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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (3 page)

Hizo sus ofrendas, lanzando las dos coronas de flores sobre la superficie oleosa de la marea con la debida solemnidad. Un tributo a los dioses del Caos y otro a los dioses del Orden; creía que era prudente no mostrar preferencias. Algunos miembros de la tripulación del
Pescador de Nubes
lo observaron desde el puente, pero no hicieron comentarios, y por fin, echándose al hombro las bolsas que contenían su preciado manzón y unas cuantas mudas de ropa —Koord se haría cargo del resto de sus posesiones hasta que regresara—, Strann subió por la pasarela ligeramente combada.

Además de la veintena de pasajeros que tenían asuntos en la Isla de Verano, el
Pescador de Nubes
llevaba una buena carga de vino y comida de las provincias de Shu, Perspectiva y Chaun Meridional para la corte del Alto Margrave, y los olores de su carga se mezclaban embriagadores en las abarrotadas bodegas. Aunque la infusión había calmado su delicado estómago, Strann decidió buscarse un sitio en cubierta, junto a la borda de proa, donde podría disfrutar de los aromas más frescos del mar. Cuando el barco se adentró en la Bahía de las Ilusiones, pareciendo hacer una reverencia a su puerto de origen al encontrarse con las corrientes más fuertes, Strann se dispuso a disfrutar del viaje. Durante algunas horas permaneció cómodamente recostado contra un montón de cabos enrollados, a ratos dormitando, a ratos contemplando el paisaje del mar en continuo movimiento, hasta que al fin lo sacó de un sueño a medio formar una sombra que cayó sobre su rostro.

—Buenos días tengáis, maese Strann. ¿Disfrutando del viaje?

Strann abrió los ojos y parpadeó intentando fijar la vista en la silueta que se elevaba ante él.

—Capitán Fyne… —Se enderezó un tanto y se quitó el sombrero en un saludo cortés—. Estoy disfrutando mucho de la travesía, y agradezco mi suerte por tener un día de calma.

Fyne Cais Haslo, el patrón del
Pescador de Nubes
, soltó un gruñido mostrando aprobación y se puso en cuclillas a su lado.

—Hemos tenido suerte, he de reconocerlo. Todos los adivinos predecían más lluvias.

—Lo que viene a demostrar que no debe escucharse a los adivinos. Yo debería saberlo; ya vi bastante de sus embustes cuando iba de feria en feria.

—No me cabe duda. —Fyne sonrió con sequedad—. Aunque eso debió de ser hace ya unos cuantos años, ¿no? Hay un largo camino de ser buhonero a favorito de la corte.

Strann se preguntó por un instante si las palabras del capitán no encerraban cierta amargura, pero entonces percibió el brillo malicioso de su mirada y se relajó al darse cuenta de adonde quería ir a parar.

—Es cierto —dijo—, pero no olvido mis orígenes. Y para ahorrarle que me lo pregunte, sí, me encantaría ayudar a que el pasaje se distraiga durante la travesía con una canción o dos. Tengo algunas historias nuevas acerca de sucesos en Han y en Wishet que quizá todavía no hayan alcanzado sus oídos.

Fyne se ruborizó, pero sólo un instante, antes de que su expresión se aclarara y se echara a reír, con un sonido profundo y congestionado.

—Bien, no perdéis el tiempo con rodeos. ¿Cómo supisteis que tenía intención de sondearos?

—Es un riesgo de mi profesión —repuso Strann, sonriente—. Cuando los pobres marineros de tierra firme nos encontramos con un lobo de mar en una taberna, ¿no nos ponemos a hablar siempre de vientos, mareas y conocimientos marítimos? Bueno, por la misma regla de tres, dondequiera que voy, siempre me piden que cante canciones y que hable de los rumores y chismes más recientes. Y siempre me satisface cumplir con ello. Pero —miró a su alrededor— tendré que buscar un lugar más resguardado que éste si voy a tocar. Las salpicaduras marinas y mi manzón no son una buena combinación.

Fyne hizo un gesto en dirección a la popa.

—Hay sitio de sobra bajo las mamparas de popa, y está bien protegido contra cualquier cosa que la mar quiera lanzarnos.

—Entonces, capitán, estoy a vuestra disposición. —Strann se levantó—. ¿Cuánto creéis que queda para avistar la Isla de Verano?

—Oh… una hora, quizás algo más si el viento nos la juega. Después casi una hora más hasta que toquemos puerto.

Dos horas hasta tocar puerto; digamos, entonces, una hora de entretenimiento. Podía dar un buen concierto en ese tiempo, pensó Strann, y, si le daba a la tripulación algo que valiera la pena, Fyne podría compensarlo devolviéndole al menos una parte del precio de su pasaje cuando terminara la travesía. Aun cuando no lo hiciera —y eso era poco probable, porque Strann sabía que el capitán era un hombre generoso—, le daría la oportunidad de poner a prueba un par de las nuevas canciones que había preparado para la celebración de la Alta Margravina.

Se echó sus bolsas a la espalda y había comenzado a andar por el puente cuando, de repente, una voz les llegó desde arriba.

—¡Capitán! —El vigía, arriba en el puesto de la cofa del palo mayor, era una mancha negra dibujada contra el brillante cielo, pero su grito llegaba con bastante claridad—. ¡Tormenta!

Fyne alzó bruscamente la cabeza.

—¿Qué?

—¡Tormenta a proa, señor!

El capitán dijo algo que hizo que incluso Strann arqueara las cejas y se volvió para otear el horizonte. No se veía nada más que el océano en calma, el brillante sol y unas cuantas nubes blancas, plácidas y aisladas.

Fyne alzó de nuevo la cabeza, y su voz surgió como el bramido de un toro.

—¿Es que desvarías, idiota? ¡No hay tormenta en un radio de cien millas!

La voz del vigía llegó desesperada.

—Pero, señor…

—¡Maldita sea! Baja de ahí a todo correr, y no… —Se interrumpió bruscamente cuando una súbita ráfaga de viento recorrió el puente, agitando sus cabellos y levantando el ala del sombrero de Strann.

Éste sujetó rápidamente el sombrero con una mano, para impedir que saliera volando, aunque la precaución era innecesaria: la ráfaga se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido. Pero la expresión de ira de Fyne se había transformado en una de perplejidad.

—Esa ráfaga vino del este —dijo en voz baja, mirando los cabos trenzados en los obenques que temblaban mientras el vigía comenzaba su ágil descenso—. Qué extraño…

Strann frunció el entrecejo.

—Perdonad mi ignorancia, pero ¿por qué es extraño?

—¿Qué? —Fyne lo miró algo sorprendido, como si por un instante se hubiera olvidado de su existencia. Entonces sus ojos se centraron en él—. ¿Por qué? Porque era justo el sentido contrario del viento dominante, y eso no es natural.

—Sólo ha sido una ráfaga —apuntó Strann, esperando parecer más impasible de lo que realmente se sentía, al tiempo que tocaba con disimulo la cinta de hierro de una cabilla en busca de buena suerte—. Probablemente no significa nada.

Fyne soltó un gruñido evasivo.

—Quizá. Sin embargo…

Esta vez la fría bofetada vino del sur y arrancó el sombrero de la cabeza de Strann antes de que éste pudiera reaccionar. Abrió la boca para soltar una protesta indignada, pero el viento también le apagó la voz, y tanto él como Fyne se tambalearon ante su embestida. Oyeron un grito procedente del asustado vigía, que todavía se encontraba colgado en el aparejo. El
Pescador de Nubes
se escoró con fuerza y las velas rugieron cuando la ventada las llenó y las hizo azotar los mástiles. Durante unos instantes no hubo más que gritos y una confusión de golpes; y entonces, igual que antes, el viento desapareció en un instante.

—Dioses… —En el repentino silencio, a Strann le zumbaban los oídos; se encontró aferrado a la borda como si se tratara de una amante largo tiempo perdida, y lentamente aflojó la presa—. En nombre de los siete infiernos, ¿qué ha sido eso?

Fyne no le contestó, y Strann avanzó con paso vacilante por el puente para recoger su sombrero, que yacía abandonado a unos veinte pasos. El vigía, que gracias a una combinación de instinto y fría determinación había conseguido mantenerse aferrado a los aparejos, bajaba en ese momento hasta el puente gateando y arrastrándose, y salvó los últimos tres metros de un salto. Tenía el rostro del color del agua en el pantoque.

—Capitán, yo…

—Vale, de acuerdo. —Fyne lo hizo callar con un brusco gesto; no era el momento de palabras superfluas—. ¿Qué viste a lo lejos?

—Re… relámpagos, señor. —Los dientes del marinero castañeteaban y tenía dificultades en pronunciar las palabras—. Justo a proa. En dirección sureste.

Una sensación como si se le clavaran las uñas de un gato en la base de la columna vertebral hizo que la piel de Strann se erizara de pronto, al agitarse los recuerdos, mezclados con una desagradable sensación de premonición. Fyne, sin percibir su intranquilidad, lanzó una mirada furibunda al vigía.

—¿Relámpagos? ¿En un cielo despejado?

—Es lo que vi, señor. No podía ser otra cosa. —Hizo una pausa—. Pero…

—Pero ¿qué? ¡Suéltalo, en el nombre de los dioses!

El marinero se enfrentó a su furiosa mirada con aspecto desgraciado.

—Eran relámpagos rojos, señor. Carmesíes, del color de la sangre. —Se estremeció—. Y no se veía nube alguna. ¡Nunca vi nada parecido!

Oh, dioses
—pensó Strann—.
Yo sí que lo he visto

Fyne maldijo por lo bajo.

—Ventadas antinaturales, relámpagos antinaturales; si no estoy borracho o engañado, entonces hay algo extraño. —Se volvió y contempló el mar con dureza, como si desafiara a los elementos a que intentaran un nuevo truco, pero no sucedió nada. Fyne se detuvo un instante, pensando en qué hacer a continuación; luego se giró bruscamente y se encaró con el vigía.

—De acuerdo. Que todos los hombres ocupen sus puestos y que la nave se prepare para recibir una tormenta. —Su voz sonó de repente resuelta y dura, al concentrarse su mente en territorio conocido—. Dile al primer oficial que venga, pero no hagas nada que pueda inquietar a los pasajeros sin que yo lo ordene. Puede que se trate de una falsa alarma, y no hay motivo para crearles preocupaciones innecesarias.

El marinero hizo un saludo y salió corriendo por el puente. Cuando estuvo lo bastante lejos para que no oyera lo que decían, Strann dijo con sequedad:

—Me temo, capitán Fyne, que uno de sus pasajeros ya está muy inquieto.

Fyne lo miró y se quedó sorprendido. El curtido rostro de Strann estaba pálido, y tenía la frente perlada de sudor a pesar de la fuerte brisa. Su estudiado talante despreocupado comenzaba a desvanecerse, y el esfuerzo que hacía por parecer alegre no resultaba nada convincente. Sin saber cuál era la causa de su nerviosismo, Fyne le sonrió con comprensión.

—No se preocupe, Strann. Los dioses todavía no nos han enviado una tormenta que el
Pescador de Nubes
no pudiera capear, de manera que no tiene nada que temer, aparte del mareo. —Vaciló—. De todas formas, yo que usted bajaría y me llevaría el equipaje. Al menos así se mantendrá seco, y su talento podría ayudar a que los otros pasajeros se olvidaran de sus apuros si de verdad nos vemos zarandeados.

Strann sintió la tentación de decir que los otros pasajeros podían pudrirse o amotinarse y que, tal como él se sentía en aquellos momentos, le daría lo mismo, pero se contuvo. Comenzaba a sentirse mal, con las peculiares e inconfundibles náuseas que provocaba la aprensión; sus piernas parecían perder por momentos la fuerza de sostenerlo y experimentaba las primeras sensaciones del vértigo; todo ello era una advertencia de que, si no lograba controlarse con rapidez, corría peligro de perder la cabeza y ser víctima del pánico.

Relámpagos rojos en un cielo completamente despejado… Un sonido feo e involuntario surgió de lo más hondo de su garganta, y Fyne dijo:

—¿Qué?

—Nn… —Strann sacudió la cabeza, descartando la pregunta del capitán con un rápido gesto—. Nada, nada. Creo que… ah…, creo que seguiré su consejo.

Fyne lo miró con inquietud.

—¿Seguro que se encuentra bien? Está más blanco que un pescado hervido.

Strann quiso ser sincero y decir:
No, no me encuentro nada bien; hay algo verdaderamente desagradable en el viento, y, dado que soy un cobarde, en estos momentos estoy a punto de volverme loco de miedo
. Pero no se atrevió a decirlo, en primer lugar porque no quería quedar como un estúpido delante de Fyne, y en segundo lugar porque no quería alimentar su embrionario pánico admitiendo la verdad en voz alta.

—Estoy bien, Fyne. —Intentó sonreír, pero no lo consiguió, y comenzó a andar por el puente, resistiendo el impulso de aferrarse a la borda para tranquilizarse—. Iré abajo y… ¡oh, Yandros!

El grito de terror sorprendió a Fyne, quien por un instante no vio nada; sólo vio a Strann, que miraba el mar con ojos desorbitados, boqueando como un pez recién sacado del agua. Luego, comprendiendo tardíamente, el capitán miró hacia el horizonte.

La nube era de un negro purpúreo, del color de un terrible moretón. Se alzaba en un cielo que por lo demás estaba despejado, y estaba adquiriendo la forma de un gigantesco yunque, cuya chata cabeza se alzaba a más de dos millas por encima del nivel del mar. Y se movía. No, pensó Fyne, aquello no era posible, ¡no era posible! Ninguna nube podía moverse a semejante velocidad: unos momentos antes no se había visto nada en el horizonte, pero ahora todo el cielo en dirección sureste se estaba oscureciendo a medida que la monstruosa cabeza de tormenta avanzaba hacia ellos. Aquélla no era una tormenta natural; ¡era algo procedente de un infierno que escapaba a la imaginación!

De pronto, el asfixiante silencio se vio roto por una voz estentórea procedente de la proa del barco.

—¡Tormenta a proa! ¡Tormenta a proa!

Para Strann fue como una bofetada que rompió el trance que lo inmovilizaba. Se apartó de la borda lanzando un grito de horror y desesperación y se abalanzó sobre Fyne cuando el capitán se adelantó hacia quien había lanzado la alarma.

—¡Baje! —Fyne cogió a Strann por los hombros y, haciéndolo girar con violencia, lo empujó en dirección a la escotilla—. No se quede ahí parado, farfullando como un idiota. ¡Abajo!

La comprensión asomó de nuevo a los ojos de Strann, y con ello se renovó su miedo. No dijo nada, pues no podía articular palabra, pero se alejó dando tumbos, entorpecida la marcha por sus petates. Desapareció por la escalerilla de la escotilla con pasos irregulares, y Fyne se volvió para encararse de nuevo con el horror que se acercaba. Ahora vio lo que había distinguido el vigía: los relámpagos, el centelleo, lenguas carmesíes que surgían como fuegos demoníacos de lo más hondo de la oscuridad. Unos minutos —sólo unos minutos— y lo tendrían encima. Y, por primera vez en su vida, Fyne supo lo que era el verdadero terror.

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