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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (4 page)

Se llevó una mano al cinto y sacó de él un pequeño cuerno de bronce. En todos sus días de marino, jamás lo había utilizado, puesto que la señal que emitía era una advertencia de peligro y emergencia máximos, y hasta aquel día Fyne había sido un hombre afortunado. Pero ahora su suerte, y la suerte de su barco, se había acabado.

Se llevó el cuerno a los labios y sopló. Y cuando la nota clara, aguda y urgente surgió, haciendo que la tripulación acudiera corriendo a sus puestos, el primer trueno resonó sobre el mar y sumergió al
Pescador de Nubes
en una ensordecedora muralla de sonido.

Incluso desde el privilegiado mirador que era aquella torre, la más alta de las del palacio, los horribles acontecimientos que se desarrollaban en la Bahía de las Ilusiones quedaban muy lejos del alcance de la visión humana. Pero los ojos que miraban desde la torre, por encima de los acres de tierras bien cuidadas, en dirección a la lejana bahía y al mar, no eran del todo humanos; y la mente que se ocultaba tras el adorable rostro enmarcado en una cabellera de color negro azabache era capaz de traspasar las dimensiones ordinarias para ver y escuchar cosas que los sentidos mortales no podían distinguir.

Hacía más de media hora que no se movía. Poseía la extraña capacidad de permanecer inmóvil durante tanto tiempo que cualquier observador la habría tomado por una extraña estatua de gran parecido a alguien vivo, y tan sólo el lento y controlado ritmo de su respiración la traicionaba y rompía el silencio.

Afuera, la tormenta era casi completa, y la luz del sol se colaba únicamente a través de una estrecha y llamativa cicatriz en el sur. En las sombras más oscuras de la habitación de la torre, lejos de la ventana, una segunda figura estaba sentada y encorvada, observando a la mujer con una mirada que no vacilaba. Estaba desnudo, y su rojo cabello briUaba como brasas en la semioscuridad, cayendo en bucles alrededor de su rostro, deforme y rechoncho. Una mano se apoyaba en una mesa cercana; de vez en cuando, los dedos de afiladas uñas se movían sobre la superficie pulida como si la acariciaran. Esperaba; por fin se oyó una larga y suave exhalación de aire, los hombros de la mujer se relajaron y se volvió a mirarlo.

—No tardaremos en tener invitados, padre —dijo—. Debo prepararme para recibirlos. —Una sonrisa se dibujó en sus labios, voluptuosa, pero al mismo tiempo feroz—. Nuestros primeros visitantes del continente.

El demonio pelirrojo le devolvió una sonrisa, que encajaba sobradamente con la de la mujer.

—Ve entonces, hija. Y asegúrate de que te vean en todo tu esplendor.

—Oh, lo haré. —Miró un instante hacia la ventana. La luz del sol había desaparecido, tragada por las nubes, pero ante un gesto de su mano otra luz comenzó a llegar desde el exterior. Era mortecina, de color de cobre, y al ir creciendo en intensidad, empezó a fluctuar como los latidos de un gigantesco y lento corazón. La mujer sonrió de nuevo y cuando volvió a encararse con su padre, la luz silueteó su figura y palpitó tras ella como un aura ominosa.

—¿Qué harás con ellos? —preguntó el demonio en voz baja.

—No lo he decidido todavía. Pero ya encontraré la forma de utilizarlos. De una manera o de otra, me servirán. —Se escuchó un frufrú de sedas cuando echó a andar; al llegar a la altura de la mesa se detuvo para contemplar un pequeño y adornado cofrecillo que descansaba sobre ella. Era una burla deliberada de otro cofrecillo mucho más antiguo, que nunca había visto pero que todos los tratados de historia describían con sumo detalle, y le divertía pensar para qué servía ahora aquel cofre gemelo. Sus dedos se movieron sobre el cierre. El demonio la miró de reojo; ella sostuvo un instante su mirada y luego apartó la mano.

—No —dijo—. No necesito verlo otra vez. Sé que está ahí, y eso me basta. —Se miró en un espejo pequeño y ovalado que estaba colgado en la pared detrás del demonio y, apartándose los cabellos del rostro, volvió la cabeza para estudiar su reflejo desde distintos ángulos. Lanzó una última mirada por encima del hombro.

—Contempla la sala de audiencias en la bola de cristal, padre. Pienso atender a nuestros invitados de una forma que sospecho que encontrarás bastante divertida.

El demonio escuchó el sonido de sus pasos ligeros, alejándose en la escalera de la torre. Durante unos instantes, una vez que se hubieron desvanecido, hubo silencio; luego se escuchó una campanilla allá abajo y oyó la voz de su hija que llamaba con brusquedad a sus siervos. Sonrió una vez más de manera indulgente pero con un cierto cinismo, y pasó la mano con cariño y gesto posesivo sobre el cierre del cofre antes de ponerse de pie y acercarse a la ventana, desde donde, sin ser visto, podía observar el mundo exterior y aguardar la llegada de los invitados.

Las palabras gritadas ásperamente, «¡Tierra a la vista!», fueron, pensó Strann, las más dulces que jamás oyera en su agitada vida, y más preciosas que las más sinceras promesas de amor o dinero, o los aplausos. Con un gran crujido de maderas dañadas y gemidos de las velas hechas jirones, el
Pescador de Nubes
avanzaba sobre las agitadas aguas, y los cantos decididos de los remeros en sus bancos en el puente inferior luchaban con los ruidos de los elementos, mientras que lo que quedaba del velamen se hinchó ante un súbito golpe de un fuerte viento de popa.

Strann se alzó del suelo del gran camarote común, intentando no hacer caso de los hedores a sudor y a vómito que amenazaban con hacer que su estómago volviera a rebelarse. Ya hacía rato que había devuelto su desayuno, y no por estar mareado, sino debido al pánico ciego y vergonzante; e, incluso cuando pasaron el peligro y el horror, transcurrió un largo rato hasta que logró mover los músculos. No sabía cuánto había durado la tormenta, ni siquiera cuál había sido su intensidad. Mientras duró ¿minutos?, ¿horas?, ¿días?, había estado poseído por un terror tal que lo había reducido a un mero desecho mental y físico, acurrucado entre sus desventurados compañeros de pasaje sobre el suelo del camarote con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los oídos. Sólo cuando se esforzó en creer que había cesado el aullido de la galerna y el retumbar y tronar de los relámpagos, recuperó algo de autocontrol, pero aun ahora el dominio que tenía de sí mismo era precario. No quería pensar en la tormenta. No quería pensar en lo que debía de haber visto y afrontado la tripulación del
Pescador de Nubes
, luchando en medio de aquel torbellino negro para salvar la nave y sus pasajeros, y, desde luego, no quería pensar en su propia cobardía. Lo único que quería era sentir la tierra firme bajo sus pies, tierra seca en la que pudiera alejarse y volver a recuperar algo parecido a la cordura. Y —si su estómago podía tolerarlo— una cantidad grande, muy grande, de licor que lo sumergiera en un sueño bendito y sin pesadillas.

Al comenzar a andar y dirigirse lentamente hacia la escalerilla, se dio cuenta de que estaba solo en el camarote. Debía de haber sido el último en recuperar el entendimiento, y saberlo le hizo sentir vergüenza de su debilidad al ceder ante el pánico y el horror. Maldita sea, era un Maestro de las Artes Musicales, ¡un verdadero bardo y no un aficionado afectado! Él precisamente debería haber estado dispuesto a distraer a sus compañeros y aliviar sus temores, pero en vez de eso se había puesto a temblar como una rata en un cepo y había demostrado ser peor que inútil. Estaba disgustado consigo mismo —más y más a medida que el terror desaparecía y volvía su confianza— y por un instante se imaginó el rostro de su viejo maestro en la Academia del Gremio de Músicos; el mismo hombre que después, con éxito, había presionado para que fuera expulsado de la lista de honor del Gremio por comportamiento deshonroso. El viejo buitre habría disfrutado viéndolo ahora, pensó Strann. Habría asentido sabiamente con la cabeza, con una sonrisa de triunfante venganza. En aquel momento, Strann no habría tenido nada que oponerle.

Llegó a la escalerilla y subió vacilante hacia el puente. La luz del día le llegaba de refilón desde arriba; el aire fresco cargado con el sabor de la sal le azotó el rostro y se detuvo para aspirar profunda y agradecidamente varias veces antes de acabar de subir. Cuando su cabeza asomó por la escotilla y alzó la vista, se llevó una gran sorpresa: porque allí donde las velas se habían alzado en todo su esplendor, sólo quedaban unos cuantos jirones rasgados sujetos a los mástiles que luchaban por retener y aprovechar el viento. Por encima de ellas, el cielo se había despejado y lucía un color azul claro y diáfano; todo rastro de la tormenta había desaparecido, pero ésta se había cobrado su precio en el barco. El último tercio del palo mayor se había roto, dejando una puntiaguda astilla que señalaba hacia el cielo, y en los restos de las velas se veían enredados restos de aparejos arrancados y vergas rotas, como monstruosas algas. El
Pescador de Nubes
se escoraba a babor de forma pronunciada; y por encima de los ruidos del mar y del viento, los gritos, los pasos apresurados y, desde algún lugar abajo, un rítmico golpear procedente de los hombres que manejaban frenéticamente las bombas de achique, la voz del primer oficial rugía órdenes y ánimos en igual medida.

Strann sacudió la cabeza en un esfuerzo por aclarar su confundida mente y después buscó a Fyne Cais Haslo. Por fin vio al capitán en el castillo de proa, rodeado por un grupo de pasajeros con aspecto nervioso. Fyne sostenía un catalejo, y Strann salió de la escotilla y se dirigió hacia el grupo por la cubierta húmeda y resbaladiza. Al alcanzarlos, Fyne dejó de mirar por el catalejo, lo vio y le hizo un breve gesto en señal de saludo. Su expresión era tensa e insegura.

Strann luchó contra las náuseas que le provocó una nueva cabezada del barco.

—¿Hay algo que va mal?

—No, no. No lo creo. —Pero los ojos de Fyne desmintieron sus palabras. Una mujer tremendamente delgada que estaba a su lado lo cogió de repente por el brazo.

—Vamos a hundirnos, ¿verdad? —Su voz sonaba aguda, al borde de un ataque de nervios—. ¡El barco tiene una vía de agua! ¡Vamos a ahogarnos!

—Señora, le repito que no tenemos ninguna vía de agua. —Fyne se volvió hacia ella con aspecto cansado, intentando soltarse de su presa—. El barco está baqueteado, con averías, pero sigue estando en condiciones de navegar, se lo aseguro. ¡No corre usted peligro alguno!

Por primera vez, Strann se dio cuenta con claridad de lo exhausto que estaba el capitán, y eso le hizo sentir vergüenza nuevamente. Era casi imposible imaginar la tremenda capacidad y habilidad marinera que Fyne y su tripulación debían de haber desplegado para conseguir que la nave capeara el temporal: él y los demás pasajeros debían sus vidas a aquellos hombres, y comprender aquello lo serenó. Pero seguía teniendo la inquietante sensación de que no todo iba bien. No se trataba de la nave; Strann no tenía motivo para dudar de las aseveraciones de Fyne a la asustada mujer, acerca de que el
Pescador de Nubes
no corría peligro de irse a pique. Era otra cosa. Otra cosa…

—¿Hemos avistado tierra? —preguntó.

—Sí. —Fyne no pudo reprimir del todo la arruga de preocupación que apareció en su frente—. La Isla de Verano está a la vista. Arribaremos a puerto dentro de media hora. —La arruga se hizo más profunda—. Eso ya es un milagro de los dioses. Creí que habíamos sido arrastrados millas fuera de rumbo por esa… esa cosa —concluyó con un estremecimiento.

Strann no pudo evitarlo; su curiosidad era mayor que su prudencia, empujada además por una inquietante intuición.

—Aquello… ¿es la Isla de Verano? —inquirió.

Fyne le lanzó una fea mirada.

—Claro que es la Isla de Verano. ¿Por quién me toma?

—No, no; perdóneme, no pretendía ofenderlo. Pero parece usted un poco… —Strann se detuvo; luego pensó que ya había arrojado por la borda el tacto y que podía hacer lo mismo con la precaución—. No parece del todo feliz ante la perspectiva de tocar tierra.

Fyne se encaró con él.

—¿Feliz? —repitió con incredulidad—. Después de todo por lo que han pasado mi tripulación y mi barco, ¿no cree usted que me sienta feliz de avistar tierra? Por los ojos de Aeoris, hombre, ¡o está de broma o se ha vuelto loco!

Varios pasajeros se rieron al escuchar aquello, dando rienda suelta a la tensión nerviosa, e incluso la mujer delgada consiguió sonreír. Pero, cuando Fyne se excusó y abandonó el castillo de proa, Strann se quedó mirándolo pensativo y después, siguiendo un impulso, fue tras él, en dirección a la popa del
Pescador de Nubes
.

—Capitán Fyne…

Fyne se paró y se volvió. Los restantes pasajeros no podían escucharlos ahora, y Strann miró al otro hombre directamente a los ojos. En voz baja, dijo:

—No le creo.

Fyne le devolvió la mirada, y por un instante Strann creyó haberse propasado. Pero entonces, con un gesto brusco, el capitán le ofreció su catalejo.

—La Isla de Verano se encuentra a treinta grados de nuestra proa por estribor —indicó con sequedad—. Eche un vistazo con esto y dígame lo que ve.

Strann cogió el catalejo y miró. Al principio no vio más que las borrosas imágenes de las velas hechas jirones; pero Fyne le guió el brazo hasta que el catalejo enfocó el mar. Una línea costera apareció ante su vista —Strann se sintió impresionado por la potencia de la lente, pues la imagen era clara y definida— y luego vio la conocida curva de los muros del puerto, como dos brazos que quisieran abrazar el océano.

—Veo el puerto de la Isla de Verano —comentó.

—Sí. ¿Y qué más?

Strann se sintió desconcertado.

—¿Qué más debería buscar?

Una pausa. Luego Fyne dijo:

—Intente ver algún barco.

La comprensión le llegó lentamente. Strann bajó el catalejo muy despacio, y sus ojos de color avellana se entrecerraron cuando se volvió a mirar al capitán.

—El puerto está vacío.

—Precisamente.

—Pero…

—Pero si se supone que invitados de todas las provincias deben arribar para las celebraciones de la Alta Margravina, tendría que haber embarcaciones de todas las formas, calados y colores ancladas hoy en el puerto. —Fyne le quitó el catalejo; Strann lo soltó como si lo hubieran abandonado todas las fuerzas—. ¿Por qué, Strann? Usted es el narrador de historias. ¿Qué clase de historia es ésta?

—Yo… —Se atragantó; lo intentó de nueves—. No lo sé.

—Yo tampoco. Pero sucede algo raro y, ahora que los pasajeros no me oyen, debo admitir que no me gusta cómo pinta. —De repente frunció el entrecejo—. No quiero que nadie dé la alarma, ¿entendido? Si le dice una palabra a alguien…

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