-Wer da?
¿Quién va?
–¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Quién es? ¿Quién es?-respondían algunas voces corriendo sobre mi cabeza.
La línea del horizonte era rosada y transparente como la cascara de un huevo; parecía, en efecto, que un huevo allá, en el fondo del horizonte, comenzase a salir lentamente del mismo seno de la tierra.
–Soy un hombre, un cristiano – dije.
Una risa estridente resonó en el cielo y se perdió en la lejanía de la noche. Y una voz, más fuerte que las otras, gritó:
–¡Ah! ¿Conque tú eres cristiano?
Yo respondí:
–Sí, soy cristiano.
Y la voz gritó:
–¡Ah, ah, ah! ¿Y no te avergüenzas de ser cristiano?
Y yo respondí:
–No, no me avergüenzo de ser cristiano.
Una risa sarcástica acogió mis palabras, y corriendo alta sobre mi cabeza se alejó, fue apagándose poco a poco en la lejanía de la noche.
–¿No te avergüenzas de ser cristiano? – gritó la voz.
Yo callaba. Inclinado sobre el cuello del caballo, el rostro hundido en sus crines, callaba.
–¿Por qué no respondes? – dijo la voz.
Yo callaba, mirando el horizonte lejano aclararse poco a poco. Una luz dorada, parecida a la transparencia de una cascara de huevo, sé extendía lentamente por el cielo. Era verdaderamente un huevo que iba naciendo, que apuntaba poco a poco en la tierra, que surgía lentamente de la profunda y negra tumba de la tierra.
–¿Por qué callas? – gritó la voz.
Y yo sentía sobre mi cabeza un rumor como de ramas agitadas por el viento, un murmullo como de hojas en la brisa, y una risa de rabia y palabras duras, que corrían por el cielo negro, y algo, como un ala, que acariciaba mi rostro.
Eran seguramente pájaros, grandes pájaros negros, acaso fuesen cuervos que, arrancados al sueño, emprendían el vuelo, huían graznando con sus pesadas alas negras.
–¿Quiénes sois? – grité-. ¡Por el amor de pios, contestadme…!
El resplandor de la luna se difundía por el cielo. Era verdaderamente un huevo que nacía allá lejos, del seno de la noche; era un huevo que nacía del seno de la tierra levantándose lentamente del horizonte. Y poco a poco vi los árboles que orillaban el camino salir de la noche, destacarse contra el cielo dorado, y negras formas que se movían allá, en lo alto, entre las ramas.
Un grito de horror escapó de mi garganta. Eran hombres crucificados. Eran hombres clavados en los troncos de los árboles, con los brazos abiertos en cruz, los pies juntos, fijados en el tronco por gruesos clavos o con alambres atados alrededor de sus tobillos. Algunos tenían la cabeza abandonada sobre el pecho, otros sobre el hombro, otros levantaban el rostro para mirar la luna naciente. Casi todos iban vestidos con la negra hopalanda de los hebreos, algunos estaban desnudos, y su carne relucía castamente en la tibieza fría de la luna. Como el huevo preñado de vida que en los sepulcros etruscos de Turquinia los muertos levantan entre dos dedos, como símbolo de fecundidad y vida eterna, la luna se levantaba de bajo tierra, se elevaba en el cielo, blanca y fría como un huevo, iluminando los rostros barbudos, las negras orejas, las bocas abiertas de los hombres crucificados.
Me incorporé sobre los estribos, tendí la mano hacia uno de ellos y traté de arrancar con las uñas el clavo que sujetaba sus pies. Pero voces de desdén se elevaron en torno a mí y el crucificado gritó:
–¡No me toques, maldito!
–No quiero hacerte daño -dije-. ¡Por el amor de Dios, dejadme que vaya en ayuda vuestra!
Una risa horrenda corrió por los árboles, de cruz en cruz, y vi las cabezas moverse de un lado para otro, las barbas agitarse, las bocas abrirse y cerrarse; y oí el rechinar de los dientes.
–¿Venir en nuestra ayuda? – gritó la voz desde lo alto -. ¿Y por qué? ¿Acaso porque tienes piedad de nosotros? ¿Porque eres un cristiano? ¿Y crees que ésta es una buena razón? ¿Tienes piedad de nosotros porque eres cristiano? – Yo me callaba, y la voz prosiguió con más fuerza-: Los que nos han clavado en la cruz, ¿no son acaso cristianos como tú? ¿Son acaso perros, caballos o ratas los que nos han clavado en este árbol? ¡Ah, ah, ah, un cristiano! – Yo inclinaba la cabeza sobre el caballo y callaba-. ¡Vamos, responde! ¿Con qué derecho pretendes venir en nuestra ayuda? ¿Con qué derecho pretendes tener piedad de nosotros?
–¡No he sido yo! – grité-. ¡No he sido yo quien os ha clavado en estos árboles!
–Lo sé -dijo la voz con un indecible acento de dulzura y de odio-, lo sé; han sido los otros, los otros como tú.
En aquel momento llegó hasta mí, desde lejos, un gemido, un lamento alto y fuerte. Era un llanto joven, roto por el sollozo de la muerte, y un murmullo corrió de árbol en árbol. Voces angustiadas gritaban: «¿Quién es? Quién muere allá?» Y otras voces lamentables respondían, siguiéndose hasta nosotros de cruz en cruz: «Es David, David de Samuel, David hijo de Samuel, David, David…»
Y con ese nombre repetido de árbol en árbol llegaba a nosotros un sollozo entrecortado, un llanto frágil y ronco, y gemidos, imprecaciones, aullidos de dolor y de rabia.
–Era aún un chiquillo -dijo la voz.
Entonces levanté los ojos, e iluminado por la luna ya alta, por el blanco reflejo de aquel huevo incrustado en el cielo oscuro, vi aquel que me hablaba; era un hombre desnudo, de rostro plateado, descarnado y barbudo. Tenía los brazos abiertos en cruz, las manos clavadas a dos gruesas ramas que arrancaban del tronco. Me miraba fijamente, con los ojos centelleantes, y de improviso gritó:
–¿Qué piedad es la vuestra? ¿Qué quieres que hagamos de vuestra piedad? Escupimos sobre vuestra piedad,
ja naplivaiu!, ja naplivaiu!
Y voces llenas de rabia resonaron por doquier:
–
Ja naplivaiu! Ja naplivaiu!
¡Escupimos encima, escupimos encima!
–¡Por el amor de Dios -grité-, no me echéis de aquí! ¡Dejadme que os desclave de vuestras cruces! ¡No rechacéis mi mano, es la mano de un hombre!
Una risa de maldad se levantó en torno a mí; oía las ramas gemir sobre mi cabeza, un horrible temblor se propagaba por las hojas.
–¡Ah, ah, ah! – gritó el crucificado-. ¿Habéis oído? ¡Quiere quitarnos de la cruz! ¡Y no le da vergüenza! ¡Raza inmunda de cristianos, nos torturáis, nos claváis en los árboles y después venís a ofrecernos vuestra piedad! Queréis salvar vuestras almas, ¿verdad? ¡Tenéis miedo del infierno…! ¡Ah, ah, ah…!
–¡No me echéis! – gritaba yo-. ¡No rechacéis mi mano, por el amor de Dios!
–¿Quieres quitarnos de la cruz? – dijo el crucificado con voz grave y triste -. ¿Y después, qué? Los alemanes nos matarán como perros. Y a ti también te matarán como un perro rabioso.
«Nos matarán como perros», repetí dentro de mí, bajando la cabeza.
–Si quieres ayudarnos, si quieres abreviar nuestros tormentos, dispáranos un tiro en la cabeza, uno a uno. ¡Vamos! ¿Por qué no disparas? Si tienes verdaderamente piedad de nosotros, mátanos, danos el golpe de gracia. Vamos, ¿por qué no disparas? ¿Temes acaso que los alemanes te maten porque has tenido piedad de nosotros?
Y al decir esto me miraba fijo y yo sentía que aquellos ojos negros y relucientes me atravesaban.
–¡No, no! – grité-. ¡Tened piedad de mí, no pidáis esto, por el amor de Dios! ¡No me pidáis una cosa semejante, jamás he disparado contra un hombre, no soy un asesino! ¡No quiero volverme asesino!
Y agitaba la cabeza llorando y gritando sobre el cuello del caballo.
Los crucificados callaban, los oía respirar, oía su mirada pesar sobre mí, sus ojos de fuego abrasarme el rostro inundado de lágrimas, atravesarme el pecho.
–¡Si tienes piedad de nosotros, mátanos! – gritó el crucificado-. ¡Oh, dispara contra mi cabeza, dispara contra mi cabeza, ten piedad de mí! ¡Por el amor de Dios, mátame! ¡Mátame, por el amor de Dios!
Entonces, dolorido y llorando, y moviendo con terrible esfuerzo los brazos grávidos por un enorme peso, llevé mi mano a mi costado y empuñé la pistola. Lentamente levanté el codo y, alzándome sobre los estribos, con la mano izquierda agarrada a las crines para no resbalar de la silla, tan débil y aturdido estaba por la opresión del horror, levanté la pistola y apunté al rostro del crucificado; y en aquel instante lo miré. Vi su boca negra, cavernosa, desdentada, su nariz afilada con los agujeros llenos de coágulos de sangre, la barba alborotada, sus negros ojos relucientes.
–¡Ah, maldito! – gritó el crucificado-. ¿Es esta vuestra piedad? ¿No sabéis hacer otra cosa, villanos? Nos claváis en los árboles y después nos matáis de un tiro en la cabeza… ¿Es esta vuestra piedad, villanos?
Y dos, tres veces, me escupió en la cara.
Yo caía sobre la silla, mientras una risa horrible corría de árbol en árbol. Herido por las espuelas el caballo avanzó, tomó el trote y yo, con la cabeza baja y agarrado con las dos manos al arzón de la silla, pasé bajo aquella doble hilera de crucificados y cada uno de ellos me escupió gritando: «¡Villano! ¡Cristiano maldito!» Sentía sus escupitajos flagelarme el rostro, las manos, y apretaba los dientes, inclinado sobre el cuello del caballo, bajo aquella lluvia de escupitajos.
Así llegué a Dorogó y caí de la silla en brazos de algunos soldados italianos del presidio, en aquel poblado perdido en la estepa. Eran soldados de caballería del regimiento de Lodi y los mandaba, un teniente lombardo sumamente joven, casi un chiquillo. Por la noche me atacó la fiebre y hasta el alba deliré, velado por el joven oficial. No sé qué grité en mi delirio, pero cuando recobré el conocimiento, el oficial me dijo que yo no tenía ninguna culpa de la horrible suerte caída sobre aquellos infelices, y que aquella misma mañana una patrulla alemana había fusilado a un campesino sorprendido dando de beber a los crucificados. Yo comencé a gritar:
–¡No quiero ser más cristiano! – decía-. ¡Me da asco ser cristiano, un cristiano maldito!
Y luchaba porque me dejasen ir a dar de beber a aquellos desgraciados, pero el oficial y dos soldados me sujetaban fuertemente en el lecho. Seguí luchando hasta que me desvanecí; cuando recuperé los sentidos fui presa de nuevo de un acceso de fiebre y deliré durante todo el día y la noche siguiente.
El día siguiente lo pasé en cama, demasiado débil para poder levantarme. Miraba a través de los cristales de la ventana el cielo blanco sobre la estepa amarilla, las nubes verdes en el fondo del horizonte, escuchaba las voces de los campesinos y los soldados que pasaban delante de la verja del huerto. El oficial joven me dijo aquella noche que el deber de todos era, no pudiendo evitar aquellas atrocidades, tratar de olvidarlas para no correr el riesgo de acabar locos, y añadió que si me sentía mejor me proponía al día siguiente acompañarme a visitar el
kolhjose
de Dorogó y la famosa cría de caballos. Pero le di las gracias por su amabilidad diciéndole que quería regresar cuanto antes a Constantinowka. Al tercer día me levanté, me despedí del joven oficial (recuerdo que lo abracé y que al abrazarlo temblaba) y pese a que me sentía privado de fuerzas, monté a caballo y acompañado de dos soldados emprendí el camino de Constantinowka a primeras horas de la tarde.
Salimos del pueblo al trote corto y cuando llegamos al camino de los árboles cerré los ojos, y picando espuelas, salí al galope por entre aquellas dos terribles hileras de hombres crucificados. Cabalgaba inclinado sobre el cuello del caballo, con los ojos cerrados y apretando los dientes. Al cabo de un momento frené el caballo.
–¿Qué es este silencio? – grité-. ¿Por qué este silencio?
Había reconocido aquel silencio. Abrí los ojos y miré. Aquellos horribles Cristos pendían inertes de sus cruces, con los ojos abiertos, la boca horrenda y me miraban fijamente.
El viento negro corría acá y allá de la estepa como un caballo ciego, movía los harapos que cubrían aquellos pobres cuerpos llagados en contorsión, agitaba las hojas de los árboles, y ni el más leve murmullo corría por la fronda.
Era un silencio horrible. La luz estaba muerta, el olor de la hierba, el color de las hojas, de las piedras, de las nubes errantes por el cielo gris, todo estaba muerto en el fondo de aquel inmenso, vacío, helado silencio. Espoleé el caballo, que se empinó y arrancó al galope. Yo fui llorando y gimiendo a través de la estepa, en el viento negro que corría acá y allá en la luz clara como un caballo ciego.
Había reconocido aquel silencio. En el invierno de 1940, para huir de la guerra y de los hombres, para curarme de aquel asqueroso mal que la guerra hace nacer en el corazón de los hombres, me había refugiado en Pisa, en una casa muerta, en el fondo de una de las calles más bellas y más muertas de aquella bellísima y muerta ciudad. Llevaba conmigo a
Febo,
mi perro
Febo,
que había recogido muriéndose de hambre en la playa de Marina Corta, en la isla de Lípari, y que había cuidado, criado, en mi muerta casa de Lípari, y que había sido mi único compañero durante mis desiertos años de destierro en aquella triste isla, tan cara a mi corazón.
Jamás he querido tanto a una mujer, a una hermana, a un amigo, como a
Febo.
Era un perro como yo. Para él he escrito las páginas afectuosas de
Un cane come me.
Era un ser noble, el ser más noble que jamás he encontrado en la vida. Era de aquella raza de lebreles, raros hoy día y delicados, venidos en la antigüedad de las riberas de Asia con las primeras emigraciones jónicas, que los pastores de Lípari llamaban
cerneghi.
Son los perros que los escultores griegos esculpían en los bajorrelieves de las tumbas. «Echan a la muerte», dicen los pastores de Lípari.
Tenía el pelo del color de la luna, rojizo y dorado del color de la luna sobre el mar, del color de la luna sobre las hojas de los limoneros y naranjos, sobre las escamas de aquellos peces muertos, que el mar, después de la tormenta, dejaba sobre la arena a la puerta de mi casa. Tenía el color de la luna sobre el mar griego de Lípari, de la luna en el verso de la
Odisea,
de la luna sobre aquel salvaje mar de Lípari que Ulises navegó para alcanzar la solitaria ribera de Eolo, rey de los vientos. Del color de luna muerta poco antes del alba. Yo lo llamaba
Canetuna.
No se alejaba nunca un paso de mí. Me seguía como un perro.
Digo que me seguía como un perro.
Su presencia en mi pobre casa de Lípari, flagelada sin reposo por el viento y el mar, era una presencia maravillosa. Por la noche, iluminaba mi desnuda estancia con la cálida tibieza de sus ojos lunares. Tenía los ojos de un azul pálido, del color del mar cuando se pone la luna. Sentía su presencia como la de una sombra, la presencia de mi sombra. Era como el reflejo de mi espíritu. Me ayudaba, con su sola presencia, a encontrar ese desprecio de los hombres que es la primera condición de la serenidad y de la cordura de la vida humana. Sentía que se parecía a mí, que no era sino la imagen de mi conciencia, de mi vida secreta. El retrato de mí mismo, de todo eso que hay de más profundo, de más íntimo, de más propio en mí; mi subconsciente mi espectro.