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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (9 page)

La irritación de Ygorla iba en aumento, pero el gesto del demonio la distrajo. Su mirada se clavó en el cofre, y de inmediato olvidó su enfado y en sus ojos apareció un brillo de codicia. Alargó la mano, apartó la de Narid-na-Gost y alzó la tapa del cofre unos pocos centímetros. Una luz azul brillante y tenue apareció, creando frías venas de color a lo largo de sus dedos, y por la estrecha rendija contempló el enorme zafiro que descansaba en el plegado paño de terciopelo. Luego, con suavidad, volvió a cerrar la tapa y la luz sobrenatural desapareció.

—Me pregunto —dijo pensativa— si los dioses del Caos son conscientes de lo que hemos hecho con el tesoro que les arrancamos ante sus narices.

Narid-na-Gost enarcó un tanto las cejas al escuchar la palabra nosotros, pero lo dejó estar.

—Lo saben —aseguró—. Tal vez no sean capaces de leer en nuestras mentes, pero puedes apostar lo que quieras a que saben con exactitud dónde se encuentra la gema y la naturaleza de la trampa que la vigila. Si no lo supieran, ya habrían intentado algo contra nosotros y habrían sufrido las consecuencias.

—De forma que no pueden hacer nada.

—Nada excepto vigilar cada paso que damos, y esperar. —El demonio esbozó una feroz sonrisa—. Yandros debe de estar despotricando contra esta interdicción, pero no correrá el riesgo de sacrificar la gema del alma de su hermano para destruirnos. En ese sentido, es tan débil como los mortales que tanto desprecias. Su debilidad nos proporciona todo el tiempo que necesitemos o deseemos para consolidarnos aquí y luego llevar a cabo nuestra próxima fase del plan.

Ygorla regresó junto a la ventana.

—He estado pensando en la próxima fase, padre. Estoy empezando a aburrirme de esta isla; es demasiado pequeña y limitada. La gente que se agolpa en la sala de audiencias y se humilla a mis pies ya me ha aceptado como su señora, pero eso no basta. Si soy la Alta Margravina no sólo de la Isla de Verano, sino del mundo entero, quiero que el mundo entero lo sepa y me conozca.

Narid-na-Gost la contempló con los ojos entrecerrados.

—No corras demasiado, hija. Ve con cuidado y tenderás mucho mejor tu trampa.

No veía su rostro, pero la oyó suspirar impaciente.

—¡Eres siempre tan cauteloso! —exclamó ella de mal humor—. ¡No tengo por qué ir con cuidado! Los dioses del Caos son impotentes, y, dado lo que somos, los señores del Orden no tienen poder para dañarnos, ni siquiera para estorbarnos. De hecho, somos invencibles. Tengo el poder para coger este mundo en mi mano —apretó con furia el puño—, y quiero utilizar ese poder ¡ahora! —Giró bruscamente para mirarlo—. Pasé siete años encerrada en la Isla Blanca esperando esto. ¡No pienso esperar más!

¿Iba a discutírselo él? Se puso tensa, esperando un arrebato de furia y dispuesta a desafiarlo. Pero en lugar de eso, Narid-na-Gost se limitó a encoger sus estrechos hombros y contempló de nuevo el cofre.

—Entonces, Ygorla, si estás decidida, no voy a contradecirte. Como he dicho antes, éste es tu reino; yo tengo otras preocupaciones.

Por un instante, Ygorla se preguntó qué quería decir con aquel comentario hecho a la ligera. ¿Guardaba algún secreto, algo que todavía no le había revelado acerca de sus propios planes? Pero desechó la idea, diciéndose que eran imaginaciones suyas. Sencillamente, decía que su labor era preocuparse de la eventual pugna por el dominio en el reino del Caos mientras que ella establecía su supremacía terrenal, y aquella era su manera de reconocer dicha supremacía en este mundo, sin reconocerlo con claridad. Sonrió para sus adentros, pero no permitió que dicha sonrisa se trasluciera en su expresión. Narid-na-Gost era muy orgulloso, y no tenía por qué herir ese orgullo demostrando que había adivinado lo que ocultaba su subterfugio. Tácitamente, le había otorgado libertad de acción. Por ahora, eso era suficiente.

Regresó a la ventana y, apoyándose en el alféizar, se asomó fuera.

—Enviaré una proclama —dijo— a todos los Margraves de provincia. Les haré saber que tienen una nueva Alta Margravina y exigiré su juramento de fidelidad, con promesa de castigo si osan desafiarme. Por añadidura, enviaré un mensaje parecido a la Matriarca de la Hermandad y, claro está, a la Península de la Estrella. —Hizo una pausa para reflexionar—. Tengo entendido que el presente Sumo Iniciado es bastante joven e inexperto. Será interesante ver cómo reacciona ante un poder mayor que el suyo.

Narid-na-Gost soltó una risa burlona.

—No tenemos nada que temer de él. Incluso los adeptos de mayor nivel del Círculo no son más que meros invocadores, y su estimado líder no es más que otro cachorro inexperto de la carnada.

—Oh, no me cabe la menor duda. Pero todavía no lo sabe. Podría ser divertido ayudarlo a aprender esa lección.

La risa del demonio disminuyó hasta convertirse en una fina sonrisa.

—Está en la otra punta del mundo, Ygorla. No hace falta que nos preocupemos de él todavía.

—De todas formas, quiero que sepa de mí, y no por medio de uno de los Margraves cuando comiencen a ser víctimas del pánico y recurran al Círculo en busca de ayuda. Quiero que nuestro primer contacto sea un poco más… personal. —Se enderezó y tamborileó con los dedos sobre el alféizar de la ventana—. Aves. —Se volvió, irradiando impaciencia—. Aquí usan aves para enviar los mensajes, ¿verdad?

El demonio se encogió de hombros perezosamente.

—Eso creo. Tus mansos cortesanos conocerán los detalles. Pero no tienes por qué recurrir a métodos tan toscos.

—Lo sé. Pero en este caso creo que los usaré. Mi difunta y nada llorada tía abuela, la vieja Matriarca, solía decirme que las chicas con cabeza no deben malgastar sus energías y talento sin necesidad, y por una vez en toda su aburrida vida creo que tenía razón. ¿Para qué mostrar ahora toda mi fuerza, cuando puedo reservarla para un momento más propicio? —Juntó las manos y los abundantes brazaletes que lucía tintinearon débilmente; se miró las puntas de los dedos especulativamente—. Me pregunto si el Círculo capitulará sin luchar. Preferiría que no lo hiciera, porque eso me privaría de algunas deliciosas distracciones. Me gustaría ser un pescador que atrapa al Sumo Iniciado con su anzuelo. Sería muy agradable soltarle sedal durante un tiempo, para después sacarlo y dejarle exhalar sus últimos suspiros en la orilla ante los ojos de todos quienes lo habían considerado su salvador. —Su mirada se fijó en el rostro del demonio con rapidez, los ojos brillantes y duros—. Así su humillación sería completa y mi triunfo seguro. Una venganza pequeña pero satisfactoria.

—¿Venganza? —repitió con suavidad Narid-na-Gost—. ¿Por qué?

—Por los siete años que me vi obligada a pasar escondida y, antes de eso, por los catorce años en los que tuve que doblegarme ante la autoridad en todas sus formas. —Ygorla hizo una pausa—. Es el último figurón. Hace ya tiempo que me vengué de la Hermandad, y ahora el Alto Margrave también ha caído ante mí. Así que sólo me queda deshacerme del Sumo Iniciado del Círculo, el tercero y último miembro de ese odioso triunvirato. —Una sonrisa cruel se dibujó lentamente en sus labios—. Su final será la más satisfactoria de todas las victorias. Lo comprendes, padre, ¿verdad?

Narid-na-Gost asintió despacio, y por un momento pareció que miraba a través de ella y a través del tejido del mundo físico hacia otra dimensión, y que visualizaba a un adversario completamente distinto.

—Oh, sí, hija —contestó enfáticamente—. Comprendo muy bien ese sentimiento.

Capítulo V

E
l Consejo de Adeptos se reunía aquella mañana. Como adepta de quinto nivel y como médico jefe del Castillo, Karuth Piadar era por derecho un miembro prominente del Consejo; pero tras echar un vistazo a la agenda planeada, decidió no asistir. La reunión no era más que una formalidad rutinaria para discutir cuestiones como el almacenamiento de suministros o la graduación de estudiantes y candidatos al Círculo, y ya que ni sus suministros médicos necesitaban ser reaprovisionados ni tenía de momento estudiantes bajo su tutela, parecía una tontería crear innecesarias tensiones con su presencia.

Era consciente de que no sólo el Consejo, sino todo el Círculo estaba enterado de su pelea con el Sumo Iniciado, aunque no supieran los motivos. Había advertido las preocupadas miradas de reojo y la extraña atmósfera que reinaba siempre que Tirand y ella se encontraban en un lugar público. No le gustaba la situación, puesto que era a la vez confusa y perjudicial, pero al mismo tiempo se sentía incapaz de enderezar las cosas. La amarga acritud de la pelea entre ella y Tirand había ido demasiado lejos y calado demasiado hondo; podrían arrepentirse de lo dicho, pero no podrían olvidarlo, y el hecho de que Tirand fuera no sólo el Sumo Iniciado a quien como adepta debía obediencia, sino también su hermano menor, no hacía más que empeorar las cosas. Durante toda su vida habían estado siempre tan cerca y tan de acuerdo que el haberse peleado de manera tan tremenda era doblemente doloroso. Karuth habría dado mucho por encontrar la forma de restañar las heridas, pero no conseguía convencerse para dar el primer paso si antes Tirand no hacía un gesto conciliador, y dicho gesto no se había producido.

El problema era, pensó mientras trabajaba en su dispensario aquella mañana, que tanto ella como su hermano eran demasiado orgullosos. La verdad es que no quería pedir perdón a Tirand. Podía lamentar sus crueles palabras en la noche de la pelea y estar dispuesta a retractarse de ellas, pero eso no alteraba el hecho de que creía tener razón. En eso no daría marcha atrás. Su conciencia y su sentido de la justicia no lo permitirían, y no cabía duda de que Tirand estaba tan aferrado a su punto de vista como ella al suyo; lo que los dejaba en un triste pero al parecer irremediable punto muerto. Así iban pasando los días, sin que la atmósfera se relajara, mientras Karuth y Tirand no tenían nada que decirse, aparte del más breve y frágil intercambio de cortesías, y eso sólo cuando las circunstancias hacían inevitable un encuentro.

Karuth terminó de ordenar su alacena y después miró a su alrededor, satisfecha al ver que ya no quedaba nada más que hacer allí. Aquella mañana sólo tenía que atender a un paciente —una pinche pecosa de la cocina, hija de uno de los mozos del establo del Castillo, que había resbalado sobre una piedra y se había torcido el tobillo—, pero con la llegada de los fríos vientos otoñales que soplaban del norte sabía que faltaba poco para que comenzara el ciclo estacional de fiebres, toses y temblores, y cuando eso ocurriera le quedaría poco tiempo para otra cosa que no fueran sus tareas médicas. En cierto sentido sería una bendición, porque los días recientes habían sido de una incómoda tranquilidad, y le habían dejado demasiado tiempo para rumiar sus problemas. Estaría contenta de tener una distracción, aunque sus pacientes no compartieran ese alivio.

Se quitó el delantal, desenrolló las mangas de su vestido y se entretuvo colocando de nuevo en su lugar unos cuantos mechones rebeldes de su larga y lustrosa cabellera castaña. Después salió de la habitación, sin olvidar quitar el pequeño manojo de ramitas atado al pomo exterior de la puerta, señal de que ahora no había nadie en el dispensario, y se dirigió por los pasillos hacia la puerta principal del Castillo. Era una mañana oscura y ya se habían encendido algunas antorchas en los pasillos principales. Al llegar a la sala de entrada, Karuth pensó si ir a buscar un chal a su habitación antes de salir al exterior, pero decidió no hacerlo. Le iría bien endurecerse pronto para hacer frente a las bajas temperaturas, y eso la ayudaría a resistir las enfermedades invernales cuando llegaran. Bajó apresuradamente los escalones y comenzó a atravesar el patio. Las altas y oscuras murallas del Castillo no ayudaban a aliviar la tristeza del día, y cuando miró hacia arriba, más allá de las altas torres, en dirección al cielo, vio jirones de finas nubes de un gris oscuro deslizarse rápidamente por debajo del mugriento cielo encapotado, señal segura de que por la tarde llovería. No se entretuvo, sino que apretó el paso hacia la avenida cubierta y flanqueada por columnas que llevaba a la puerta de la biblioteca, en lo más hondo de los cimientos del Castillo. Con el resto del día libre —a no ser que hubiera alguna emergencia—, quería buscar un libro de música regional y pasar la tarde en sus aposentos practicando con su manzón algunos de los ritmos poco usuales de la Provincia Vacía. Como era costumbre, le pedirían que diera un concierto durante las próximas fiestas Primer Día de Trimestre, y quería sorprender a los invitados del Círculo, en particular a un distinguido grupo de la Provincia Vacía que estaría presente. Aquel año, la Provincia Vacía había contribuido con un generoso donativo al Círculo, en agradecimiento por la ayuda prestada por los adeptos para librarlos de una problemática fuerza elemental que había estorbado algunas de las labores que se realizaban en las minas más profundas, y Karuth pensó que sería un gesto cortés y prudente demostrar a su vez el aprecio del Círculo.

Alcanzó la avenida cubierta e iba a echar a andar bajo el dosel flanqueado de columnas cuando algo en el cielo llamó su atención: un punto oscuro que volaba contra el viento, bajando en picado. A pesar de su buena vista, Karuth no distinguió ningún detalle, pero supuso lo que debía de ser y, alejándose de las columnas, se dirigió deprisa hacia el otro extremo del patio y llamó a Handray, el halconero. Handray salió del edificio de los establos, donde guardaba sus aves amaestradas, y Karuth señaló el punto.

—Llega un mensajero, Handray. ¿Estamos esperando algún despacho?

Handray entrecerró los ojos. El ave se acercaba y ahora era posible distinguir la silueta de sus alas.

—No que yo sepa, señora —repuso—. A menos que se trate de la nueva lista de candidatos de la Señora Matriarca; aunque, de ser así, llega con un mes de adelanto. —Hizo una pausa—. Es un ave grande, venga de donde venga. Voy a buscar el reclamo y la haré bajar. ¿Debo haceros llamar si se trata de un mensaje urgente?

El Consejo seguramente seguía reunido; aquellas reuniones rutinarias siempre duraban una eternidad.

—Sí —dijo Karuth—. En estos momentos el Sumo Iniciado está ocupado, así que será mejor que me informes si algo no va bien. Estaré en la biblioteca.

—Señora. —Handray se tocó la frente con un dedo y volvió a desaparecer en los establos.

Volviendo sobre sus pasos, Karuth escuchó el quejumbroso canto del reclamo mientras Handray lo hacía girar sobre su cabeza, y oyó su agudo silbato llamando al ave mensajera para que se posara. Pero no se esperaba el chirriante graznido que respondió desde arriba, ni el aullido de terror y queja del halconero, que le llegó apenas un instante más tarde. Se giró deprisa y vio que algo del tamaño de un águila de las montañas, pero negro, negro como el azabache, atacaba a Handray. Atisbó unos colmillos afilados, vio el fogonazo maligno de unos ojos escarlata, y unas alas que no estaban cubiertas de plumas, sino que eran membranosas y brillantes como las de un murciélago…

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