—No es un daño anotar las matriculas de los coches. No hay ley que lo prohíba.
—Desde luego —asintió Vincent—, ni tampoco existe ninguna ley que le prohíba darme los informes que le pido.
—Tiene usted razón —murmuró Smithers.
Vincent sacó un billete de diez dólares.
—Esto quizá le ayudará a recordar mejor.
El hombre tomó el billete y dijo:
—Espere un momento.
Entró en su despacho y unos minutos más tarde regresó con una nota.
—Aquí tiene el número. Ese auto pasó anteayer, durante el día.
Seguro de estar sobre la pista, Vincent siguió adelante. Atravesaba una comarca muy boscosa. Al llegar a un estrecho camino que desembocaba en la carretera, Harry se detuvo, bajó del coche y examinó el polvo que cubría el accidentado terreno.
No se veía ninguna huella de los neumáticos del auto de Bingham. Sin embargo. Vincent tuvo la impresión de que estaba por allí lo que buscaba.
Metióse camino adelante y pasó bastante rato sin encontrar el menor rastro del auto que perseguía. Por fin llegó a un pequeño río que era necesario atravesar por un vado. Vincent, decepcionado por la inútil búsqueda, decidió regresar a la carretera principal y continuar las pesquisas por otra parte.
Aprovechando que el camino se hacía un poco más ancho junto al río se dispuso a dar la vuelta, pero en aquel momento fijóse en la columnita de humo que salía por el tapón del radiador.
—Me olvidé de ti, amigo —dijo—. Has corrido mucho durante las últimas horas y debes de estar sediento. Espera un instante y te daré un poco de agua.
Saltó al suelo y buscó con la vista algún objeto para trasladar al radiador el agua que necesitaba. De pronto descubrió una vieja lata de conservas.
—Tendré que contentarme con esto —se dijo—, es muy pequeño y tendré que hacer muchos viajes. Pero ¡qué le vamos a hacer!
Se acercó al río y, al inclinarse sobre el agua, para llenar la lata, lanzó un silbido de sorpresa y alegría. En la húmeda tierra se veían claramente las huellas que tanto buscara. ¡Las de los neumáticos del coche de Bingham!
Olvidando el recalentado motor, Harry tiró la lata y colocóse otra vez al volante. Seguidamente cruzó el río y continuó el camino por la otra orilla.
Para evitar el ruido del motor, avanzaba en segunda. Pasaron los minutos sin hacer ningún nuevo descubrimiento. Al cabo de un rato de lento avance, vio que otro sendero desembocaba en el que seguía.
Sospechando que el viejo Bingham hubiese seguido aquel camino, descendió Vincent del coche y, con profunda satisfacción, comprobó que sus suposiciones eran ciertas. La húmeda tierra mostraba las inconfundibles huellas de los neumáticos del coche del abogado.
Las ramas de los árboles que crecían a ambos lados del camino, rozaban la capota del auto de Harry. El avance iba siendo cada vez más difícil, hasta que, al fin, llegó junto a una valla de madera, rota por algunas partes.
En lugar de cruzarla, el joven siguió adelante, deteniéndose a unos cincuenta metros de distancia.
Acto seguido guardó la llave del motor, subió los cristales de las ventanillas, cerró las portezuelas y, con cauteloso paso, se dirigió hacia la valla, la saltó y fue adelantándose sigilosamente por entre los árboles.
Al fin avistó una casa, o, mejor dicho, un pabellón de caza de un piso, con evidentes señales de largo abandono.
Un leve ruido obligó a Vincent a refugiarse detrás de un árbol. Un hombre se paseaba por el porche con un cigarro en la boca. Era un viejo que se parecía enormemente a Ezekiel Bingham; aquel individuo permaneció unos instantes mirando a su alrededor y finalmente se metió en la casa.
Entonces, Harry acercóse más a la vivienda y descubrió, detenido ante ella, el auto del abogado. No cabía ya la menor duda acerca de la identidad de aquel hombre.
Una triunfal sonrisa apareció en los labios de Vincent. Había terminado la caza. ¡La madriguera de Ezekiel Bingham estaba descubierta!
Al volver a su auto, Vincent se dio cuenta de que acababa de ocurrir precisamente lo que el señor Arma previó. Estando como estaba a cinco millas del más próximo poblado, le llevaría un tiempo considerable el ir a comunicarse por teléfono con él.
En aquel momento el agente de seguros estaría seguramente fuera de la oficina. En tal caso, el viaje sería completamente inútil.
Además, su obligación era vigilar a Bingham. El automóvil detenido frente a la casa indicaba que el abogado pensaba abandonarla pronto.
Entonces, lo primero que hizo Vincent fue volver al coche, para estar dispuesto a seguir al abogado si éste se marchaba.
Hecho esto, el joven abrió la caja trasera del automóvil y encontró la misteriosa caja que indicara el señor Arma. Era bastante grande y ocupaba casi todo el espacio de la otra. Parecía estar sujeta fuertemente a ella, sin duda para impedir que se cayera.
Empleando la llave que el agente puso en sus manos, el joven abrió la caja y en su interior halló un sobre con el siguiente mensaje:
«Tiene usted conocimientos de radio. Envíe una comunicación sirviéndose de la clave adjunta».
A continuación seguía un alfabeto Morse con las letras cambiadas.
Harry se puso en seguida a trabajar. Tendió una antena entre dos árboles, la conectó con la pequeña estación de radio contenida en la caja del auto, y envió el mensaje de acuerdo con la clave. Las primeras palabras fueron:
«Vigilo a Bingham que está oculto en una casa en un bosque».
Y, seguidamente, describió de acuerdo con el mapa de carreteras el lugar donde se encontraba.
Repitió dos veces el mensaje, para asegurarse de que seria recibido.
Después, guardó la antena y cerró el aparato.
Entretanto había empezado a anochecer y Harry decidió que una inspección de la casa donde se ocultaba Bingham sería muy conveniente. Ello le permitiría acaso enviar otro mensaje a La Sombra.
Mientras se dirigía cautelosamente al pabellón, el joven se preguntaba si habría recibido el mensaje La Sombra. Al mismo tiempo se extrañaba de que su misterioso jefe hubiera descubierto su conocimiento del manejo de los aparatos de radiotelegrafía.
Harry fue dando vuelta a la casa acercándose a ella por la parte trasera.
Luego, arrastrándose, llegó hasta una ventana, la única que aparecía iluminada. Por ella pudo ver que Ezekiel Bingham estaba sentado en una silla ante una mesa; frente a él, sentábase otro hombre, a quien Vincent no conocía. Bingham estaba diciendo:
—¿Los otros estarán pronto aquí?
—Allá a las ocho llegarán.
—Son gente segura. Ya han trabajado otras veces para mí.
—Perdone una pregunta. ¿Cómo se enteró usted de que la nota aquella estaba dentro de la caja de caudales? Burgess no lo sabía, usted mismo lo dijo.
—Vale más que no preguntes, Tony.
—Está bien, jefe. No le preguntaré nada más.
—Bueno, ya que te muestras tan razonable, voy a contestar a tu pregunta. Hace algunos años trabajé en un asunto de Laidlow y hablando, hablando, me dijo que era el único que sabia dónde estaban guardadas sus piedras preciosas, y que para evitar que se perdiesen, en su caja de caudales guardaba una nota con la explicación del lugar donde estaban escondidas… pero, para hacer la cosa más difícil, la explicación estaba en clave. Todo esto me lo dijo sin darse cuenta, supongo yo.
—Sin embargo, logró usted solucionar el problema.
—Sí, lo solucioné.
Harry comprendió que el llamado Tony deseaba hacer más preguntas, pero el abogado habíase recostado en su butaca y permanecía con los ojos cerrados, decidido, al parecer, a no contestar a ninguna pregunta más.
Tony se puso en pie y acercóse a la ventana, tarareando un estribillo popular; Vincent se apartó a un lado, pero en el mismo instante, algo le golpeó en la cabeza haciéndole caer al suelo.
Un hombre se inclinó sobre él, entonces Vincent, poniéndose en pie de un salto le pegó un fuerte puñetazo. El desconocido retrocedió unos pasos, tambaleándose. Este fue el único triunfo de Harry. Tony, que había asistido a la lucha, saltó por la ventana y sacando un revólver, le descargó un fuerte culetazo en la cabeza.
—¡Buen trabajo, Tony! —felicitó Bingham, que acababa de asomarse a la ventana, atraído por el ruido.
Y dirigiéndose al otro, siguió:
—¡Vamos, Jake, entradle en la casa!
—Le encontré rondando por ahí fuera —explicó Jake frotándose la dolorida barbilla—. Convendría encontrar una cuerda para atarle.
El abogado fue a buscarla y poco después, el inanimado Vincent estaba atado de pies y manos.
—Entradle aquí —repitió Bingham—. Quiero echarle un vistazo.
Metieron a Harry por la ventana y luego lo depositaron en el suelo. El viejo abogado acercó el quinqué al caído y le observó atentamente.
—No sé quién es —dijo al fin—. Es la primera vez que le veo. Dejadle ahí, en ese rincón.
El llamado Jake y Tony obedecieron. El inmóvil cuerpo de Harry Vincent fue colocado sin ningún cuidado en el lugar que indicó el viejo.
El viejo Ezekiel Bingham dirigió una mirada a su reloj. Eran las ocho y cuarto. Estaba solo en aquella habitación. Sólo con el desconocido a quien sus hombres encontraron rondando junto a la casa. El hombre no se había movido desde que lo metieron allí.
En aquel momento se abrió la puerta y Jake y Tony entraron llevando unas linternas. Otro hombre les acompañaba.
—Aquí está Spotter —dijo Jake—. Acaba de llegar.
El recién llegado era un hombrecillo pequeño, delgado, de rostro enfermizo y ojos saltones. Su cabeza llegaba a los hombros de Jake, y eso que la estatura de éste no sería superior a un metro setenta.
—Hola, Spotter —saludó el viejo—. Acaba de ocurrir un accidente. ¿Habéis buscado bien, muchachos?
—¡Ya lo creo! —aseguró Jake—. No hay nadie. Seguramente ese tipo debe ser algún paseante. ¿Le has visto alguna vez, Spotter?
El hombrecillo cruzó la habitación y contempló el rostro del hombre que yacía en el suelo.
—No —dijo—, no es ningún ladrón, ni ningún policía. Podéis estar seguros. Seguramente debe de ser algún pacifico ciudadano que paseaba por el bosque. El hecho de que mirara por la ventana no tiene nada de particular, es una curiosidad muy natural.
—Tienes razón, Spotter —convino Bingham—. Tu opinión es muy importante, pues conoces a todos los ladrones y a todos los policías de los Estados Unidos, por eso resultas muy valioso.
—¡Ya lo creo que los conozco a todos! —gruñó Spotter.
—¿Cómo descubriste a ese hombre? —preguntó el viejo abogado dirigiéndose a Jake.
—Por casualidad. Al bajar de mi auto me dirigí hacia esa parte de la casa y entonces vi al tipo mirando por la ventana. Como no le conocía, me eché encima de él.
—Muy bien —replicó el abogado—. Entra ya y cierra la puerta, Tony —terminó.
Este último estaba en el umbral de la puerta de la casa, y tenía una linterna en la mano. Junto a él veíase en el suelo una larga y delgada sombra.
—Podéis estar seguros —dijo Tony— que a quinientos metros de esta casa no hay ningún ser viviente. Jake y yo hemos hecho una detenida investigación por los alrededores.
Tony cerró la puerta y la sombra desapareció. Fuera de la casa todo estaba envuelto en tinieblas y en silencio.
—Solo falta uno por llegar. Ahora que cada cual explique cómo vino aquí. Empieza tú, Tony.
—Pues pasé unos días en un pueblecito próximo. Cuando nos separamos la otra noche, no volví a la ciudad. No es fácil que nadie sepa que estoy aquí.
—¿Y tú, Jake?
—Vine desde mi restaurante móvil. Nadie ha podido seguirme.
—Ahora te toca a ti, Spotter.
—Yo vine en el transbordador. Ya me conocéis, a mí no hay quien me siga. Corrientemente soy yo quien sigue a los demás.
—En cuanto a mí —dijo a su vez Bingham—, aunque mi caso es muy distinto, pues nada tengo que ocultar, he tomado todas las precauciones posibles. Llegué aquí hace dos días y desde entonces no me he movido de la casa.
Como la puerta y las ventanas estaban cerradas, nadie se enteró de la llegada de otro automóvil. Era un enorme sedán que se detuvo frente a la casa. Un hombre saltó al suelo y dirigió una mirada a su reloj de pulsera, lanzando un gruñido de satisfacción.
—¡Las ocho! —dijo—. He llegado en punto. ¡Qué hábil es ese Kennedy en su aeroplano!
Encendió una cerilla y la aplicó al puro que tenía entre los labios. Después de dar unas cuantas chupadas, se dirigió al porche. Antes de llegar allí se detuvo para contemplar la vaga silueta de la casa.
—No está mal este lugar —murmuró—. Aquí no hay sombras.
Durante unos segundos pareció entretenerse contemplando el efecto del humo del cigarro en la oscuridad.
—Supongo que ya estarán todos aquí. Será mejor que les hagamos esperar un poco. Al fin y al cabo yo soy un hombre importante —y Johnny el «Inglés» lanzó una bocanada de humo.
Pasaron unos cuantos minutos más. La roja punta del cigarro era lo único que se veía del hombretón. Por fin el rojo punto se puso en movimiento en dirección a la casa. Sonaron unos golpes en la puerta y al abrirse, exclamó Jake:
—¡Es Johnny!
—¡Hola, muchachos! —saludó el «Inglés»—. He llegado a tiempo, ¿verdad?
—Estamos ya preparados para el negocio —declaró Ezekiel Bingham—. ¿Tienes algo que decir antes de que empecemos, Johnny?
—Mucho tengo que decir —contestó el hombretón.
En todos los rostros se pintó el más vivo interés.
—¿Qué ocurre? —preguntó Spotter.
—Ahora os lo explicaré —replicó el «Inglés»—. He venido en… aeroplano, volando.
Se detuvo para estudiar el efecto de sus palabras. Sus compañeros aguardaban en silencio sus explicaciones.
—Hace dos noches —continuó Johnny—, un falso chófer de taxi trató de robarme. Por fortuna, logré escapar. Pero aquella misma noche creo que alguien entró en mi casa.
—¿Lo crees? —preguntó Ezekiel Bingham—. ¿Por qué no te aseguraste?
—¿Cómo asegurarse cuando no se ve más que una serie de sombras?
—Las sombras no son personas.
—No, pero yo vi una sombra que parecía algo muy real.
Bingham le miró, desconcertado.