Volví la cara y contemplé aquella pequeña fiesta campestre, aquel Watteau pintado por Goya. Era una escena viva y delicada; un herido tendido en el suelo, un negro que tocaba la armónica apoyado en el tronco de un olivo, aquellas muchachas andrajosas, pálidas, demacradas, agarradas a aquellos bellos soldados americanos de rostro sonrosado, en medio de aquella argentina selva de olivos, entre aquellos cerros desnudos de piedras rojizas sobre la hierba verde, bajo aquel cielo gris, viejo, recorrido por sutiles venas azules, lánguido y arrugado, aquel cielo parecido a la piel de una vieja. Y poco a poco sentía la mano del moribundo enfriarse entre las mías, poco a poco se iba abandonando.
Le levanté un brazo y lancé un grito. Todos se detuvieron, mirándome; después se acercaron y se inclinaron sobre el herido. Fred estaba tumbado de espaldas y había cerrado los ojos. Una máscara blanca cubría su rostro.
–Muere – dijo el sargento en voz baja.
–Duerme. Se ha dormido sin sufrir -dije acariciando la frente del muchacho que ya estaba muerto.
–¡No lo toque! – dijo el sargento, tirándome brutalmente de un brazo.
–Está muerto – dije -. No gritéis.
–¡Es culpa tuya que haya muerto! – gritó el sargento-, ¡Tú lo has matado, eres causa de su muerte! ¡Por culpa tuya ha muerto sobre el fango, como una bestia!
You bastard!
Y me dio un puñetazo en la cara.
–
You
bastard!
- gritaron los otros, rodeándome con aire amenazador.
–Ha muerto sin sufrir -dije-, ha muerto sin darse cuenta de que moría.
-Shut up, you, son of a bitch!
-gritó el sargento golpeándome el rostro.
Caí de rodillas; un chorro de sangre acudió a mi boca. Se me echaron todos encima golpeándome con los puños y dándome puntapiés. Me dejé golpear sin defenderme, no grité, no dije una palabra. Fred había muerto sin sufrir. Habría dado mi vida por ayudar a aquel muchacho a morir sin sufrimientos. Había caído de rodillas y todos me golpearon a puñetazos y puntapiés. Y yo pensaba que Fred había muerto sin sufrir.
De repente oímos el ruido de un automóvil, el chirrido de los frenos.
–¿Qué hay? – gritó la voz de Campbell.
Se alejaron todos de mí y se callaron.
Yo permanecí de rodillas al lado del muerto, con el rostro inundado de sangre, y callaba.
–¿Qué ha hecho este hombre? – dijo el capitán médico Schwartz, del hospital americano de Caserta, acercándose a mí.
–Es este bastardo italiano -dijo el sargento, mirándome con odio, mientras las lágrimas anegaban su rostro-; es este cerdo italiano que lo ha dejado morir. No ha querido que lo llevásemos al hospital. Lo ha dejado morir como un perro.
Yo me levanté agotado y permanecí de pie, en silencio.
–¿Por qué ha impedido que fuese llevado al hospital? – dijo Schwartz.
Era un hombre pequeñito, pálido, de ojos negros.
–Hubiera muerto igual -dije-. Hubiera muerto por el camino, entre atroces sufrimientos. Yo no quería que sufriese. Estaba herido en el vientre. Ha muerto sin sufrir. Ni siquiera se ha dado cuenta de que se moría. Ha muerto como un niño.
Schwartz me miró fijamente en silencio; después se acercó al muerto, levantó el capote y contempló largo rato la horrible herida. Dejó caer el capote, se volvió hacia mí y me estrechó en silencio la mano.
Y entonces dijo:
–Le doy las gracias en nombre de su madre.
I
thank you for his mother.
–El tifus exantemático está haciendo progresos inquietantes en Nápoles -dijo el general Cork-. Si la violencia del morbo no disminuye, me veré obligado a alejar las tropas americanas de la ciudad.
–¿Por qué preocuparse tanto? – dije yo-.Se ve que no conoce Nápoles.
–Es posible que no conozca Nápoles -dijo el general Cork-, pero mis servicios sanitarios conocen el piojo que propaga el tifus exantemático.
–No es un piojo italiano -dije.
–Ni americano -dijo el general Cork-. En realidad es un piojo ruso. Ha sido traído a Nápoles por los soldados italianos que han vuelto de Rusia.
–Dentro de breves días-dije -no quedará un solo piojo ruso en Nápoles.
–
I hope so
-dijo el general Cork.
–No va usted a creer, espero, que los piojos italianos, los piojos de las callejuelas de Forcella y del Pallonetto se van a dejar pisar por cuatro miserables piojos rusos.
–Le ruego -dijo el general Cork- que no hable de esta forma de los piojos rusos.
–No hay ninguna alusión política en mis palabras; quiero decir solamente que los piojos napolitanos se comerán vivos a los piojos rusos, y el tifus exantemático desaparecerá. Ya lo verá usted; conozco Nápoles.
Todos se echaron a reír y el coronel Eliot dijo:
–Si seguimos mucho tiempo en Europa acabaremos todos como los piojos rusos.
Una risa velada recorrió la mesa.
–¿Y por qué? – preguntó el general Cork-En Europa todo el mundo quiere a los americanos.
–Sí, pero no los piojos rusos – dijo el coronel Eliot.
–No comprendo qué quiere usted decir – dijo el general Cork-; nosotros no somos rusos, somos americanos.
–
Of course we are Americans, thanks God!
- dijo el coronel Eliot-, pero los piojos europeos, una vez se hayan comido a los piojos rusos, se nos comerán a nosotros.
–
What?
-exclamó Mrs. Flat.
–Pero nosotros no somos… ¡ejem!
I
mean… we are not…
-dijo el general Cork, fingiendo toser en la servilleta.
–
Of course! we are not…
I mean…
naturalmente, no somos piojos -dijo el coronel Eliot, sonrojándose y mirando a su alrededor triunfalmente.
Todos se echaron a reír y, no sé por qué, me miraron. Me sentí piojo como no me había sentido en mi vida.
El general Cork se volvió hacia mí con una sonrisa amable.
–
I like italian people
-dijo-,
but…
El general Cork en un verdadero
gentleman,
quiero decir un verdadero
gentleman
americano. Tenía esa ingenuidad, ese candor, esa limpieza moral que hacen tan queridos, tan humanos a los
american gentleman.
No era un hombre culto no poseía esa cultura humanística que da un tan noble y poético tono a los modales de los señores europeos, pero era un «hombre». Poseía esa cualidad humana que falta a los hombres de Europa; sabía sonrojarse. Tenía un pudor delicadísimo, y un sentido preciso, viril, de los propios límites. Estaba también persuadido, como todos los buenos americanos, de que América era la primera nación del mundo y los americanos la gente más civil, más honrada de la Tierra; y, naturalmente, despreciaba a Europa; pero no despreciaba a los pueblos vencidos sólo porque eran pueblos vencidos.
Una vez le había recitado este verso del
Agamenón,
de Esquilo:
«Si respetan los templos y los dioses de los vencidos, los vencedores se salvarán»,
y se quedó un momento mirándome fijamente en silencio. Después me preguntó qué dioses hubieran debido respetar los americanos en Europa para salvarse.
–Nuestra hambre, nuestra miseria, nuestra humillación -le respondí yo.
El general Cork me ofreció un cigarrillo, me lo encendió, y me dijo sonriendo:
–Hay otros dioses en Europa, y creo que los habéis callado.
–¿Cuáles? – pregunté.
–Vuestros delitos, vuestros rencores, y siento no poder añadir: vuestro orgullo.
–Ya no tenemos orgullo en Europa.
–Lo sé -dijo el general Cork-, y es verdaderamente una lástima.
Era un hombre sereno y justo. Tenía un aspecto juvenil; pese a que pasase ya de los cincuenta, no parecía tener más de cuarenta. Alto, delgado, ágil, musculado, de anchos hombros y cintura estrecha, tenía las piernas y los brazos largos, las manos finas y blancas. Su rostro era demacrado y rosado, y en él la nariz aguileña, acaso demasiado grande al lado de la boca infantilmente fina y estrecha, contrastaba con la azulada y juvenil dulzura de los ojos. Me gustaba hablar con él, y él parecía tener por mí no sólo simpatía, sino un cierto respeto. No me cabía duda de que sentía oscuramente aquello que yo, por pudor, trataba de ocultarle: que frente a mí no era un vencedor, sino, sencillamente, «otro hombre».
–
I
like italian people
- dijo el general Cork-,
but…
–
But…?
- dije yo.
–El pueblo italiano es bueno, sencillo, cordial, especialmente el napolitano. Pero espero que Europa no sea toda como Nápoles.
–Toda Europa es como Nápoles-dijo yo.
–¿Como Nápoles? – preguntó el general Cork, profundamente asombrado.
–Cuando Nápoles era una de las más ilustres capitales de Europa, una de las más ilustres capitales del mundo, había en ella de todo; Londres, París, Madrid, Viena, toda Europa… Ahora que ha decaído, en Nápoles no ha quedado más que Nápoles. ¿Qué esperáis encontrar en Londres, en París en Viena? Encontraréis Nápoles. El destino de Europa es convertirse en Nápoles. Si permanecéis mucho tiempo en Europa, os convertiréis también vosotros en napolitanos.
–
Good Gosh!
-dijo el general, palideciendo.
-Europe is
a bastard country
-dijo el coronel Brand.
–Lo que no entiendo -dijo el coronel Eliot – es qué hemos venido a hacer en Europa. ¿Teníais acaso necesidad de nosotros para echar a los alemanes? ¿Por qué no los arrojabais solos?
–¿Para que tomarnos tanto trabajo -le repliqué-, cuando vosotros no pedíais más que poder venir a Europa a hacer la guerra por cuenta nuestra?
–
What? What?
- gritaron en torno a la mesa.
–Y si seguís a este paso -dijo-, acabaréis convirtiéndoos en los mercenarios de Europa.
–Los mercenarios se pagan -dijo Mrs. Flat con voz severa-. ¿Qué nos pagaréis vosotros?
–Os pagaremos con nuestras mujeres -dije yo.
Todos se echaron a reír; después me miraron con aspecto embarazado.
–Es usted un cínico -dijo. Mrs. Flat-, un cínico y un insolente.
–Es muy desagradable para usted eso que dice -dijo el general Cork.
–Sin duda -dije-, es doloroso para un europeo decir estas cosas. Pero, ¿para qué mentir entre nosotros?
Lo extraño -dijo el general Cork como para excusarme- es que no es usted un cínico. Es usted el primero que sufre de lo que dice; pero le gusta hacerse daño usted mismo.
–¿Y de qué se maravilla? Siempre ha ocurrido así desgraciadamente; las mujeres de los vencidos se acuestan con los vencedores. Habría ocurrido exactamente lo mismo en América si hubiesen perdido la guerra.
–
Never!
¡Jamás! – dijo Mrs. Flat sonrojándose de desdén.
–Quizá sí -dijo el coronel Eliot-, pero prefiero pensar que nuestras mujeres se hubiesen comportado de otro modo. Debe haber alguna diferencia, de todos modos, entre nosotros y los europeos, especialmente entre nosotros y las razas latinas.
–La diferencia – dije – es ésta: que los americanos compran a sus enemigos y que nosotros los vendemos.
Todos me miraron maravillados.
–
What a funny idea!
- dijo el general Cork.
–Tengo la sospecha – dijo el mayor Morris – de que los italianos han empezado ya a vendernos para vengarse del hecho de que los hayamos comprado.
–Eso mismo – dije -, ¿recordáis aquello que se dijo de Talleyrand que había vendido a todos los que lo habían comprado? Talleyrand era un gran europeo.
–¿Talleyrand? ¿Quién era? – preguntó el coronel Eliot.
–
He was a great bastard
-dijo el general Cork.
–Despreciaba a los héroes -dije yo-; sabía por experiencia que en Europa es más fácil hacer el héroe que el bellaco, que cualquier pretexto es bueno para hacer el héroe, y que la política, en el fondo, no es más que una fábrica de héroes. La materia prima, desde luego, no falta; los mejores héroes,
the most fashionable,
son los hechos con estiércol. Muchos de los que hoy hacen el héroe gritando «¡Viva América!» o «¡Viva Rusia!» son los mismos que ayer habían gritado «¡Viva Alemania!». Toda Europa es así. Los verdaderos caballeros son los que no hacen profesión de héroe ni de bellaco, los que ayer no gritaban «¡Viva Alemania!» y hoy no gritan ni ¡«Viva América!» ni «¡Viva Rusia!» No olviden ustedes nunca, si quieren comprender a Europa, que los verdaderos héroes mueren, los verdaderos héroes están muertos. Los vivos…
–¿Cree usted que hoy sean muchos los héroes en Europa? – me preguntó el coronel Eliot.
–Millones -dije.
Todos rompieron a reír, echándose hacia atrás sobre el respaldo de la silla.
–Europa es un país raro -dijo el general Cork cuando la risa hubo cesado-; comencé a comprender Europa el mismo día en que desembarcamos en Nápoles. La rendición de la gente era tal en las calles principales de la ciudad, que nuestros carros de asalto no podían pasar para correr detrás de los alemanes. La muchedumbre circulaba tranquilamente por el centro de la calle charlando y accionando como si no pasase nada. Tuve que hacer imprimir precipitadamente grandes manifiestos rogando a la gente que circulase por las aceras y dejase libre el centro de la calle para permitir a nuestros carros de asalto perseguir a los alemanes.
Un estallido de risa acogió las palabras del general Cork. No hay pueblo en el mundo que sepa reír de corazón como el americano. Ríen como chiquillos, como escolares de vacaciones. Los alemanes no ríen nunca por cuenta propia; siempre por cuenta de alguien más. Cuando están en la mesa se ríen de su vecino. Ríen como comen; tienen siempre miedo de no comer bastante, comen siempre por cuenta de alguien más. Y así se ríen también, como si temiesen no reírse bastante. Pero se ríen siempre o demasiado pronto o demasiado tarde; nunca en el momento justo. Lo cual da a su risa ese sentido de fuera de tiempo, incluso de fuera del tiempo que es tan característico de todos sus actos, de todos sus sentimientos. Parece que se ríen siempre por cuenta de alguien que no se ha reído antes que ellos, que no reirá tampoco después de ellos. Los ingleses se ríen como si no hubiese más que ellos que supiesen reír, como si fuesen los únicos que tuviesen el derecho de reírse. Ríen como ríen todos los insulares; sólo cuando están seguros de no ser vistos desde las orillas de ningún continente. Si tienen la menor duda de que desde las
falaises
de Calais o de Boulogne los franceses los ven reír, o se ríen de ellos o dan en el acto a su rostro una estudiada gravedad. La tradicional política inglesa respecto a Europa consiste toda en impedir que desde las
falaises
de Calais o de Boulogne, aquellos malditos europeos los vean reír o se rían de ellos. Los pueblos latinos se ríen por reír, porque les gusta reírse, porque
il riso fa buon sangue,
y porque, suspicaces y vanidosos como son, creen que, en vista de que se ríen siempre de los demás, y nunca de sí mismos, es imposible reírse de ellos. No se ríen nunca para dar gusto a nadie. También ellos, como los americanos, se ríen por cuenta propia; sin embargo, de modo distinto de los americanos, su risa no es nunca gratuita. Se ríen siempre de algo. Pero los americanos… ¡ah!, los americanos, aunque se rían siempre por cuenta propia, a veces se ríen por nada, quizá más de lo necesario, aun cuando sepan que se han reído ya lo suficiente; y no se preocupan nunca, especialmente en la mesa, en el teatro o en el cine, de saber si se ríen de lo mismo de que se ríen los demás. Se ríen juntos, sean veinte o cien mil o diez millones; pero siempre cada cual por cuenta propia. Es lo que los distingue de todos los demás pueblos de la Tierra, lo que más revela el espíritu de sus costumbres, de su vida social, de su civilización:. que no se ríen nunca solos.