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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (27 page)

La atracción era irresistible para el ego de Ygorla. Hizo una pausa durante unos instantes, fingiendo que consideraba la propuesta de Strann.

—Muy bien —respondió al cabo—. Estoy de generoso humor. Podrás disponer de algunos minutos de mi tiempo. —Alzó la cabeza y chasqueó imperiosamente los dedos en dirección al grupo de cortesanos—. Fuera.

No hizo falta que lo dijera una segunda vez. Cuando salieron, varias sombras negras surgieron de debajo del trono de Ygorla y se deslizaron tras ellos como agua oscura que recorriera el pulido suelo. Los demonios guardianes estaban ausentes; no había figuras inhumanas colgando o trepando entre las altas columnas. Ygorla volvió a arrellanarse en el gran asiento del trono y dijo:

—¿Bien?

—Majestad… —Strann alzó su manzón y se colocó con una rodilla doblada a sus pies. Era una postura incómoda, pero el efecto era más importante que la comodidad—. Deseo contar la historia de una Emperatriz. Una dama de belleza incomparable y también de incomparable poder. Una mujer sin igual que se dignó poner su mano sobre el mundo y que hace que toda la belleza del mundo parezca triste ante su resplandor.

Las cejas de Ygorla se arquearon ligeramente, pero más en un gesto divertido que irritado.

—Sigue.

—Deseo, dulce majestad, escribir para vos una epopeya que no tendrá parangón comparada con cualquiera de las piezas compuestas por los mejores bardos en nuestra historia. No será una balada, porque las baladas tienen limitaciones y dichas limitaciones os harían una tremenda injusticia. —Suave, pero persuasivamente, comenzó a tocar la melodía introductoria que había compuesto durante la noche—. Tengo en mente componer una cantata, una elegía, un grandioso y magnífico himno de alabanza.
«Mide bien el tiempo
» —pensó—; «
ahora, un cambio a los acordes solemnes
…»

La luz brilló en los ojos de Ygorla y, por encima de la repentina potencia de la música, la voz de Strann se escuchó rica y clara:

—Pero ¿qué es un himno de alabanza si no hay una historia que narrar? Una historia que inspire asombro, que inspire temor, que inspire reverencia; la historia de la gloriosa y total conquista del mundo por la emperatriz Ygorla.

Dejó que sus últimas palabras se fundieran con un armónico del manzón, y antes de que Ygorla pudiera reaccionar o incluso aclarar sus pensamientos, se lanzó a tocar la pieza que había compuesto, la canción de obertura de su supuesta epopeya. Para ser más expeditivo, había plagiado sin rubor fragmentos del primer movimiento de
Equilibrio
; así se había ahorrado mucho tiempo, y estaba dispuesto a correr el riesgo de que Ygorla, quien no mostraba ningún interés en los temas artísticos a menos que estuvieran directamente relacionados con su persona, conociera la obra maestra original.

Tenía que admitir, pensó mientras tocaba y cantaba, que al menos musicalmente aquélla era una pieza espléndida. El contenido lírico era harina de otro costal, pero es que las palabras tenían un propósito totalmente distinto; y no pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a surtir el efecto deseado. Poco a poco, la postura de Ygorla cambió de un simulacro de tolerancia fría a la tensión reprimida del interés genuino y ansioso. Se inclinó hacia adelante, con los pies doblados bajo el cuerpo y la barbilla apoyada en un puño, y los colores del trono comenzaron a agitarse pasando por un arco iris de brillantes sombras mientras bebía el salmo de Strann. Los primeros versos de la canción poco más hacían que cantar su belleza, su poder, su disposición para gobernar como emperatriz, amada y temida en igual medida por un populacho asombrado y agradecido; desde luego no era el más sutil de los inicios, pero tuvo el efecto deseado de captar la atención de Ygorla por completo y hacerla muy receptiva a la sugerencia que Strann había deslizado en el último verso, en forma de severa advertencia para cualquier hombre vivo que osara cometer la locura de no reconocerla como su verdadera e incuestionable reina. El verso era, de hecho, un guante arrojado a los pies de los vacilantes, y aunque Strann había puesto especial cuidado en no mencionarlos por el nombre, su blanco evidente era el Círculo y en particular su líder, Tirand Lin.

La pieza terminaba en una coda que, en las manos de una orquesta completa de músicos, se convertiría en una ostentosa fanfarria. Estaba concebida para dejar al oyente ávido, en el umbral del siguiente movimiento, todavía no escrito, atrapado por la promesa hábilmente insinuada de la derrota y humillación de los enemigos de Ygorla; y funcionó. Strann lo vio en su expresión, mientras se desvanecían las últimas notas, y en los repentinos y violentos cambios de color en el trono a sus espaldas.

—Ahh… —La palabra era un suave suspiro con una potente corriente subterránea de veneno; Ygorla se alzó del trono y comenzó a pasear lentamente por el estrado, mientras Strann la observaba con atención, con las pestañas bajadas—. Si él supiera…, si al menos lo supiera…

Strann sabía muy bien a quién se refería, y sabía que había dado en el blanco. Yandros estaba en lo cierto; el empecinamiento de Tirand Lin empezaba ciertamente a obsesionarla, y había mordido el anzuelo como un lucio hambriento. Ygorla se paró súbitamente y se volvió hacia él.

—Pide una recompensa, rata —dijo imperiosamente—. Lo que desees, será tuyo. Has capturado con exactitud, con total exactitud, lo que yo deseaba, ¡y más! ¡Has dicho la verdad! —Sus ojos adquirieron una expresión ausente, se hicieron brillantes y duros como un par de piedras preciosas—. Tan sólo lamento que el Sumo… que los escasos locos ignorantes que todavía se niegan a reconocer mi superioridad, no se encuentren humillados ante mí en esta sala ahora para escuchar la verdad con sus propios oídos. Porque tus palabras les abrirían los ojos y les harían entender que no pueden resistir, lo quieran o no. —Entonces, de repente, su mirada se concentró en el rostro de Strann—. Eres un bardo entre bardos y tienes una lengua que es oro puro. Aprecio el oro; sé valorarlo. De manera que dime: ¿qué deseas, rata mía de la lengua de oro? ¿Qué recompensa deseas recibir por tus servicios?

—Señora —repuso Strann con tono reverente—, vuestro elogio es recompensa suficiente. No pido nada más; aunque comparto vuestro pesar ante el hecho de que esos pocos ciegos y recalcitrantes a los que os referís no estén aquí para presenciar y aprender de mi saga. Si eso pudiera conseguirse, me sentiría completamente realizado y el propósito último de mi obra se habría conseguido.

Ygorla frunció el entrecejo.

—Así sería —asintió, irritada de repente, porque no había deseado profundizar en aquel aspecto de su dilema personal—. Pero creo que te sobreestimas si piensas, aunque sólo sea por un instante, que tú podrías conseguir semejante cosa.

—Naturalmente, majestad. —Strann inclinó la cabeza, mostrando un humilde asentimiento—. Pero me atrevo a suponer que podría sugerir la manera en que vos podríais conseguirlo.

Hubo un tenso silencio. Ygorla permaneció inmóvil, mirándole. Luego, en un tono de voz mucho más amenazador, dijo:

—Explica qué quieres decir.

Aquél era el momento que Strann había estado esperando, el momento de jugar su carta oculta.

—Señora —respondió, con gran precaución—, en las Grandes Llanuras Orientales, los pescadores tienen un proverbio…

—¿Pescadores? —saltó ella, interrumpiéndolo—. ¿Qué tienen que ver con esto los pescadores?

—Mucho, señora, si se da un nuevo sentido a su máxima. Dicen: «La marea no se levantará para mí; por lo tanto, yo debo levantarme para la marea».

Ygorla lo miró inexpresiva, y los colores del trono comenzaron a adquirir tonalidades peligrosamente oscuras.

—Estás diciendo tonterías, Strann. ¡No te atrevas a tontear conmigo!

Strann respiró hondo. Había temido esto, temido la combinación de ignorancia e impaciencia que con tanta facilidad podía alterar su frágil equilibrio en aquella cuerda tendida y arrojarlo al desastre. Tenía que volver a disponerla a su favor, antes de que su mal genio venciera a su curiosidad.

—Majestad —dijo, con un tono suplicante en su voz—, si todavía estáis dispuesta a concederme una recompensa, entonces os suplico que sea lo siguiente: permitidme hablar con libertad ante vos ahora. Puede que me gane vuestro desprecio por mi crasa locura, incluso puede que despierte vuestra ira con mi atrevimiento. Pero creo, ferviente y profundamente, que lo que tengo que decir puede ser de algún valor para vos. —Alzó los ojos y afrontó su mirada con franqueza—. En mis más preciados sueños no podría desear nada más.

Durante unos peligrosos momentos, el futuro de todo su plan pendió de un hilo. Ygorla tenía el entrecejo fruncido, dividida entre la irritación y el efecto de la descarada dádiva a su vanidad. Los colores del trono cambiaban con tal rapidez que era imposible interpretarlos; lo único que podía hacer Strann era rezar en silencio para que Yandros no hubiera cometido un fatal error en su juicio.

Por fin, la voz de Ygorla rompió el silencio.

—Puedes hablar.

Un estremecimiento, un hormigueo de calor seguido de violento frío, sacudió el cuerpo entero de Strann, inundándolo de alivio. Con la suavidad necesaria para expresar una gratitud sumisa, dijo:

—Mi emperatriz, no pretendo poseer conocimientos especiales, pero creo —
con cuidado ahora, Strann, con cuidado
— que hay un hombre en particular cuya obstinación demuestra un grado de locura desconocido hasta la fecha en alguien de su situación. Me refiero a Tirand Lin, del Círculo.

Debía de haber puesto el grado justo de desprecio en su voz, porque Ygorla lo animó a continuar.

—El Sumo Iniciado, como todavía gusta hacerse llamar, vive en la falsa creencia de que tiene el poder para negarse a reconocer a su emperatriz por derecho. Está claro que, si lo desearais, podríais desengañarlo en menos tiempo del que tarda un hombre en pestañear; pero como sois compasiva, además de sabia, preferís que la capitulación del Círculo sea… voluntaria.

Una tenue sonrisa se dibujo en las comisuras de los labios de Ygorla.

—Eres astuto. Continúa.

Hasta el momento la cosa iba bien.

—Sin embargo, yo no he sido bendecido con la magnanimidad de mi reina —dijo Strann—. Lo confieso, majestad: la resistencia de Tirand Lin me enfurece. Me enfurece en tal medida que daría mucho por verlo humillado por el insulto que se ha atrevido a haceros con su silencio. —La miró a los ojos—. Si pudiera ayudaros a conseguir eso, mi señora, me recrearía en su caída, la saborearía.

Aquello sorprendió a Ygorla. Pero antes de que pudiera preguntarle por sus motivos, Strann prosiguió:

—Vuelvo ahora al proverbio de los pescadores. La marea no obedece las órdenes de los hombres; por lo tanto, para conseguir los fines deseados, los hombres deben adaptarse a la costumbre de la marea. —Sonrió con aire conspirador—. En otras palabras, majestad, si el Sumo Iniciado no parece dispuesto a abandonar la Península de la Estrella y acudir a vos, entonces quizá vos deberíais ir a él y sacarlo de allí por la fuerza.

Strann pudo darse cuenta enseguida de que la idea, a pesar de haberla presentado en un estado tan embrionario, agradaba a Ygorla.

—Sacarlo por la fuerza… —repitió ella pensativa, y comenzó de nuevo a pasearse—. Igual que se saca a un caracol de su concha para exponer la carne suave y vulnerable que esconde… Rata, ¡creo que eres un roedor de una inteligencia fuera de lo común, y en más de un aspecto! —Entonces su expresión cambió—. Pero ¿cuál es la mejor manera de hacerlo?, ésa es la cuestión. Me divertiría, oh, cuánto me divertiría marchar hacia la Península de la Estrella y llegar ante el umbral de Tirand Lin con una fanfarria de trompetas para anunciar mi presencia y mi intención. —De nuevo sus ojos mostraron un brillo ávido y distante, mientras la imaginación se adueñaba de su ser—. Viajaría por las provincias, demostrando a todos mi verdadero poder. Me verían a mí, no meramente a mis siervos. Sería festejada, reverenciada, adorada; ¡ah, eso sería magnífico! —De pronto, el entusiasmo se convirtió en amargo gesto—. Pero hasta que Tirand Lin no esté dispuesto a recibirme rindiendo los honores debidos a su emperatriz, no condescenderé a dar ese paso. Él debe ceder ante mí. No tengo intención de tolerar su arrogancia. —Giró sobre sus talones para mirar a Strann y añadió con aire desafiante—: ¿Tienes una respuesta para eso, pequeño roedor?

Strann sonrió.

—Sí, majestad, creo que la tengo. Porque, aunque es bien evidente que no os corresponde a vos dar el primer paso, un embajador cuidadosamente elegido podría adelantarse a vos y preparar el camino para vuestra triunfal conquista. Un embajador podría conmover a Tirand Lin, allí donde han fracasado otras estrategias; siempre y cuando, claro está, tuviera las armas adecuadas a su alcance. —Su mano izquierda se movió por el mástil del manzón y rasgó las cuerdas con suavidad—. Armas sencillas, mi emperatriz, pero efectivas, porque llevarían a cabo el ataque desde un lugar inesperado. Unas cuantas palabras bien escogidas; una historia bien pergeñada e igualmente contada de manera inteligente, que engañara al oído y desconcertara la mente… —Una sonrisa cómplice apareció en sus labios—. Tan sólo una mínima cantidad de carácter taimado, majestad. Lo suficiente para hacer cambiar de opinión al Sumo Iniciado y desviar sus desprevenidos pies del camino que ha escogido —y movió los dedos para repetir, lenta y enfáticamente, la fanfarria de obertura de su epopeya.

Ygorla lo miró durante un tiempo inquietantemente largo. Luego sus ojos comenzaron a brillar, hasta que parecieron soles gemelos de zafiro.

—Una mínima cantidad de carácter taimado… —repitió con aire pensativo; sus labios se entreabrieron y esbozaron una sonrisa parecida a la de Strann—. Oh, rata mía, ¡eres tan astuto como tu apodo indica! —Sus hombros se estremecieron; echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risa salvaje y satisfecha—. Mi embajador, armado con un poder que el Círculo jamás podría pensar en prevenir: ¡el poder de un bardo! —Lanzó un hondo suspiro; luego dio la vuelta, se dirigió al trono y se arrojó sobre el montón de cojines—. ¡Un bardo que puede inventar un cuento que servirá de cebo a mi caña y atrapará al pez escurridizo! ¡Strann, eres el más astuto de mis siervos! —Se inclinó hacia adelante—. ¡Utiliza tu lengua de oro para entregarme a Tirand Lin, y te recompensaré con tu peso en oro!

Strann hizo una reverencia.

—Majestad, ¡declaro mi indignidad! Si fracasara…

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