La idea del
maquis
de los invertidos había sido idea de Georges; a él pertenecía el mérito de haber organizado en todos los países ocupados por los alemanes, incluso en Alemania, ese
réseau
de jóvenes
mignons
que tantos y tan preciosos servicios han prestado a la noble causa de la libertad europea. Durante aquellos días de noviembre de 1943, Georges había venido clandestinamente de París a Nápoles para concertar con el Alto Mando aliado de Caserta el plan a desarrollar en Italia. Se debe a Georges que el famoso coronel Dolmann, verdadera cabeza política de Hitler en Roma, haya acabado más tarde por caer en las redes de los jóvenes
mignons,
que Georges había pacientementemente tendido alrededor de él.
Dolmann era cruel y bellísimo, dos cualidades que lo destinaban a caer en las sutiles artes de Georges; enamorado de un joven de la más alta nobleza romana, fue por aquella imprudente pasión arrastrado a traicionar. Fue Dolmann, en realidad, quien llegó en Suiza a la conclusión, a espaldas de Hitler y de Mussolini, de aquellos acuerdos secretos que salvaron de la destrucción las industrias de Italia del Norte y llevaron a la fracasada resistencia y a la rendición de las tropas alemanas durante la ofensiva aliada de abril de 1945 en Italia. En aquellas negociaciones, Georges llevó la parte decisiva, comportándose como el héroe corneliano que eran y, espero, es todavía. Porque enamoradísimo también del joven amante de Dolmann, ha sabido sacrificar su amor a la causa de la libertad europea. ¡De qué sacrificio no es capaz un invertido por la causa de la libertad! Georges era, pues, también un héroe de la libertad. ¡A cuánta gente, y a qué gente debe agradecer Europa su liberación!
Georges, sentado al lado de Jack, le había apoyado una mano sobre el brazo y le estaba hablando de París, de Francia, de la vida parisiense durante la ocupación, de los oficiales y los soldados alemanes de paseo por los Campos Elíseos, o sentados en las mesas de «Maxim's», de «Larue», de «Deux Magots». Hablaba de París, de los amores, de los chismes y habladurías, de los escándalos de París, y Jack, de vez en cuando, se volvía hacia mí para decirme.
–
Tu entends? On parle de Paris!
Jack era feliz de poder charlar en francés con un verdadero francés, pese a que algunas veces se encontrase en la situación de François de Séryeuse frente a Mrs. Wayne en el
Bal du Comte d'Orgel;
Georges
faisait des mots que Jack prennait pour des fautes de français.
Georges hablaba de la joven y bella condesa de V…, su prima, con hastío y celos, de André Gide con secreto rencor, de Jean Cocteau con afectuoso desprecio, de Jean-Paul Sartre y de sus
mouches
con afectada indiferencia, y de la vieja duquesa de P… como una solterona habla de su perro; que había tenido la gripe, que ahora estaba mejor, que hacía pipí regularmente y que ladraba delante de los espejos. Aquella vieja duquesa de P., que ladra delante de los espejos, impresionó profundamente a Jack, que de vez en cuando se volvía para decirme:
–
Tu entends? C'est marrant, n'est-ce pas?
Al llegar a un cierto punto, Georges empezó a hablar de los
zazous
de París.
–
What?
-dijo Jack-,
les
zazous?
qu'est-ce que c'est que les
zazous?
Primero riéndose de la ingenua ignorancia de Jack, oscureciéndose paulatinamente su rostro, Georges le dijo que los
zazous
eran muchachos excéntricos de entre los diecisiete y los veinte años, vestidos de un modo extraño, con zapatos de golf, pantalones exagerados y remangados hasta media pantorrilla, chaqueta muy larga, a menudo de terciopelo, y una camisa de cuello alto y estrecho. Llevaban, decía, el cabello largo hasta el cuello sobre la frente y las sienes, peinado de una manera que recordaba el peinado de María Antonieta. Los
zazous
habían comenzado a aparecer en París hacia fines de 1940, más numerosos en el barrio llamado de la Muette, por los alrededores de la Place Victor Hugo (en un bar de aquella plaza habían establecido su cuartel general), esparciéndose poco a poco, en grupos sueltos, por la Rive Gauche; pero sus barrios favoritos siguieron siendo los elegantes de la Muette y los Campos Elíseos.
Pertenecían,, por regla general, a familias de la burguesía acomodada y parecían desprendidos de las preocupaciones de toda especie que angustiaban por aquellos tiempos el ánimo de los franceses. No mostraban interés particular ni por el arte, ni por la literatura, ni por el deporte, y menos aún por la política, si es que se puede dar este nombre a la sucia política de aquellos años. Por todo lo que la palabar
flirt
pueda sobrentender, o indicar, afectaban indiferencia, pese a que anduviesen habitualmente acompañados, o mejor dicho, seguidos de las
zazous
femeninas, también éstas de muy juvenil edad y vestidas también de un modo excéntrico, con un suéter largo hasta el pubis y una falda corta hasta encima de las rodillas. No hablaban nunca, en público, en voz alta, sino siempre con voz apagada, como si se hablasen al oído, y siempre de cine; pero no, sin embargo, de actores ni de actrices, sino de productores y de películas. Pasaban las tardes en el cine y en la sala oscura no se oía más que su susurrar apagado, y el llamarse unos a otros con breves signos guturales.
Que hubiese algo poco claro en ellos, en sus secretos conciliábulos, en sus misteriosas andanzas, podría probarse por el hecho de que la policía de vez en cuando invadía sus puntos de reunión habituales.
Allez, allez travailler les fils à papa,
decían benévolamente los
flics,
empujando a los
zazous
hacia la puerta. La policía francesa, en aquellos años, no sentía grandes deseos de mostrarse severa y la policía alemana no daba gran importancia a los
zazous.
No podría decirse si, en cuanto a la policía francesa, se trataba de ingenuidad o de tácita complicidad; pero era sabido de todos que los
zazous
se proclamaban, acaso someramente degaullistas. Con el andar del tiempo, muchos
zazous
se entregaron a pequeños tráficos, especialmente al mercado negro de cigarrillos ingleses y americanos. Y hacia finales de 1942 ocurría frecuentemente que la policía conseguía confiscar en los bolsillos de los
zazous,
no sólo cigarrillos «Camel» o «Players», sino manifiestos de propaganda degaullista impresos en Inglaterra. «Chiquilladas», decían muchos, y éste era también el parecer de la policía francesa, que no quería complicaciones.
Que detrás de los
zazous
estuviese o no el famoso general americano Donovan no era cosa fácil, entonces, establecerlo; hoy no cabe la menor duda. Los
zazous
formaban una
réseau
en estrecho contacto con la
Intelligence
inglesa y americana. Pero en aquel tiempo los
zazous
aparecían, a los ojos de los parisienses, como unos jóvenes excéntricos que, como reacción natural contra la severidad de la vida durante aquellos años, habían inventado una moda fácil y divertida, y a quienes, todo lo más, se podía reprochar hacer el papel de
dandyes o
de
lyons,
indiferentes a los sufrimientos y a las angustias comunes, como a la soberbia y la brutalidad de los alemanes, en una sociedad burguesa empobrecida, envilecida y sólo deseosa de no tener disgustos ni con los alemanes ni con los aliados pero más con aquellos que con éstos. En cuanto a los trajes de los
zazous,
no se podía decir nada preciso y, sobre todo, nada malo. Sus actos, indumentaria, estaban acaso también inspirados en ese mito de la libertad individual que es una grandísima parte de la mitología de los homosexuales. Pero, más que el vestir, los distinguía de los invertidos su tendencia política; porque los
zazous
se decían degaullistas y los homosexuales se proclamaban comunistas.
–
Ah, ah, les
zazous!
Tu entends?
-decía Jack, volviéndose hacia mí-.
Les zazous! Ah, ah, les zazous!
–
Je n'aime pas les
zazous -dijo Georges-,
ce sont des réactionnaires.
Yo me eché a reír; murmuré al oído de Jeanlouis.
–Tiene celos de los
zazous.
–¿Celos de esos imbéciles? – respondió Jeanlouis con profundo desprecio -. Mientras ellos hacían el héroe en París, nosotros moríamos por la libertad.
Yo me callé, no sabiendo qué responder. No se sabe nunca qué responder a la gente que muere por la libertad.
–¿Y Matisse? ¿Qué hace Matisse? – decía Jack-. ¿Y Picasso?
Georges respondía sonriendo, con su voz de tórtola. Todo, en sus labios, era pretexto de chismografía; y de Picasso, de Matisse, del cubismo, de la pintura francesa durante la ocupación alemana, Georges sacó la trama de un maravilloso arabesco de chismes y perfidias.
–¿Y Roualt? ¿Y Bonnard? ¿Y Jean Cocteau? ¿Y Serge Lifar? – decía Jack.
Al nombre de Serge Lifar el rostro de Georges se ensombreció, de sus labios escapó un sordo lamento; su frente se inclinó sobre el hombro de Jack.
–
Ah, ne m'en parlez, je vous en supplie!
-dijo en voz baja alterada por la emoción.
–
Oh, sorry
-dijo Jack-,
est-ce qu'il lui est arrivé quelque malheur? Est-ce qu'on l’a arreté, fusillé?
–
Pire que ça
- dijo Georges.
–
Pire que ça?
-dijo Jack, profundamente turbado.
–
Il
danse!
-dijo Georges.
–
Il
danse?
- dijo Jack, no consiguiendo comprender cómo para un bailarín, bailar en París fuese una desgracia tremenda.
–
Hélas, il danse!
-repitió Georges con una voz llena de angustia, de pena y de rencor.
–
Vous l’avez vu danser?
-dijo Jack en el mismo tono en que hubiera podido preguntar:
Vous l’avez vu mourir?
–
Hélas, oui
! - dijo Georges.
–
Il
y
a longtemps de cela?
-preguntó Jack en voz baja.
–
Le soir avant de quitter Paris
-dijo Georges-.
Je vais le voir danser tous les soirs, hélas! Tout Paris court le voir danser.
Car il danse, hélas!
–
Il
danse, hélas!
-repitió Jack; y volviéndose hacia mí, dijo con voz triunfante-:
Il
danse, hélas! Tu entends?
Cuando llegamos a Torre del Greco eran las cuatro de la tarde. Nos dirigimos hacia el mar y nos detuvimos delante de una cancela en el fondo de una callejuela encerrada entre altos muros, en un punto donde los viñedos y los jardines de naranjos y limones descienden hasta el mar. Empujamos la verja y entramos en un huerto que rodeaba una pobre casa de pescadores, con los muros pintados de un apagado rojo pompeyano. En la fachada de la casa se abría el arco de una galería y delante de ella corría, por toda la longitud del huerto, una pérgola vestida aún con los pámpanos de una parra quemados por los primeros fríos del otoño, y entre ellos relucía algún racimo blanco de uva, madurada por el último fuego del verano muerto. Bajo la pérgola estaba dispuesta una mesa rústica cubierta por un mantel de hilo grueso sobre el cual había la vajilla de basta mayólica, los cubiertos de mango de hueso y algunas botellas de vino del Vesubio, ese vino blanco que de la negra lava del volcán y de la limpidez del aire marítimo saca una maravillosa fuerza, recia y delicada.
Los amigos de Jeanlouis, que nos esperaban sentados en los bancos de mármol diseminados por el huerto (las casas, los jardines, los huertos de aquella parte de la campiña napolitana que se extiende al pie del Vesubio están llenos de mármoles desenterrados en las excavaciones de Herculano y de Pompeya), acogieron a Georges, Fred y Jeanlouis con grandes gritos de júbilo, y vinieron a su encuentro con los brazos abiertos, contoneándose y moviendo la cabeza con suaves ademanes amorosos. Se abrazaron, se hablaron al oído; se miraron tiernamente a los ojos; parecía que no se habían visto desde hacía cien años, cuando, en realidad, acababan de dejarse. Todos, uno a uno, besaron la mano de Georges, que acogía graciosamente aquel homenaje, sonriendo, sin embargo, con orgulloso desprecio. Cuando la ceremonia de los abrazos terminó, Georges quedó transfigurado; parecía despertarse, abrió las ojos, miró a su alrededor con fingida sorpresa y comenzó a balbucear, a sacudir las plumas, a andar con aquellos pasitos cortos suyos que le daban una semejanza con un gorrión saltando de rama en rama. Sobre las sombras que el emparrado de la pérgola dibujaba en el suelo, daba la sensación de saltar de un travesaño a otro, y parecía picotear aquí y allá con su gracia de pajarito, los dorados granos de uva que parecían mirar por entre los pámpanos rojos.
Jack y yo estábamos aparte en un banco de mármol, para no turbar aquellos honrados y graciosos amores, y Jack sacudía la cabeza.
–
Do you really think…
-decía-,
tu crois vraiment…
–Naturalmente -decía yo.
–
Ah, ah, ah!
-decía él-,
c'est done comme ça, ce que vous appelez des héros en Europe?
–Sois vosotros -respondía yo- quienes habéis hecho de ellos unos héroes. ¿Teníais acaso necesidad de nuestros pederastas para ganar la guerra? Afortunadamente, en materia de héroes, tenemos algo mejor en Europa.
–¿No creéis que tenéis algo mejor, incluso en materia de pederastas?
–Empiezo a creer que los pederastas son los únicos que han ganado la guerra.
–Empiezo también yo a creerlo –decía Jack, y sacudía la cabeza riendo.
Mientras tanto, Georges y sus amigos paseaban por el huerto murmurando y lanzando miradas inquietas e impacientes hacia la casa
–¿Qué esperan? –decía Jack– ¿Crees que esperan a alguien? Comienzo a tener miedo, tengo la sospecha de que esta historia tiene que acabar mal.
De repente dirigí los ojos hacia el paisaje, y dije en voz baja:
–Mira el mar, Jack.
El mar, aferrado a la orilla, me miraba fijo. Me miraba fijo con sus grandes ojos verdes, jadeando, como una bestia aferrada a la orilla; enviaba un olor extraño, un fuerte olor a bestia salvaje. Lejos, hacia occidente, donde el sol declinaba en un horizonte caliginoso, se bamboleaban, anclados a lo largo del puerto, cientos y cientos de paquebotes, envueltos en una densa oscuridad gris, rota por el blanco esplendor de las gaviotas. Otras naves surcaban remotas las aguas del golfo, a lo lejos, negras contra el azul espectro transparente de la isla de Capri; y una tempestad provocada por el scirocco, ensuciando poco a poco el cielo (eran nubes lívidas, desgarradas por relámpagos sulfurosos, rasgadas de pronto por ligeras hendiduras verdes de cegadores resplandores negros), impulsaba hacia adelante blancas velas extraviadas, que buscaban refugio en el puerto de Castellmmare. La escena era triste y vivida, con aquellas naves diluidas en la línea del horizonte, aquellas velas que huían ante los relámpagos verdes y amarillos de la negra tempestad, con aquella remota isla errante en el abismo azul del cielo. Era un paisaje mítico, y al margen de ese paisaje, Andrómeda, encadenada a una roca, lloraba, quién sabe dónde, y Perseo, quién sabe dónde, mataba al monstruo.