. Se rompieron cristales, sillas, oyéronse maldiciones. De entre la oscura masa de cuerpos destacábanse unos brazos enfundados en las mangas de una chaqueta blanca, los cuales descargan fuertes y eficaces golpes en todas direcciones.
Harry logró levantarse por fin, y trató de ayudar a su defensor. A falta de mejor arma, cogió un taburete que estaba en el suelo y lo estrelló con toda su fuerza sobre la cabeza de uno de los atacantes.
El grupo de luchadores se deshizo. Tres de ellos aparecían inmóviles en el suelo. Los demás retrocedieron ante el formidable empuje del camarero que los acorraló en un rincón del carromato.
Harry abrió la puerta y corrió a la calle.
—Prepare su auto —le gritó el providencial camarero—. Lo necesitamos.
Johnny el «Inglés» se puso en pie y se lanzó sobre el de la chaqueta blanca.
Harry corrió hacia el garaje, pero no se había alejado aún seis metros, cuando oyó un ruido sordo, que conmovió el restaurante. Johnny acababa de caer cuan largo era sobre el entarimado suelo, arrastrando en su caída los platos y vasos que no habían caído en el primer encuentro.
En cuatro saltos, Vincent llegó hasta donde estaba el coche, entregó un billete de cinco dólares al asombrado mecánico y poniendo el auto en marcha se dirigió al carromato. Hasta él llegó de nuevo el ruido de una lucha.
El joven, dejando el motor en marcha, abrió la puerta del restaurante.
El camarero luchaba todavía con dos compinches del «Inglés». De pronto, el encargado del restaurante sacó un revólver y encañonó con él a su ex ayudante. Pero antes de que pudiera levantar el percursor, el extraño camarero se precipitó sobre él, le arrancó el arma de las manos y le pegó un culatazo entre las cejas. El encargado cayó antes de darse cuenta de lo ocurrido.
Libre ya el camino, pues los otros dos luchadores hacían lo posible por no atraer la atención del terrible desconocido, éste salió a la calle, y empujando a Harry hacia el auto, se sentó junto a él.
En el momento en que el auto se ponía en marcha, abrióse la puerta del restaurante y tres hombres, uno de ellos Johnny el «Inglés», salieron armados de palos, restos de las sillas y taburetes del movible establecimiento.
Pero las fuerzas al servicio de La Sombra habían ganado de nuevo la batalla.
—Dé más gas —ordenó el asombroso compañero de Harry—. Nos siguen en auto.
Mientras apretaba el acelerador, Vincent se maravillaba de la fantástica fuerza del hombre que estaba a su lado. El solo, pues en la lucha Harry no contó apenas nada, venció a ocho contrincantes, cinco de los cuales estaban sin sentido para rato.
En el reducido espacio del restaurante, las armas de fuego eran un peligro para todos; por eso, sólo al final, uno de los pistoleros se decidió a sacar su Colt. Pero ya en plena marcha, por las calles solitarias, las armas de los perseguidores eran un verdadero peligro para los perseguidos.
El motor del auto de Vincent ronroneaba rítmicamente. Era un coche pesado, seguro, construido para alcanzar grandes velocidades. Gracias a su peso, podía tomar las curvas casi sin disminuir la marcha y sin peligro de vuelco.
Pero el coche perseguidor iba ganando terreno. Harry sólo podía imaginarse lo que hacía su compañero, pues toda su atención estaba concentrada en la ancha cinta de asfalto que se extendía entre los campos de las afueras de Nueva York.
El providencial ayudante del joven miraba constantemente hacia atrás.
El coche perseguidor era, sin duda, uno de esos poderosos Lincoln adoptados por la Policía neoyorquina y de otras ciudades de los Estados Unidos. Ningún otro auto de fabricación americana hubiera podido aventajar al que guiaba el joven.
Por el espejo retrovisor comprendía el joven el progresivo avance de los perseguidores. Al cabo de varias millas de veloz recorrido, oyendo cada vez más próximo el motor del Lincoln, llegaron a un cruce de carreteras.
Era forzoso aminorar la terrible velocidad del automóvil, pero, al hacerlo, daría oportunidad a los gángsters de acercarse más, quedando entonces a merced de sus armas. Para evitarlo, Vincent viró a la derecha, sin apartar el pie del acelerador, y, dominando el patinaje lateral de las ruedas traseras, siguió por el nuevo camino, que no sabía dónde conducía.
De cuando en cuando se cruzaba con otro auto, cuyo conductor lanzaba unas cuantas maldiciones, que interrumpían el paso del otro bólido.
Gracias a su arriesgada maniobra, Vincent consiguió ganarles de nuevo terreno a los gángsters. Pero la solitaria y recta carretera les permitió a éstos aumentar más aún la velocidad, tanto que, poco después, el ruido del motor del Lincoln sonaba a poca distancia del auto de Vincent.
De pronto, un nuevo ruido unióse al estruendo de la carrera. Eran unos estampidos secos, repetidos. Disparos de armas de fuego.
Los movimientos de los dos autos y la distancia que les separaba aún impedían afinar la puntería.
Pero ¿serían tan torpes los gángsters cuando sólo unos metros separaban los dos vehículos?
Era hora de hacer algo, sin embargo, ¿qué podía hacer el joven?
De repente, su compañero le ordenó:
—Aminore la marcha y tuerza por la carretera que encontrará a la izquierda.
Harry obedeció. Apenas acababa de penetrar en la nueva carretera, su compañero volvió a hablar:
—Métase en ese prado a la izquierda y frene, pero sin parar el motor.
Las ruedas delanteras del coche se hundieron en la húmeda tierra, y enseguida se detuvo.
Un violento chirrido sonó en la carretera. El auto perseguidor acababa de tomar la curva y sus faros iluminaron el desierto camino. Un rugido del motor indicó el aumento de velocidad del Lincoln, el cual, diez segundos después, pasaba frente a los ocultos fugitivos.
Fue entonces cuando Vincent advirtió que su compañero se había despojado de la blanca chaqueta. Hallábase hundido en las profundas sombras del coche. Pero algo brillaba en su mano derecha.
Era un objeto metálico, alargado… En aquel momento sonó un chasquido y, seguidamente, una roja llamarada pareció extenderse hacia el Lincoln. Oyóse un estampido, seguido de otro mucho más ensordecedor, y el auto bólido pareció encabritarse. Durante una fracción de segundo permaneció en el aire, pero enseguida cayó sobre una valla de madera donde permaneció inmóvil.
Las ruedas seguían girando velozmente.
Mientras apretaba de nuevo el acelerador, Vincent se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir. Con una destreza maravillosa, su compañero se había desembarazado de los peligrosos perseguidores. Con el revólver que quitó al encargado del restaurante, disparó sobre una de las ruedas delanteras del Lincoln, reventando el neumático, con lo cual provocó el vuelco del coche.
Pero aún quedaban sus ocupantes provistos, indudablemente, de armas más eficaces que las pistolas.
—Dé toda la marcha y siga carretera adelante —indicó el desconocido.
Harry obedeció y al pasar junto al auto de los gángsters vio a uno de éstos esforzándose en meter un cargador de cien balas en una ametralladora Thompson. No se había equivocado. Los gángsters se disponían a emplear su arma favorita. Lo extraño era que no lo hubiesen hecho antes.
Loco de pánico, Vincent dio toda la marcha. De pronto, por el espejo retrovisor, vio a lo lejos una serie de llamaradas que describían una línea horizontal. La Thompson acababa de entrar en acción, pero la distancia era demasiado grande para que el fuego pudiera tener eficacia.