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Authors: Maxwell Grant

Tags: #Misterio, Crimen, Pulp

La Sombra Viviente (11 page)

Por el modo de estar colocado Joyce, Vincent pudo ver las que acababa de coger. La dama de corazón, el cuatro del mismo palo y un as, que unido a lo que tenía no hacían absolutamente nada. Extrañado de que el viajante pujase bastante, siguió con interés el juego.

Los contrincantes de Joyce debían tener mejor juego que él, pues aceptaron presurosos la oferta y todos pujaron más. Indudablemente, pensó Harry, la audacia iba a costarle cara a Joyce.

Pero al terminar el juego, y llegar la hora de mostrar las cartas, el asombro de Vincent no tuvo límites al ver que Joyce extendía sobre la mesa tres ases, el comodín y la dama de corazón. O sea, parte del juego que cogió en la última baza, más el que había tirado, que por lo visto no se movió de su mano.

Harry salió de la sala mientras Joyce recogía las ganancias.

¡Curioso personaje aquel viajante a quien le encantaban los jeroglíficos, rechazaba hablar de crímenes y se entretenía haciendo trampas en el juego!

Sin embargo, las más crecidas apuestas que se hacían en «Las Armas de Holmwood» apenas llegaban al dólar o sea que el beneficio que sacaba el tramposo era apenas de tres dólares por partida, cantidad que no justificaba el peligro a que se exponía. ¿Por qué estaba allí aquel hombre tan hábil?

Una sonrisa distendió los labios del joven al encontrar la explicación a su pregunta. Joyce estaba allí en cumplimiento de alguna misión. Sus servicios eran requeridos por alguien con determinado objeto. Hacía una semana que estaba en la posada y aun no había recibido el aviso que, seguramente, debía de esperar.

Entretanto, la oportunidad de ganar algún dinero a los incautos jugadores del pueblo era demasiado fuerte para que el tahúr la resistiese. Harry Vincent sintió una gran satisfacción por haber descubierto los manejos del seudo viajante, cuyas verdaderas actividades eran, sin duda, de una índole perseguida por la Ley.

Aquello era algo digno de ser comunicado al señor Arma. Desde su llegada a «Las Armas de Holmwood», el joven no recibió ningún aviso del agente de seguros ni visitó Nueva York.

Decidió esperar un día más antes de realizar el proyectado viaje. Vigilaría a Joyce y así quizá podría añadir algún detalle a su informe.

CAPÍTULO XV
DOS HOMBRES SE ENCUENTRAN

A la mañana siguiente, Vincent desayunó con gran apetito. El día era agradable y el joven sentíase profundamente satisfecho. En su cargo de agente de La Sombra no cabía duda de que hacía grandes progresos.

Su descubrimiento del extraño comportamiento de Elbert Joyce podía ser de gran interés. Además, estaba convencido de que aquel día ocurriría algo también. Desde el momento en que descubrió al falso viajante descifrando un jeroglífico, tuvo la impresión de que aquel hombre no era lo que aparentaba y estaba dispuesto a descubrir su verdadera personalidad.

Las reflexiones de la noche anterior le decidieron a no realizar el viaje a Nueva York hasta descubrir alga más acerca de Joyce, aunque tuviera que esperar una semana entera para conseguirlo.

Estaba convencido de que Elbert Joyce esperaba algo; por lo tanto sería una locura marcharse antes de descubrir qué era aquel algo.

El seudo viajante no estaba en el comedor, pero poco después apareció en la galería. Harry le saludó cordialmente y enseguida se dirigió a su habitación, donde permaneció una hora tecleando en la máquina de escribir. Transcurrido este tiempo bajó a la galería y allí encontró aún a Joyce.

La mañana y la tarde pasaron muy lentas. Después de comer, Harry se dirigió a pie hasta el pueblo, pero no permaneció mucho tiempo en él.

Sabía que su puesto estaba en la posada, vigilando los movimientos del falso viajante. Sin embargo, a pesar del cuidado que puso en su vigilancia, ésta no se vio recompensada, y, sin ningún incidente, llegó la hora de la cena.

Como la noche anterior, se sentó en la misma mesa que el hombre a quien vigilaba.

—¿Qué tal ha pasado usted el día? —preguntó el amable señor Joyce.

—Así, así —contestó Harry—. He llenado unas cuantas cuartillas y como el tiempo era agradable, dejé de escribir y me fui a dar una vuelta por la carretera. El trabajo es una cosa muy desagradable, ¿verdad, señor Joyce?

—¿Lo cree usted así? Yo no. Le aseguro que estoy deseando que me avisen de mi nueva casa —replicó Elbert—. Me muero de ganas de reemprender mis viajes.

—Usted, amigo mío, tiene espíritu de mercader y yo de poeta, aunque no haga versos. Los poetas nunca han sido buenos trabajadores. Y ¿qué, le falta mucho para volver a gastar kilómetros?

—Unas dos semanas.

—Mucho tiempo para un hombre tan deseoso de cansarse.

—Sí, mucho tiempo, pero son gajes del oficio. Ya me desquitaré luego.

La conversación fue languideciendo y poco después avisaron a Joyce de que acababa de llegar una carta para él. El extraño personaje la abrió, leyó atentamente su contenido, después la hizo añicos y por una ventana tiró los menudos pedazos, los cuales fueron arrebatados por el viento que los desparramó por el jardín.

En el salón estaban reunidos unos cuantos huéspedes jugando a las cartas.

Al ver a Joyce le invitaron presurosos, deseando, por lo visto, desquitarse de las pérdidas de la noche anterior, pero el hábil tahúr rechazó la invitación y quedóse contemplando el juego.

Harry, que le observaba desde un sillón, dio gran importancia al hecho. Si Joyce era capaz de resistir a la tentación de tomar parte en una partida de póquer, aprovechándola para librar a los inocentes huéspedes de algunos de sus dólares, era que un negocio más importante reclamaba su atención.

Harry sacó de su bolsillo unas cuantas cuartillas escritas a máquina y fingiéndose absorto en su lectura se dirigió hacia el sitio que ocupaba Joyce, tropezando violentamente con él.

—Si en lugar de hallarse en el salón de un hotel llega a estar en la carretera y yo soy un auto, no lo cuenta usted, amigo Vincent —rió Elbert.

Harry mostró una amplia sonrisa y dijo:

—Se me ha ocurrido de pronto una idea y voy a mi habitación a trasladarla al papel. Tengo que escribir por fuerza a máquina, pues mi letra es tan infame que ni yo mismo soy capaz de descifrarla.

Se dirigió a su cuarto y, transcurridos unos minutos, volvió a bajar al salón.

Joyce no estaba ya allí. Preparando una excusa para explicar su regreso, Vincent salió a la galería, esperando dar con el rastro del seudo viajante. Pero no vio la menor señal de él.

Después de una corta vacilación, salió del hotel y encaminóse a la carretera.

En lugar de seguir por la ancha cinta de asfalto, el joven se metió en los prados que la bordeaban, avanzando, sin ruido, por la húmeda hierba. Algo le decía que Elbert Joyce había pasado por allí pocos minutos antes.

Al cabo de un rato vio a lo lejos, ante él una borrosa silueta que andaba, también, por la hierba. Al llegar a un cruce de caminos, el hombre se detuvo junto a un farol que marcaba la encrucijada y sacó el reloj. En aquel momento, Vincent reconoció en él a Joyce.

Un macizo de árboles ofrecía un buen refugio desde donde observar los movimientos de Elbert Joyce. Vincent se ocultó tras él con providencial rapidez, pues apenas acababa de esconderse tras los árboles, el viajante se volvió para escudriñar la carretera. Cuando se convenció de que nadie le seguía, torció por la carretera de la izquierda.

Harry contuvo una exclamación de alegría. El pueblo estaba a la derecha, por lo tanto, Joyce no se dirigía allí.

Con las mismas precauciones de antes, Vincent siguió a su compañero de hospedaje, y, con profundo asombro, le vio detenerse ante la casa de Bingham, el abogado. ¿Qué iba a hacer allí Elbert Joyce?

¿Conocía al abogado a pesar de su negativa del día anterior? ¿O iba acaso a intentar alguna fechoría creyendo que el propietario de aquélla era persona de posición?

Decidido a averiguarlo, Harry se acercó a la casa. Ninguna luz brillaba en la fachada, y durante varios minutos, perdió de vista al viajante. Temiendo que se hubiera alejado, decidió investigar el jardín, pero, por fortuna, le contuvo el chasquido de un encendedor automático a cuya vacilante luz pudo ver a unos metros de él a Elbert Joyce.

Pasaron los minutos: al cigarrillo que encendiera el viajante siguieron dos más, hasta que, por fin, se oyó en la carretera el motor de un automóvil. Joyce tiró al suelo el cigarrillo que fumaba y de nuevo Harry le perdió de vista.

El automóvil se detuvo ante la casa. El joven permaneció inmóvil en su sitio. No se atrevía a hacer ningún movimiento por miedo a tropezar con Elbert.

El auto que se detuvo frente a la casa del abogado continuaba con el motor en marcha. A pesar del ruido que producía, llegó hasta el joven un susurro de conversación. Aunque la distancia que le separaba del vehículo era bastante regular, creyó reconocer la voz de su compañero de hospedaje. Vaciló un momento más y por fin, decidido se dirigió hacia el lugar donde sonaba la voz. De pronto se detuvo, las palabras llegaban a él con toda claridad y estuvo a punto de lanzar un grito de alegría. Pero aquella alegría no fue sólo por el hecho de que podía percibir lo que hablaban el ocupante del auto y Elbert, sino porque en la voz del primero acababa de reconocer la de Bingham, el abogado a quien viera en el banco de Holmwood.

CAPÍTULO XVI
LO QUE OYO VINCENT

—Está bien, señor Bingham, haré lo que usted me pida —oyó decir Vincent a Joyce.

—Ya sé que puedo contar contigo —replicó el abogado. Estas palabras llegaron con toda claridad a oídos de Vincent.

—He estado varios días esperando noticias de usted.

—No hubiese servido de nada —replicó secamente Bingham.

—¿Por qué?

—Es cosa mía, Araña.

—Haga el favor de no emplear este mote. Llámeme Joyce. Estoy acostumbrado a este nombre; además quiero olvidar el pasado.

El viejo abogado replicó con una sardónica risita:

—Eso es lo que quería oírte decir. Los dos lo olvidaremos si tú no haces tonterías.

—No tenga miedo.

—Déjame que te advierta una cosa, Araña… perdona, he querido decir Joyce. Una vez te saqué de un apuro. El jurado te absolvió gracias a mí, ya lo sabes.

—Y yo se lo pagué bien.

—Sí, me pagaste bien. Muy bien, lo recuerdo.

—¿Entonces…?

—Entonces, creo que sería bastante desagradable para ti enfrentarte con otro jurado, y esta vez la acusación sería por algo más importante.

Joyce no replicó.

—Estás a mi merced, Joyce —siguió el abogado—. Una palabra que dijese a la Policía y al momento irías a dar con tus huesos en la cárcel. Pero no pienso causarte ningún perjuicio. Estás seguro… siempre que juegues limpio.

—Ya sabe usted que lo haré, señor Bingham.

—Te aconsejo que sigas pensando igual. Cuando pego, hago daño. Tengo en mi despacho pruebas suficientes para encausar a treinta o cuarenta hombres de quienes la Policía no sospecha ahora nada. Y lo que es más, puedo enviar a la cárcel al hombre que me parezca, tanto si es culpable como si no.

—¿Cómo?

—Yo sé cómo. Hablando con franqueza, Joyce —siguió el abogado—, no hay mucha diferencia entre mis trabajos y los de mis defendidos. Pero yo conozco la Ley, trabajo de acuerdo con ella; y ellos se empeñan en atacarla abiertamente. Te cuento todo esto porque eres un hombre inteligente.

—Muchas gracias por el favor.

—No es favor; si no te creyera listo no te ofrecería el trabajo que te reservo.

—Muy bien, señor Bingham; dígame de qué se trata.

—Supongo que ya te figurarías que era yo quien te hizo venir a Holmwood, ¿no?

—Lo sospeché.

—Bueno, si te llamé fue porque eres un experto en descifrar cartas escritas en clave.

—Sí. Tengo cierta habilidad en esas cosas.

—Pues bien, tengo una carta de esa clase que quisiera me descifraras. En ella se dice algo que para mí es muy importante. Aquí tienes una copia.

Harry vio a Joyce inclinarse para examinar el papel a la luz de los cuadrantes.

—Todos son números —dijo el tahúr.

—Sí —asintió Ezekiel Bingham. ¿Puedes resolver el problema?

—No sé. ¿Tiene usted el original?

—Está en mi caja de caudales; pero la copia es exacta.

Joyce guardó el papel en uno de los bolsillos interiores de la americana.

—¿Qué has sacado en limpio? —interrogó el abogado.

—Muy poca cosa.

—¿Crees que podrás descubrirlo con facilidad?

—No.

—¿Cuánto tiempo tardarás?

—No puedo decirlo.

—¿Por qué no?

—Porque podría tratarse sencillamente de una clave. Si es una carta, la descifraré por difícil que sea. Puede que me lleve tres o cuatro días, pero al fin descubriré lo que dice. Nunca he fracasado en cosas así.

—Muy bien, Joyce. Recuerda que confío en ti. Ve lo más deprisa que puedas en ese trabajo.

—Empezaré mañana por la mañana.

—Está bien. Acuérdate de que no debes decir ni una palabra a nadie. Es necesario guardar el más absoluto secreto. Esto es todo lo que te pido. Si descifras la carta, olvida inmediatamente lo que dice.

—Se lo prometo.

—Te creo. Siento simpatía por ti, Joyce. Es posible que vuelva a requerir tus servicios y ya sabes los beneficios que puedes obtener siéndome fiel. Además, nada de cuanto sé respecto a ti saldrá de mis labios si me eres fiel; si me traicionas… te arrepentirás.

—Puede estar usted tranquilo, señor Bingham.

Se oyó un roce de papeles. El abogado entregaba algo al viajante.

—Seiscientos dólares, Joyce —dijo—. Como ves, te pago bien y por adelantado. Te lo repito: date tanta prisa como puedas.

—¿Cómo le veré para entregarle la solución?

—Ve a mi oficina como si fueras un cliente y di que deseas consultar conmigo.

—¿Debo seguir en «Las Armas de Holmwood»?

—No es necesario ya. Será mejor que te traslades a un sitio donde no puedan encontrarte tus viejos amigos.

—Entonces ya…

Las últimas palabras del seudo viajante fueron interrumpidas por las detonaciones del motor del coche, y el abogado, sin entrar en su casa, se alejó hacia el pueblo. Joyce se dirigió hacia la posada y Vincent, después de aguardar un rato, le siguió.

Cuando llegó a su cuarto quedóse pensativo, reflexionando en los extraños acontecimientos de aquella noche. Por fin se explicaba la indiferencia que mostró Elbert Joyce, al hablarle del asesinato y de Ezekiel Bingham.

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