—Sí.
—Quería asegurarme de que era esa su nueva habitación. Es la 1452, ¿verdad?
—Sí, señorita.
—Tenga la bondad de esperarse un momento. Hay una llamada para usted.
Vincent tembló nerviosamente mientras esperaba que le pusieran en comunicación con la persona que había llamado.
—Ya pueden hablar —dijo la operadora.
—¿El señor Vincent?
Era una voz de hombre, suave y armoniosa. Débilmente, el joven contestó:
—Yo mismo, diga.
—Soy el detective Harrison, de la brigada de investigación criminal.
Vincent sintió un nudo en la garganta.
—Perdone que le moleste, señor, pero me han encargado que le comunique su declaración para que nos diga si está conforme. De acuerdo con ella, usted no oyó el disparo del arma y sólo se despertó cuando llamaron a la puerta. Entonces se levantó, y, al abrir, encontró ante su cuarto al detective del hotel en compañía de otras personas.
La voz cesó de hablar. Vincent permaneció en silencio unos instantes. En el mensaje que acababa de recibir cuatro palabras habían sido marcadas ligeramente: «Comunique con arma compañía».
—¿Está conforme su declaración, señor Vincent? —preguntó el hombre que se anunciara como el detective Harrison.
—Sí, está conforme.
Un timbre sonó al otro extremo del hilo. El detective acababa de cortar la comunicación.
—¡Un momento, un momento! —gritó Vincent al darse cuenta de pronto de que el mensaje le resultaba incomprensible.
—Lo siento, señor —dijo la telefonista—. Han colgado el teléfono.
Vincent colgó el receptor y empezó a repetirse las palabras del misterioso comunicante.
«Comunique con arma compañía.»
¿Qué podían significar aquellas palabras? Vincent las escribió en un trozo de papel; estuvo unos minutos contemplándolas, y, por fin, rasgó la nota y la tiró al cesto de los papeles. El mensaje no era claro; sin embargo, debía comprenderlo, pues, sin duda era de gran importancia.
¡Se trataba de un mensaje del hombre a quien él llamaba ya La Sombra!
El joven empezó a pasearse de un lado a otro del aposento, repitiéndose mentalmente las cuatro palabras: «Comunique con arma compañía.» Las dos primeras eran clarísimas. Debía ir a un lugar determinado y contar cuanto sabía acerca de lo ocurrido en la habitación 1417, o sea, el asesinato de Scanlon, el viajante de calzado de San Francisco.
Pero ¿qué significaba lo de «arma compañía»? ¿Debía ponerse en contacto con alguna fábrica de armas? ¿De qué armas? ¿Con los fabricantes del revólver o pistola que mató a Scanlon? Pero en los Estados Unidos había infinidad de fabricantes de armas y, por lo menos dos cuyos artículos son de uso corriente entre los criminales. ¿De qué marca era el arma del crimen?
Vincent reanudó sus paseos por la habitación. De pronto clavó una indiferente mirada en el teléfono y, al mismo tiempo, en la guía de abonados.
¡Quizá la clave estuviera allí! Debía comunicar con «arma». ¡Acaso se tratase de un apellido! Y si lo era, entonces estaría en el listín. ¡Si, no podía ser otra cosa! ¡Arma! ¡Un hombre llamado Arma!
Con gran rapidez y nerviosidad, el joven fue pasando hojas de la guía telefónica hasta llegar a la letra «A» en la página en que aparecía unida con la «R» y la «M». Eran muy pocas las personas que tenían el singular apellido «Arma». Con el dedo fue recorriendo el pequeño grupo hasta que, de repente, lanzó un grito de alegría, al leer:
«Arma y Compañía. —Edición Grandville. Arma y Compañía. Edificio Grandville.»
No prestó ninguna atención al número del teléfono que seguía a continuación del nombre. Lo que debía comunicar no podía hacerse de otra manera que personalmente; era demasiado importante para confiarlo al hilo telefónico.
Conocía el lugar donde se hallaba el edificio Grandville, uno de los más modernos rascacielos de Manhattan.
Sacó el reloj. Eran las nueve y cinco. Tenía tiempo de desayunar después, cogiendo un taxi, llegaría allí antes de las diez.
Se afeitó con toda rapidez y terminó de vestirse. Luego salió del hotel, y se dirigió a un restaurante cercano donde encargó un sencillo desayuno.
Mientras lo consumía, acariciaba la moneda china que descansaba en uno de los bolsillos del chaleco. Quizá pronto sabría algo de aquel desconcertante misterio.
Un caballero de aspecto simpático y amable estaba sentado ante una mesa de caoba en una oficina situada en el piso decimoquinto del rascacielos Grandville. Una acolchada puerta cerraba el despacho Y en él no se oía ni el tecleo de la máquina en que escribía la mecanógrafa que ocupaba la habitación contigua.
El caballero dirigió una mirada al reloj que adornaba su muñeca izquierda, y murmuró:
—Las nueve y veinte; ya es hora de empezar a trabajar.
Se puso unas gafas con montura de carey y cogió un montón de cartas colocadas en una papelera de alambre. Poco a poco fue abriendo el correo.
Parte de las cartas iban dirigidas a «Arma y Compañía»; otras, las menos, llevaban el nombre de Claudio H. Arma, estas últimas atrajeron inmediatamente la atención del caballero.
Eran cuatro en total, las cartas dirigidas a nombre del director de la compañía; una de ellas no llevaba el nombre del remitente. Tratábase de un sobre más largo que los demás y el matasellos era de la misma ciudad de Nueva York. El caballero lo abrió cuidadosamente con una plegadera y con gran precaución, fue sacando las hojas de papel que contenía.
Se trataba de una carta escrita en clave, sin duda muy sencilla, pues Claudio Arma la leyó sin ninguna vacilación. Al final de la misiva aparecía el número 58. El señor Arma abrió un cajón del cual sacó una cartulina en donde se veía los números 1 al 101 Los cincuenta y siete primeros habían sido cruzados con una raya. Claudio Arma marco el 58 y guardó otra vez la cartulina en el cajón.
Seguidamente, recostóse en el sillón que ocupaba, sacó un cigarro y lo encendió abismándose en la contemplación de las molduras que bordeaban el cielo raso del despacho, mientras repasaba mentalmente el contenido de la carta.
Entretanto, ésta permanecía abierta sobre la hoja de papel secante del cartapacio. Poco a poco, como borrado por una mano invisible, el contenido de la misiva fue desapareciendo hasta quedar completamente blanca la hoja de papel.
—El asesinato de Laidlow no lo esperábamos —murmuró Arma—. Requerirá inmediata atención. El asesinato de Scanlon en el hotel Metrolite es también importante. Puede haber sido observado por Harry Vincent, nuestro nuevo auxiliar. Hoy presentará su informe. Notifíquense si ha logrado algo. En caso afirmativo dígale que espere en su despacho hasta que le dé nuevas instrucciones.
El señor Claudio Arma quedó silencioso varios minutos como si recapacitase acerca de mensaje. Luego, aparentemente convencido de no olvidar ningún detalle, cogió la blanca hoja de papel, hizo una bola con ella y la tiró al cesto de los papeles.
Pasados unos segundos, apretó un timbre. Al instante, la mecanógrafa entró en el despacho. El señor Arma abrió las demás cartas, las leyó superficialmente y dictó las contestaciones oportunas, las cuales se referían a asuntos relacionados con los seguros.
Mientras tanto, Harry Vincent entraba en la oficina. No viendo a nadie por allí, sentóse en una silla y aguardó pacientemente. Hasta sus oídos llegaba la monótona voz de un hombre que dictaba cartas acerca de accidentes y pólizas de seguros.
Por fin salió la mecanógrafa. Al ver a Vincent le preguntó el nombre y unos segundos más tarde el joven fue introducido en el despacho particular del agente de seguros.
—Que nadie me moleste, señorita Carrington —encargó el señor Arma.
Cuando la puerta del despacho se cerró tras la empleada, el señor Arma ofreció a Vincent una silla colocada junto a la mesa. A continuación, quitóse los lentes y observó atentamente al joven.
Este también sentía gran interés por el hombre que estaba frente a él. En seguida se dio cuenta que el señor Arma no era el desconocido del puente y del «Hispano», pero era indudable que entre ambos existía cierta relación.
—¿Es usted el señor Vincent? —preguntó con voz pausada el agente de seguros.
El joven asintió.
—Antes de que diga usted nada, señor Vincent —siguió el caballero,— debo decirle que está en lugar seguro. Hace unos días le encargamos que se hospedase en una habitación del hotel Metrolite y que vigilara a un hombre llamado Scanlon. Ese hombre fue asesinado ayer noche. En el momento de cometerse el crimen, usted estaba en el hotel. ¿Qué sabe acerca del asesinato?
Vincent vaciló. ¿Sería aquello una trampa? ¿Sospechaba acaso la Policía que su declaración no fue completa? ¿Se hallaría ante un detective que representaba el papel de agente de seguros?
El señor Arma pareció notar las vacilaciones del joven.
—Permítame que calme sus dudas —dijo—. Puedo decirle por qué está en el hotel Metrolite. Hace dos noches estuvo usted a punto de suicidarse y un desconocido le impidió llevar a cabo sus propósitos. A ese desconocido, a quien represento, juró usted obedecer en todo y por todo.
—¿Se refiere a La Sombra? —preguntó Vincent sin fijarse que llamaba al misterioso desconocido por el nombre con que le había bautizado él mentalmente.
Una vaga sonrisa iluminó el rostro del agente de seguros.
—La Sombra —repitió el señor Arma—. Así es como yo le llamo. Veo que se le ha ocurrido el mismo nombre que a mí.
—Es la única idea que de él tengo —dijo el joven—. Una sombra que se desvanece sin dejar ningún rastro.
El agente de seguros movió pensativo la cabeza.
—Eso es también cuanto sé de él —replicó—. Lo mismo que usted, yo tengo ciertos deberes que cumplir. El principal de ellos es enterarme de sus pasos y actos. Le agradeceré me cuente lo que sepa.
Entonces, Vincent se apresuró a explicarle, con todo detalle, su reciente aventura.
El señor Arma le escuchó con gran atención. No mostró la menor sorpresa cuando el joven le explicó lo de la moneda china, la cual colocó sobre la mesa.
Al terminar Vincent, el agente de seguros cogió una hoja de papel, humedeció una pluma en una botellita de tinta azul claro y con gran calma escribió una corta misiva que metió en un sobre sellándolo luego.
A continuación, llamó a la mecanógrafa y le entregó la carta.
Cuando la joven hubo abandonado el despacho, el agente de seguros dijo:
—Antes del mediodía tendremos la contestación. Quizá le interese saber que la carta que acabo de enviar va dirigida a un hombre llamado Jonás, a quien nunca he visto. Tiene una oficina en la calle Treinta y Tres.
»Cuando recibí las primeras instrucciones de ese hombre a quien llamamos La Sombra, sentía la misma curiosidad que usted. Traté de hacer algunas investigaciones, como usted cuando interrogó al chófer del auto que le condujo al Metrolite. Por eso, cuando me dijeron que envíase mis cartas a ese Jonás, me tomé el trabajo de visitar su oficina. La encontré cerrada. En la puerta se veía un buzón con un letrero que decía: "Se ruega depositar aquí el correo". Pregunté a los vecinos: Todos me dijeron que nunca habían visto al inquilino en cuestión y que el despacho permanecía siempre cerrado, sin que jamás se viese luz en él.
»Dónde van a parar las cartas que se echan en aquel buzón, no lo sé. Solo puedo decirle esto: dentro de una hora tendremos la contestación.
Vincent dirigió una interrogadora mirada al agente de seguros, y éste añadió:
—El hombre a quien llamamos La Sombra no deja ningún rastro que pueda seguirse. Cuanto hagamos usted, yo, o cualquiera otra persona para descubrir su identidad, será inútil. Para él somos como niños. Hace bastante tiempo que descubrí todo esto que le estoy diciendo, y si se lo explico es para ahorrarle un trabajo inútil.
Vincent se frotó la barbilla.
—¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Arma?
—Haga todas las que quiera —replicó el agente de seguros.
—¿Ha visto alguna vez a La Sombra?
—No lo sé.
—¿Vive en Nueva York La Sombra?
—No lo sé.
—¿Cuáles son sus propósitos?
—No lo sé.
—¿Es un malhechor?
—No lo sé.
—¿Está al lado de la Ley?
—No lo sé.
Vincent se echó a reír y en el rostro del señor Arma apareció la sombra de una sonrisa.
—Sé muy poco de todo, Vincent —siguió el agente de seguros—. Recibo mensajes de La Sombra y contesto a ellos. Lo que él me escribe y lo que le escribo, queda olvidado inmediatamente. Recuerde las contestaciones que he dado a sus preguntas. Estas tres palabras: «No lo sé», son a menudo muy útiles.
—Tiene usted razón —convino Vincent—. Las recordaré.
—Ahora, discúlpeme un momento —rogó Arma—. Considérese como en su casa, mientras yo arreglo algunos asuntos pendientes.
Vincent se acercó a la ventana y abismóse en la contemplación de la gente que paseaba por la calle. Mientras tanto, el señor Arma hablaba por teléfono con algunos clientes.
Todo lo ocurrido era realmente desconcertante para Vincent, quien se preguntaba qué aventuras le reservaba todavía el Destino. Presentía que la moneda china, que en aquel momento estaba sobre la mesa de despacho del agente de seguros, era la clave de todo aquel misterio.
Pasó el tiempo; el reloj de Vincent marcaba las once y media. La mecanógrafa había regresado hacía lo menos media hora y la puerta de comunicación entre el despacho y la oficina estaba abierta. En aquel momento Vincent vio entrar un botones con un largo sobre en la mano.
La mecanógrafa firmó el recibo y entregó la carta al señor Arma. El agente de seguros estaba al teléfono contestando a un cliente. Pasaron varios minutos antes que prestara atención a la carta. Por fin se levantó, cerró la puerta, y, regresando junto a la mesa, abrió el sobre y sacó una hoja de papel que leyó atentamente; Vincent le observaba lleno de curiosidad.
El agente de seguros se había puesto otra vez los lentes, pero cuando terminó la lectura los dejó de nuevo sobre el escritorio.
—Tengo que decirle algo —dijo—. Me encargan le explique a usted ciertas cosas que le han extrañado. Ante todo, hablaremos de la moneda china y del hombre llamado Scanlon.
»Scanlon vino a Nueva York desde San Francisco. Hoy a las tres debía llevar la moneda a un chino llamado Wang Foo. Usted irá en su lugar.