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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (23 page)

Ygorla no lo castigó por aquel desliz; al contrario: cuando le llevaron la noticia a la sala de audiencias, se limitó a encogerse de hombros y anunció que Strann había hecho lo correcto al castigar a los guardias. No habían cumplido su deber, que era mantener con vida a Jianna. Ella no toleraba los fallos, y los responsables de la muerte de la viuda se unirían a ella en los Siete Infiernos, donde esperaba que aprendieran la locura que había sido su descuido.

Entonces alzó la vista desde su trono y miró a Strann, que estaba de pie y tembloroso ante ella.

—Será mejor que te retires, rata mía —dijo—. Ahora que Jianna ya no está entre nosotros, supongo que deberemos tener una canción para conmemorarla. —Le sonrió—. Puede que resulte más útil muerta que viva, por lo que creo que una canción que avise a terceros para que no imiten su locura sería lo adecuado. Añádele un toque de humor: ya sabes cuanto me gustan las baladas divertidas. Mañana podrás entretenerme con ella.

Strann, cegada la visión por una película roja de rabia reprimida, repuso obsequiosamente:

—Majestad, vuestras órdenes me honran, como siempre. —Ella lo despidió con un gesto de una mano y Strann retrocedió en la sala. Cuando las puertas se cerraron, escuchó la risa de Ygorla.

Fue la risa, pensó más tarde, lo que proporcionó el agente catalítico final. En aquel momento no se paró a analizar sus pensamientos; sólo quería huir lo más lejos posible de su influencia y del recuerdo de lo sucedido. El instinto lo llevó a la puerta lateral y a los jardines de palacio, y, en la sombría penumbra entre la primera luna que surgía y la omnipresente estrella latente del Caos, buscó refugio en el grupo de viejos árboles del jardín.

La noche no era fría —rara vez lo eran tan al sur—, pero Strann temblaba como si de pronto se encontrara desnudo en plena ventisca. Era una reacción, se dijo, nada más. Pasaría con el tiempo; siempre ocurría así. No pienses en ello, decía su conciencia, y desaparecerá.

Pero esta vez no estaba tan seguro de que sucediera así, y mientras permanecía sentado a solas bajo el más grande de los árboles, el viejo e insidioso impulso volvió reptando a su mente. Ya lo había pensado en otras ocasiones, y cada vez lo había desechado como una completa locura. Pero ahora, con el triste fin de Jianna demasiado reciente en su recuerdo, la idea clavó sus garras en él y no soltó la presa.

¿Cuántas veces había suplicado Jianna a los dioses del Orden, pidiendo ayuda antes de que el silencio de éstos la llevara a la desesperación y al suicidio? Strann, y todos los demás en palacio, sabía con qué fervor y asiduidad había rezado Jianna a Aeoris para que entrara en el mundo mortal y acabara con Ygorla; y, con la estrella del Caos flotando sobre la Isla de Verano, era bastante probable que muchos otros por todo el mundo estuvieran suplicando a los dioses del Orden para que los liberaran. Aeoris, sin embargo, parecía no haber oído las súplicas de sus adoradores, o les había vuelto la espalda. De manera que, pensaba Strann, si Aeoris era sordo a las súplicas, ¿qué pasaría con Yandros?

No
—le dijo una voz interior por enésima vez—.
Ni se te ocurra pensarlo, ni por un instante. Es demasiado peligroso
.

¿Lo era? Strann miró las ramas y, más allá de ellas, la gran estrella que palpitaba ominosamente sobre el tejado del palacio. Ahora estaba completamente convencido, pensara lo que pensase el resto del mundo, de que Ygorla no era servidora de Yandros. Había repasado los argumentos una y otra vez, y siempre llegaba a la misma conclusión: Ygorla no era amiga del Caos, sino su enemiga. Lo que significaba —«no», repitió la voz con más énfasis, pero Strann no le hizo caso— lo que significaba que Yandros debía de estar tan ansioso como cualquier mortal por verla destruida.

Naturalmente, la idea era del todo ridícula. Él no era un mago; ni siquiera era una persona religiosa. Todo lo que tenía eran unos cuantos trucos antiguos de invocación, reminiscencia de sus días de feria antes de que el Gremio de la Academia de Músicos lo admitiera equivocadamente bajo su manto y lo convirtiera en bardo. Pero algunos de aquellos trucos, lo sabía, eran formas corruptas de auténticos rituales arcanos. Había que reconocerlo: no era la magia de gran ceremonial que practicaba el Círculo, pero era magia al fin y al cabo, y probablemente había sido efectiva en su momento. Si usara uno de aquellos antiguos ritos, quizá con unos cuantos sutiles cambios…

Una vez más, la voz interior le gritó una advertencia, pero esta vez Strann supo que luchaba una batalla sin esperanza. Por mucho tiempo que permaneciera allí debatiendo la lógica y el sentido de aquello, no serviría de nada, porque su mente —o tal vez, más exactamente su corazón— estaba decidida. No era sólo por Jianna; era lo suficientemente sincero para admitirlo. Era por lo que Jianna había simbolizado en aquellos días tenebrosos: la personificación viva del odio y el desprecio que toda la corte esclavizada sentía hacia él, el adulador que había elegido arrodillarse ante los pies de la usurpadora para lamer sobras de su mano. Hubo una vez, que ahora parecía muy lejana, en que Jianna Hanmen Alacar había amado su música y le había agradecido sus elogios. Él, como pago, la había traicionado, y ella se había ido a la tumba pensando que su traición era cierta. Ahora nunca sabría la verdad, y el saber que su maldición de agonizante pendía sobre su alma, hacía que a Strann se le encogiera el corazón. Tenía escaso orgullo en el sentido corriente de la palabra; con su historial, el orgullo era un lujo que rara vez podía permitirse. Pero había habido un tiempo en que tenía autoestima, y ésta había sido algo preciado para él. El amable Strann, Strann el del corazón alegre; retorcido y oportunista, egoísta quizá, pero nunca había querido hacer daño a nadie y, hasta la llegada de Ygorla, creía que a grandes rasgos había sido fiel a ese principio. Ahora, sin embargo, había traicionado no sólo a Jianna y a todos los demás que habían gustado de él e incluso lo habían admirado, sino que también se había traicionado a sí mismo. Y, por primera vez en toda su vida, Strann estaba amarga, furiosamente enfadado y sin posibilidad de calmarse.

Una suave brisa agitó la copa del árbol; la luz de la luna, salpicada de manchas, recorrió la hierba sobre la que estaba sentado. De pronto sintió la cabeza extrañamente despejada, como si la ira hubiera barrido la confusión de su mente, dejando en su lugar un rayo de luz claro y limpio. Lo haría. Puede que no funcionara, puede que quedara como un estúpido sin remedio, pero lo haría, ahora, aquella misma noche. ¿Qué tenía que perder? Por Jianna. No, se corrigió, sé sincero: por ti mismo; ésa era la verdad, y no servía de nada negarla. Si quería volver a andar con la cabeza alta, por lo menos debía intentarlo.

Se puso en pie, se sacudió los fragmentos de hierba de la ropa y, antes de que le fallara el valor, echó a andar apresuradamente por el jardín, manteniendo siempre los árboles entre el palacio y su camino. Hacía tiempo que había marcado un lugar adecuado, diciéndose entonces que no era más que una especulación: un pequeño trozo de bosque descuidado más allá de los jardines, en la linde de un parque que había sido el coto privado de caza del Alto Margrave. En teoría, el parque estaba prohibido a los siervos de Ygorla, pero la posición de relativa confianza que Strann había alcanzado le permitía una serie de libertades que a otros les estaban vedadas. Además, nadie se atrevía a vagar por los jardines de noche, por miedo a encontrarse con algún sabueso-felino, un miedo que Strann sabía que carecía de fundamento, porque a las criaturas no parecía gustarles el mundo exterior y sólo se aventuraban fuera de los muros de palacio cuando se les daba la orden expresa de hacerlo. El único peligro verdadero, de hecho, era que Ygorla lo mandara llamar y descubriera que no estaba, e incluso aquélla era una situación de la que podría salir bien librado gracias a su labia.

Ahora se levantaba la segunda luna, añadiendo al cielo un toque perlado y sobrenatural mientras Strann cruzaba el laberinto de setos recortados y se dirigía deprisa hacia el bosque, que veía a lo lejos como un montéenlo oscuro e irregular recortado contra el paisaje. Se estaba formando niebla y, envalentonado por la protección que le ofrecía, Strann echó a correr a grandes zancadas. Al acercarse a los árboles, algo se movió delante de él y se detuvo rápidamente, pero no era más que una joven cierva, fantasmal en la niebla, que saltó y se alejó de su presencia intrusa.

Cuando por fin se detuvo en la linde del bosque, estaba jadeando.
Estás perdiendo forma
—pensó—.
Tienes que hacer algo pronto para remediarlo
. Se apoyó en una rama baja mientras recuperaba el aliento, y luego siguió adentrándose entre los matorrales húmedos. El olor cálido y terrenal de vegetación sin trabas lo cosquilleó en las narices, y aspiró apreciativamente. Aquí fuera casi podía olvidar la locura del palacio y de su abominable señora. Casi, pero no del todo.

El cinturón boscoso era estrecho, y en unos minutos Strann emergió al otro lado. Ante él, el viejo parque se perdía en la penumbra, blanquecino por la niebla y con aspecto irreal a la luz de la luna. Un ligero viento de poniente le apartó los cabellos del rostro, y oyó a lo lejos el agudo canto de un ave nocturna. Pero nada se movía, nada se agitaba excepto el límpido susurro de las ramas impulsadas por la brisa. Estaba solo.

A su derecha se alzaban los restos de un antiguo muro —tal vez habían sido los cimientos de una casa de guardia, derrumbada tiempo atrás—, surgiendo de una maraña de hierbas y zarzas. Strann se acercó y allí encontró lo que necesitaba: pequeños fragmentos de piedra y pedernal esparcidos entre la vegetación allí donde el cemento del muro se había deshecho con el paso de los años. Recogió veintiún trozos —siete veces tres— del mismo tamaño más o menos, y se agachó al socaire del muro con los fragmentos en las manos.

¿Recordaría el antiguo método? Se parecía un poco al encantamiento de los echadores de piedras que tanta consternación le había provocado en una ocasión anterior, pero despojado de las supercherías de feria con que había sido rebajado en décadas recientes. Siete piedras dispuestas formando un heptágono, luego tres dibujando un triángulo en el centro. Con cuidado, Strann comenzó a colocar las piedras en un trozo relativamente plano de hierba. El viento había cesado de repente, y el único sonido era el de su respiración, contenida pero no demasiado firme. Quedaban once piedras… Siete, sabía, debía conservarlas encima, para que formaran el nexo entre él y el símbolo dibujado en la hierba. Aquella era la parte que los buhoneros habían corrompido, por miedo a seguir la verdadera magia demasiado de cerca. Strann se metió tres piedras en cada uno de los dos bolsillos de su chaqueta bordada y retuvo la séptima en la mano derecha, mientras sopesaba las cuatro restantes en la izquierda e intentaba recordar. Ah, sí; él debía situarse en el interior del heptágono, a horcajadas sobre las tres piedras centrales, y poner aquellas cuatro en un cuadrado alrededor de sus pies.

Cuando se colocó sobre la figura heptagonal sintió que el estómago le daba vueltas, pero hizo caso omiso de las náuseas; adoptó la postura correcta y se inclinó para colocar las cuatro piedras en su sitio. Después apretó entre las manos la piedra restante —un trozo de pedernal afilado, duro y frío— y contempló la oscuridad neblinosa.

—Yandros. —Su voz se quebró en la segunda sílaba; se aclaró la garganta, controlando el temblor nervioso de su pecho, y realizó un ejercicio de respiración de cantante, antes de volver a intentarlo.

—Yandros… —Mejor; aquella era la voz del bardo, del virtuoso músico. «Aférrate a eso», se dijo Strann. «No dejes que se te escape»—. Yandros, Señor del Caos, Señor de las horas oscuras, Amo de la Estrella de Siete Puntas… —Sudaba copiosamente y sus ojos parecían perder el enfoque, de manera que la visión del parque era borrosa—. Yandros, te invoco y te suplico, en las horas de la noche y en las sombras de la oscuridad, para que ayudes al mundo en este momento de apuro. Escúchame, oh supremo príncipe del Caos. No soy ni avatar ni hechicero, pero te invoco, invoco a los siete grandes dioses de tu dominio, para que acudáis a mí, de la misma forma que yo he acudido a vosotros, ¡y para que me ayudéis ahora!

De repente, de forma inesperada, una ola de emoción se elevó desde lo más profundo de la psique de Strann, cuando la rabia que había intentado reprimir en el palacio salió a flote sin trabas. Había querido formalizar su ritual con elegantes palabras y frases que comunicaran su súplica de manera ceremonial y ortodoxa, pero súbitamente sus buenas intenciones se vinieron abajo ante sus sentimientos y no pudo frenar aquella marea.

—¡Yandros! —Alzó el rostro al cielo nocturno, donde la primera luna brillaba en su cénit—. ¿No lo entiendes? ¿No sabes lo que esta prostituta asesina nos está haciendo? Envía el caos, envía la venganza, envía truenos y relámpagos ¡y acaba con ella! Tiraniza al mundo en tu nombre, Yandros, ¡y está poniendo al mundo en tu contra! ¿Por qué no nos ayudas? ¿Por qué no la destruyes?

Furioso, desesperado, agitó un puño contra el indiferente cielo. El trozo de pedernal que sostenía cayó, y la chispa y el ruido agudo que hizo al golpear el triángulo de piedras entre sus pies sacaron a Strann de su trance.

—Oh, dioses… —Bajó la vista. El trozo de pedernal había desfigurado el triángulo, y, al mirarlo, la rabia de Strann se derrumbó junto con la oleada de emoción que la había traído, convertida en disgusto consigo mismo. Qué estúpido era; había perdido el control, había dejado que su concentración se viera barrida por sus sentimientos personales, echando a perder el sortilegio. Debería haber realizado ciertos gestos que ahora recordaba, demasiado tarde, y haber pronunciado los títulos adecuados para dirigirse a los dioses y las palabras rituales apropiadas que hubieran terminado y sellado la ceremonia; pero en lugar de eso se había dejado llevar por su pena, su furia y su frustración, y ahora todo lo que había intentado hacer no servía para nada.

¿O sí? Strann entrecerró los ojos y miró la extensión cubierta de niebla del parque. ¿No había visto moverse algo a lo lejos? La esperanza renació, para desvanecerse cuando razonó que, aun cuando su visión nocturna no lo hubiera engañado, lo que había visto no era otra cosa que un venado o algún depredador en su caza silenciosa y solitaria. La idea de que Yandros del Caos hubiera escuchado, y menos aun reaccionado, ante un intento tan torpe y fútil de invocarlo era completamente fatua, y si creía que era posible, entonces es que había perdido totalmente la cabeza. Tendría que volver a empezar. Tenía pocas esperanzas de éxito, pero ahora no podía rendirse. Un intento más, esta vez con rígido dominio de sí mismo. Se dijo con cinismo que al menos tenía el pálido consuelo de haber fracasado por incompetente y no por estúpido.

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