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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (8 page)

Le dieron una habitación en una de las torres del palacio, un aposento pequeño y circular que, a pesar de la opulencia de su decoración, tenía la atmósfera de una asfixiante y restrictiva jaula. Cuando se quedó a solas, comenzó a andar arriba y abajo por el alfombrado suelo, intentando borrar los recuerdos de lo que había presenciado en la sala, intentando no hacer caso de la sensación de enfermiza opresión que amenazaba con inundarlo y luchando por ordenar sus pensamientos.

Era plenamente consciente de que caminaba por un puente peligrosamente estrecho sobre un abismo mortal e impredecible. No quería especular acerca de en qué nido de serpientes había ido a parar. Quién o qué era Ygorla no lo sabía, ni quería saberlo; por el momento no podía permitir que su mente comenzara a indagar en esa dirección, puesto que tenía preocupaciones más inmediatas y personales. Pero, desde luego, no tenía intención de poner a prueba el poder que aquella mujer parecía poseer llevándole la contraria: había visto más que suficiente para saber que aquél era el camino más corto y seguro hacia el suicidio. Sobrevivir: eso era lo importante. Sobrevivir al precio que fuera. Había salvado la trampa primera y seguramente más peligrosa; ahora debía intentar descubrir las otras trampas que encontraría en su camino y la mejor forma de evitarlas.

«Rata mascota» lo había llamado. El asco brotó de nuevo, pero Strann lo contuvo. Rata mascota. Muy bien, se amoldaría a ese epíteto. Se sentaría sobre los cuartos traseros y se lavaría la cara con las zarpas delanteras si es que eso la divertía, y lanzaría grititos cuando se lo ordenase, pero mantendría un prudente silencio en las demás ocasiones. Y cuando los ojos de su ama estuvieran fijos en otra parte, los bigotes de la rata mascota buscarían diligentemente cualquier información que pudiera resultarle útil; y ya había descubierto una clave importante, porque tenía la profunda sospecha de que, por muy gran hechicera que fuera Ygorla, su inteligencia no estaba a la altura de su poder. Había aceptado sus halagos con tan poco discernimiento como una campesina que recibiera su primer cumplido, y eso le hacía pensar a Strann que lo que la impulsaba por encima de todo era la vanidad. Strann también era bastante vanidoso. Nunca se había sentido particularmente avergonzado de ello, pero sabía que semejante rasgo, si se manipulaba con cuidado, podía resultar una debilidad y, por lo tanto, algo de vital importancia en sus tratos con Ygorla. No estaba preparado para apostar por su teoría, pero tampoco dejaría de tener en cuenta su potencial. Lograría ganarse su favor y entonces…

Interrumpió sus pensamientos al oír abrirse la puerta a sus espaldas. Giró sobre sí mismo con rapidez al tiempo que el corazón se le aceleraba, presintiendo por un instante el peligro, pero luego se relajó al advertir que sólo se trataba de uno de los criados de palacio. El recién llegado, un hombre que debía de tener su misma edad, llevaba una bandeja cubierta, que dejó sin ceremonias sobre una mesa con grabados cerca de la puerta.

—Vuestra comida —dijo secamente, y añadió con acerado desprecio—: sir Rata.

Ah, pensó Strann. Un siervo de Ygorla en la superficie, pero no en el fondo. Parecía probable que la mayoría del séquito de palacio que había sobrevivido a los estragos causados por Ygorla estuviera en la misma situación: en privado eran fieles al asesinado Alto Margrave y a la pobre viuda Jianna, pero temían demasiado a la usurpadora para manifestar abiertamente su resistencia. Sin embargo, aunque temieran a su ama, no temían a un compañero de esclavitud, y Strann comprendió de repente que quizá se enfrentaría a otros peligros además del enojo de Ygorla. Su comportamiento en la sala de audiencias lo había marcado como un cobarde y un ventajista; sería un foco de odio y, por lo tanto, un blanco evidente para la venganza, sobre todo si quedaba claro que Ygorla no apreciaba en demasía su vida. No podía culparlos por aquellos sentimientos, pero tampoco apreciaba la perspectiva de una cuerda que lo estrangulara o de un rápido golpe de cachiporra cuando durmiera entre sus sábanas de raso, y por un instante se preguntó si podía correr el riesgo de confesarse con aquel hombre, diciéndole la verdad y haciéndole jurar que guardaría el secreto.

Lo miró a los duros ojos y el impulso desapareció. No le creería. La charada ya había ido demasiado lejos; al convencer a Ygorla de su deseo de servirla, había convencido también a los supervivientes de la corte. Ahora era un paria, el más ínfimo y despreciable de los traidores, y cualquier cosa que dijera sería interpretada como un intento de congraciarse o de espiar para Ygorla. Tan sólo podía mantener su engaño y buscar que Ygorla lo protegiera.

Apartó los ojos del siervo y dijo en voz baja y con aire distante:

—Os lo agradezco.

Sintió el aguijón de la feroz mirada del hombre. El criado permaneció inmóvil un instante; luego levantó la tapa semiesferica de la bandeja y cuando estuvo seguro de que Strann lo miraba de reojo, escupió en el plato. Sin decir palabra, giró sobre sus talones y salió dando un portazo.

Strann exhaló un suspiro. El gesto de despedida del hombre no era más —en realidad, en ciertos aspectos era bastante menos— de lo que había esperado, pero no por eso dejaba de escocer. No por la ofensa a sus quisquillosos instintos; en los viejos tiempos de feriante no le había hecho ascos ni siquiera a robarle la comida a un cerdo de su comedero si tenía hambre. Pero ser consciente del profundo desprecio de sus iguales, aunque sólo lo demostraran escupiendo en sus comidas, era una herida devastadora para su autoestima. Y dejando de lado los mejores sentimientos, no se acabaría ahí. El escupitajo de hoy podía convertirse en veneno mañana. Debía ser extremadamente precavido.

Se acercó lentamente a la mesa y contempló el plato. Parecía una combinación de confites ricos y delicados, nada de su gusto. Pero estaba hambriento.

¿Habrían puesto algo allí sus enemigos? No era probable; apenas habían tenido tiempo y, además, si la comida estaba envenenada, el criado no habría escupido corriendo el riesgo de que él no la tocara. Strann cogió un tenedor de dos puntas y dejó a un lado los dulces en los que había caído el escupitajo. Después cogió el plato y miró a su alrededor. No quería sentarse en ninguna de las ostentosas sillas o sofás; su vulgaridad a base de borlas y oropeles, que tanto recordaba la tosca vanidad de Ygorla, le daba escalofríos. En lugar de eso, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y el plato entre las rodillas. Era hora de que sir Rata masticara las primeras migajas de la mesa de su dueña y con ello confirmara su condición de mascota prisionera. Un gesto significativo, que no quería hacer. Pero volvió a mirar la habitación y se estremeció. Era un prisionero, por mucho que las apariencias pudieran decir lo contrario. Una mascota y una posesión, que debía ahora aparentar que dedicaba toda su existencia a complacer los caprichos de su ama. Baladas dedicadas a su gloria, himnos de alabanza a su belleza… La perspectiva le daba arcadas. Pero por el momento era mejor opción que la muerte.

Escogió una confitura del borde del plato y se la llevó a la boca.

El elemental se retorció, y un sonido lastimero y débil vibró por toda la cámara de la torre. Narid-na-Gost, que se encontraba reclinado en su lugar acostumbrado, entre las sombras y lo más lejos posible de la ventana, miró a su alrededor con indolente interés y vio que Ygorla casi había terminado con la criatura. La labor que le había encargado estaba terminada y el resultado flotaba en el aire, enfriándose y pasando del rojo blanco al rojo vivo; el elemental suplicaba que se le permitiera regresar a su lugar natural, en las profundidades bajo tierra, donde la roca y el fuego se fundían en una mezcla ardiente. Ygorla lo miró unos instantes, reflexionando acerca de su destino; luego una desagradable sonrisa apareció en su rostro y, alzando ambas manos, formó con ellas una copa. Las súplicas del elemental se convirtieron en un aullido de terror, al darse cuenta de lo que ella pretendía; entonces Ygorla pronunció una palabra y de sus manos surgió un chorro de agua. La criatura se vio absorbida por el líquido; el fuego se convirtió en vapor y el silbido ahogó los gritos de agonía del elemental al disolverse. El agua desapareció y el artefacto recién acabado y ya frío cayó en las manos de Ygorla. Un olor a azufre flotó unos segundos en el ambiente antes de perderse.

Narid-na-Gost bostezó.

—¿Por qué te tomas la molestia de destruirlos, hija? No tienen importancia.

Ella lo miró por encima del hombro; por un instante tan sólo, un rastro de resentimiento centelleó en sus azules ojos.

—Lo encuentro divertido —dijo.

—No veo ningún propósito en ello.

—Divertirme es para mí propósito suficiente —replicó Ygorla, sacudiendo el artefacto entre las manos, como si fuera un juguete—. De todas maneras, la criatura hizo lo que le pedí. —Se volvió del todo y le lanzó el objeto—. ¿Qué opinas de él, padre?

El lanzamiento no iba bien dirigido, pero el demonio miró el objeto y la trayectoria cambió. Lo cogió sin problemas y lo contempló.

—Es bastante bonito. ¿Qué es? ¿Otra gargantilla para adornar tu cuello?

Ygorla se rió por lo bajo.

—No es precisamente una gargantilla, y esta vez no es para mí. Se trata más bien de un collar. Un collar para mi nueva mascota, para recordarle lo que debe a su dueña. —Atravesó la habitación y le quitó el objeto a Narid-na-Gost—. Mira el trabajo, padre. ¿Verdad que es bonito? Mira cómo reflejan la luz las gemas; he escogido los diamantes porque son tan incoloros y transparentes como lo es Strann, y rubíes para tener la certeza de que recuerda el color de su propia sangre y lo fácil que sería derramarla. —Volvió a reírse, esta vez con un tono algo hiriente—. Jianna fue la antigua dueña de estas piedras. Formaban parte de un collar que solía llevar; tengo entendido que su marido se lo regaló en el día de su boda. Me pregunto si reconocerá las gemas cuando las vea adornando el cuello de mi rata. ¿Crees que será divertido?

A Narid-na-Gost aquel asunto no parecía divertirlo precisamente.

—Si tuvieras dos dedos de frente —contestó—, le pondrías una cadena a ese collar y no la soltarías. —Contemplaba distraído el cuerpo de Ygorla, bajo la túnica plateada y transparente que ella se ponía siempre para sus operaciones mágicas—. Si confías en esa criatura, eres una estúpida.

Ygorla entrecerró los ojos, enfadada.

—¿Confiar en él? ¿Por quién me tomas? ¡Claro que no me fío de él! Pero reconozco a un cobarde adulador en cuanto lo veo. No me llevará la contraria, igual que no lo hará nadie de esta remilgada corte. No se atreverá. Ninguno de ellos se atreverá, porque saben lo que soy capaz de hacer.

Mientras hablaba, buscó algo con la mirada, que fijó por fin en la mesa bajo la ventana. Sobre ella reposaba una botella de vino; Ygorla hizo un gesto descuidado y la botella se elevó, derramó su contenido en el suelo y luego se estrelló con tremenda fuerza contra la pared. Ygorla contempló los fragmentos de vidrio que salían despedidos en todas direcciones, y volvió a encararse con su padre.

—Mi mascota tan sólo tiene que disgustarme una vez y le haré eso y más —declaró con satisfacción—. Y él lo sabe. Todos lo saben. Me vieron cuando mi barco entró en el puerto de la Isla de Verano, y aprendieron a temerme cuando mi tripulación cayó sobre ellos y los hizo pedazos. Y todavía me temieron más cuando mis criaturas acabaron con el ejército de Blis Alacar ante las puertas de este palacio, y cayeron víctimas del pánico cuando les mostré en la sala de audiencias la cabeza cortada de su preciado Alto Margrave y les dije que había comenzado un nuevo reinado. ¡Y su pánico se convirtió en horror cuando elevé por encima de estas torres la estrella de siete rayos del Caos para proclamar la fuente de mi poder! —Se dirigió a la ventana y se asomó al día que ya terminaba. Muy arriba, la estrella seguía palpitando; su tenebrosa luz daba a los jardines del palacio una tonalidad metálica y de pesadilla, e Ygorla volvió a sonreír.

»Saben lo que soy —prosiguió en tono más bajo—. Y saben que desprecio sus debilidades humanas.

En la penumbra, los carmesíes ojos del demonio parecían ardientes y sobrenaturales.

—Pareces haber olvidado —dijo en voz baja— que tú tuviste una madre humana.

Ella se volvió para mirarlo, y por primera vez se le ocurrió que su relación había cambiado en los pocos días transcurridos desde que él la había liberado de la larga y fructífera, aunque intensamente frustrante, estancia en la Isla Blanca. Hasta aquel día, él le había inspirado un temor reverencial, puesto que no sólo era su padre, sino también su mentor y su maestro, y su poder como demonio del Caos —aunque fuera un demonio menor— había sido mucho mayor que el suyo. Pero desde que habían abandonado la Isla Blanca, el equilibrio de su relación se estaba alterando de manera sutil. Su última observación, que ella sabía que era una reprimenda apenas disfrazada, nunca hubiera sido pronunciada de manera tan suave en los viejos días, y se preguntó si al haber abandonado el reino del Caos para habitar de manera permanente en el mundo de la humanidad, Narid-na-Gost se sentía sobre terreno menos firme. Al repasar los dos últimos días, Ygorla recordó uno o dos pequeños incidentes más que parecían dar peso a sus sospechas, momentos en los que habían entrado en conflicto acerca de asuntos sin importancia y en los que, esperando la ira del demonio, se encontró con una postura más conciliadora de lo normal por su parte. ¿Había disminuido su seguridad? ¿O es que su poder era más débil en este mundo que en su hogar natural?

Giró un tanto la cabeza, pero siguió observándolo de reojo, a través de sus largas pestañas.

—No he olvidado mis orígenes, padre —dijo, escogiendo con cuidado sus palabras—. Pero ello todavía me da más motivos para despreciar a aquellos que nunca sabrán lo que es abarcar el reino humano y el del Caos. Tengo lo mejor de ambos mundos. Ni siquiera tú puedes presumir de un linaje tan especial.

¿Detectó en ese momento una llama de la vieja ira en sus ojos? No estaba segura, y, cuando él le replicó, su voz era tranquila y mesurada, casi como si no se tomara en serio el asunto.

—Sin embargo, hija, son los habitantes de este mundo los que deberían preocuparte por encima de todo. Tú has de reinar aquí, no en el Caos.

Ella le sonrió con dulzura.

—Por el momento.

Él inclinó la cabeza.

—Como quieras. Pero nos queda un largo camino por delante antes de que los dos mundos se conviertan en uno, y la conquista del dominio mortal debería ser tu principal preocupación. El Caos —le devolvió una sonrisa que unía la dulzura a una dura seguridad en sí mismo, y alargó una mano para apoyarla ligeramente en el cofre que tenía a su lado— es algo de lo que debo ocuparme yo.

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