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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (29 page)

—Lo siento, Tirand —dijo Sen—. He hablado fuera de lugar.

—No, no. —Con un esfuerzo, el Sumo Iniciado consiguió esbozar una sonrisa, aunque sus ojos no la reflejaron—. Dices lo que sientes. Yo, sin embargo —se armó de valor para decir la verdad a medias—, no comparto tus dudas. Aeoris responderá cuando nuestros apuros sean realmente grandes. Estoy seguro de eso. Quizá —añadió, intentando colocar una nota alegre en su voz— deberíamos encontrar alivio en su silencio, porque significa que todavía no corremos verdadero peligro.

De inmediato se arrepintió de haberlo dicho, se arrepintió de pasar por un estúpido; porque aunque sus compañeros asintieron y sonrieron mostrando su acuerdo, se dio cuenta de que sencillamente le seguían la corriente. La incertidumbre se estaba apoderando del Círculo, y a menos que se frenara rápidamente, pronto se desbordaría. Pero ¿cómo frenarla? Aquél era su dilema, y no encontraba la respuesta.

Tirand se giró de manera que Sen y Shaill no pudieran verle la cara, envolvió el mensaje y lo metió en una bolsa que descansaba sobre el escritorio.

—Creo que por el momento no hay nada más que hacer —declaró en un tono que cortó eficazmente cualquier posible opinión en otro sentido—. Mostraremos esta carta al Consejo de Adeptos en nuestra reunión de esta noche y discutiremos cuál es la respuesta apropiada. A menos que viaje a lomos de un demonio alado, el enviado de la hechicera no llegará aquí antes de la primera luna nueva, sobre todo en esta época del año; de manera que tendremos tiempo de sobra para deliberar sobre nuestra decisión. —Alzó la mirada—. Si no hay nada más…

Sen se marchó musitando una despedida; la Matriarca hizo ademán de salir tras él, pero se detuvo en la puerta del estudio. Sus ojos contemplaron a Tirand con intensidad durante unos instantes.

—Estás trabajando demasiado, Tirand —dijo al cabo—. Sé que es inevitable en estos momentos, pero hay límites incluso para tu resistencia. No harás ningún servicio al Círculo si los rebasas.

Tirand se miró las manos.

—Lo sé, Shaill. Pero no parece haber horas suficientes en el día para que se haga todo, especialmente ahora que Arcoro y los otros no están. —Se dio cuenta de que parecía hablar en tono autocompasivo y añadió—: No te preocupes por mí. Puedo afrontarlo. Creo que en cierta medida incluso lo disfruto.

Shaill pareció escéptica.

—¿Igual que yo disfruto cuando me coge un chaparrón sin abrigo? No seas tonto, Tirand. Sigue mi consejo y habla con Karuth; ¡estoy segura de que te recetará algo que al menos te garantice una buena noche de sueño de vez en cuando!

—Puede que lo haga —Tirand sonrió tristemente, sabiendo, como creía que también lo sabía la Matriarca, que no haría tal cosa.

—Y desayuna algo —dijo ella con firmeza—. Creo mucho en el desayuno. Te espero en el comedor.

Salió y dejó a Tirand a solas con sus tristes pensamientos.

La simetría y serenidad de un jardín bien cuidado eran fuente de gran placer para Aeoris. Él y Ailind caminaban sobre el césped perfectamente liso, entre limpios macizos de flores que ningún jardinero humano podría imaginar ni en sus sueños más delirantes, mientras que en el aire, sobre sus cabezas, flotaban diminutas formas elementales con alas que eran como transparentes joyas.

Pero en aquel momento, el acostumbrado placer que el jardín proporcionaba a Aeoris se veía frenado por otras consideraciones más urgentes. Apenas advertía la presencia de los elementales, o de las flores, o la perfección del césped, o el fresco brillo del cielo dorado surcado por un arco iris. Su mirada estaba fija en la neblina a media distancia y su mente concentrada en otro mundo.

—Tú ya dijiste —señaló Ailind— que con el tiempo los asaltarían las dudas.

Aeoris encogió sus estrechos hombros.

—Sí, lo hice. Pero ha ocurrido más pronto de lo que me hubiera gustado.

—Los mortales son volubles en el mejor de los casos; es una de sus limitaciones más irritantes —dijo Ailind, y añadió con un tono venenoso—: También tienen mala memoria. Todavía duele pensar, ¿no es cierto?, que hace apenas tres generaciones su fe en nosotros era absoluta.

—Es cierto. De todas maneras, nada podemos hacer para alterar eso; al menos todavía no. —Una tenue sonrisa se dibujó en las comisuras de la boca de Aeoris—. Creo que es el momento de que nos inclinemos ante las circunstancias, Ailind, y que respondamos a la súplica del Sumo Iniciado. Sobre todo ahora que parece que Yandros ha salido de su letargo.

Ailind se detuvo para sacudir con suavidad de la manga a uno de los elementales que revoloteaban.

—Es una pena que no pudiéramos descubrir por qué hizo esa breve visita al mundo de los mortales.

—Sí. Me habría gustado averiguar más. Sin embargo, al menos confirma que algo está ocurriendo en el Caos, y por ahora es toda la información que necesitamos. —Aeoris dejó de andar y se encaró con su hermano—. Supongo que estás preparado.

—Oh, sí. ¿Has decidido cuál es la mejor manera de hacerlo?

—Creo que sí. He escogido una manera que llamará el mínimo la atención, pero que será lo bastante inusual como para impresionar al Círculo.

Ailind hizo una reverencia formal.

—Entonces, hermano, estoy a tu disposición.

—Bien. —Aeoris contempló el cielo, y su sonrisa se hizo más amplia—. Muy bien. Sugiero que comencemos sin más dilaciones.

Strann no quería una ceremonia de despedida, pero Ygorla lo había decretado así y él nada podía hacer. Todavía estaba recobrándose de la impresión de su anuncio de que zarparía aquella misma mañana, tan sólo un día después de que todo el plan se hubiera discutido por vez primera. Al principio le resultó imposible creer que Ygorla hubiera hecho sus preparativos con tal rapidez; pero cuando lo asimiló y conoció todos los detalles de sus planes, comenzó a preocuparse de verdad.

Viajaría a lo grande, con una completa escolta armada que lo acompañaría en su desfile por las provincias. Ygorla quería que su enviado fuera visto y reconocido por lo que era, y sólo lo mejor, dijo, serviría. Strann temía el viaje, y no era la menor razón el saber que le daría tiempo de sobra para especular acerca del recibimiento que podrían depararle en el Castillo, sobre todo si los informes de su avance llegaban a la Península de la Estrella antes que él. En días más felices habría confiado en que, aun cuando el Sumo Iniciado no lo acogiera bajo su techo —Strann no le había caído nada bien en su único y breve encuentro—, al menos podría contar con una amiga entre los adeptos, la hermana de Tirand, Karuth. Pero ahora había pocas probabilidades de que ni siquiera Karuth lo mirara con otra cosa que no fuera odio. Strann el chaquetero. Strann el traidor. Lo pensaría, al igual que lo pensaban todos los demás, en cuanto lo viera.

Deseó no haberse ofrecido nunca a ayudar a Yandros. Conciencia o no, seguro que hubiera sido mejor permanecer en la Isla de Verano, lejos del resto del mundo, y seguir interpretando el papel de mascota aduladora de Ygorla. Habría aprendido a tolerarse, y al menos la abyecta esclavitud de su vida habría tenido compensaciones. Era demasiado tarde para cambiar de opinión; habría tenido que enfrentarse a la ira de Ygorla, por no decir a la de Yandros, y no sabía qué panorama era peor. Pero Strann deseaba de todo corazón que hubiera sido posible hacer retroceder el tiempo, enfrentarse una vez más al dios del Caos y decir: «Lo siento, mi señor, pero no».

Mientras le abrían paso a la sala de audiencias la mañana de su partida, seguía intentando no dar más vueltas a sus remordimientos. El día era limpio y luminoso; la marea cambiaría dentro de una hora, y la nave negra de Ygorla lo aguardaba en el puerto de la Isla de Verano, con su séquito y equipaje ya a bordo. Debía afrontar una última entrevista y entonces, quisiera o no, se pondría en camino.

Las puertas de la sala fueron abiertas ante él por los centinelas sin rostro que montaban guardia permanentemente. Strann cruzó el umbral… y se detuvo.

Le habían hecho creer que toda la corte estaría presente para algún tipo de ceremonia sin sentido, pero Ygorla estaba sola en la sala. No estaba sentada en su gran trono, sino que había bajado del estrado y se encontraba de pie sobre una alfombra púrpura que cubría todo el suelo, observándolo.

—Strann… —Había algo extraño en su sonrisa, algo que hizo sonar una alarma en la psique de Strann—. ¿Ya estás listo para embarcarte?

Bajo los dobleces de seda de sus espléndidos ropajes —ropas ridículas, llamativas y extravagantes—, Strann sintió que su piel empezaba a sudar, aunque no sabía por qué. Hizo una reverencia.

—Estoy preparado, majestad.

—Bien. Acércate entonces, ratita mía, y despidámonos.

Alargó un brazo con los dedos extendidos, y la inquietud de Strann de pronto se convirtió en terror. Algo iba mal… «Dioses —pensó—, ¿lo ha adivinado? ¿Ha descubierto mi engaño?» No se movió, e Ygorla frunció los labios.

—Strann, ¿no me has oído? Acércate. Te lo ordeno.

Sus piernas se movieron por sí solas y le acercaron a ella, ignoraba si por miedo a desobedecerla o por algún sortilegio que hubiera realizado Ygorla. Cuando se detuvo, a un paso de ella, temblaba de la cabeza a los pies.

Los ojos de Ygorla, azules, fríos y distantes como un cielo despejado en invierno, lo contemplaron durante medio minuto quizá.

—¿Sabes lo que debes hacer? —dijo al cabo—. ¿Recuerdas todo?

Strann tenía la garganta seca y hablar le resultó de repente difícil. Por fin lo consiguió.

—Todo, majestad.

—Eso está bien. Pero hay un pequeño detalle que hemos pasado por alto, y que debemos aclarar antes de tu partida. Es la cuestión de tu honradez.

Strann se puso pálido. La sonrisa de Ygorla se hizo aún más dulce.

—Claro que confío sin reservas en mi querida rata mascota. Sé lo fiel que es; sé cuánto me quiere y me adora, y desde luego no se me ocurriría insultarlo poniendo en duda su fidelidad ni por un instante. Pero de todos modos, como estoy segura de que comprenderás, querido Strann, no puedo permitirme correr ni el más mínimo riesgo. De manera que te quitaré una pequeña prenda, algo que yo pueda retener hasta el feliz día en que nos volvamos a encontrar para disfrutar de mi triunfo definitivo.

El rostro de Strann no mostraba ningún color.

—Majestad, yo…, yo no entiendo…

—No, pero lo harás. Dame tu mano, Strann. Estrechemos las manos para cerrar el trato.

En un acto reflejo, antes de que pudiera detenerse, Strann extendió su mano derecha. Ygorla la estrechó con la suya… y de pronto su apretón se convirtió en presa. Él gritó e intentó soltarse, pero no consiguió moverse; ella lo tenía agarrado por la muñeca con fuerza sobrehumana, y cuando comenzó a apretar, Strann sintió que sus huesos comenzaban a ceder.

—Ahora —dijo Ygorla con increíble dulzura, mientras Strann la oía a través de una atormentada impresión de dolor—, mi prenda…

Alzó la mano que tenía libre y de las yemas de sus dedos surgió fuego, que arrojó una luz rojo sangre sobre la sala. La luz se hizo más brillante a medida que las llamas aumentaban su calor, pasando por el naranja y el amarillo hasta alcanzar un blanco deslumbrante que abrasó los ojos llenos de lágrimas de Strann. Despacio, y con terrible y deliberado propósito, Ygorla acercó su mano ardiente a la de Strann y la cogió; una ola de lacerante dolor recorrió todo su brazo cuando la mano prendió y comenzó a arder. Strann aulló, debatiéndose; sus pies resbalaban, rascando el suelo, intentando escapar con todas sus fuerzas, pero Ygorla no cedió, en tanto él gritaba súplicas enloquecidas y sin palabras y su mano ennegrecía, se carbonizaba, se fundía…

De repente, las llamas se extinguieron e Ygorla lo soltó. Strann cayó al suelo con un fuerte impacto, los sentidos anegados por el dolor y la conmoción, mientras que su conciencia se deslizaba por un negro túnel hacia el olvido. Ygorla se quedó mirándolo; él no podía verla, pero era consciente de su presencia. Ella permaneció de pie ante su cuerpo que se retorcía, y se sacudió con descuido unas cuantas motas de ceniza que quedaban en sus palmas intactas. Y justo antes de desmayarse, Strann escuchó las últimas y frías palabras que le dirigió.

—Ahora tengo tu música, mi querida rata, y la guardaré como garantía. Mi poder ha destruido tu mano; sólo mi poder puede restaurarla. Recuerda eso, mi pequeño embajador. Recuérdalo mientras recorres tu camino ¡y no te atrevas a fallarme!

A una orden de su emperatriz, unos criados curaron la mano de Strann y cubrieron sus destrozados dedos con un guantelete púrpura bordado con el sello personal de Ygorla, para que nadie los viera. La negra nave zarpó con la marea, y cuando Strann recobró la conciencia, se encontró solo en un camarote y con la Isla de Verano perdida ya de vista a popa.

Al principio creyó que lo había soñado. Pero, cuando vio el guantelete, se lo quitó y vio lo que había debajo, algo en su interior se marchitó y se volvió tan negro como la carne de su mano. Ya no sentía dolor físico —Ygorla se había ocupado de eso—, pero no había magia que pudiera frenar la agonía mental que padecía. Durante mucho tiempo Strann permaneció sentado contemplando los restos de sus dedos. Oh, qué lista había sido. Había adivinado sin error la cosa que él valoraba por encima de todas, incluso más que su vida, porque ¿de qué serviría su vida si ya no podía tocar? Ella lo había sabido, y para asegurarse su lealtad le había arrebatado la música, y sólo ella podía devolvérsela. Sí, había sido lista, muy lista.

Y había cometido un error muy grave…

Strann no odiaba con facilidad. Había aprendido a odiar a Ygorla, y por buenos motivos, pero había sido una emoción cocida a fuego lento. Pero ahora, por primera vez, descubría que el odio tenía otra dimensión completamente distinta. Una dimensión tan dura y fría como el granito, donde la venganza no era únicamente un deseo, sino un imperativo, y donde nada más —ni la vida, ni la muerte, ni la salvación de su alma— importaba.

Por fin alzó la vista. El camarote tenía un único y diminuto ojo de buey, con el cristal estregado de sal y casi opaco, pero que le permitía atisbar el movimiento del agua verde gris que golpeaba la quilla del barco. En cubierta, la tripulación —sí, ya había visto qué clase de seres tripulaban la flota de Ygorla— estaría realizando sus silenciosas faenas; sin duda, en otro camarote las criaturas que constituían su escolta estarían durmiendo, de la manera sobrenatural en que lo hacían las de su clase hasta que se las necesitaba. Lentamente, dedo por dedo, Strann volvió a cubrir con el guantelete su mano retorcida y carbonizada, y pensó en el largo viaje que tenía por delante. Esta vez no fue con turbación, sino con una determinación que en otras circunstancias habría resultado incluso agradable. No lamentaba su decisión, ahora no. Aquello era el pasado. Y allí se encontraba la raíz del error de Ygorla, que había logrado aquello que él nunca habría conseguido por sí solo: acabar con su temor y colocar en su lugar el poder del odio.

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