–Perdóneme, quería decir alemanes.
El desgraciado se llamaba Giuseppe Leonardo y era originario de una aldea cerca de Alfedena. Toda su familia había desaparecido bajo las bombas, se había quedado solo, y hacía, según dijo la mujer, un poco de mercado negro. Pero tan poco… El coronel Brown tendió a la mujer un grueso sobre. Ésta, después de haber vacilado, lo tomó con dos dedos y lo puso en la mesita de noche.
–Servirá para el entierro -dijo.
Después de esta breve ceremonia empezaron todos a hablar en voz alta y la mujer me preguntó si el coronel Brown era el general Cork. Le respondí que era el capellán, un sacerdote.
–¡Un sacerdote americano! – exclamó la mujer, levantándose para ofrecerle la silla, en la cual el coronel Brown, sonrojándose y confuso, se sentó. Pero se levantó en el acto como picado por una avispa. Todos miraban al «sacerdote americano» con respeto y de vez en cuando se inclinaban sonriéndole con simpatía.
–Y ahora -me susurró el coronel Brown-, ¿qué debo hacer? – Y añadió-:
I think… yes I mean…,
¿qué haría en mi lugar un sacerdote católico?
–Haga lo que quiera -le respondí yo-, pero sobre todo que no se den cuenta, por el amor de Dios, de que es usted un pastor protestante.
–
Thank you
-dijo el capellán, palideciendo; y acercándose al lecho juntó las manos y se absorbió en la oración.
Cuando el coronel Brown se volvió y se apartó de la cama, la mujer me preguntó, sonrojándose, cómo podía componérselas para arreglar el cadáver. De momento no la entendí. La mujer me mostró el muerto. Era verdaderamente una cosa lamentable y horrible. Parecía uno de aquellos modelos de papel que utilizaban los sastres o los que se emplean en los campos de tiro. Lo que más me impresionó fueron los zapatos; aplastados, agujereados en algunos sitios por algo blanco, quizá por algunos huesecillos. Las dos manos, juntadas sobre el pecho (¡oh, sobre el pecho…!), parecían dos guantes de algodón.
–¿Qué podemos hacer? – dijo la mujer-. ¡Es imposible enterrarlo en este estado!
Yo respondí que quizá podríamos probar de mojarlo con agua caliente; el agua quizá lo hiciese hinchar
y
le daría un aspecto más humano.
–Querría usted ponerlo en remojo como el bacalao – dijo la mujer; pero se interrumpió en el acto, sonrojándose, como si un sentimiento de pudor le hubiese cortado súbitamente la palabra.
–Eso es, ponerlo en remojo -dije yo.
Alguien trajo una jofaina llena de agua excusándose porque estaba fría; hacía días que no había gas ni un trozo de carbón para el fuego.
–Tanto peor -dijo la mujer-; probaremos con agua fría.
Y con ayuda de una comadre comenzó a verter agua sobre el muerto, que al empaparse se hinchó levemente, pero no más allá del espesor de un fieltro gordo.
De la Via del Imperio, de la Piazza Venecia, del Foro de Traiano, de Suburra, llegaba el son estridente y orgulloso de las trompetas y los gritos de triunfo de los vencidos. Yo miraba aquella cosa horrible tendida sobre la cama y me reía solo, pensando que todos nosotros aquella noche, nos tomábamos por Brutos, Casios, Aristogitones, y éramos todos, vencedores y vencidos, como aquella cosa horrible tendida sobre la cama; una piel cortada en forma de hombre, una pobre piel de hombre. Me volví hacia la ventana abierta, y al ver elevarse por encima de los tejados la torre del Capitolio me reí por dentro pensando que aquella bandera de piel humana era nuestra bandera, la bandera de todos nosotros, vencedores y vencidos, la única bandera digna de flotar aquella noche sobre la torre del Capitolio. Me reía por dentro pensando en aquella bandera de piel humana flotando sobre el Capitolio.
Hice signo al coronel Brown y nos dirigimos hacia la puerta. Al llegar al umbral nos volvimos y nos inclinamos respetuosamente.
Al llegar al pie de la escalera, en el zaguán oscuro, el coronel Brown se detuvo.
–Quizá si le hubiesen empapado de agua caliente se hubiera hinchado más -dijo.
Los hombres jóvenes sentados en las escaleras de Santa María Novella, la pequeña muchedumbre de curiosos agrupados alrededor del obelisco, el oficial de
partigiani,
a horcajadas en un taburete al pie de la escalinata de la iglesia, los codos apoyados sobre una de las mesitas tomadas a un café de la plaza, el grupo de jóvenes partidarios de la división comunista «Potente», armados de fusiles ametralladores y alineados sobre el atrio delante de los cadáveres amontonados unos sobre otros, parecían pintados por Masaccio sobre un muro de cemento gris. Iluminados verticalmente por la luz color de yeso sucio que caía del cielo nebuloso, se callaban, inmóviles, con el rostro vuelto hacia el mismo lado. Un delgado hilo de sangre corría a lo largo de los escalones de mármol.
Los jóvenes sentados en los escalones de la iglesia eran fascistas de quince a dieciséis años, de cabello suelto y vasta frente, ojos negros y vivos en sus rostros pálidos. El más joven, vestido con una camiseta negra y pantalones cortos que dejaban desnudas sus piernas delgadas, era casi un chiquillo. Había también una muchacha entre ellos: una chiquilla, los ojos negros, con el cabello suelto sobre la espalda de ese rubio oscuro que se encuentra algunas veces en Toscana entre las mujeres del pueblo; estaba sentada con la cabeza atrás, mirando las nubes de verano por encima de los techos de Florencia relucientes de lluvia, un cielo pesado, de color de plomo, agrietado aquí y allá, parecido a los cielos de Masaccio en los frescos del Carmine.
Estábamos en el fondo de la Via della Scala, cerca de los Orti Oricellari, cuando oímos unos disparos. Llegados a la plaza habíamos ido a detenernos al pie del atrio de Santa María Novella, detrás del oficial de
partigiani
sentado delante del velador de hierro. Al chirrido de los frenos de nuestros dos jeeps, el oficial no se movió ni volvió la cabeza. Pero al cabo de un momento tendió un dedo señalando a uno de los muchos jóvenes y dijo:
–Te toca a ti. ¿Cómo te llamas?
–Hoy me toca a mí -dijo el muchacho, levantándose-, pero uno de estos días te tocaré a ti.
–¿Cómo te llamas?
–Me llamo como quiero -dijo el muchacho.
–¿Para qué le contestas al estúpido éste? – dijo uno de sus camaradas a su lado.
–Le contesto para enseñarle educación a este cochino -respondió el muchacho, enjugándose con el dorso de la mano la frente empapada de sudor.
Estaba pálido y sus labios temblaban. Pero se reía con una risa arrogante, mirando fijamente al oficial de
partigiani.
El oficial bajó la cabeza, jugueteando con su lápiz.
De repente, los muchachos comenzaron a hablar entre ellos, riéndose. Hablaban con el acento popular de San Frediano, de Santa Croce, de Palazzolo.
–¿Y éstos que están mirando aquí? ¿Es que no han visto nunca asesinar a un cristiano?
–¡Cómo se divierten, los imbéciles!
-
Me gustaría verlos en nuestro lugar. ¿Qué harían los mamarrachos estos?
–Apuesto a que caerían de rodillas…
–Los oirías berrear como cerdos, pobrecitos…
Muy pálidos, los muchachos se reían, mirando las manos del oficial.
–¡Qué guapo está con el pañuelito rojo alrededor del cuello…!
–¿Quién debe ser?
–¿Quién quieres que sea? ¡Garibaldi!
–Lo que me molesta -dijo el muchacho de pie sobre el peldaño-, es que me maten estos maricas.
–¿Has acabado o no, mocoso? – gritó alguien de la muchedumbre.
–Toma mi sitio, si llevas prisa – respondió el muchacho, metiéndose las manos en los bolsillos.
El oficial de
partigiani
levantó la cabeza: -Date prisa. No me hagas perder el tiempo. Te toca a ti.
–Si es cuestión de no hacerte perder el tiempo, estoy a tu disposición en seguida – dijo el chiquillo en tono de mofa.
Y pasando por encima de sus camaradas fue a colocarse delante de los
partigiani
armados de ametralladoras, al lado del montón de cadáveres, en medio del charco de sangre que se agrandaba sobre las losas de la plaza.
–Ten cuidado de no ensuciar tus zapatos – le gritó uno de sus camaradas, mientras se echaron a reír.
Jack y yo saltamos del jeep.
-Stop!
- gritó Jack.
Pero al mismo tiempo el chiquillo gritó: «¡Viva Mussolini!» y cayó acribillado a balazos.
-Good gosh!
-gritó Jack, pálido como un muerto.
El oficial de
partigiani
levantó la cabeza y miró a Jack de arriba abajo.
–¿Oficial canadiense? – preguntó.
–No, coronel americano -respondió Jack.
Y, mostrando a los muchachos sentados en los escalones de la iglesia, añadió:
–Bonito oficio asesinar chiquillos.
El oficial de
partigiani
se volvió lentamente, lanzó una mirada de soslayo sobre los dos jeeps llenos de soldados canadienses, fusil ametralladora al puño, y después, habiendo fijado su mirada en mí y examinando mi uniforme, dejó el lápiz sobre la mesita y con una sonrisa conciliadora dijo:
–¿Por qué no contestas tú a tu americano?
Lo miré frente a frente y lo reconocí. Era uno de los ayudantes de campo de Potente, el joven comandante de la división de
partigiani
que había tomado parte con las tropas canadienses en el sitio y asalto de Florencia. Potente había muerto días antes en Oltrarno, al lado de Jack y mío.
–El Mando Aliado ha prohibido las ejecuciones sumarias -dije-. Deja estos chiquillos tranquilos si no quieres tener disgustos.
–¿Eres de los nuestros y hablas así? – dijo el oficial de
partigiani.
–Soy de los vuestros, pero tengo que hacer respetar las órdenes del Alto Mando Aliado – dije.
–Me parece que te he visto en alguna parte – dijo -. ¿No estabas por casualidad allí cuando mataron a Potente?
–Sí -respondí-. Precisamente a su lado. ¿Y qué?
–¿Es los cadáveres lo que quieres? No sabía que te hubieses hecho sepulturero.
–Quiero los vivos, estos chiquillos.
–Toma los que están ya muertos. Te los daré baratos. ¿Tienes un cigarrillo?
–Quiero los vivos -declaré tendiéndole un paquete de cigarrillos-; serán juzgados por un Tribunal Militar.
–¿Por un Tribunal? – dijo el oficial, encendiendo un cigarrillo -. ¡Qué lujo!
–Tú no tienes derecho a juzgarlos.
–Yo no los juzgo – dijo el oficial -. Los mato.
–¿Por qué? ¿Con qué derecho?
–¿Con qué derecho?
–¿Por qué quiere usted matar a estos chiquillos? – preguntó Jack.
–Los mato porque gritan: «¡Viva Mussolini!»
–Gritan: «¡Viva Mussolini!», porque los matas – dije yo.
–Pero, ¿qué quieren esos dos? – gritó una voz en la muchedumbre.
–Queremos saber por qué los mata -dije, volviéndome hacia la multitud.
–Los mata porque disparaban desde los tejados – dijo otra voz.
–¿Desde los tejados? – dijo la muchacha, riéndose-. ¿Es que nos toman por gatos?
–No os dejéis ablandar -gritó un muchacho joven, saliendo de la multitud-. Yo os digo que tiraban desde los tejados.
–¿Lo has visto tú mismo?
–¿Yo? ¡No! – dijo el muchacho.
–Entonces, ¿por qué dices que tiraban desde los tejados?
–Tenía que haber alguien en los tejados para tirar. Los hay todavía – respondió el muchacho-. ¿No los oye usted?
Del fondo de la Via della Scala llegaba el ruido seco de algunos disparos, cortado por las ráfagas de las ametralladoras.
–¿No estarías tú también en los tejados, por casualidad?
–Tenga usted cuidado con lo que dice – dijo el muchacho con tono amenazador, avanzando un paso.
Jack se acercó a mí y me murmuró al oído:
–
Take it easy.
-Y habiendo dado la vuelta hizo un signo a los soldados canadienses, que saltaron de los jeeps y vinieron a colocarse detrás de nosotros fusil ametralladora al puño.
–La cosa va a arder -dijo la muchacha.
–Oiga, usted, ¿por qué se mete en nuestros asuntos? – gritó una de los fascistas, mirándole con maldad-. ¿Es que se figura usted que tenemos miedo?
–Tiene más miedo que nosotros – dijo la chiquilla-. ¿No ves qué pálido está? ¡Dale un cordial, pobrecito!
Se echaron todos a reír y Jack le dijo al oficial de
partigianit:
–Me hago cargo de todos estos muchachos. Serán juzgados con arreglo a la ley.
–¿Qué ley? – preguntó el oficial.
–La del Tribunal Militar -respondió Jack-. Había que matarlos en seguida en el mismo sitio. Ahora es tarde. Ahora le corresponde al Tribunal, Usted no tiene derecho a juzgarlos.
–¿Son amigos suyos? – preguntó el oficial a Jack con una sonrisa de mofa.
–Son italianos – dije.
–¿Italianos ellos? – dijo el oficial de
partigiani.
–¿Es que nos ha tomado por turcos? – gritó la muchacha-. ¡Vaya, hombre! ¡Como si fuese un lujo ser italiano!
–Si son italianos – dijo el oficial -, ¿qué tienen que hacer en eso los aliados? Nuestros asuntos los arreglamos entre nosotros.
–En familia – dije yo.
–¡Claro que en familia! Y tú, ¿por qué tomas el partido de los aliados? Si eres de los nuestros, debes estar con nosotros.
–Son italianos – dije.
–El tribunal del pueblo es quien debe juzgar a los italianos – gritó una voz en la muchedumbre.
-That's all!
-dijo Jack.
E hizo un signo a los soldados canadienses, que rodearon a los jóvenes fascistas y, haciéndolos bajar los escalones de la iglesia, los empujaron hacia los jeeps.
El oficial de
partigiani,
con el rostro lívido, miraba fijamente a Jack, apretando los puños. De repente, extendió una mano y agarró a Jack por brazo.
–¡Abajo las manos! – gritó Jack.
–No – dijo el otro sin moverse.
Entretanto había salido un monje de la iglesia. Un monje enorme, alto, gordo, el rostro redondo y rubicundo. Con una escoba en la mano, había empezado a barrer el atrio de la iglesia, lleno de paja, de viejos papeles y de cápsulas de cartucho.
Cuando vio el montón de cadáveres y la sangre que corría por los escalones de mármol se detuvo, con las piernas separadas.
–¿Y esto, qué es esto? – Y volviéndose hacia los
partigiani
alineados, ametralladora al brazo, delante de los cadáveres, gritó-: ¿Qué significa esto de venir a matar gente delante de la puerta de mi iglesia? ¡Largo de ahí sinvergüenzas! ¡Id a hacer estas cosas en vuestra casa, no aquí! ¿Me habéis entendido?