–¿Le gusta a usted el
kuskus?
-preguntó Pierre Lyautey, dirigiéndose a Jack.
–¡Lo encuentro excelente! – respondió Jack.
–A Malaparte -dijo Pierre Lyautey con una sonrisa irónica- seguramente no le gusta.
–¿Y por qué no tiene que gustarle? – preguntó Jack, sorprendido.
Sin levantar los ojos de mi plato yo me callaba sonriendo.
–Leyendo
Kaputt
-respondió Pierre Lyautey-, cualquiera creería que Malaparte no se alimenta más que de corazones de ruiseñor, servidos en platos de vieja porcelana de Meissen o de Nynphenburg, en la mesa de altezas reales, duquesas y embajadores.
–Durante los siete meses que hemos pasado juntos delante de Cassino -dijo Jack- no he visto nunca a Malaparte comer corazones de ruiseñores en las mesas de altezas reales ni embajadores.
–Malaparte tiene sin duda alguna una imaginación muy fértil – dijo el general Guillaume riéndose -, y verán ustedes cómo en su próximo libro este almuerzo se convertirá en un banquete regio y yo en una especie de sultán de Marruecos.
Todo el mundo se reía, mirándome. Sin levantar los ojos de mi plato, yo me callaba.
–¿Quieren ustedes saber -dijo Pierre Lyautey- lo que dirá Malaparte en su próximo libro respecto a este almuerzo?
Y con una liviana facilidad comenzó a describir la mesa ricamente puesta, no en este bosque de la ribera abrupta del lago Albano, sino en una sala de la villa papal de Castelgandolfo. Describió, con graciosos anacronismos, la vajilla de oro de César Borgia, el servicio de plata de Sixto V, obra de Benvenuto Cellini, los cálices de oro de Julio II, los camareros solícitos alrededor de nuestra mesa, mientras un coro de voces blancas entonaban, en el fondo de la sala, en honor del general Guillaume de sus valientes oficiales, el
Super flumina Babyloniae,
de Palestrina.
Escuchando las palabras de Pierre Lyautey todo el mundo se reía amablemente. Sólo yo no me reía; sin levantar los ojos de mi plato, sonriendo, callaba.
–Me gustaría saber – dijo Pierre Lyautey, dirigiéndose a mí con una cierta ironía cortés- qué hay de verdad en todo lo que cuenta en
Kaputt.
–¿Qué importa -dijo Jack- que lo que cuenta Malaparte sea verdad o mentira? Lo importante es la forma como lo cuenta.
–No quisiera mostrarme descortés con Malaparte, que es mi huésped – dijo el general Guillaume-, pero creo que en
Kaputt
les toma el pelo a los lectores.
–Tampoco yo quisiera mostrarme descortés con usted -respondió Jack-, pero creo que no tiene usted razón.
–No querrá usted en todo caso hacernos creer – dijo Pierre Lyautey- que todo lo que Malaparte cuenta en
Kaputt
le ocurrió realmente. ¿Es posible que estas cosas no le ocurran más que a él? ¡A mí no me ocurre nunca nada!
–¿Está usted bien seguro? – preguntó Jack, entornando los ojos.
–Le ruego me excuse -dije yo al fin, dirigiéndome al general Guillaume- si me veo obligado a revelar que hace un momento, en esta mesa, me ha ocurrido la aventura más extraordinaria de mi vida. Pero puesto que ponen ustedes en duda la veracidad de lo que cuento en mis libros, permítame que cuente lo que me ha ocurrido ahora mismo aquí, en esta mesa.
–Tengo curiosidad de saber qué cosa tan extraordinaria le ha ocurrido – respondió riendo el general Guillaume.
–¿Recuerda usted el delicioso jamón que hemos comido al principio del almuerzo? Era un jamón de las montañas de Fondi. Han combatido ustedes sobre estas montañas que se levantan detras de Gaeta, entre Cassino y los castillos romanos, y ya sabe usted que las montañas de Fondi es donde se crían los mejores cerdos de todo el Lacio y de toda la Crociaria. Son los cerdos de los que habla, con tanto amor, santo Tomás de Aquino, que nació precisamente en las montañas de Fondi. Son unos cerdos sagrados que hozan por el suelo delante del atrio de las iglesias de los pueblecillos de las altas mesetas de Ciociaria; su carne tiene perfume de incienso, su grasa es dulce como la cera virgen.
–Era, no cabe duda, un excelente jamón – dijo el general Guillaume.
–Después del jamón de las montañas de Fondi nos han servido las truchas del Liri. El Liri es un río muy bello. Sobre sus verdes riberas muchos
goumiers
han caído de cara a la hierba bajo el fuego de las ametralladoras alemanas. ¿Se acuerda usted de las truchas del Liri? Finas, plateadas, con un ligero reflejo verde sobre las delicadas aletas de un plateado más oscuro, más antiguo. Las truchas del Liri se parecen a las truchas de la Selva Negra; a las
blauforellen
del Neckar, el río de los poetas, el río de Holderlin, y a las del Titisee, y a las
blauforellen
del Danubio, en Donaueschingen, donde nace el Danubio. Este regio río nace en el parque del castillo de los príncipes de Furstenberg, en un surtidor de mármol blanco parecido a una cuna, adornada de unas estatuas neoclásicas. Es una cuna de mármol en la que se mecen los cisnes negros cantados por Schiller y al que los ciervos y gacelas acuden a abrevarse a la puesta del sol. Pero las truchas del Liri son quizá más claras, más transparentes que las
blauforellen
de la Selva Negra; y el verde plateado de sus leves aletas, parecido al color de la plata de los candelabros antiguos de las iglesias de Ciociaria, no cede ante el azul plateado de las
blauforellen
del Neckar y del Danubio, que tienen los reflejos azules secretos de las blancas porcelanas Nynphenburg. La tierra regada por el Liri es una tierra antigua y noble, una de las más antiguas y nobles de Italia; y hace un momento me he sentido emocionado al ver las truchas del Liri; curvadas en corona, con la cola en su boca rosada, de la forma como los antiguos representaban la serpiente, símbolo de la eternidad, en forma de corona con la cola en la boca, sobre las columnas de Micenas, de Paestum, de Selinonte y de Delfos. Y, ¿recuerdan también ustedes el sabor de las truchas del Liri, delicado y fugaz como la voz de este noble río?
–Estaban deliciosas -dijo el general.
–Finalmente nos han servido, sobre una inmensa fuente de cobre, el
kuskus
de sabor bárbaro y delicado. Pero el cordero de este
kuskus
no es un cordero del Atlas, de los pastos quemados de Fez, de Tarudant, de Marrakesh. Es un cordero de las montañas de Itri, en Ciociaria, encima de Fondi, donde reinaba Fra Diávolo. Sobre las montañas de Itri, en Ciociaria, crece una hierba parecida a la menta silvestre, pero más grasa, de un sabor que recuerda el de la saliva a la que los habitantes de estas montañas dan el nombre griego de
kallimeria;
es una hierba con la cual las mujeres embarazadas preparan una bebida para los partos, una hierba querida de Venus de la que los corderos de Itri son muy voraces. Es precisamente esta hierba, la
killimeria,
la que da a estos corderos esta gordura de mujer embarazada, esa pereza femenina, esta voz grasa, esta mirada cansada y lánguida de las mujeres encinta y los hermafroditas. Hay que mirar al plato con los ojos bien abiertos, cuando se come el
kuskus;
el marfil blanco de la sémola en la cual es cocido el cordero no es tan delicado a los ojos como su sabor al paladar.
–Este
kuskus,
en realidad, era excelente -dijo el general Guillaume.
–¡Ah, si hubiese cerrado los ojos mientras comía el
kuskus
! Porque hace un momento, en el sabor cálido y vivo de la carne de cordero, he sentido de repente un gusto dulzón y bajo mis dientes una carne más fría, más blanda. Miré mi plato y me estremecí de horror. En la sémola vi asomar primero un dedo, después dos, después cinco y finalmente una mano de uñas pálidas. Una mano de hombre.
–¡Cállese usted, por favor! – gritó el general Guillaume con la voz angustiada.
–Era una mano de hombre. Era seguramente la mano del desgraciado
goumier
que la explosión de la mina había arrancado en seco y proyectado a la gran marmita de cobre donde se cocía nuestro
kuskus.
¿Qué podía hacer? He sido criado en el Colegio Cicognini, que es el mejor colegio de Italia, y de niño aprendí que no hay que turbar jamás, bajo ningún pretexto, la alegría de los demás en un baile, en una fiesta o en una comida. Me esforcé en no palidecer y me puse tranquilamente a roer la mano. La carne estaba un poco cruda, no había tenido tiempo de cocer.
–¡Cállese usted, por el amor de Dios! – gritó el general Guillaume con voz ronca, rechazando el plato que tenía delante de sí.
Los comensales estaban lívidos y me miraban con la mirada extraviada.
–Soy un huésped bien educado – dije -, y no es culpa mía que mientras roía la mano en silencio pensando en el pobre
goumier,
sonriendo como si no ocurriese nada, para no turbar tan agradable almuerzo, hubiesen ustedes cometido la imprudencia de burlarse de mí. No hay que poner nunca en ridículo a un invitado, sobre todo cuando éste está comiendo la mano de un hombre.
–¡Pero no es posible! No puedo creer que… – balbució Pierre Lyautey, con el rostro verde y apretándose con la mano el estómago.
–Si no me creen ustedes -dije-, miren mi plato. ¿Ven ustedes todos estos huesecillos? Son las falanges, Y aquí, alineadas en el borde del plato, vean ustedes las cinco uñas. Perdónenme si, a pesar de mi buena educación, no he sido capaz de tragarme las uñas.
–¡Dios mío! – exclamó el general Guillaume, vaciando su vaso de un trago.
–Así aprenderán ustedes a no poner en duda lo que Malaparte cuenta en sus libros.
En aquel momento sonó un disparo a lo lejos en el llano, después otro, y otro todavía. El cañón de un «Sherman» sonó claro y breve al lado de las Frattocchie.
–Ya estamos -gritó el general Guillaume, levantándose de un salto.
Nos levantamos todos y derribando los bancos corrimos hacia el lindero del bosque desde donde la vista podía explorar toda la campiña romana, desde la desembocadura del Tíber hasta el Aniene.
De la Via Appia, más allá de la encrucijada de las Frattocchie, vimos elevarse una nube azul y oímos subir hasta nosotros el rugido lejano de cien, de mil morteros; Jack y yo lanzamos un grito de júbilo al ver la interminable columna del V Cuerpo de Ejército americano que avanzaba en dirección a Roma.
–Hasta la vista, mi general -dijo Jack, cogiendo la mano del general Guillaume.
Los oficiales franceses, en torno nuestro, guardaban silencio.
–Hasta la vista -dijo el general Guillaume. Y en voz baja añadió-: No podemos seguirlos; nosotros tenemos que quedarnos aquí.
Tenía los ojos empañados en lágrimas. Yo le estreché la mano sin decir palabra.
–Vengan a verme cuando quieran -me dijo el general Guillaume con una triste sonrisa -; encontrarán ustedes siempre un sitio en mi mesa y una mano amiga.
–¿Su mano también?
–¡Váyase usted al diablo! – gritó el general Guillaume.
Jack y yo bajamos corriendo por la cuesta a través del bosque, dirigiéndonos hacia el lugar donde habíamos dejado nuestro jeep.
–¡Bien jugado, bien jugado, Malaparte! ¡Un truco admirable! – gritó Jack mientra corría-. Así aprenderán a no poner en duda lo que cuentas en
Kaputt.
–¿Has visto la cara que ponían? Creí que iban a vomitar.
–¡Muy buena broma, Malaparte! ¡Ja, ja, ja! – gritaba Jack.
–¿Has visto con qué arte he dispuesto en el plato los huesecitos del cordero? ¡Parecían verdaderamente los huesos de una mano!
–¡Ja, ja! ¡Maravilloso! – gritaba Jack, corriendo-. Se hubiera dicho que era verdaderamente una mano, el esqueleto de una mano.
Nos reíamos mientras corríamos por entre los árboles. Llegamos a nuestro jeep, saltamos sobre el asiento, bajamos a toda marcha la carretera de Castelgandolfo y al llegar a la Via Apia subimos por la columna en medio de un torbellino de polvo. Por fin conseguimos meternos con nuestro jeep detrás del general Cork que, precedido por algunos «Sherman», guiaba la columna del V Ejército a la conquista de Roma.
Algunos disparos conmovían el aire polvoriento. El viento me traía un olor de menta y romero; como un olor de incienso, el olor de las mil iglesias de Roma. Y el sol se ponía, y en el cielo purpúreo lleno de nubes que se arropaban a la manera de los cielos de los pintores barrocos, el rugido de mil aviones excavaba inmensas cavernas donde se sumergía el río rojo del poniente.
Delante de nosotros los «Sherman» avanzaban con un rumor de chatarra, disparando de vez en cuando un cañonazo. De repente, en un recodo de la ruta, en el fondo del llano, detrás de los arcos rojos de los acueductos, detrás de las tumbas de ladrillos de un rojo de sangre, bajo aquel cielo barroco apareció Roma, blanca en un torbellino de llamas y de humo, como si un inmenso incendio la devorase.
Un grito se elevó y corrió de un extremo a otro de la columna: «¡Roma, Roma!» De los jeeps, de los carros, de los camiones, miles y miles de rostros recubiertos por una máscara blanca se tendían hacia la ciudad lejana, abrasada por el fuego del sol poniente. Yo sentí desvanecerse en mi voz ronca todo el odio, la cólera, la angustia y toda la tristeza, toda la felicidad de aquel momento tan esperado y ahora tan dolorosamente temido. En aquel instante Roma me pareció dura, cruel, cerrada como una ciudad enemiga. Y me sentí invadido por un oscuro sentimiento de temor y de vergüenza, como si fuésemos a cometer un sacrilegio.
Delante de las ruinas humeantes del campo de aviación de Ciampino, la columna se detuvo. Dos «Tigres» alemanes tumbados sobre sus flancos, cerraban el paso.
Algunas balas perdidas pasaban silbando por encima de nuestras cabezas. Los soldados americanos, desde lo alto de los carros, de los camiones, de los jeeps, se reían y bromeaban, alegres y despreocupados, mascando su
chewing-gum.
–Esta ruta -le dije a Jack- está sembrada de obstáculos. ¿Por qué no sugieres al general Cork tomar otra ruta?
En aquel momento el general Cork se volvió y agitando una carta topográfica hizo a Jack un signo con la cabeza. Jack saltó del jeep y acercándose al general comenzó a hablar con él, indicándole con el dedo un punto de la carta.
–El general Cork -dijo regresando hacia mí- desearía saber si no existe otra ruta más corta y más segura para ir a Roma.
–Si yo fuera el general Cork -respondí-, oblicuaría a la izquierda y por esta travesía llegaría a la Via Apia antigua, a unos dos kilómetros aproximadamente de las tumbas de los Horacios y los Curiacios y, pasando por Capo di Bove, entraría en Roma por la Via dei Triunfi y la Via deirimperio. Es más largo, pero más seguro.