En aquel infernal paisaje, que aún rugiente de rojas tinieblas el alba iba sacando del profundo seno de la noche de fuego, como una mata de corales que saliese del fondo marino (la luz virginal del día lavaba el verde pálido de los viñedos, el viejo plateado de los olivos, el azul profundo de los cipreses y los pinos, el oro sensual de las retamas), los negros ríos de lava resplandecían con fúnebre fulgor, con ese negro brillante que tienen ciertos crustáceos en la orilla del mar, tocados por el sol, o ciertas piedras negras bañadas por la lluvia. Y poco a poco, allá abajo, detrás de Sorrento, una mancha rosa aparecía en el horizonte, liberándose lentamente en el aire, y el cielo entero, preñado de amarillas nubes sulfúreas, se teñía en aquella sangre transparente. Hasta que de improviso el sol hizo irrupción fuera de las nubes y apareció blanco, semejante a los párpados de un pájaro moribundo.
Un inmenso clamor se levantó en la plaza. La multitud tendía los brazos hacia el sol naciente gritando:
O sole! O sole!,
como si fuese aquella en realidad la primera vez que el sol saliese en Nápoles fuera del abismo del caos, en medio del tumulto de la creación, del fondo del mar todavía no totalmente creado. Y como siempre en Nápoles, después del terror y de las luchas y de las lágrimas, el retorno del sol al cabo de una noche de tan interminable angustia, transformó el horror y el llanto en júbilo y alegría. Estallaron aquí y allá el primer batir de manos, las primeras voces de alegría, los primeros cantos, y esos gritos guturales, modulados sobre los antiquísimos temas melódicos del primigenio terror, del placer, del amor, con los cuales el pueblo napolitano expresa a la manera de los animales, es decir de una manera maravillosamente ingenua e inocente, el júbilo, el estupor y el feliz temor que siempre acompaña, en los hombres y en los animales, el júbilo rencontrado y el estupor de vivir.
Bandadas de chiquillos corrían tras la muchedumbre de un lado a otro de la plaza gritando:
E fornuta! E fornuta!
y aquellas voces de: «¡Ha acabado! ¡Ha acabado!», eran el anuncio del fin del azote, fuese del volcán o de la guerra. La muchedumbre respondía:
E fornuta! E fornuta!,
porque siempre la aparición del sol engañaba al pueblo napolitano, le da la falaz esperanza del fin de sus desventuras y miserias. Un carro arrastrado por un caballo entró por Via Medina, y el caballo suscitó el júbilo y estupor de la muchedumbre, como si fuese el primer caballo de la creación. Todos gritaban:
'U bi! 'u bi! 'o cavallo!
Y he aquí que por todas partes, como por encanto, se alzaron las voces de los vendedores ambulantes que ofrecían imágenes santas, rosarios y amuletos, huesos de muerto y tarjetas postales representando erupciones del Vesubio y la imagen de san Genaro que con el ademán detuvo el alud de lava en las puertas de Nápoles.
De improviso se oyó en el cielo el roncar de unos motores y todos levantaron la vista.
Una escuadrilla de cazas americanos había alzado el vuelo del campo de aviación de Capodichino y se dirigía contra la enorme nube negra, la «sepie» preñada de pedruscos encendidos que el viento empujaba lentamente hacia Castellamare di Stabia. Al cabo de algunos instantes se oyó el toc toc de las ametralladoras, y la horrenda nube pareció detenerse, hacer frente a los asaltantes. Los cazas americanos trataban de hender la nube con las ráfagas de sus ametralladoras, hacer precipitar el alud de piedras candentes sobre el trozo de mar que se extiende entre el Vesubio y Castellamare para tratar de salvar de la ruina a la infausta ciudad. Era una empresa desesperada, y la muchedumbre contenía la respiración. Un profundo silencio cayó sobre la plaza.
De las rasgaduras que las ráfagas de las ametralladoras producían en la nube caían al mar torrentes de piedras incandescentes, levantando altos surtidores de agua rosada, y árboles de vapor de un verde intenso, y cometas de cenizas candentes, y maravillosas rosas de fuego que lentamente se deshojaban por el aire.
'U bi! 'U bi!,
gritaban la muchedumbre batiendo las manos. Pero la horrenda nube, empujada por el viento que soplaba del Septentrión, se acercaba cada vez más a Castellamare.
Y de repente, uno de los cazas americanos, parecido a un halcón de plata, se arrojó fulmíneo contra la «sepie», la desgarró con sus espolones, penetró en el desgarrón y estalló con una horrible detonación dentro de la nube que se abrió como una inmensa rosa negra y se precipitó en el mar.
El sol estaba ya alto. El aire iba haciéndose poco a poco más denso, un velo gris de cenizas oscurecía el cielo, y sobre la frente del Vesubio se formaba un nimbo color de sangre, roto por verdes relámpagos. El trueno resonaba lejano, tras el negro muro del horizonte, desgarrado por amarillentas saetas.
En las calles, en torno al Gran Cuartel, la afluencia era tal que tuvimos que abrirnos paso por la violencia. La muchedumbre aglomerada delante de la sede del G. C. G., esperaba, muda, un signo de esperanza. Pero las noticias de las regiones afectadas eran cada vez más graves. Las casas de los pueblos alrededor del Salerno se derrumbaron bajo la lluvia de piedras. Una tempestad de ceniza caía desde hacía algunas horas sobre la isla de Capri y amenazaba sepultar los pueblos entre Pompeya y Castellamare.
Por la tarde, el general Cork rogó a Jack que fuese a la zona de Pompeya donde el peligro era mayor. La cinta de la calzada estaba cubierta de una espesa alfombra de cenizas, sobre las cuales las ruedas de nuestro
jeep
giraban con un frufrú de seda. Un extraño silencio reinaba en el aire, roto de vez en cuando por los gruñidos del Vesubio. Me sorprendió el contraste entre la agitación y los gritos de los hombres y la muda inmovilidad de los animales que, quietos bajo la lluvia de ceniza, se miraban unos a otros con los ojos llenos de un doloroso estupor.
De vez en cuando atravesábamos nubes amarillas de vapor sulfúreo. Columnas de automóviles americanos desfilaban lentamente por la calzada, portadores de socorros, víveres, medicinas y ropas a las desgraciadas poblaciones del Vesubio. Unas tinieblas verdes envolvían la fúnebre campiña. Apenas pasado Herculano, una lluvia de fango caliente nos azotó el rostro durante largo rato. A poco, por encima de nosotros, el Vesubio rugía amenazador, vomitando altas fuentes de piedras rojas que volvían a caer rugiendo sobre la tierra. Poco antes de Torre del Greco nos sorprendió una súbita lluvia de pedruscos. Nos amparamos detrás del muro de una casa, cerca del mar. El mar era de un maravilloso color verde; parecía una tortuga de cobre antiguo. Un velero surcaba lentamente la dura costra del mar, sobre la que la lluvia de piedras caía con un crepitar sonoro.
En el sitio donde estábamos, se extendía, a espaldas de una alta roca que lo protegía del viento, un breve prado lleno de matas de romero y retama florida. La hierba era de un color intensísimo, un verde crudo y reluciente, un resplandor tan vivo, tan inesperado, tan nuevo, que parecía recién creado; un verde virgen todavía, sorprendido en el momento de su creación, en los primeros instantes de la creación del mundo. Aquella hierba descendía hasta casi tocar el mar que, por contraste, aparecía de un verde ya cansado, como si perteneciese a un mundo ya antiguo, creado desde tiempos remotos.
En torno a nosotros, la campiña, sepultada bajo las cenizas, estaba en algunos sitios quemada por la loca violencia de la naturaleza, de aquel nuevo caos. Grupos de soldados americanos con el rostro oculto tras las máscaras de goma y de acero parecidas a las celadas de los antiguos guerreros iban vagando por los campos y llevaban parihuelas, recogían heridos, dirigían grupos de mujeres y chiquillos hacia una columna de automóviles parados en la calzada. Algunos muertos eran alineados en los bordes de la carretera al lado de una casa derrumbada; tenían el rostro oculto bajo una máscara de cenizas blancas y duras que les daba el aspecto de tener un hueso en el sitio de la cabeza. Eran muertos todavía informes, no enteramente creados, los primeros muertos de la creación. Los lamentos de los heridos llegaban a nosotros procedentes de una zona situada más allá del amor, más allá de la piedad, más allá de la frontera entre el caos y la naturaleza, ya compuesta dentro del orden divino de la creación; eran la expresión de un sentimiento no conocido todavía de los hombres, de un dolor todavía no sufrido por los seres vivientes y, sin embargo, creados; era la profecía del sufrimiento, que llegaba hasta nosotros de un mundo todavía en gestación, aún sumergido en el tumulto del caos.
Y allí, en aquel breve mundo de hierba apenas salido del caos, aún fresco del trabajo de la creación, aún virgen, un grupo de hombres escapados a la desgracia dormían echados sobre la espalda de cara al cielo. Tenían unos rostros bellísimos, con la piel no mancillada por las cenizas y el fango, sino clara, como lavada por la luz; eran rostros nuevos, apenas modelados, de frente alta y noble, de labios puros. Estaban tendidos durmiendo sobre aquella hierba verde, como hombres escapados al diluvio sobre la cumbre del monte emergido de las aguas.
Una muchacha, de pie sobre la orilla arenosa, allá donde moría la hierba, se peinaba contemplando el mar. Contemplaba el mar como una mujer se mira en un espejo. Desde aquella hierba nueva, apenas creada, la muchacha, nueva en la vida, apenas nacida, se miraba en el antiguo espejo de la creación con una sonrisa de feliz estupor, y el reflejo del mar antiguo teñía de un verde cansado sus largos y mórbidos cabellos, su piel lisa y blanca, sus manos pequeñas y fuertes. Se peinaba lentamente y su ademán era ya un ademán de amor. Una mujer vestida de encarnado, sentada bajo un árbol, amamantaba a su hijo. Y el seno, brotando del corpino rojo, era blanquísimo, resplandecía como el primer fruto de un árbol recién salido de la tierra, como el seno de la primera mujer de la creación. Un perro, echado al lado de los hombres dormidos, seguía con los ojos los movimientos lentos y serenos de la mujer. Algunos corderos pastaban la hierba y de vez en cuando levantaban la frente mirando el mar verde. Aquellos hombres aquella mujer, aquellos animales estaban vivos, estaban a salvo. Lavados de sus pecados. Absueltos ya de la vida, de la miseria, del hambre, de los vicios y de los delitos de los hombres. Habían ya descontado la muerte, el descenso al infierno, la resurrección.
También nosotros, Jack y yo, habíamos escapado al caos, seres vivientes apenas creados, apenas llamados a la vida, apenas resurgidos de la muerte. La voz del Vesubio, aquel alto y ronco ladrido, llegaba amenazadoramente hasta nosotros, saliendo de la nube de sangre que se formaba frente al monstruo. Llegaba hasta nosotros a través de las tinieblas sanguinolentas, a través de la lluvia de fuego, una voz despiadada, implacable. Era la misma voz de la naturaleza convulsionada y maligna, la misma voz del caos. Estábamos en la frontera entre el caos y la creación, estábamos en el margen de la
bonté, ce continent énorme,
sobre el primer jirón de un mundo apenas creado. Y la terrible voz que llegaba hasta nosotros, aquel alto y ronco ladrido, era la voz del caos que se rebelaba contra las leyes divinas de la creación que mordía la mano del creador.
De improviso el Vesubio lanzó un grito terrible. El grupo de soldados americanos, reunidos junto a los automóviles parados en la calzada, retrocedió espantado, se desbandó y muchos, invadidos por el terror, huyeron hacia la orilla del mar. También Jack retrocedió algunos pasos y se echó atrás. Yo le agarré por un brazo.
–No tengas miedo -le dije-; mira aquellos hombres, Jack.
Jack se volvió y miró los hombres tendidos en el suelo durmiendo, la muchacha que se peinaba frente al mar, la mujer que amamantaba al niño. Yo hubiera querido decirle: «Dios los ha creado apenas y, no obstante, son los seres humanos más antiguos de la tierra. Aquél es Adán, y aquélla, Eva, apenas paridos por el caos, apenas subidos del infierno, apenas salidos del sepulcro. Míralos, acaban apenas de nacer y han sufrido ya todos los pecados del mundo. Todos los hombres, en Nápoles, en Italia, en Europa, son como ellos. Son inmortales. Nacen en el dolor, mueren en el dolor y renacen puros. Son los Corderos de Dios, llevan sobre sus espaldas todos los pecados y la totalidad de los dolores del mundo.»
Me callé. Y Jack me miró, sonriendo.
Volvimos por la tarde tempestuosa bajo la lluvia de fuego. Hacia Portici encontramos de nuevo el verde antiguo de la hierba y de las hojas, las antiguas gemas de los árboles, el antiguo juego de la luz en los cristales de las ventanas. Yo pensaba en la gentileza de aquellos soldados extranjeros inclinados sobre los heridos y los muertos, en su conmovedora y temerosa piedad. Pensaba en aquellos hombres tendidos en el sueño sobre la orilla del caos, en su eternidad. Jack estaba pálido y me sonreía. Me volví para mirar el Vesubio, aquel monstruo horrendo de cabeza de perro, que ladraba en el fondo del horizonte, entre el humo y las llamas, y en voz baja dije:
«¡Piedad, piedad! ¡Piedad para ti también!»
Amenazado por la retaguardia por la cólera del Vesubio, el Ejército americano, detenido desde hacía varios meses delante de Cassino, avanzó por fin; se lanzó hacia delante, rompió el frente de Cassino y, extendiéndose por el Lacio, se acercó a Roma.
Echados sobre la hierba en el borde del antiguo cráter apagado del lago de Albano, parecido a una cubeta de cobre llena de agua negra, contemplábamos Roma a lo lejos, en el fondo de la llanura, donde dormía perezosamente al sol el
flavus Tiber,
el Tíber rubio. Algunos disparos resonaban a lo lejos, en el viento tibio. La cúpula de San Pedro oscilaba en el horizonte bajo un inmenso castillo de nubes blancas que el sol hería con sus flechas. Yo, sonrojándome, pensaba en Apolo y sus flechas de oro. A lo lejos, el Soracte nevado emergía de una espesa neblina azul. El verso de Horacio acudió a mis labios y me sonrojé. En voz baja, dije:
«Roma, Roma querida…»
Jack me miró y esbozó una sonrisa.
Desde los bosques de Castelgandolfo, donde Jack y yo, después de habernos separado por la mañana de la columna del general Cork nos habíamos reunido con la división marroquí del general Guillaume, Roma, azotada por el reflejo cegador del sol sobre las nubes blancas, aparecía con una blancura lívida de yeso, parecida a esas villas de piedra blanca que surgen en el fondo de los paisajes de la
Ilíada.
Las cúpulas, las torres, los campanarios, la geometría rigurosa de los nuevos barrios que desde San Juan de Letrán descienden por el verde valle de la Ninfa Egeria hacia las tumbas de los Barberini, parecían hechos de una materia dura y blanca, veteada de sombras azules. Negros cuervos se elevaban sobre las tumbas rojas de la Via Apia. Pensé en las águilas de los Césares y me sonrojé. Hice un esfuerzo por no pensar en la diosa Roma sentada en el Capitolio, ni en las columnas del Foro, ni en la púrpura de los Césares.
The glory that was Rome,
pensé, sonrojándome. Aquel día, en aquel momento, en aquel sitio, no quería pensar en la eternidad de Roma, me gustaba pensar en Roma como villa mortal.