Wang Foo dio unas palmadas y los tres chinos abandonaron la habitación.
—Ha cometido usted un gran error —dijo el oriental—. Error que le costará la vida. Nosotros, los chinos, no nos complacemos en las torturas, como pretenden los ignorantes. Nos gusta la muerte rápida, como la que usted sufrirá.
El mercader retrocedió unos pasos y contempló la extraña guillotina.
—Desde mi mismo despacho —siguió—, haré caer esa cuchilla. Será una muerte rápida y sin dolor. Nadie podrá impedir que el acero siegue su garganta, pero, por si acaso, dejaré de guardia a uno de mis hombres.
Dio cuatro palmadas y un pequeño chino entró en el sótano. Wang Foo le dio unas instrucciones en su idioma y el hombre se inclinó profundamente.
—El momento exacto de su muerte —dijo el viejo chino dirigiéndose de nuevo al prisionero— debe ser dispuesto de antemano.
Volvióse hacia el otro chino, cogió un enorme reloj de arena que éste llevaba en las manos y lo colocó ante la enrejada ventana. Vincent lo podía ver con toda claridad. La arena estaba toda en la esfera inferior.
—En mi despacho —siguió Wang Foo—, hay otro reloj de arena exacto a éste. La arena cae en los dos a la misma velocidad. Empezarán a funcionar al mismo tiempo. Cuando el de mi despacho haya dejado caer el último grano de arena, soltaré la cuchilla. Si mira atento al reloj que está ahí en la ventana, sabrá el momento de su muerte.
»Como verá, soy muy bueno con usted. Le doy una hora de vida y le permito ver cómo transcurre.
Después de decir estas palabras, Wang Foo saludó a Vincent y salió de la habitación. El otro chino permaneció apoyado en la puerta del sótano, vigilando atentamente a Vincent. Pasaron unos minutos.
De pronto, se oyó sonar el batintín. Al oírlo, el chino que estaba de guardia dirigióse hacia la ventana y dio la vuelta al reloj de arena. El prisionero vio caer los primeros granos de arena en la esfera inferior.
Enseguida el chino regresó junto a la puerta a continuar su guardia y los minutos fueron pasando…
La mirada de Vincent permanecía fija en el fatal reloj. La lenta y regular caída de la arena le fascinaba, pero, a medida que aumentaba el montoncito inferior, aumentaba también el miedo a la muerte. El joven se esforzó inútilmente en deshacerse de las ligaduras que le aprisionaban, hasta que al fin desistió, agotado, sin que hubiera logrado moverse ni un centímetro.
Casi la mitad de la arena había caído ya al recipiente inferior. Mentalmente veía el otro reloj allí, en el despacho de Wang Foo, colocado en la mesa, junto al viejo mongol que escribía, al parecer sin fijarse en él, pero que, de cuando en cuando, echaba una mirada de reojo para ver la arena que quedaba en la esfera superior.
«Una muerte rápida», pensó Vincent. Y un escalofrío le recorrió por todo el cuerpo.
Otro chino apareció en la puerta. Vincent se dio cuenta de ello cuando oyó el murmullo de una conversación, El que hacía guardia se marchó sustituyéndole el recién llegado.
Sin duda Wang Foo no dejaba nada al azar, y para impedir que el prisionero lograse sobornar a su guardián, los renovaba durante el curso de la hora.
Los granos de arena seguían cayendo con la misma terrible monotonía.
Parecía una ironía del Destino que el hombre que días antes estaba dispuesto a quitarse la vida, se aferrase en aquel momento a ella con todas sus fuerzas.
Vincent quiso olvidarse del reloj, pero fue inútil; los dos recipientes de cristal atraían su vista como dos potentes imanes. Pensó en pedir ayuda, y, aunque comprendió que era inútil, buscó con los ojos a su guardián.
El mongol le contemplaba impasible. En la semioscuridad de la habitación, el rostro del oriental era como un globo amarillo. La tarde caía y a su pálida luz sólo dos objetos quedaban claramente visibles para el condenado: el reloj y la cuchilla pendiente sobre su cabeza.
Unos minutos más y aquella guillotina cumpliría su terrible cometido.
El prisionero trató de gritar, pero la mordaza se lo impidió. Tenía los labios resecos, los ojos fuera de las órbitas y respiraba con fatiga. El recipiente inferior del reloj estaba casi lleno; sólo unos granos de arena quedaban ya en la otra esfera.
Otro chino apareció en la puerta. El murmullo de las voces atrajo la atención de Vincent. Sin duda, se trataba de otro guardián, a pesar de que la hora no había transcurrido aún.
Los dos orientales conversaron largamente en su idioma. El nuevo centinela ocupó su sitio junto a la puerta; sin embargo, el otro no se retiró de la estancia señalando significativamente al cautivo.
No cabía la menor duda acerca de sus deseos. Quería quedarse a presenciar la caída de la cuchilla, pero su compañero le dirigió tan imperiosas palabras que se alejó apresuradamente.
Solo unos cuantos granos de arena quedaban en el recipiente superior del reloj. El condenado dirigió una mirada de desesperación hacia su nuevo guardián. De pronto, el chino que hasta entonces permaneció inmóvil, como escuchando, dejó su puesto junto a la puerta y se acercó a Vincent.
El rostro del oriental tenía una repulsiva expresión en la casi completa oscuridad de la habitación. Una diabólica sonrisa le curvaba los labios cuando se inclinó sobre el condenado.
Esperando la caída de la cuchilla, el joven dirigió una mirada hacia la ventana. Solo unos granos… tan pocos quedaban por caer que casi pudo contarlos.
¡Pero algo extraordinario estaba ocurriendo! El delgado chino que sustituyó en la guardia a su compañero estaba arrodillado junto a Vincent tratando de romper el cerrojo que cerraba la cadena que aprisionaba al joven.
¡El último grano acababa de caer en el recipiente interior del reloj de arena!
Oyóse un chasquido; Vincent miró hacia arriba y vio que la cuchilla se movía. En aquel momento un poderoso brazo se deslizó bajo su cuello y se sintió levantado en el preciso instante en que el afilado acero caía pesadamente en el lugar donde un segundo antes tenía el joven la cabeza.
El pequeño chino forcejaba con las cadenas que aprisionaran los pies del joven. Este, agotado por la emoción, reclinábase sobre la cuchilla que estuvo a punto de segarle la cabeza.
Oyóse otro chasquido y Vincent se notó las piernas libres. Solo faltaba que le librase de las correas que le aprisionaban las manos y de la mordaza que apenas le dejaba respirar.
Pero ¿sería aquello un rescate? Era imposible que ningún amigo suyo hubiese llegado hasta allí. Sin duda, se trataba de algún ardid de Wang Foo, que salvaba a su víctima de la muerte sólo para buscar una tortura más terrible.
Sonó un ruido en la puerta. La suposición de Vincent era sin duda acertada…
Allí estaban los tres chinos que le condujeron al cuarto del suplicio. Debían venir para trasladarle a otro sitio terrible.
El pequeño oriental volvió la cabeza al escuchar el ruido de los pasos y se levantó. Vincent supuso que iba a saludar a sus compañeros. Pero no fue así.
A pesar de la casi completa oscuridad que reinaba en el lugar, el prisionero pudo ver la expresión de asombro que se reflejó en los rostros de los recién llegados y oír las exclamaciones de ira que lanzaron los chinos al penetrar en el sótano.
Desnudando sus cuchillos, los dos gigantes que habían apresado a Vincent se precipitaron sobre el minúsculo chino que acababa de libertar al joven, quien, aterrorizado al parecer retrocedió ante sus atacantes, pero sobre él ocurrió algo extraordinario. El pequeño chino pareció alargarse; ¡su estatura aumentó casi treinta centímetros!
Inmediatamente se lanzó sobre el primer atacante y descargóle un formidable puñetazo en la mandíbula que le hizo caer pesadamente al suelo.
El otro gigante trató de hundir su cuchillo en el pecho del salvador de Vincent, pero con una sorprendente rapidez, éste se echó a un lado, y agarrando la muñeca de su enemigo, le echó una rápida llave, con lo cual hombre y cuchillo fueron a chocar sordamente contra el macizo muro del sótano…
Entretanto, el tercer chino no permaneció inactivo. Suponiendo que sus dos compañeros darían buena cuenta de su enemigo, dirigió toda su atención al prisionero que aún seguía atado en el suelo.
Durante unos segundos contempló al que tan milagrosamente había escapado a la decapitación. Por fin, decidiendo corregir el fallo de la cuchilla, sacó su puñal y probó con un dedo la afilada punta, mientras los ojos le brillaban con fulgor homicida.
Inmediatamente levantó el cuchillo y lo dejó caer con toda la fuerza de su brazo. En aquel momento sonó una extraña y terrible carcajada. Vincent cerró los ojos aterrorizado.
Pero el acero no llegó a hundirse en el pecho del joven. Más tarde, cuando el peligro hubo, pasado, Vincent pudo imaginarse la escena que no llegó a presenciar. De nuevo su desconocido salvador debió de librarle de la muerte, pues cuando el joven abrió los ojos vio al chino que unos segundos antes se disponía a apuñalarle, tendido en el suelo, junto a él, hundido en el corazón su propio cuchillo.
Pero no había tiempo que perder. Uno de los chinos que quedaron sin sentido empezaba a moverse hasta que por último se puso en pie.
Sin la mayor vacilación, el salvador de Vincent precipitóse sobre él, y, cogiéndole por las piernas, lo volteó en el aire como si fuera un pelele, luego lo estrelló contra el suelo. El gigante salió despedido como una bala.
El formidable choque de su cabeza contra las anchas losas de piedra, seguido del alarido que resonó en toda la casa, fueron claros indicios de que otro de los servidores de Wang Foo no lucharía nunca más.
Vincent notó que el extraño chino que le salvara la vida había recuperado su anterior estatura. Cogiendo uno de los cuchillos que estaban en el sucio suelo cortó las ligaduras de Vincent y le ayudó a ponerse en pie.
Después le condujo hasta la enrejada ventana donde el aire que entraba por ella serenó un poco al joven.
Entretanto, el oriental, cuyo rostro no podía distinguir bien el joven, estaba limando uno de los barrotes de la reja.
—Apóyese en la pared —dijo en perfecto inglés, dirigiéndose a Vincent—. Pronto habré limado este barrote y podrá escapar. Al final de la calleja a donde saldrá encontrará un taxi.
Vincent sentíase demasiado débil para poder hacer otra cosa que mover afirmativamente la cabeza. En el sótano solo podía ver la sombra del chino que le salvó la vida, y con más claridad las manos que estaban limando el barrote.
Eran unas manos delgadas pero vigorosas. La lima que manejaban mordía fuertemente el hierro hasta que, por fin, la parte inferior quedó segada.
Inmediatamente el desconocido cogió con ambas manos el barrote y lo movió con todas sus fuerzas. Unas partículas de piedra cayeron sobre sus delgadas manos. Pasaron tres minutos.
Los esfuerzos del chino habían curvado la gruesa barra. En la piedra que servía de alvéolo del extremo superior del barrote apareció una grieta que se fue haciendo cada vez mayor. De pronto el desconocido cesó en sus esfuerzos y permaneció inmóvil. Vincent comprendió que estaba escuchando.
Sin embargo, en toda la casa reinaba un completo silencio.
Pasaron unos segundos. Por fin, en algún lugar del edificio sonó, por cuatro veces, un batintín.
El chino reanudó sus esfuerzos. Un momento después la barra de hierro estaba en sus manos. La abertura que dejó en la reja era suficiente para dar paso a un hombre.
—¡Pronto! —ordenó el desconocido, que no era ya más que una sombra—. Salga por la ventana.
Vincent se sintió cogido por las axilas y levantado hasta la ventana. Mientras se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes para salir a la calle, advirtió un ruido a su espalda. Eran las pisadas de numerosas personas en la escalera que conducía al cuarto de los tormentos. Mezclados con las pisadas se oyeron también varías voces guturales hablando en chino.
El joven volvió la cabeza. Su salvador no estaba ya junto a la ventana.
Debilitado por las emociones recibidas. Vincent permaneció cogido a los hierros sin decidirse a salir a la calle. Lo que ocurría en el sótano acaparaba toda su atención.
En la oscuridad de la puerta de entrada al lugar de los suplicios, brillaron los cuchillos de los nuevos atacantes.
En el centro del sótano, una sombra acurrucada en el suelo era el único indicio de la presencia del misterioso chino.
Al penetrar los servidores de Wang Foo, el oriental recuperó la gigantesca estatura que tuviera durante la lucha anterior y se lanzó con un salvaje grito de triunfo sobre los nuevos atacantes.
En la mano derecha blandía la barra de hierro que arrancó de la reja, la cual manejaba como terrible clava.
Los primeros chinos rodaron por el suelo antes de que pudiesen darse cuenta de quién les atacaba, Y los que les seguían, sólo vieron una sombra que descargaba formidables golpes a diestro y siniestro; sombra que unos segundos más tarde había desaparecido escaleras arriba, dejando tras de sí un grupo de chinos muertos de miedo y muchos de ellos descalabrados.
Vincent no esperó más, y salió a la calle, por la que no pasaba ni un solo transeúnte. Al ponerse en pie llegó hasta él, apagado por la distancia y los gemidos de los maltrechos orientales, una carcajada que hubiese helado la sangre en las venas del más valiente.
Harry Vincent se reclinó confortablemente en uno de los sillones de su habitación del hotel Metrolite. Tres días habían transcurrido desde la terrible experiencia sufrida en el almacén de Wang Foo, y el recuerdo de la milagrosa manera como escapó a la muerte aún hacía estremecer al joven.
Apenas recordaba cómo llegó al taxi que le esperaba al final de la calle.
Sabía que el chófer le ayudó a penetrar en el vehículo y que luego, al llegar al Metrolite, le acompañó hasta su cuarto. Al día siguiente, a las diez de la mañana, visitó al agente de seguros. Comprendiendo que el señor Arma estaba ya enterado de todo, no le habló de su aventura en el barrio chino.
La entrevista fue muy breve. El intermediario entre él y La Sombra le dijo que se divirtiese hasta nuevo aviso; pero al mismo tiempo le indicó la clase de diversión que era más conveniente para él: ante todo, leer las informaciones de crímenes y robos que publican los periódicos en su primera plana, procurando hacerse perfecto cargo de cuantos detalles apareciesen en ellas.