–
Oh, you are having a good time, ins't?
–¿Qué hay en este saco? – preguntó el sargento.
–Patatas -dijo el negro.
–Me gustan las patatas -dijo el sargento. Y volviéndose hacia el herido, añadió -: También a ti te gustan las patatas, ¿verdad?
–
Oh, yes!
- dijo Fred riendo.
–Está herido y le gustan las patatas -dijo el sargento -, espero que no negarás una patata a un herido americano.
–Las patatas hacen daño a los heridos -dijo el negro con voz plañidera-. Las patatas son la muerte para los heridos.
–Dale una patata -dijo el sargento con voz amenazadora, mientras, volviéndose de espaldas al herido, hacía al negro con la boca y con los ojos unos signos misteriosos.
–¡Oh, no, no! – dijo el negro, tratando de entender los signos del sargento-. Las patatas son la muerte.
–Abre el saco – dijo el sargento.
El negro comenzó a lamentarse haciendo oscilar la cabeza.
«Ohoho, ohoho, ohiohio!»
y entretanto se inclinaba, abría el saco y sacaba una botella de vino tinto. La alzó, la miró contra aquel poco de sol sucio que se filtraba a través de la niebla, hizo chasquear la lengua y abriendo lentamente la boca mientras agrandaba los ojos, emitió un gruñido animal:
«Uhá!, uhá!, uhá!»,
que todos imitaron con júbilo infantil.
–¡Dámela! – dijo el sargento.
Abrió la botella con la punta de su cuchillo, vertió un poco de vino en un vaso de latón que un soldado le tendía y alzando el vaso dijo al herido:
–¡A tu salud, Fred! – y bebió.
–Dame un poco -dijo el herido-. Tengo sed.
–No – dije yo -. No debes beber.
–¿Por qué no? – dijo el sargento, mirándome de través -. Un buen vaso de vino le irá bien.
–Un hombre herido en el vientre no debe beber – dije en voz baja-. ¿Quiere matarlo? El vino le abrasará los intestinos, lo hará sufrir de un modo atroz. Comenzará a gritar.
–
You bastard…
-dijo el sargento.
–Dadme un vaso -dije en voz alta-, quiero beber también a la salud de este afortunado muchacho.
El sargento me tendió el vaso lleno de vino y alzándolo dije:
–Bebo a tu salud, y a la salud de los tuyos, y de todos aquellos que estarán esperándote en el campo de aviación. ¡A la salud de tu familia!
–
Thank you
-dijo el herido sonriendo-, y a la salud de Mary también.
–Bebamos todos a la salud de Mary – dijo el sargento. Y volviéndose hacia el negro añadió-: Fuera las otras botellas.
–¡Oh, no, no, oh, no! – gritó el negro con voz plañidera-. Si queréis vino id a buscarlo como he hecho yo.
–¿No te da vergüenza negar un poco de vino a un compañero herido? Dame aquí – dijo el sargento con voz severa, sacando del saco las botellas y tendiéndolas a sus compañeros. Todos habían sacado un vaso de sus mochilas y todos levantamos el vaso.
–¡A la salud de la bella, de la querida Mary! – dijo el sargento, alzando el vaso; y todos bebimos a la salud de la bella, de la joven, de la querida Mary.
–Quiero beber yo también a la salud de Mary – dijo el negro.
–Es verdad -dijo el sargento-. Y después cantarás en honor de Fred. Porque Fred dentro de dos días saldrá en avión para América.
–¡Oho! – dijo el negro, abriendo los ojos.
–¿Y sabes quién estará esperándolo en el campo de aviación? Díselo tú, Fred -añadió el sargento, volviéndose hacia el herido.
–Mammy – dijo Fred con voz débil -. Daddy, y mi hermano Bob…
–…tu hermano Bob… -dijo el sargento.
El herido callaba, respirando con fatiga. Dijo:
–…mi hermana Dorothy, tía Leonora… -y se calló…
–Y Mary… -dijo el sargento.
El herido hizo un signo afirmativo con la cabeza y entreabriendo los labios sonrió.
–¿Y qué harías tú – dijo el sargento, volviéndose hacia el negro -, si fueses tía Leonora? Irías; tú también al campo a esperar a Fred, ¿no es, verdad?
–¡Oh, oh! – dijo el negro-. ¿Tía Leonora? Yo no soy tía Leonora.
–¡Cómo! ¿Tú no eres tía Leonora? – dijo el sargento, mirando fijamente al negro y haciéndo le extraños signos con la boca.
–
I am not aunt Leonor!
-dijo el negro con voz plañidera.
–
Yes, you are aunt Leonor!
- dijo el sargento, estrechándole los puños.
–
No, I am not!
-dijo el negro moviendo la cabeza.
–¡Pues sí, tú eres tía Leonora! – dijo el herido riéndose.
–
Oh, yes!
¡Pues claro, soy tía Leonora! – dijo el negro, alzando los ojos al cielo.
–
Of course, you are aunt Leonor!
-dijo el sargento-.
You are a very charming old lady!
Look, boys!
¿No es verdad que es nuestra querida tía Leonora?
–
Of course!
-dijeron los demás-,
he is a very charming old lady!
–
Good morning, gentlemen
-dijo el negro, inclinándose graciosamente y cimbreándose sobre la cintura, y moviendo la cabeza a uno y otro lado comenzó a caminar por delante del herido, acariciándose el rostro con una mano, levantándose con la otra una invisible falda-.
Oh, Lord!
-decía levantando la vista al cielo como para escrutar la llegada de un avión-,
oh, Lord!,
¡cómo me late el corazón! ¡Cuan deliciosa, cuan atroz, esta larga espera! Pero, calla…, me parece oír…, lejano…, allá entre las nubes… ¡Sí, sí, es Fred, mi querido Fred, helo ahí, helo ahí! – Y avanzaba el rostro haciendo con una mano portavoz en el oído mientras los demás imitaban con la boca el ruido lejano de un motor que se acercaba, bajaba, se posaba sobre el suelo-.
Oh, Lord!, oh Lord!
-decía el negro con voz aguda; y caminaba a pequeños pasos, moviéndose en torno a su rostro, con exquisita ligereza, las manos con dos dedos abiertos. Una gracia no cómica, sino triste, saturaba sus ligeros movimientos, el ritmo de su paso, el movimiento infantil de su pequeña cabeza con su pelo negro y crespo. Caminaba de un lado para otro exclamando con voz alterada:
Oh, Lord! Oh, Lord!
Y poco a poco sus pasitos fueron suavizándose, comenzaron a destacarse del suelo con un chasquido seco de sus suelas de goma, las rodillas se doblaron cada vez más altas, hasta rozar el vientre. De repente, el negro echó la cabeza atrás, alargó los brazos, pareció estrechar contra su seno todo el cielo y comenzó a cantar
oho! Oho! Oho!,
y cantando, bailaba, pateaba con fuerza haciendo oscilar la cabeza, con los ojos cerrados.
–
Look at the boy
- dijo el sargento -. Mire a Fred.
El herido fijaba en el negro sus ojos intensos y sonreía. Parecía feliz. Un rubor iluminaba su frente; gruesas gotas de sudor bañaban su rostro.
–Sufre -dijo el sargento, apretándome el brazo con fuerza.
–No, no sufre -dije yo.
–Se muere, ¿no veis que se muere? – dijo el sargento con voz conmovida.
–Muere dulcemente, sin sufrir -dije yo.
–
You bastard
-dijo el sargento, con odio.
En aquel momento, Fred lanzó un gemido y trató de incorporarse sobre los codos. Se había puesto horriblemente pálido, el color de la muerte había invadido súbitamente su frente, apagando su mirada.
Todo el mundo callaba, ingluso el negro, fijando los ojos en el herido con mirada de terror.
El cañón retumbaba lúgubre y profundo allá lejos, detrás de la colina. Yo vi el viento negro vagar aquí y allá por entre los olivos, teñir con una sombra triste la fronda, las piedras y los arbustos. Vi el viento negro, oí su voz negra y sentí un escalofrío.
–¡Se muere, oh, se muere! – decía el sargento, apretando los puños.
El herido había vuelto a caer de espaldas y abría los ojos, mirando en torno suyo, sonriendo.
–Tengo frío -dijo.
Había empezado a llover. Era una llovizna fina y helada que producía sobre las hojas un largo y dulce murmullo.
Me quité el capote y envolví en él las piernas del herido. También el sargento se quitó el capote y cubrió los hombros del moribundo.
–¿Te sientes mejor? ¿Tienes frío todavía?
–Gracias, estoy mejor – dijo el herido, dándome las gracias con una sonrisa.
–¡Canta! – dijo el sargento al negro-. ¡Canta! – repitió el sargento alzando los puños.
–¡Oh, no! – dijo el negro-. Tengo miedo.
El negro retrocedió, pero el sargento lo sujetó por un brazo.
–¿Ah, no quieres cantar? ¡Si no cantas te mato!
El negro se sentó en el suelo y comenzó a cantar. Era una canción triste, el lamento de un negro enfermo sentado sobre la ribera de un río, bajo una blanca lluvia de copos de algodón.
El herido comenzó a gemir y las lágrimas inundaron su rostro.
–
Shut up!
- gritó el sargento al negro.
El negro se calló y miró al sargento con sus ojos de perro enfermo.
–No me gusta tu canción -dijo el sargento -, es triste y no dice nada. Canta otra.
–
But
-dijo el negro-
that's a marvellous song!
–¡Te digo que no dice nada! Mira a Mussolini, ni a Mussolini le gusta tu canción. – Y tendió el dedo hacia mí.
Todos se echaron a reír y el herido volvió la cabeza mirándome maravillado.
–¡Silencio! – gritó el sargento-. ¡Dejad hablar a Mussolini!
Go on,
Mussolini!
El herido se reía; era feliz. Todos se agruparon en torno mío y el herido dijo:
–
You are not Mussolini, Mussolini is fat. He's an old man. You are not Mussolini!
–¡ Ah, tú crees que no soy Mussolini! – dije -. Pues bien, ¡mírame! – Y extendí las piernas, apoyé la cabeza atrás, hinché los carrillos y echando fuera la barbilla avancé los labios y grité-: «¡Camisas negras de toda Italia! La guerra que hemos gloriosamente perdido está finalmente ganada. Nuestros amados enemigos, escuchando el voto de todo el pueblo italiano, han desembarcado finalmente en Italia para ayudarnos a combatir a nuestros aliados alemanes. ¡Camisas negras de toda Italia! ¡Viva América!»
–¡Viva Mussolini! – gritaron todos riendo; y el herido, sacando los brazos de bajo el capote, batió levemente sus manos.
–
Go, on, go, on!
-dijo el sargento.
–¡Camisas negras de toda Italia! – grité. Pero me callé y seguí con la vista a un grupo de muchachas que bajaban por entre los olivares en dirección a nosotros. Algunas eran todavía chiquillas, otras eran ya mujeres. Vestidas con uniformes alemanes o americanos hechos jirones, el cabello sujeto en la frente por un pañuelo, venían hacia nosotros saliendo de las cuevas y las ruinas de las casas donde aquellos días vivía, como bestias feroces, la población de los alrededores de Cassino, atraídas por nuestras risas, el canto del negro y acaso la esperanza de algo de comida. Tenían, sin embargo, no un aspecto pordiosero, sino noble y altivo; y sentí que me sonrojaba, tuve vergüenza de mí. No ya porque su miseria y su altivez me humillasen; me daba cuenta de que habían descendido más profundamente que yo en el abismo de la humillación, que sufrían más que yo y que tenían, sin embargo, en la mirada, en la actitud, en la sonrisa un orgullo más vivo, más fuerte que el mío. Se acercaron y permanecieron en grupo contemplando ora al herido, ora a uno u otro de nosotros.
–
Go on, go on!
- dijo el sargento.
–No puedo… -dije.
–¿Por qué no puede? – dijo el sargento mirándome amenazador.
–No puedo -repetí.
Me sentía ruborizar. Tenía vergüenza de mí.
–Si no… -dijo el sargento avanzando un paso.
–¿No se avergüenza de mí? – dije.
–No comprendo…, ¿por qué debería avergonzarme de usted?
–Nos ha arruinado, nos ha arrojado al fango, nos ha cubierto de vergüenza, pero no tengo derecho de reírme de nuestras vergüenzas.
–No le entiendo. ¿De quién habla? – dijo el sargento, mirándome maravillado.
–¡Ah, no me entiende! Tanto mejor.
–
Go on
-dijo el sargento.
–No puedo -respondí.
–¡Oh, por favor, capitán! – dijo el herido-.
Go on!
Miré sonriendo al sargento.
–Perdóneme -dije- si no consigo hacerme entender. No importa. Perdóneme. – Y avanzando los labios, balanceándome sobre las caderas, el brazo en alto con el saludo romano, grité: «¡Camisas negras! Nuestros aliados americanos han desembarcado finalmente en Italia para ayudarnos a combatir a nuestros aliados alemanes. La sagrada llama del Fascismo no está apagada. Y es a nuestros aliados americanos a quienes he confiado la sagrada llama del Fascismo. Desde las lejanas riberas de América ésta continuará iluminando al mundo. ¡Camisas negras de toda Italia! ¡Viva la América fascista!»
Un coro de risas acogió mis palabras. El herido batía las manos e incluso las muchachas, reunidas en grupo delante de mí, aplaudían, mirándome con ojos extraños.
–
Go on, please
- dijo el herido.
–Basta de Mussolini – dijo el sargento -, no me gusta oír a Mussolini gritar: ¡Viva América! – Y volviéndose hacia mí, añadió-:
Do you understand?
–No, no entiendo -dije yo-, toda Europa grita: ¡Viva América!
–
I
don't like it
- dijo el sargento; y acercándose a las muchachas dijo -: ¡Señoritas, a bailar!
–¡Ya, ya! – dijo el negro-, vino, vino, señoritas. – Y sacó del bolsillo una pequeña armonica, se la llevó a los labios y comenzó a tocarla. El sargento enlazó una muchacha y comenzó a bailar; todos los demás lo imitaron. Yo me senté en el suelo al lado del herido y le puse la mano en la frente. Estaba fría, bañada de sudor.
–Se divierten -dije-. Para olvidar la guerra hay que bailar hoy día.
–Son buenos, chicos – dijo el herido.
–¡Oh, sí! – dije yo-, los soldados americanos son buenos muchachos. Tienen un corazón sencillo.
I like them.
–
I like italian people
- dijo el herido; y alargando la mano me tocó la rodilla y sonrió.
Yo estreché su mano entre las mías y volví la cara. Sentía un nudo en la garganta; no podía respirar. No puedo ver sufrir un ser humano. Quisiera antes matarlo con mis propias manos que verlo sufrir. Me subía el sudor a la frente al pensar que aquel muchacho tendido allá, en el barro, con el vientre abierto, era un americano. Hubiera preferido que fuese un italiano, un italiano como yo, antes que un americano. No podía soportar la idea de que aquel pobre muchacho americano sufría por culpa nuestra, sufría incluso por culpa mía.