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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (28 page)

—No fracasarás —Ygorla lo miró con fijeza—. Tendrás éxito. Deseo tener el placer de enseñar a Tirand Lin el error de su comportamiento, y tú conseguirás darme ese placer. Mi pequeña mascota roedora llegará mordisqueando ante las puertas del Castillo, y roerá las defensas del Círculo hasta que el camino esté despejado para su dueña. Ésas son mis órdenes, y obedecerás. Debes tener éxito, rata mía. ¿He hablado con claridad?

Strann volvió a hacer una reverencia.

—Señora, lo habéis hecho.

—Entonces creo que nos entendemos perfectamente. Ahora —Ygorla juntó las manos— procedamos a resolver la cuestión de cómo debe hacerse. No veo ninguna razón para perder el tiempo, de manera que me dedicaré inmediatamente a planear mi estrategia. Mi primer acto, creo, consistirá en enviar un nuevo mensajero a la Península de la Estrella. —Alzó un brazo, chasqueó los dedos, y su voz resonó áspera en la sala—. ¡Siervos!

Se produjo un oscuro resplandor en el aire junto a una de las columnas, y tres elementales se materializaron. Uno —la cabeza de felino sin cuerpo— ya lo había visto Strann en una ocasión; el segundo era una llama animada de color verde y plateado; el ter cero… Strann desvió rápidamente la mirada, sintiendo que su estómago daba un vuelco.

Ygorla se dirigió a aquellos seres:

—Quiero que vengan inmediatamente cuatro escribas. Y decid a mis mayordomos que traigan vino fresco y más comida. —Lanzó una mirada a la bandeja de plata que tenía a su lado, la cogió y la arrojó al otro lado de la sala—. Decidles que exijo algo más placentero para mi paladar que esta inmundicia insípida, ¡o haré que mi próxima comida se sirva sobre un mantel hecho con sus pellejos! —Los elementales se alejaron, y ella se volvió de nuevo hacia Strann—. No te necesito más por el momento, rata mía, de manera que puedes regresar a tus aposentos y continuar componiendo. —Sonrió—. Cuando haya completado mis planes, y decidido el día y la forma de tu partida, volveré a verte. Te lo aseguro, no tendrás que esperar mucho tiempo.

Strann se levantó. Se sentía mareado, con una mezcla de emociones que no encajaban bien juntas, y la principal de todas era el alivio asombrado al ver que el plan —por lo menos hasta el momento— funcionara tan bien, sumado al miedo creciente ante la idea de lo que podía estar esperándole. Reprimió aquellos sentimientos antes de que pudieran ser demasiado intensos, y volvió a hacer una reverencia, esta vez con un grandilocuente gesto de despedida.

—Contaré los instantes, majestad, hasta volver a disfrutar del honor de ser llamado ante vuestra presencia.

Incluso Ygorla podría haber desconfiado de una hipérbole tan descarada, pero no estaba prestándole atención. Su caprichosa mente ya se había concentrado en una nueva área de interés, y se limitó a despedir a Strann con un imperioso gesto de la mano. Strann se marchó, intentando ahogar el incómodo golpear de su corazón dentro del pecho. En el pasillo, al otro lado de las puertas de doble hoja, se tropezó con el primero de la camarilla de escribas de Ygorla, que se apresuraba en dirección a la sala de audiencias.

Los pasos del escriba se hicieron más indecisos cuando vio a Strann.

—¿Acabas de ver a la emperatriz? —Su voz sonó atiplada debido al nerviosismo, y su mirada escudriñó atentamente el rostro de Strann.

—Sí.

—¿Está…?, quiero decir, ¿sabes qué quiere?

Strann no cedió.

—Pregúntaselo a ella —contestó con un encogimiento de hombros, y se alejó en dirección a su habitación. Ahora sólo quería una cosa, y estaba decidido a que nada le impediría tenerla: dormir. Tiempo para olvidar a Ygorla, para olvidar a Yandros, para olvidar lo que el futuro podría depararle. Sencillamente, tiempo para hundirse en un bienaventurado olvido hasta que el mundo volviera a imponerse ante él. En aquel momento no le quedaban energías para pedir nada más.

Ygorla contempló a su mensajero elevarse hacia el cielo desde el tejado del torreón y dar una vuelta sobre el palacio como si de un saludo se tratara, antes de que su negra silueta se alejara a toda velocidad en dirección norte. Cuando por fin ni siquiera su visión aumentada mediante la magia fue capaz de detectar la silueta de sus alas, cada vez más pequeña, se apartó de la ventana con un hondo suspiro de satisfacción.

—Está hecho. —La puesta de sol y la estrella pulsante se combinaban para ofrecer una luz carmesí que entraba por el cristal; la luz se derramaba alrededor de sus pies como sangre recién derramada—. Al amanecer, Tirand recibirá mi carta, y Strann partirá después, con la marea de la mañana. —Sonrió, y su rostro adquirió una expresión espectral en la penumbra—. Un excelente día de trabajo, padre, ¿no estás de acuerdo?

Narid-na-Gost, en su acostumbrado rincón sombrío, encogió sus deformes hombros en un gesto ligeramente malhumorado.

—Desde luego, hija mía, has actuado con bastante rapidez.

—¿Me culpas por ello? ¿Por qué habría de perder más tiempo?

Los ojos del demonio brillaron con calor.

—Como quieras; aunque sigo sin ver por qué tienes la necesidad de ser tan apresurada. Y en cuanto a tu elección del embajador… —Escupió deliberadamente en el suelo y una llama ardió brevemente en el borde de una de las lujosas alfombras—. Un cobarde egoísta y afectado que se pasa los días adulándote en busca de recompensas. ¿De verdad piensas que puedes confiar en semejante criatura para que lleve a cabo tus órdenes?

Ygorla sonrió con desdén.

—Ah, pero tú no conoces a Strann como lo conozco yo, padre. Puede que sea un estúpido, pero posee un raro y especial talento para la persuasión.

—Eso he observado —replicó Narid-na-Gost con acidez.

Ella se echó a reír.

—¡No me ha engañado ni por un solo instante! Pero sí que engañará a Tirand Lin, sobre todo cuando escuche la historia que Strann tiene que contarle.

Se sentía especialmente orgullosa de aquella parte de su estrategia. Se le había ocurrido de pronto, mientras dictaba laboriosamente la carta que quería enviar a la Península de la Estrella, y sus gritos de risa satisfecha habían hecho que los escribas se encogieran de miedo y que media corte acudiera corriendo a la sala de audiencias para ver qué pasaba. Cogió los pergaminos de los escribas y los hizo trizas, para luego ponerse inmediatamente a concebir una nueva misiva. Una misiva en la que insinuaba que su emisario, que ya estaría de camino hacia el norte, no acudía para exigir juramento de obediencia, sino para parlamentar con el Círculo en nombre de su emperatriz. ¿Cuál era la frase que había sugerido uno de sus mansos sabios aterrorizados? «Para abrir negociaciones que llevaran a la mutua comprensión y al beneficio para ambos», eso era. No deseaba ser la enemiga del Círculo; en lugar de eso tendía la mano para la amistad y la cooperación, y añadía unas cuantas palabras bien escogidas de elogio hacia Tirand Lin. Aquella primera salva garantizaría, estaba segura, que las puertas del Castillo se abrieran ante Strann; y una vez que estuviera dentro de la fortaleza del Círculo, el resto de su tarea sería sencillo. El Sumo Iniciado sentiría curiosidad ante el aparente cambio de ánimo de Ygorla; y la confesión de Strann —arrancada a pesar de sus quejas, claro está, y en el más grande de los secretos— de que lo que se contaba acerca del poder de Ygorla era exagerado, y que no sería adversaria para las magias combinadas del Círculo, proporcionaría la chispa que haría saltar el fuego. Proclamando su verdadera lealtad al viejo triunvirato, Strann convencería al Sumo Iniciado para que tendiera una trampa a Ygorla, invitándola a acudir como huésped de honor a la Península de la Estrella; y cuando las puertas del Castillo se abrieran de par en par ante ella, saborearía el triunfo de su conquista definitiva. Farol y contrafarol. Sí, pensó con entusiasmo, era todo muy sencillo.

El hecho de que Narid-na-Gost no hubiera dado su completa aprobación al plan era irritante, aunque no demasiado. Últimamente, cada vez le importaba menos su opinión, fuera buena o mala; tenía suficiente poder por sí misma y casi no lo necesitaba, y sospechaba que él estaba de mal humor porque lo sabía tan bien como ella. Estaba bien; sería interesante averiguar si era capaz de mantener su resentimiento cuando ella consiguiera el control del Castillo y le ofreciera la llave a su preciada Puerta del Caos. Aquélla sería una historia bien distinta, y hasta entonces estaba dispuesta a esperar y a no hacer caso de su malhumor.

Por su parte, Narid-na-Gost se mostraba íntimamente muy divertido. Lo cierto es que poco podía objetar al plan de su hija; de hecho, como ella parecía haber decidido olvidar, él mismo le había aconsejado, en primer lugar, que encontrara una nueva táctica para vencer la resistencia del Círculo, y aquel plan merecía unos cuantos elogios. Pero el único defecto era la elección del emisario. El demonio no podía negar los talentos de Strann, pero aquellos mismos talentos podían convertirle en un siervo poco de fiar. Si podía mentir de forma convincente a Tirand Lin, ¿quién podía garantizar que no mentiría igualmente a Ygorla? Y aunque Narid-na-Gost era de la opinión que era mejor dejar que su hija aprendiera por sí misma algunas duras lecciones, no por ello tenía la intención de permitir que algo pusiera en peligro sus propios planes.

—No pongo en cuestión ni por un instante las habilidades del juglar, Ygorla —dijo, con un tono de voz deliberadamente despreocupado—. Me limito a observar que no hay manera de garantizar su lealtad de forma absoluta.

Ella le lanzó una mirada brillante y felina.

—Claro que no la hay. ¿Crees que no he pensado en ello y que no he tomado mis precauciones?

Aquello sorprendió al demonio. Ygorla sonrió.

—He dispuesto una pequeña ceremonia de despedida para Strann —explicó ella—. Cuando haya finalizado y se embarque rumbo al continente, su lealtad hacia mí estará asegurada fuera de toda duda. Porque le habré arrebatado algo que él aprecia por encima de todo, y sólo yo tendré el poder de devolvérselo. Nada, te lo prometo, lo convencerá de arriesgarse a perder eso traicionando mi confianza. Su lealtad hacia mí será absoluta.

El demonio enarcó una ceja en un gesto inquisitivo.

—Me intrigas, hija. ¿Qué es eso que tu mascota valora en tal medida?

La sonrisa de Ygorla se volvió dulce como la miel.

—Su música —dijo.

Capítulo XIV

—N
o tiene sentido. —Tirand Lin contempló el rollo de pergamino del mensaje como si un intenso escrutinio pudiera revelar algún significado oculto en las palabras de la misiva. Empezaba a amanecer y no había dormido lo suficiente; sentía la mente atontada y todavía no estaba bastante despierto para pensar con claridad—. Parece una contradicción total con todos los mensajes anteriores. —Miró a sus dos compañeros—. Sinceramente, no sé qué opinar.

La Matriarca, cogiendo con las manos heladas una jarra de hidromiel caliente, sacudió la cabeza dando a entender que lo comprendía, y Sen Briaray Olvit contempló el fuego, que llevaba encendido poco tiempo para proporcionar un calor apreciable.

—De una cosa podemos estar seguros —dijo en tono sombrío el adepto superior—, y es que aquí hay más de lo que parece. Un giro completo como éste, ¿de enemistad implacable a ofrecimientos de amistad eterna? Es como una conversión en el lecho de muerte ¡e igual de convincente!

—Estoy de acuerdo —coincidió la Matriarca—. Aunque debo decir que, por lo que sabemos de la hechicera, este nuevo complot parece rotundamente fuera de lugar. Nunca hubiera dicho de ella que fuera una mujer dotada de sutileza, ni siquiera a este nivel infantil.

Por fin, Tirand apartó la vista del pergamino.

—Recuerda, Shaill, que a estas alturas debe de tener una corte llena de sicofantes, todos ansiosos por ayudarla y aconsejarla. Cualquiera con la inteligencia suficiente para conservar la vida ante sus rapacidades tendrá también la inteligencia suficiente para ayudarla a planear nuevas estrategias. Creo que tras este nuevo desarrollo de los acontecimientos debemos buscar otras manos y otras mentes. —Golpeó la carta con el dorso de la mano—. No dice quién es su embajador. Me pregunto si será alguien a quien conozcamos.

—Lo dudo —replicó Sen—. A menos que sea una completa estúpida, no habrá confiado a un antiguo amigo del Círculo una misión de esta naturaleza. No, pienso que ante nuestras puertas se presentará un desconocido. Incluso es posible que no sea humano.

La Matriarca lo miró con intensidad.

—¿Eso crees?

—Sólo digo que es posible. No sabemos qué tipo de siervos tiene a su alrededor, ni qué poderes poseen éstos. Si al menos lo supiéramos, sería mucho más fácil decidir si abrimos las puertas a ese enviado o le damos con ellas en las narices. Por mi parte, preferiría abrirlas —añadió Sen con firmeza. Tirand asintió; conocía a Sen y no esperaba menos de él. Hubo una breve pausa, y después el anciano adepto dijo—: Sin embargo, ojalá… —Las palabras se perdieron, y miró inquieto al Sumo Iniciado.

—¿Ojalá qué?

Sen suspiró.

—De acuerdo, lo he pensado, de manera que será mejor decirlo. Ojalá hubiéramos recibido alguna respuesta desde el reino del Orden. Estaba convencido, todos lo estábamos, de que Aeoris respondería a nuestros ruegos; pero desde que tuvo lugar el ritual, no ha sucedido nada, ni el más mínimo movimiento en el éter. —Vaciló, consciente de la mirada fija de la Matriarca y de la tensión de Tirand; luego decidió que, ya que había preparado el lazo, bien podía colgarse con él—. Puedes maldecirme por blasfemo si quieres, Tirand, ¡pero empiezo a preguntarme si los dioses están realmente dispuestos a ayudarnos!

Tanto Sen como Shaill esperaban una reacción enfadada del Sumo Iniciado, pero ésta no llegó. El problema estribaba, pensó Tirand, en que Sen no era el primer adepto superior que expresaba una duda creciente acerca de la disposición de los señores del Orden a acudir en ayuda del Círculo. Incluso él había sentido las gélidas caricias de la incertidumbre cuando bajaba la guardia, por mucho que combatiera aquella sensación, consciente de que él más que nadie debía conservar la fe, y se sintió aterrorizado ante la idea de lo que podía suponer su pérdida. Había repasado los argumentos una y otra vez en su mente, diciéndose que la sabiduría de Aeoris era mayor que la de cualquier mortal y que el dios actuaría cuándo y cómo lo estimara conveniente. Pero siempre, subyacente a sus esfuerzos por tranquilizarse a sí mismo y a los demás, estaba una cuestión para la que no podía hallar respuesta racional. Si el Caos había roto su pacto —y aquella creencia era la piedra angular en la decisión del Círculo de cortar los vínculos de lealtad—, los señores del Orden tenían libertad para intervenir si se los invocaba. Entonces ¿por qué, por qué no lo habían hecho?

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