»No le dirá nada a Wang Foo. Se limitará a mostrarle la moneda y él le entregará un paquete sellado. Ese paquete lo traerá usted aquí.
»Además de Scanlon, otros dos hombres sabían la utilidad de esa moneda. Uno de ellos, Steve Cronin, ha salido de Nueva York. El otro, el gangster apellidado Croaker, fue muerto ayer noche. Sus compañeros se enteraron de que les traicionó en cierta ocasión y le acribillaron a balazos. Murió sin poder contar a nadie la existencia y utilidad de la moneda china.
»Con objeto de que su empresa se lleve a cabo con toda seguridad, subirá usted a un taxi en el cruce de la calle Cuarenta y Cinco con Broadway, a las dos en punto de esta tarde será un auto verde y podrá reconocerlo, además, porque el chófer llevará una cinta verde en la gorra.
»Ese automóvil le conducirá a un almacén de té chino. Entre en él y diríjase al fondo preguntando por Wang Foo. Cuando salga de la tienda, con el paquete, encontrará esperándole el mismo taxi, el cual le conducirá otra vez al cruce de la calle Cuarenta y Cinco con Broadway, desde donde regresará aquí inmediatamente.
—¿Qué instrucciones debo dar al chófer? —preguntó Vincent.
—Las que quiera, él se limitará a cumplir las órdenes que ha recibido ya.
El agente de seguros recogió la moneda y se la entregó a Vincent, quien volvió a guardarla en el bolsillo del pantalón. Arma se puso en pie y abrió la puerta de la oficina.
—Siento mucho no poder comer con usted, Vincent —dijo—. Hasta luego, joven.
El agente de seguros conservaba en la mano la misteriosa carta que recibiera; Vincent no había tenido oportunidad de ver la parte escrita, pero al pasar ante él, el joven se llevó la mayor sorpresa de su vida, pues el señor Arma, jugueteando distraídamente con la misiva, dejó ver la parte que hasta entonces quedara oculta para Vincent. Si éste tuvo alguna esperanza de ver la escritura de La Sombra, debió de perderla por completo al descubrir que lo que el agente de seguros tenía en las manos era ¡una hoja de papel en blanco!
El taxi se deslizó por las calles de los arrabales de Nueva York. Harry Vincent se preguntaba, extrañado, adónde podían llevarle. Durante media hora el chófer no había hecho otra cosa que dar vueltas y más vueltas que no parecían conducir a ningún sitio.
Vincent subió al auto a las dos en punto de la tarde. Reconoció la cinta verde que adornaba la gorra del chófer y le ordenó le condujese a la estación Gran Central. El chófer no siguió estas instrucciones, cosa que probaba suficientemente que Vincent estaba en el taxi destinado a él.
Una vez en el interior del vehículo, buscó la tarjeta que se encuentra en todos los taxis neoyorquinos, en donde aparece la fotografía del chófer y su nombre. En aquel auto no se veía tal tarjeta. Sin duda, había sido retirada.
¿Quién sería el chófer? ¿Otro agente de La Sombra? ¡Acaso la misma Sombra! El chófer llevaba un grueso abrigo, con el alto cuello subido de manera que sólo quedaba a la vista su nariz.
Quienquiera que fuese, lo cierto era que estaba familiarizado con la ciudad, pues el vehículo había dado tantas vueltas y revueltas que Vincent no sabía ya dónde se encontraba.
Desde luego el chófer no trataba de desorientar al joven, pues las placas con los nombres de las calles podían indicarle en cualquier momento el lugar donde se encontraban.
La moneda china seguía en el bolsillo donde Vincent la guardara. El joven empezó a pensar en la importancia de aquel talismán. Sólo con enseñarlo le entregarían un paquete, paquete que debería llevar al señor Arma, el agente de seguros. Sería muy fácil. No existía ningún peligro aparente.
Sin embargo, todas las precauciones que se habían adoptado indicaban que la cosa no era tan sencilla como parecía.
Echando una mirada al reloj, Vincent vio que eran cerca de las tres de la tarde, hora en que debía tener lugar su entrevista con Wang Foo.
Indudablemente, el asesinado Scanlon era completamente desconocido del chino y la moneda era la única señal de identificación.
Por fin el taxi se detuvo a la entrada del barrio chino, ante un pequeño edificio. El chófer abrió la puerta y presentó a Vincent la nota con el importe de la carrera. El joven lo satisfizo. Se trataba, sin duda, de una precaución para evitar las sospechas de los que pudieran estar vigilando.
El auto se alejó inmediatamente, antes de que Vincent pudiera fijarse en el rostro del conductor.
La casa ante la cual se hallaba era un edificio de tres pisos. Los escaparates, cuyos cristales aparecían cubiertos de caracteres chinos, estaban llenos de cajas de té. Solo sobre la puerta veíase un letrero en letra occidental con el nombre de «Wang Foo».
Vincent entró en la tienda, que era estrecha y larga; a derecha e izquierda veíanse montones de cajas de té. El alumbrado consistía simplemente en dos mecheros de gas que difundían una pálida y fría luz por el sombrío almacén.
Un chino situado detrás de un mostrador, observó con curiosidad a Vincent, pero permaneció silencioso.
El joven avanzó con indiferente paso hacia el fondo de la tienda, sin hacer caso del chino. Detúvose por fin ante una puerta que había a la derecha, medio oculta por un montón de cajas. La empujó, pero estaba cerrada.
El chino le había seguido en silencio; al llegar junto a él le tiró del abrigo y le preguntó en su pintoresco lenguaje:
—¿Qué quieles tú, señol?
—Quiero ver a Wang Foo.
—No en tienda. Está fuela.
—Yo sé que está aquí.
El chino movió la cabeza.
—No en tienda.
—Dile a Wang Foo, que quiero verle —ordenó imperiosamente Vincent.
—No en tienda —replicó el oriental—. Yo he dicho a ti que no está en tienda.
—He hecho un viaje muy largo desde California —murmuró significativamente Vincent.
Al oír las últimas palabras del joven, el chino se apresuró a decir:
—Yo vel. Yo voy a milal plonto coliendo. Hay posibilidá que Wang Foo ha leglesado a casa.
—Bien —murmuró impaciente Vincent—. Date prisa.
El oriental llamó con los nudillos en el entrepaño superior de la puerta, el cual se abrió hacia dentro. Vincent quedóse desconcertado al ver la mirilla que no había descubierto a pesar de haber permanecido varios minutos ante la puerta.
El chino habló rápidamente en su idioma. Una voz contestó desde el otro lado, y durante tres o cuatro minutos, los dos chinos estuvieron hablando animadamente. Por fin se cerró el ventanillo o mirilla y el chino regresó a su mostrador, mientras la puerta se abría para dejar paso a Vincent, quien avanzó en la oscuridad hasta llegar al pie una escalera.
A través de las tinieblas el joven divisó la confusa silueta de un robusto oriental, indudablemente mongol, que dijo en inglés:
—Ven.
Vincent ascendió por la escalera. La abigarrada túnica de su guía le servía de faro al americano. Por fin, al llegar al final de la escalera apareció un mechero de gas, el cual hacía inútiles esfuerzos por alumbrar el sombrío lugar, consiguiendo sólo mostrar una maciza puerta de teca.
El mongol llamó en ella cuatro veces con los nudillos. Se abrió poco después y el guía se hizo a un lado, invitando al joven a entrar.
Vincent obedeció, e inmediatamente, la pesada puerta de teca se cerró en silencio tras él.
La habitación donde se encontró el joven estaba ricamente amueblada. Las paredes desaparecían bajo magníficos cortinajes de seda negra que hacían resaltar vivamente los dragones bordados con sedas multicolores.
Una tenue claridad llenaba la estancia. Sin duda, la iluminación era basándose en electricidad, pero las lámparas estaban ocultas bajo preciosas pantallas de seda. Los muebles eran del más puro gusto oriental y gruesas y suaves alfombras chivas cubrían el suelo.
Una mesa de laca, con altas patas terminadas en garras de dragón, ocupaba el fondo de la estancia. Detrás de aquel extraño mueble se hallaba sentado un viejo chino. Vestía túnica de seda roja, abrochada hasta el cuello y en cuyo frente veíase un dorado dragón.
El chino llevaba unos pesados lentes tras los cuales brillaban impasibles los penetrantes ojos que miraban al recién llegado.
Vincent miró sorprendido al extraño personaje; pero de pronto recordó la misión que le llevaba allí. Era preferible que no demostrase ninguna extrañeza.
Haciendo un poderoso esfuerzo, dirigióse con paso firme hacia la mesa que ocupaba el chino. Sabía que éste debía ser Wang Foo, el mercader de té. No era necesaria ninguna presentación. Ya dueño de sí por completo, Vincent se llevó la mano al bolsillo del chaleco, y mostró la moneda china a Wang Foo.
Este hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y, poniéndose en pie, se inclinó ante el joven, quien contestó al saludo e inmediatamente se guardó de nuevo la moneda en el bolsillo del chaleco de donde la sacara.
El viejo oriental se dirigió a un extremo de la habitación. Vincent, que le observaba lleno de curiosidad, le vio detenerse ante una pagoda en miniatura e inclinarse sobre ella, pero en aquel momento advirtió algo extraordinario.
La sombra del chino pareció alargarse por el suelo hasta llegar a la pared, por la cual ascendió.
Sobresaltado, Vincent miró a su alrededor, sospechando que alguna otra persona se hallaba allí.
Pero sólo vio los negros e inmóviles cortinajes.
Cuando Vincent volvió a mirar a Wang Foo, éste, vuelto ya hacia él, se acercaba con dos objetos en las manos; uno de ellos era un paquete sellado, el otro, una cajita de laca. Acercóse a la mesa y, sentándose, colocó ambas cosas ante sí. Apoyó la mano derecha sobre el paquete, como para impedir que Vincent se apoderara de él y con la izquierda empujó la cajita de laca hacia el joven.
—Abra —dijo.
—¿Qué debo abrir? —preguntó Vincent.
Las voces sonaban de un modo extraño en aquella habitación tan llena de cortinajes y sedas.
—La caja —siguió Wang Foo.
Vincent estaba desconcertado.
—¿Cómo he de poder abrir la caja? —preguntó.
El oriental se inclinó sobre la mesa y miró con fijeza al joven.
—Con la llave —murmuró con voz lenta.
Vincent permaneció callado.
—¿Tiene la llave? —preguntó pausadamente Wang Foo. El joven siguió sin decir nada.
—¡Es extraño! —murmuró el oriental, y Vincent se asombró de la perfección con que hablaba el inglés—. ¡Es extraño! ¿No tiene la llave de mi amigo Wu Sun? ¿Le ha enviado Wu Sun?
El nombre era desconocido para Vincent. Estaba a punto de asentir, pero se detuvo temiendo traicionarse. Miró fijamente a Wang Foo buscando en su rostro alguna indicación para la respuesta, pero el mongol le observaba impasible.
—No trae usted la llave de Wu Sun —murmuró—. Mi amigo Wu Sun ha enviado otras veces a sus hombres con esa misma moneda, la marca de Hoang Ho. Pero hace seis meses escribí a Wu Sun diciéndole: «No es de sabios fiarse de una cosa sola. Te adjunto la llave de una cajita. Entrégasela a tu mensajero para que abra la caja que yo conservaré cerrada. Así sabré que es el verdadero emisario».
Las lentas y frías palabras del viejo chino llenaron de terror el corazón de Vincent. Con un violento esfuerzo logró fingir cierta calma, y, encogiéndose de hombros, replicó:
—Wu Sun me entregó solamente la moneda, sin decirme nada de la llave. Se habrá olvidado de ella.
Wang Foo señaló el techo con el dedo índice de la mano derecha y murmuró:
—Wu Sun nunca olvida.
El erguido dedo descendió para señalar directamente a Vincent. Este comprendió de pronto el significado de aquel ademán. ¡Era una señal!
Volviose rápidamente, pero demasiado tarde. De detrás de las cortinas acababan de salir dos gigantescos chinos. Antes de que pudiera hacer ningún movimiento, el joven se vio reducido a la impotencia mediante unas fuertes correas con las cuales le ataron.
Durante una hora entera, Vincent permaneció tendido en el elegante despacho de Wang Foo. Estaba ligado de pies y manos con fuertes correas; un pañuelo de seda colocado a modo de mordaza, le impedía lanzar el menor grito.
El viejo mercader no le prestaba la menor atención. Desde el suelo Vincent le vio escribir rápidamente. Wang Foo era un hombre de aspecto inofensivo, pero sus acciones no despertaban la menor esperanza en el corazón del cautivo norteamericano.
La moneda china, la señal de Hoang He, habíale sido arrebatada, pero hasta entonces no se le había causado ningún daño.
¿Qué pensaba hacer con él Wang Foo? Desde que le capturaron, Vincent se estuvo haciendo la misma pregunta, sin que hasta aquel momento encontrara contestación a ella.
Por fin, después de unos minutos que parecieron horas, Wang Foo se dirigió hacia un rincón donde Vincent pudo ver un batintín. El mercader lo golpeó tres veces. Al instante, reaparecieron los dos gigantescos chinos.
Wang Foo señaló con una mano que más parecía la garra de un ave de presa al postrado cautivo. Sin pronunciar palabra, los dos mongoles levantaron a Vincent y lo condujeron hacia la escalera.
Allí se reunió con ellos el chino que recibió a Vincent en la tienda, el cual se adelantó al grupo haciendo sonar un manojo de largas llaves de bronce.
Los dos hombres que conducían a Vincent le siguieron. Wang Foo iba en último lugar.
El grupo descendió por una empinada escalera que Vincent no había visto cuando llegó ante la puerta del despacho de Wang Foo. De cuando en cuando una puerta interrumpía el curso de la escalera; el chino de las llaves las fue abriendo una tras otras otra hasta que la comitiva llegó a una especie de bodega o sótano que recibía la luz del día por una estrecha ventana enrejada.
El joven fue colocado en una especie de guillotina, sujeta la cabeza por una pieza de madera en semicírculo. Los tobillos, también quedaron aprisionados en otros semicírculos de madera, a modo de cepos.
Al mirar hacia arriba, Vincent vio algo que brillaba débilmente. Cuando se fue acostumbrando a la oscuridad, descubrió la verdadera naturaleza del objeto. Era una enorme cuchilla de acero.
Súbitamente aterrado, luchó por ponerse en pie. Inmediatamente, los chinos le apretaron contra el suelo rodeándole pecho y pies con cadenas. Las manos se las dejaron atadas por las correas y Vincent se encontró imposibilitado de hacer el menor movimiento.