Pero al llegar a este punto, interrumpiendo la risa de los comensales, la puerta se abrió y aparecieron algunos camareros de librea llevando con ambas manos enormes soperas de plata maciza.
Después de la «minestrina» de crema de zanahorias, adicionada de vitamina D y desinfectada con una solución al dos por ciento de cloro, apareció en la mesa el horrendo
spam,
la pasta de carne de cerdo, orgullo de Chicago, cortada en lonjas color púrpura, puestas sobre una espesa capa de maíz hervido. Reconocí que los camareros eran napolitanos, más que en la librea azul de vueltas rojas de la casa ducal de Toledo, en la máscara de espanto y de asco dibujada en su rostro. No he visto jamás unos rostros más llenos de desprecio. Era ese antiguo, obsequioso y libre desprecio de la servidumbre napolitana por todo aquello que es basto patronaje extranjero. Los pueblos que tienen una antigua y noble tradición de esclavitud y de hambre no respetan más dueños que aquellos que tengan gustos refinados y espléndidas maneras. No consideran nada más humillante, para un pueblo reducido a la esclavitud, que un dueño de modales bastos, de gustos groseros. Entre tantos dueños extranjeros el pueblo napolitano no ha guardado buen recuerdo más que de dos franceses, Robert d'Anjou y Joachim Murat, porque el primero sabía elegir un vino y juzgar una salsa, y el segundo, no solamente lo que es una silla inglesa, sino caer con suprema elegancia del caballo.¿De qué sirve atravesar el mar, invadir un país, ganar una guerra, ceñirse las sienes de laureles de vencedores si después no se sabe proceder en la mesa? ¿Qué raza de héroes son estos americanos que comen maíz como las gallinas?
¡
Spam
frito y maíz hervido! Los camareros sostenían las fuentes con las dos manos, volviendo la cara como si llevasen la cabeza de la Medusa. El rojo violáceo del
spam,
que frito adquiere una tonalidad negruzca, como la carne podrida al sol, y la palidez amarillenta del maíz, estriado de blanco, que con la cocción se hincha y parece el maíz de que está lleno el buche de una gallina muerta ahogada, se reflejaban muy pálidamente en los altos espejos empañados de Murano que en las paredes del comedor alternaban con los antiguos tapices de Sicilia.
Los muebles, las cornucopias doradas, los retratos de los Grandes de España, el
trionfo di Venere
pintado en el techo por Luca Giordano, toda la inmensa sala del palacio del duque de Toledo, en la cual el general Cork ofrecía aquella noche una cena a Mrs. Flat, general en jefe de las WACS de la Quinta Armada americana, se teñía poco a poco del violáceo resplandor del
spam
y del muerto reflejo lunar del maíz. Las antiguas glorias de la casa de Toledo no habían conocido jamás tan triste mortificación. Aquella sala que había acogido los triunfos aragoneses y angevinos, las fiestas reales en honor de Carlos VIII de Francia y de Fernando de Aragón, los bailes, los torneos de amor de la espléndida nobleza de las Dos Sicilias, se hundió dulcemente en el abismo de una opaca luz de alba mortecina.
Los camareros inclinaron las fuentes hacia los comensales y el horrendo refrigerio comenzó. Yo tenía los ojos fijos en el rostro de los camareros, absorto en la contemplación de su asco, de su desprecio. Aquellos camareros vestidos con la librea de la casa de Toledo me reconocieron, me sonrieron; era el único italiano sentado en aquel extraño banquete, el único que podía compartir y comprender su humillación. ¡
Spam
frito y maíz hervido! Y al contemplar la actitud de asco que se reflejaba en sus manos enguantadas de blanco, vi, de repente, en el borde de aquellas fuentes, una corona; pero no era la corona de los duques de Toledo.
Me preguntaba de qué casa, por qué matrimonio, por qué herencia por qué alianza habían llegado aquellas fuentes de plata al palacio de los duques de Toledo cuando, al fijar los ojos en mi plato, me pareció reconocerlo. Era uno de los platos del famoso servicio de porcelana de la casa Gerace. Pensé con triste afecto en Jean Gerace, en su bello palacio de Monte di Dio, destrozado por las bombas, en sus tesoros de arte, sabe Dios por dónde dispersados. Recorrí con la mirada todo el borde de la mesa y delante de los comensales vi resplandecer las célebres porcelanas pompeyanas de Capodimonte, a las que Sir William Hamilton, embajador de Su Majestad Británica en la Corte de Nápoles, había dado el nombre de Emma Hamilton; con el nombre de
Emma,
último y patético homenaje a la infeliz musa de Horacio Nelson, se conocen en Nápoles esos platos que Capodimonte ha repetido del único modelo hallado por Sir William Hamilton de las excavaciones de Pompeya.
Yo me sentía feliz y conmovido de que aquellas porcelanas, de tan antigua e ilustre cuna, y de tanto nombre, honrasen la mesa del bravo general Cork. Y sonreía de placer al pensar que Nápoles, vencida, humillada, destruida por los bombardeos, lívida de angustia y de hambre, podía ofrecer a sus libertadores un tan exquisito testimonio de sus pasados esplendores. ¡Nápoles es una ciudad cortés! ¡Noble país, Italia! Estaba orgulloso y conmovido de que las Gracias, las Musas, las Venus, las Ninfas, los Amores, recorriesen el borde de aquellos maravillosos manteles, confundiesen el rosa delicado de sus carnes, el tenue azul de sus túnicas, el oro afectuoso de sus cabellos, con el resplandor vináceo del horrendo
spam.
Aquel
spam
venía de América, de Chicago. ¡Cuán alejada estaba Chicago de Nápoles durante los felices años de la guerra! Y ahora América estaba allí, en aquellos platos de Capodimonte, consagrados a la memoria de Emma Hamilton. ¡Ah, que desgracia estar hecho como estoy hecho yo! Aquella cena en aquella sala, alrededor de aquella mesa, frente a aquellos platos, me parecía una merienda sobre una tumba.
Me salvó de conmoverme la voz del general Cork.
–¿Cree usted que pueda haber en Italia un vino más exquisito que este delicioso vino de Capri? – me preguntó.
Aquella noche, además del habitual café, el habitual té, la acostumbrada leche condensada y el inevitable jugo de ananas, en honor de Mrs. Flat el vino había hecho su aparición en la mesa. El general Cork sentía por Capri un afecto casi amoroso, hasta llamar
a delicious Capri wine
aquel vinillo blanco de Ischia que tomaba su nombre del Epomo, el alto volcán apagado que se elevaba en el centro de la isla.
Cada vez que la situación en el frente de Cassino daba un poco de tregua a sus ocupaciones, el general Cork me llamaba a su despacho y, después de haberme dicho que estaba cansado, que no estaba bien, que tenía necesidad de dos o tres días de reposo, me preguntaba sonriendo si no era del parecer de que el aire de Capri le sentaría bien. Yo respondía:
–¡Pues claro! ¡El aire de Capri ha sido hecho exprofeso para reparar las fuerzas de los generales americanos!.
Y así, después de aquella pequeña comedia habitual, tomábamos el barco hacia Capri con el coronel Jack Hamilton o algún otro oficial de Estado Mayor.
Seguíamos, la costa dominada por el Vesubio hasta Pompeya, cortábamos el golfo desde Castellamare hasta Sorrento y al contemplar aquellas inmensas y profundas grutas socavadas en los acantilados a pico, el general Cork decía:
–No comprendo cómo las sirenas podían vivir en estas grutas húmedas y oscuras.
Y me pedía noticias de aquellas
dear old ladies
con la misma tímida curiosidad con que, antes de invitarla a cenar, había pedido noticias de Mrs. Flat al coronel Jack Hamilton.
Mrs. Flat, aquella
dear old lady,
había discretamente dado a entender al general Cork que hubiera agradecido mucho ser invitada a una cena «estilo Renacimiento». Y el general Cork había pasado dos noches de insomnio tratando en vano de averiguar qué podía significar una cena «estilo Renacimiento». Aquella noche, poco antes de sentarnos a la mesa, el general Cork nos había llamado a Jack y a mí a su despacho y nos mostró con orgullo la minuta de la cena.
Jack había hecho observar al general Cork que en una cena estilo Renacimiento, el pescado hervido debe ser servido después del frito, no antes. En realidad, en la minuta, el pescado hervido venía después del
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y del maíz. Pero lo que turbó a Jack fue el nombre del pescado:
–¿Sirena con mayonesa? – dijo Jack.
-Yes, a Syren… I mean… not an old lady of the sea… of course!
-respondió el general Cork un poco embarazado-; no se trata de una de esas sirenas con cola de pescado…
I mean… not a Syren, but a syren… I mean…
un pescado, un pescado de verdad, de esos que en Nápoles llaman sirenas.
–¿Una sirena? ¿Un pescado? – dijo Jack.
–
A fish…
un pescado – dijo el general Cork, sonrojándose-;
a very good fish.
No lo he probado nunca, pero me dicen que es un buen pescado.
Y volviéndose hacia mí me preguntó si esa calidad de pescado era apropiada para una cena estilo Renacimiento.
–A decir verdad – respondi -, me parece que sería más adecuado para una cena estilo homérico.
–¿Estilo homérico? – dijo el general Cork.
–
I mean… yes…
estilo homérico; pero una sirena va bien con todas las salsas – respondí para quitarle el embarazo, mientras me preguntaba qué clase de pescado podía ser aquél.
–¡Claro! – dijo el general Cork, con un suspiro de alivio.
Como todos los generales de la U. S. Army, el general Cork tenía un sagrado terror a los senadores y a los Clubs Femeninos de América. Desgraciadamente, Mrs. Flat, llegaba en avión de los Estados Unidos pocos días antes para asumir el mando de las WACS del Quinto cuerpo de Ejército, era esposa del senador Flat, y presidenta del club femenino más aristocrático de Boston. El general Cork estaba aterrado.
–Estaría bien que la invitase usted a pasar algunos días en su bella propiedad de Capri – me había dicho, acaso con la secreta esperanza de alejarla durante unos días de Cuartel General.
Pero yo le había hecho observar que si mi casa le gustaba la hubiera requisado para hacer de ella un club femenino, un
rest camp
para sus WACS.
–¡Ah, no había pensado en este peligro! – respondió el general Cork, palideciendo.
El general consideraba mi casa de Capri como su
rest camp
personal y sentía por ella un afecto acaso superior al mío. Cuando tenía que redactar alguna memoria para el War Departament, o algún plan de operaciones que poner a punto, o cuando necesitaba algunos días de reposo, me llamaba a su despacho y me preguntaba:
–¿No cree que un poco de aire de Capri me sentaría bien?
No quería llevarse consigo más que a Jack o a mí y alguna vez su ayudante de campo. De Sorrento seguíamos la costa hasta la altura de Massa Lubrense y de allí cortábamos a través la Bocche di Capri, poniendo proa a los Faraglioni.
Apenas salía del mar el promontorio del Masullo y en la punta extrema del promontorio aparecía mi casa, una sonrisa pueril iluminaba el rostro del general Cork.
–¡Ah, comprendo que las sirenas tuviesen su casa aquí -decía-, esta es verdaderamente la patria de las sirenas!
Y exploraba con los ojos radiantes de júbilo las cavernas horadadas en los flancos del Montedi Tiberio, los enormes escollos que se elevan de las aguas al pie del vertiginoso muro cortado a pico de Matromania; y allá lejos, a levante, las Sirenuse, los islotes a lo largo de Positano, que ahora los pescadores llaman «i Galli», donde Massine, el discípulo de Diaghilev, posee una torre antigua flagelada por las olas y los vientos, y habitada sólo por un mudo y abandonado «Pleyel» con el teclado verde de moho.
–¡Allí está Pesto! – decía, señalando la larga orilla arenosa que cierra el horizonte de oriente.
Y el general Cork gritaba:
–¡Ah, aquí, aquí quisiera vivir!
Para él no existían más que dos paraísos en el mundo: América y Capri, que él llamaba algunas veces con el afectuoso nombre de
little
América. Capri hubiera sido, sin duda alguna, un paraíso perfecto para él si aquella isla bendita no hubiese languidecido también bajo la tiranía de una selecta colección de
extraordinary women,
como las llama Compton Mackenzie, todas ellas más o menos condesas, marquesas, duquesas, princesas, casi todas poco jóvenes ya, y feas, que formaban la aristocracia femenina de Capri. Y es cosa sabida que la tiranía moral, intelectual y social de las mujeres feas y viejas es la peor del mundo.
Declinando ya hacia la edad de las nostalgias y los recuerdos, ya oprimidas por la conmiseración de sí mismas y de este complejo sentimiento suyo, el más poético entre todos, obligadas a buscar en su restringida sociedad femenina un triste consuelo del pasado, una vana recompensa del amor perdido, aquellas Venus descadentes se habían reunido en torno a una princesa romana que había obtenido durante su juventud muchos éxitos amorosos masculinos y femeninos. Tenía esta princesa cerca de cincuenta años; era alta, gorda, tenía un rostro duro, la voz ronca y una insinuación de pelo adornaba su barbilla flaccida. Por miedo a los bombardeos había huido de Roma, no fiándose de la protección prometida por el Vaticano a la ciudad de los Césares y de San Pedro, o, como se decía entonces de que el paraguas del Papa fuese suficiente para resguardar a Roma de la lluvia de bombas. Y se había refugiado en Capri, donde había llamado en torno a ella lo que quedaba de aquella vieja escuadra de Venus, espléndidas un día y humilladas y envilecidas hoy, que durante la edad de oro de la marquesa Luisa Casat, y de Mimi Franchetti habían hecho de Capri la Acrópolis de la gracia y la belleza mujeril, y del amor para mujeres solas.
Para estabilizar su tiranía sobre la isla, la princesa había sabido aprovechar hábilmente la decadencia, sobrevenida a consecuencia de la guerra, de la condesa Edda Ciano y de su corte de bellas y jóvenes amigas, quienes, debido a la gran pobreza de hombres de que Capri sufría durante aquellos años, se veían reducidas a mimar el amor y a disputarse cuatro o cinco jovenzuelos que habían acudido de Nápoles a Capri a ganar, como decían ellos, para vivir en paz durante la guerra. Pero lo que más había ayudado a la princesa a afirmar su tiranía sobre toda la isla, había sido el anuncio del inmínente desembarco americano en Italia. La condesa Edda Ciano y su corte de amor habían abandonado precipitadamente Capri, refugiándose en Roma; y la princesa había quedado sola dueña de la isla.
Cada día, por la tarde, estas Venus en decadencia se reunían en una villa solitaria de Piccola Marina situada a mitad del camino entre la villa de Teddy Gerald y la de Grace Field. Lo que ocurriese en aquellas secretas reuniones no es cosa sabida. Parece que se deleitaban con la música, la poesía, la pintura y, añadían algunos, el whisky. Lo que no podía ponerse en duda era que aquellas mujeres habían permanecido, en materia de gustos y sentimientos, incluso durante aquellos años de la guerra, fieles a París, a Londres, a Nueva York, es decir, a la rué de la Paix, a Mayfair y a
Harper's Bazar,
y por esta fidelidad suya habían soportado insultos y vejaciones de todas clases. En cuanta al arte, habían permanecido fieles a D'Annuzio, e Debussy y a Zuloaga, que eran sus Schiaparelli en materia de poesía, música y pintura. Y su gusto en el vestir era anticuado, puesto que estaba todavía inspirado en la moda que la marquesa Casati había hecho célebre en Europa treinta años antes.