El policía contempló fijamente a Vincent. Parecía lamentar que no hubiese ocurrido un accidente y andaba buscando algún motivo para detener al joven.
—Muéstreme su permiso de conductor y demás documentos —ordenó.
Vincent buscó en los bolsillos del uniforme. Tenía la esperanza de encontrar en ellos los documentos que le exigía el policía. Pero sin duda no se previó ningún accidente, pues en los bolsillos del uniforme el joven no encontró absolutamente nada.
Mientras buscaba oyó exclamar al policía:
—Echemos un vistazo a la carátula de ahí dentro.
—¿Se refiere usted a mí? —preguntó irritado Johnny el «Inglés».
—No. Me refiero a la fotografía de ese idiota que conduce el taxi. Pero si quiere, también le miraré a usted. ¿Cómo se llama?
—Mi nombre es Harmon —contestó el pasajero—, pero la mayoría de mis amigos me llaman Johnny el «Inglés».
El policía levantó la cabeza.
—¡Hombre, Johnny el «Inglés»!
—Sí, ¿qué pasa?
—¿El propietario de los restaurantes?
—El mismo. También conozco algunos de los gordos del Cuerpo.
—Ya tengo noticias de eso. Dígame qué quiere que haga con ese idiota de chófer.
—Déjele que me lleve a casa, primero. Hemos perdido no sé cuánto tiempo ya.
El policía se echó a reír.
—Vamos, ponte en marcha, el señor quiere que le lleves a casa esta noche.
—¿No le detiene usted? —preguntó irritado el propietario del otro auto.
—No se preocupe y olvide el accidente —replicó el policía.
Vincent puso en marcha el auto y se alejó rápidamente. La intervención de Johnny el «Inglés» fue providencial. El joven rogaba al Cielo que no ocurriese ningún otro accidente.
En aquel momento volvieron a sonar los golpes en el cristal.
—Para junto a aquel farol —ordenó el pasajero. Harry obedeció la orden.
Johnny bajó a la acera y miro fijamente al joven cuyo rostro quedaba claramente visible a la luz del farol del alumbrado público.
—Oye, tú. ¿Es que piensas pasearme por toda la ciudad? —preguntó enojado.
—No, señor —contestó Harry.
—Pues lo parece.
—¿Por qué, señor?
—Porque no pasas dos manzanas sin equivocarte de camino.
Harry Vincent reflexionó rápidamente acerca de la contestación que debía dar. Por fin decidió que un chófer corriente contestaría:
—Puede que conozca las calles mejor que usted. Soy taxista desde hace muchos años. Y conozco bien mi trabajo.
—Bueno, puede que tengas razón —replicó, medio convencido Johnny—. Quería asegurarme.
—Está bien, señor.
—Además, bajo el aéreo, tuviste un accidente.
—¡Bah! Esas cosas son el pan de cada día de todos los taxistas de Nueva York. No tienen ninguna importancia.
—Bien, sí, pero como luego te has vuelto a enredar, quería asegurarme de que no estabas borracho como una cuba.
—No he bebido ni una copa.
En aquel momento otro taxi se detuvo detrás del de Vincent. Su conductor saltó a la acera para enterarse de la discusión.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Harry.
—¿A ti qué te importa? —replicó Johnny, el «Inglés».
—¡Eh, amigo! ¿Desde cuándo nos tuteamos? —replicó agriamente el otro chófer, dirigiendo una amenazadora mirada a Johnny.
Indudablemente, pensó Vincent, el hombre se ponía de parte del que creía un compañero de profesión.
—Perdone lo del tuteo, pero lo que pasa es que este idiota no sabe dónde me lleva. Hace casi una hora que estamos dando vueltas por la ciudad. Nunca me había encontrado con un chófer semejante. Me parece que ni siquiera tiene el título de taxista.
—Enséñalo, compañero —dijo el otro taxista dirigiéndose a Vincent.
—Sí, ven, enseña tus credenciales —ordenó Johnny.
Harry rebuscó en los bolsillos de la chaqueta, tratando de ganar tiempo.
—No lleva ningún documento —gruñó el pasajero—. Debí dejar que el policía lo arrestase.
Entretanto, el otro taxista miraba atentamente a Harry.
—Me parece que tiene usted razón —dijo—. No parece un chófer corriente. Seguramente debe pertenecer a alguna banda de las que se dedican a robar autos. En estos últimos días han desaparecido unos cuantos.
—Ahora lo sabremos —gruñó Johnny—. Por ahí viene un policía.
Y agitó una mano, llamándolo. Silenciosamente, Harry quitó los frenos.
Pero Johnny el «Inglés» estaba subido en el estribo. Su rostro, de costumbre sonriente, mostraba ahora una dura expresión. Antes de que el coche se pusiese en movimiento siguió hablando al mismo tiempo que cogía a Harry por el hombro.
—Conque ladrón de autos, ¿eh? —dijo—. Seguramente pensabas llevarme a algún sitio solitario para quitarme todo el dinero.
Por el espejo retrovisor, Vincent percibió la silueta del policía, cada vez más próximo. Comprendió que no podía perder ni un minuto y, volviéndose con toda rapidez, descargó un fuerte puñetazo en la barbilla de Johnny el «Inglés». Este soltó el brazo del joven y antes de que pudiera recobrarse, Harry había ya puesto en marcha el auto, y, dando todo el gas, se precipitó calle abajo.
Por el espejo vio que Johnny el «Inglés» se ponía en pie y gritaba algo que no llegó hasta él. El policía llegó en aquel momento junto al furioso Johnny mientras el otro taxista se precipitaba hacia su auto para dar caza al fugitivo.
Pero cuando consiguió poner en marcha el auto, Harry Vincent se había perdido ya por las solitarias avenidas, en dirección al Garaje Excélsior.
Uno de los mozos del garaje abrió la puerta para dejar entrar al joven, quien dirigió su auto al lugar donde lo encontró y a toda prisa, cambió el traje de chófer por el de calle, un poco arrugado por el sitio donde estuvo metido.
Después de ordenar que limpiasen el auto, salió del Excélsior y en otro taxi se dirigió al hotel Metrolite.
En el mismo instante en que se metía en la cama, sonó el timbre del teléfono.
—¿Es usted el señor Vincent? —preguntó una voz.
—Sí, yo mismo.
—¡Gracias a Dios! No sabía dónde estaba usted. Quería decirle que la radio que llevó esta tarde a casa de aquel cliente no funciona. El hombre dice que le han estafado. ¿Dónde podrán cambiársela?
Vincent repasó las palabras que fueron remarcadas.
¿Dónde llevó a aquel hombre?
Con todo cuidado el joven dio la dirección del alojamiento de Johnny el «Inglés».
—Muchas gracias —contestaron al otro extremo del hilo, y un chasquido indicó que la comunicación había terminado.
Harry se asomó a la ventana del cuarto y mientras contemplaba los rascacielos neoyorquinos, tarareó una canción. La noche había sido muy emocionante.
¡Qué poco le faltó para ir a la cárcel echando por tierra los proyectos de La Sombra! ¡Quién diablos sería aquel Harmon, conocido por la gente del hampa con el apodo de Johnny el «Inglés»!
Se encogió de hombros. No era aquel el único misterio; hacía muchos días que vivía en plena aventura. ¿Cuál sería la próxima?
Y pensando en todo esto, se durmió.
Johnny el «Inglés» llegó a la casa donde se hospedaba maldiciendo aún al chófer del taxi que había tomado. Aunque no pudieron tomar el número de la matrícula del auto, Johnny recordaba bien el rostro de Harry Vincent y estaba seguro de poder saldar algún día las cuentas pendientes con el joven y devolverle con creces el puñetazo recibido.
Al entrar en su habitación, encontró una carta y se apresuró a abrirla. Una sonrisa le iluminó el rostro. Indudablemente, las noticias eran muy agradables.
Al terminar de leerla la rompió y quemó los pedazos en un cenicero.
Después abrió la ventana y tiró a la calle las cenizas. Seguidamente sentóse a la mesa que ocupaba uno de los rincones del cuarto, y murmuró en voz alta el contenido de la carta.
«Confío que esta noche quedará todo arreglado. El sábado por la noche, a las ocho, podemos reunirnos. Si ocurriese algún cambio le avisaría el sábado por la mañana.»
La reunión tenia pues que celebrarse dos días más tarde.
—La cosa va bien —murmuró Johnny el «Inglés»—. El viejo se explica, al fin. Las ocho de la noche. Esto me permitirá estar a las once en casa de Wang Foo.
Calló unos instantes y a continuación sacó papel y pluma y redactó una breve respuesta.
«Me alegro de que el trabajo toque a su fin. Le veré de acuerdo con sus instrucciones. Lo he dispuesto todo con mi representado y estoy deseando que se realice la operación.»
Esta es la traducción de lo que escribió Johnny el «Inglés». El hombre no escribía en clave, pero sus garabatos eran algo más indescifrables y la ortografía brillaba tanto por su ausencia, que no nos hemos atrevido a presentarla a nuestros lectores. La nota era breve, pero exigió a su autor un tiempo extraordinariamente largo.
A continuación metió lo escrito en un sobre, garabateó la dirección del destinatario, trabajo que le llevó más de media hora, y después de franquearla, salió a echarla en uno de los buzones de la calle.
Cuando regresó, cerró la puerta, con todo cuidado, sentóse otra vez ante la mesa, y quedóse pensativo.
—Mal gusto el de aquel chófer —murmuró—. ¿Quién diablos sería? ¿Se habrá olvidado de la dirección que le di? Tendré que ir con cuidado estos dos días que faltan para el sábado.
»Wang Foo es un chino muy listo. Tiene razón al decir que hay que ir con pies de plomo.
De pronto el hombre se interrumpió y escuchó atentamente. Le había parecido oír un chasquido en la puerta de la calle. Se levantó y bajó al recibidor. Aunque no había ninguna luz encendida, e1 resplandor de los focos del alumbrado público penetraba por las ventanas que se abrían a los dos lados de la puerta rechazando hacia los rincones las espesas tinieblas.
Johnny el «Inglés» se acercó a la puerta de la calle. Estaba cerrada, pero la cerradura era de modelo anticuado y nada segura. De pronto le pareció advertir un movimiento en un lugar donde las tinieblas eran más densas.
A pesar de no ser un hombre imaginativo tuvo la impresión de que no estaba solo en el recibidor. Un poco nervioso echó el cerrojo a la puerta y se apresuró a subir a su cuarto. A mitad de camino le pareció volver a notar un movimiento en el vestíbulo.
Una sombra más densa que las demás pareció cambiar de sitio. Siguió subiendo, y, al detenerse un momento, oyó con toda claridad unas pisadas.
Alguien le seguía. Sin embargo, la escalera aparecía desierta. Haciendo un esfuerzo, Johnny el «Inglés» reflexionó. Y reflexionó inteligentemente.
El invisible visitante, si existía, sólo podía haber entrado en la casa con dos intenciones: robar o espiar. Ante la primera posibilidad Johnny sonrió burlonamente. Trabajo le daba él al ladrón más astuto. En cuanto al espía…
Era distinto. Para espiar no es necesario acercarse y al espía más listo, si se le da ocasión, se traiciona él mismo.
Satisfecho de su agudeza y madurando un proyecto, Johnny el «Inglés» penetró en su cuarto. Sentóse a la mesa del rincón, de espaldas a la puerta, claramente visible por el agujero de la cerradura y sacando una hoja de papel se puso a escribir una serie de frases sin sentido, mientras silbaba el estribillo de una canción popular.
De pronto dejó de silbar y permaneció callado unos instantes. Después reanudó el silbido para interrumpirlo al cabo de un minuto y reanudarlo inmediatamente. Y así sucesivamente, durante un cuarto de hora. En uno de estos intervalos, Johnny creyó oír un leve ruido.
De haberse vuelto repentinamente hubiera podido ver que el tirador de la puerta se movía. Pero Johnny no deseaba volverse, estaba haciendo otro juego.
Mentalmente veía abrirse la puerta poco a poco, centímetro a centímetro, hasta alcanzar la abertura suficiente para dejar paso al cuerpo de un hombre; en seguida la veía cerrarse de nuevo.
No se movió de la mesa, siguió silbando y escribiendo hasta que con un gruñido de disgusto rasgó lo escrito, se levantó y después de retirar la silla en que estaba sentado, recorrió con la mirada los rincones de la habitación, sumida en la oscuridad, pues sólo la lamparilla de la mesa estaba encendida.
Al regresar de la calle, Johnny echó su abrigo sobre una silla, ¡la sombra de esta silla, al proyectarse en el suelo, era más larga que de costumbre!
Para muchas personas, una sombra es motivo de miedo. Para otras lo es de risa. Pero para Johnny el «Inglés» la sombra que percibían sus ojos sólo tenía un significado: ¡La presencia de un ser humano!
Súbitamente recordó las conversaciones de algunos de los hampones que acudían a su restaurante de Tenderloin: ¡La Sombra!
Estas dos palabras aparecieron terriblemente agrandadas ante los ojos de Johnny. Recordó que antes de caer acribillado a balazos por sus compañeros, un pistolero llamado Croaker exclamó:
—¡La Sombra!
Dominando el leve temblor que le asaltara, Johnny el «Inglés» siguió adelante con su proyecto. Dejóse caer de nuevo en la silla que ocupó ante la mesa y cogiendo la pluma y otro papel empezó a escribir:
«Muy señor mío: Esta noche he recibido su carta. Me extraña que necesite aún otra semana, o más, y que me diga que no vaya a su casa hasta dentro de ocho días. En vista de cómo se ponen las cosas, mañana, o el sábado, saldré de Nueva York. El próximo jueves regresaré en busca de noticias suyas.»
El hombre dejó de escribir y se rascó la cabeza con ambas manos, como reflexionando en lo que debía añadir. En seguida se puso en pie, acercóse a la ventana, levantó la cortinilla y miró hacia la calle.
Pasados unos tres minutos volvió a la mesa, dirigiendo una furtiva mirada al suelo.
¡La sombra de la silla con el abrigo ya no era la misma! Había recobrado su tamaño natural. ¡En cambio, junto a la cama, veíase otra sombra larga e irregular!
Sin volver la cabeza, Johnny el «Inglés» se sentó a la mesa y reanudó la escritura:
«He visto a mi representado y no me comunicaré con él hasta que tenga noticia de usted. Aprovecharé esos días para atender mis restaurantes ambulantes.
»Johnny Harmon.»
Terminada la carta, el hombre se levantó, bajó la cortina de la ventana. Y dirigió una mirada al suelo. ¡La sombra seguía proyectándose allí, pero no en el mismo sitio que antes, sino unos centímetros más allá!
Sentándose otra vez al escritorio, Johnny simuló meditar, frunciendo el entrecejo. Por fin debió de tomar una decisión, pues sacando un sobre metió en él la carta que acababa de escribir.