—Dejadme que os explique bien de qué se trata. Esa sombra de que os hablo estaba en mi cuarto. Yo me dije: «Johnny, en este cuarto no estás solo, hay alguien más». Entonces escribí una carta falsa y procuré que la sombra, o lo que fuera, la leyese. Luego, la llevé al buzón e hice ver que la echaba.
—Es una tontería eso que dices de sombras vivientes, Johnny.
—No, Bingham, no es ninguna tontería —declaró Spotter—, la noche en que le mataron, Croaker vio a La Sombra. Y otros muchos también la han visto.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —preguntaron a coro los demás.
—Una noche, Birdie y yo detuvimos un automóvil para limpiar a sus ocupantes. Birdie era el encargado de la faena y abrió la portezuela encañonando a los viajeros. Yo no sé lo que pasó, pero vi salir del auto a un hombre envuelto en un abrigo negro, con el cuello subido, y antes de que Birdie tuviese tiempo de hacer nada le quitó su pistola y le pegó un tiro. Cerró la portezuela y se alejó calle abajo, sin hacer ningún ruido, como una sombra. Esa fue la primera vez que vi a La Sombra, si es que lo era.
—Sí, lo era —declaró Johnny—. Ya sabía yo que existía.
—Volví a ver a La Sombra —continuó Spotter—. Fue en el «Gato Negro». Aquella vez traté de verle la cara, pero sólo pude divisar una cosa blanca, como una venda. Quizá La Sombra no tenga cara. Hubo una vez un hombre a quien todos los ladrones temían; fue un famoso espía durante la guerra y dicen que le hirieron en Francia, en la cara. Quizá La Sombra sea ese espía… quizá…
Ezekiel Bingham le interrumpió.
—Conocía ya lo de Croaker y La sombra —dijo—. Una vez, a mí también me pareció ver una sombra. La imaginación nos hace ver a veces muchas fantasías; hasta a los mismos que tenemos los nervios seguros. ¿Para qué hablar de sombras? Sin embargo, puedes continuar tu historia, Johnny.
El «Inglés» sonrió, satisfecho. Indudablemente, tenía preparada una sorpresa. Conteniéndose, siguió:
—Abreviaré, para no aburriros. Ayer noche encontré en uno de mis restaurantes al chófer del taxi. Le dejé K. O. de un puñetazo, pero uno de los camareros le ayudó a escapar. Le perseguimos en un auto, pero nos estrellamos a causa del reventón de un neumático.
»Hoy he sido más cauto. Me he dicho: "Johnny, alguien va detrás de ti". En efecto, en todos los sitios donde he estado he visto a alguien siguiéndome. Para quitarme de encima a los moscones, he ido a Newark, donde tengo un amigo, un tal Kennedy, y me ha subido en su aeroplano. Cuando estuvimos en el aire le dije: "Llévame a Long Island y cobra lo que quieras. Pero has de ir como un rayo". Y como un rayo llegamos a Long Island. Cuando aterrizamos, alquilé un auto en un lugar que sé y aquí me tenéis. Por muy rápido que sea La Sombra, no puede haberme seguido.
Tony lanzó un silbido de admiración.
—Eres muy listo, Johnny. Pero ¿estás seguro de que el tipo que te alquiló el auto es de fiar?
—Como cualquiera de nosotros —contestó el «Inglés»—. Además, que no sabe dónde estoy.
—Te repito, Johnny —intervino Bingham—, que esos temores tuyos son excesos de imaginación. Lo que importa es saber si estás dispuesto a hacerte cargo de las joyas.
—¡Ya lo creo! —fue la rápida contestación—. Y cuanto antes mejor.
El viejo Bingham subió al primer piso y regresó, poco después, con una caja. La dejó sobre la mesa, la abrió, y las codiciosas miradas de los allí reunidos se clavaron en las brillantes piedras preciosas que fueron el orgullo de Geofrey Laidlow.
—Contempladlas —dijo brevemente el abogado, dirigiéndose a sus compañeros—. Tengo en mi poder la lista completa de todas. Ahora la examinaremos. ¿Te vas pronto, Johnny?
—En seguida; son ya las nueve, y de aquí a la ciudad hay más de dos horas. Tengo que estar allí antes de medianoche.
—Bien. ¿Quieres que te acompañe alguien?
Y el viejo dirigió una mirada a los reunidos en la habitación.
—Yo no le acompaño —declaró Jake—. Quiero echar un vistazo a esa lista.
—Yo también quiero verla —se apresuró a hacer constar Tony.
Bingham miró entonces a Spotter.
—Deja que Johnny haga el viaje solo —aconsejó el hombrecillo—. Lo ha hecho ya otras veces. A mí también me gustaría contar las piedras.
—Entonces —siguió Bingham—. Puedes marcharte, Johnny.
El hombretón se levantó y el abogado le tendió la caja que contenía las piedras.
—¿Quieres algo más, Johnny? —preguntó.
—Sí. ¿Qué hay en aquel rincón?
—Míralo tú mismo —replicó el viejo—. Es un hombre que miraba por la ventana.
Jake y Tony le cogieron.
El «Inglés» se acercó al caído y contempló su rostro.
—¡Eh! —exclamó—. A ese tipo le conozco yo.
—¿Cómo?
—Es el chófer de quien os he hablado.
Los cuatro hombres se pusieron en pie.
—¡Quizá sea La Sombra! —exclamó Jake.
—No es La Sombra —replicó Johnny el «Inglés»—. No es La Sombra, pero es un tipo de cuidado.
—¿Qué haremos con él? —preguntó Tony.
—Enviémosle al otro mundo —sugirió Spotter.
—Un momento —intervino Ezekiel Bingham—. Este es un asunto muy serio. No habléis de asesinato. Lo que interesa es impedir que ese hombre nos cause ninguna molestia, pero sin matarlo. ¿Quién se encarga de ello?
—¡Hombre! Yo fui quien lo descubrió; ya he hecho mi trabajo —declaró Jake.
—¿Y tú, Tony?
—Pues… yo lo haría con mucho gusto, pero no tengo auto donde llevarlo.
—¿Qué dices tú, Spotter?
El hombrecillo movió la cabeza.
—Este es un asunto muy serio y no quiero meterme en líos —replicó el hombrecillo.
Ezekiel Bingham dirigió una interrogadora mirada a Johnny el «Inglés».
—Me lo cargáis a mí, ¿eh? —rió el hombretón—. Bueno, me lo llevaré, pero no os aseguro lo que haré con él. Es posible que lo coloque de camarero en uno de mis restaurantes.
En aquel momento, Harry Vincent recobró el conocimiento y, al abrir los ojos, vio inclinado sobre él, el rostro de Johnny el «Inglés».
Junto con las piedras, Vincent fue trasladado al automóvil de Johnny el «Inglés». Nadie le había visto abrir los ojos, y su inmovilidad hizo exclamar a Jake:
—Parece que está muerto.
—Mejor —replicó Tony—, así sólo seria cuestión de deshacerse del cadáver.
Johnny se sentó junto al volante, puso en marcha el motor y, quitando los frenos, se dirigió a la cerca. Los faros iluminaron los árboles del bosque y, de pronto, se apagaron. En las sombras de la noche sonó la voz de Johnny el «Inglés», llamando al abogado.
Bingham y sus compañeros acudieron junto al automóvil.
—Voy a deciros algo que no sabéis —empezó Johnny—. Os reservaba esta sorpresa para ahora.
Los cuatro bandidos escuchaban llenos de ansiedad a su compinche.
Presentían que se avecinaba algo desconcertante.
—¿Recordáis lo que os he dicho de La Sombra? —preguntó el hombretón.
Pues es un ser real. Es un ser real y sé dónde está.
—¿Dónde? —preguntó Spotter.
—En un lugar donde podréis encontrarle fácilmente —la voz de Johnny el «Inglés» se hizo más tenue—. Traed una linterna y seguidme —ordenó, al mismo tiempo que bajaba de su auto—. Luego os lo explicaré todo.
Tony corrió a la casa, regresando a los pocos minutos con una linterna encendida. A su luz apareció el rostro de Johnny, distendido por una siniestra sonrisa.
—La Sombra es un ser real —repitió—. Más aun: estaba aquí esta noche, pero no es ese tipo que llevo en el auto. Está sin conocimiento también, pero en otro sitio, junto a la casa.
»¡No os marchéis aún! Está seguro donde se encuentra. No sé cómo llegó hasta aquí. Estaba todo tan oscuro, que ni siquiera sé qué cara tiene. Sé que era La Sombra porque salió de las tinieblas lo mismo que una sombra y se lanzó sobre mí. Pero en Johnny el «Inglés» encontró su maestro.
»Vosotros me endosasteis el trabajo de deshaceros del personaje que habéis metido en mi coche. Pues bien, yo os encargo ahora el trabajo de liquidar a La Sombra. Estamos en paz. ¿Queréis hacerlo?
—Conformes —replicó Spotter, avanzando hacia Johnny—. ¿Qué hiciste con él?
—Le noqueé. Y le di tan fuerte, que no me extrañaría que estuviese muerto. Luego, le até con su cinturón y el mío. Le puse una mordaza para que no pudiera gritar, de manera que ahora no tenéis más trabajo que tirarlo al río como un fardo. Lo he dejado allí, junto a la escalera. Id a verle y decidme qué cara tiene.
Jake corrió hacia la casa y, en el suelo, en el lugar indicado, encontró un cuerpo inerte.
—¡Está aquí! —exclamó—. Traed la linterna.
Tony se apresuró a obedecer, seguido de Spotter, que deseaba unir a su larga lista de rostros conocidos el de aquel fantástico personaje. Ezekiel Bingham tampoco se quedó atrás.
—Quitadle el pañuelo —gritó Johnny desde su auto—. ¡Fijaos en su cara!
Spotter se apresuró a obedecer. Los cuatro hombres miraron desconcertados el rostro que apareció a su vista. La linterna que sostenía Tony vaciló, pareciendo a punto de caer al suelo, Ninguno de los bandidos pudo pronunciar palabra. Fue Spotter quien primero recobró el habla.
—¡Es Johnny el «Inglés»! —exclamó.
Rápidamente comprendieron lo que había sucedido. Pero, abrumados por el descubrimiento, oyeron demasiado tarde el ruido del motor del automóvil del «Inglés» y, cuando quisieron lanzarse en su persecución, el coche estaba ya demasiado lejos, camino del vado.
Lo que acababan de comprender Ezekiel Bingham y sus hombres, mientras contemplaban el inanimado cuerpo de su compañero Johnny el «Inglés», era lo siguiente:
La Sombra debió de dejar sin sentido al hombretón antes de que éste pudiera entrar en la casa. Y La Sombra, haciéndose pasar por Johnny, fue quien habló con ellos y a quien le dieron la caja con las piedras preciosas.
¡Era La Sombra quien había accedido a deshacerse del espía descubierto junto a la ventana! ¡Y era La Sombra quien se alejaba en el auto de Johnny, quien les engañó, les despojó y se burlaba de ellos!
El silencio de la noche acababa de ser roto por una larga y siniestra carcajada que fue repetida en aterradores ecos, yendo a morir entre los árboles del bosque.
A las once y diez de aquella noche, el teléfono del despacho del inspector Malone repiqueteó estridentemente.
El detective José Cardona descolgó el aparato y se lo tendió a su jefe.
—¡Dígame! —contestó Malone—. Sí, soy el inspector Malone. ¿Cómo? ¿Que quiere hablar con Cardona?… Un momento. Tenga, José, le llaman a usted.
El español cogió el teléfono.
—¡Diga!… ¿Cómo?
Un vivo interés se reflejó en los ojos de Cardona.
—Sí, sí… sí, le entiendo… ¿Quién es usted? ¿No quiere decirlo? Bueno, le haré caso.
El español colgó el receptor y corrió a buscar el sombrero y el abrigo.
—¿Qué pasa, José? —preguntó, interesado Malone.
—Más tarde se lo explicaré, no hay tiempo que perder. Se trata de una confidencia referente a lo de las joyas de Laidlow. Puede que sea una burla, pero es posible que no.
Y, sin añadir más, Cardona salió corriendo del despacho.
Un hombre se detuvo ante la tienda de té de Wang Foo. Debajo del abrigo se le adivinaba un grueso bulto. Antes de entrar en el almacén, dirigió una cautelosa mirada a derecha e izquierda. Como de costumbre en aquella hora, las once y media de la noche, la calle estaba completamente desierta.
Loo Choy miró curiosamente al hombretón que entraba en aquel momento en la poca concurrida tienda. Le conocía por haberle visto allí otras veces.
Por lo tanto, volvió a sumirse en sus meditaciones. Loo Choy estaba muy triste. Había terminado el tiempo de las vacaciones nocturnas, pues Ling Chow estaba otra vez al cuidado de su taller de lavado y planchado.
El hombretón se inclinó sobre el mostrador y miró fijamente a Loo Choy.
Del bolsillo de la americana sacó una caja y la dejó ante el oriental, que se inclinó para ver de qué se trataba.
El hombre cogió a Leo Choy por el cuello y le aplastó contra el mostrador.
Antes de que tuviera tiempo de lanzar la más ligera exclamación, se vio el chino amordazado y, diez segundos después, tendido en el suelo atado de pies y manos.
Terminado este trabajo, el hombretón se dirigió a la puerta del ángulo y llamó cuatro veces con los nudillos.
Se abrió el ventanillo y apareció por él el rostro de uno de los gigantescos mongoles. No viendo a nadie, el oriental sacó la cabeza por la abertura, tratando de descubrir a la persona que acababa de llamar.
Un fuerte golpe en la nuca le hizo caer hacia atrás, lanzando un gemido ahogado.
El atacante metió un brazo por el ventanillo y descorrió el cerrojo.
Momentos después subía por la escalera, que conducía a las habitaciones de Wang Foo, dejando tras de sí a otro chino atado de pies y manos.
Al entrar en el despacho del mercader, éste se levantó de su silla y exclamó en su bien pronunciado inglés:
—¡Ah! ¡mi amigo Johnny el «Inglés»!
—En persona —replica el aludido.
—Veo que traes una caja bajo el brazo. ¿Debo suponer que se trata…?
—Lo ha adivinado usted, Wang Foo. Eche una mirada.
Johnny dejó la caja sobre la mesa de laca y levantó la tapa. En cualquier persona normal, la visión de las hermosas piedras hubiese arrancado una exclamación de asombro, pero los chinos no están clasificados entre las personas normales, o acaso sean las personas normales las que no están clasificadas entre los chinos; lo cierto fue que en el rostro de Wang Foo no apareció la menor señal de interés.
—¿Qué le parece, Wang Foo? —preguntó Johnny.
—Muy bonitas —replicó en tono apagado el chino—. Son muy hermosas. Valen el precio que prometí pagar.
—Ya me figuré que le gustarían. El viejo se hizo con ellas antes de lo que esperaba. La misma noche que le visité a usted recibí una carta de él, comunicándome que ya las tenía. Me di prisa y aquí las tiene.
—Supongo que la entrega se hizo en lugar seguro y que nadie se ha enterado —dijo sonriendo el chino.
—Ya sabe usted, Wang Foo, que nunca corro riesgos inútiles. Y, a propósito de riesgo: ¿qué haría usted si, de pronto, entrase la Policía? Los chinos esos que tiene abajo no servirían para gran cosa. Y si le encontraran con estas joyas, de nada le serviría decir que no sabia que eran robadas. A mí también me iría muy mal si me pescasen aquí.