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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

La piel (28 page)

Vestían aquellas largas chaquetas de
tweed
color tabaco quemado, capas de terciopelo violado, y llevaban arrollados alrededor de su arrugada frente altos turbantes de seda blanca o roja, enriquecidos con cierres de oro, piedras preciosas y perlas, que les hacía parecerse a la sibila cumada del Domenichino. Algunas veces usaban, no faldas, sino anchos pantalones de terciopelo de Lyon, de color verde o azulado, de los cuales salían sus pies diminutos calzados con sandalias de oro, como los piececitos de las reinas de las miniaturas góticas de los
Libros de Horas.
Vestidas así, y gracias a su indumentaria hierática, tenían el aspecto de sibilas o de pitonisas, y por tal nombre eran comúnmente llamadas. Cuando atravesaban la plaza de Capri, rígidas y fatales, el rostro hermético, el gesto duro, orgullosas y absortas, la gente las miraba pasar con un vago sentido de inquietud. Más que respeto, inspiraban temor.

El 16 de setiembre de 1943 los americanos desembarcaron en Capri y a la primera noticia de aquel feliz acontecimiento, la plaza se llenó de gente bulliciosa; y he aquí que las severas sibilas llegaban en grupo por la calle de la Piccola Marina, penetraban en la muchedumbre, se abrían paso entre ella con sólo un movimiento de los ojos y se reunían en primera fila, alrededor de la princesa. Cuando los primeros soldados americanos desembocaron en la plaza, caminando encorvados, con los fusiles ametralladores bajo el brazo, casi como si esperasen encontrarse de un momento a otro con el enemigo y se encontraron frente al grupo de sibilas, se detuvieron asustados, y muchos dieron un paso atrás.

–¡Vivan los aliados! ¡Viva América! – gritaban las arrugadas Venus con sus voces roncas, lanzando besos a los «liberadores» con las puntas de los dedos. Acudido a dar ánimos a sus soldados, que retrocedían ya, y avanzando imprudentemente demasiado adelante, el general Cork se vio circundado por las sibilas, envuelto en diez brazos, levantado, llevado en hombros. Desapareció y no se supo nada más de él hasta la caída de la tarde, cuando fue visto franquear el umbral del «Albergo Quisisana» con los ojos cansados, y un aspecto contrito y culpable.

La noche siguiente hubo en el «Quisisana» un gran baile en honor de los «liberadores» y en aquella ocasión el general Cork realizó un gesto digno de ser recordado. Debía abrir el baile con la
first lady
de Capri y no cabía la menor duda de que la primera señora de Capri era la princesa. Mientras la orquesta del «Quisisana» atacaba el
Star Dust,
el general Cork miró una a una a aquellas maduras Venus reunidas en torno a la princesa, que ya sonreían, ya levantaban lentamente los brazos. En el rostro del general Cork se dibujaba todavía la sombra del espanto de la tarde anterior.

De repente su rostro se iluminó y su mirada, abandonando la banda de sibilas se posó sobre una muchacha morena, bellísima, procaz, de enormes ojos negros, con una boca grande y roja, cubiertos de negro vello el cuello y las mejillas, que gozaba de la fiesta confundida con las camareras del hotel asomadas a la puerta de la cocina. Era Antonietta, del guardarropa del «Quisisana». El general Cork sonrió se abrió paso entre las sibilas, atravesó sin verlas siquiera, la hilera de bellas y jóvenes damas de espaldas desnudas y ojos relucientes, instaladas detrás de la princesa y sus arrugadas ninfas, y abrió el baile en los velludos brazos de Antonietta.

Fue un escándalo enorme, del cual tiemblan todavía los Faraglioni. ¡Qué espléndido ejército el americano! ¡Qué general más maravilloso el general Cork! ¡Atravesar el Atlántico para acudir en auxilio de Europa, desembarcar en Italia, entrar en Nápoles como liberador, conquistar Capri, la isla del amor, y celebrar la victoria abriendo el baile con la empleada del guardarropa del «Quisisana»! Los americanos, hay que reconocerlo, son más
smart
que los ingleses. Cuando Winston Churchill, algunos meses después, desembarcó en Capri, fue a almorzar en los escollos de Tragara, justo bajo mi casa. Pero no fue tan «chic» como el general Cork. Hubiera por lo menos debido invitar a almorzar a María, mi joven y fiel ama de llaves.

Durante los días que pasaba en mi casa de Capri, el general Cork se levantaba al alba y, solo, se iba de paseo por el bosque de la parte de los Faraglioni, o trepaba por las rocas a pico sobre mi casa por la parte de Matromania o, si el mar estaba en calma, salía en barca con Jack y conmigo a pescar por entre los escollos del Salto di Tiberio. Le gustaba estar sentado a la mesa con Jack y conmigo delante de un vaso de vino de las viñas del Sordo. Mi cantina estaba bien provista de vinos y licores, pero al mejor Borgoña, al mejor Burdeos, al vino del Rin o del Mosela, al más exquisito Cognac, el general prefería el sencillo, el puro vino de las viñas del Sordo, en el Monte di Tiberio. Por la noche, después de la cena, íbamos a echarnos delante del camino sobre las pieles de gamuza que cubren las losas de piedra del pavimento; en el fondo del hogar está incrustado en la pared un cristal Zeiss. A través de las llamas se ve el mar bajo la luna, los Faraglioni saliendo de las ondas, las rocas de Matromania y el bosque de pinos y de encinas que se extiende detrás de mi casa.

–¿Quiere contar a Mrs. Flat -me dijo sonriendo el general Cork- su encuentro con el mariscal Rommel?

Para el general Cork yo no era ni el capitán Curzio Malaparte, el
Italian liason officer,
ni el autor de
Kaputt;
era Europa. Era Europa, toda Europa, con sus catedrales, sus estatuas, sus cuadros, sus poemas, su música, sus museos, sus bibliotecas, sus batallas ganadas y perdidas, sus glorias inmortales, sus manjares, sus mujeres, sus héroes, sus perros y sus caballos, la Europa culta, refinada, espiritual, divertida, inquietante e incomprensible. Al general Cork le gustaba sentar a Europa a su mesa, llevarla en su automóvil a su puesto de mando de Cassino o de Garigliano. Le gustaba poder decirle a Europa: «Hábleme de Schumann, de Chopin, del Giotto, de Miguel Ángel, de Rafael, de aquel
damned fool
de Baudelaire, de ese
damned fool
de Picasso, de Jean Cocteau.» Le gustaba poder decirle a Europa: «Nárreme en pocas palabras la historia de Venecia, cuénteme el argumento de la
Divina Comedia,
hábleme de París y de "Maxim's".» Le gustaba poder decirle a Europa en cualquier momento, en la mesa, en automóvil, en la trinchera, en avión: «Cuéntame qué vida lleva el Papa, cuál es su deporte favorito dime si es verdad que los cardenales tienen amantes.»

Un día, habiendo ido a ver al mariscal Badoglio en Bari, que era entonces la capital de Italia fui presentado a su Majestad el rey, quien me preguntó cortésmente si estaba contento de ni misión cerca del Mando Aliado. Contesté a Su Majestad que estaba contento, pero que los primeros tiempos mi misión había sido muy difícil; al principio no era más que
the bastard italian liason officer;
después, poco a poco, me había ido convirtiendo en
this fellow,
y que ahora, por fin, era
the charming Malaparte.

–También el pueblo italiano – dijo el rey cor una sonrisa triste- ha sufrido la misma metamorfosis. Al principio era
the bastard italian people;
ahora, gracias a Dios, se había convertido
en the charming italian people.
En cuanto a mí… – añadió, pero se detuvo: quería sin duda decir que para los italianos había seguido siendo «El pequeño rey».

–Lo más difícil – dije – es hacer comprender a estos bravos soldados americanos que no todos los europeos son unos imbéciles.

–Si logra usted convencerlos de que incluso entre nosotros hay gente honrada -dijo Su Majestad-, habrá dado prueba de ser un hombre de valor y habrá merecido el agradecimiento de Italia y de Europa.

Pero no era fácil convencer de ciertas cosas a aquellos bravos muchachos americanos. El general Cork me preguntaba qué era, en el fondo, Alemania, Francia, Suiza.

–El conde de Gobineau – respondía yo -. ha definido Alemania como
les Indes de l’Europe.
Francia – añadía – es una isla rodeada de tierra. Suiza, una selva de abetos de
smoking,
-Todos me miraron maravillados, exclamando:
«Funny!».
Después me preguntaban por qué el pueblo italiano, antes de la guerra, no había hecho la revolución para echar a Mussolini. Yo contestaba: «Para no dar un disgusto a Roosevelt y a Churchill, que antes de la guerra eran muy amigos de Mussolini.» Todos me miraban maravillados, exclamando:
«Funny!»
Después me preguntaban qué era un Estado totalitario, y yo contestaba: «Es un Estado donde todo aquello que no está prohibido es obligatorio. Y todos me miraban maravillados, exclamando:

-Funny!

Yo era toda Europa. Era la historia de Europa, la civilización de Europa, la poesía, el arte, todas las glorias y todos los misterios de Europa. Y me sentía a la vez oprimido, destruido, liberado, me sentía bellaco y héroe,
bastard
y
charming,
amigo y enemigo, vencido y vencedor. Y me sentía incluso una persona de bien; pero era difícil hacer comprender a aquellos honrados americanos que había gente honrada incluso en Europa.

–¿Quiere usted contarle a Mrs. Flat, se lo ruego – me dijo el general Clark sonriendo-, su encuentro con el mariscal Rommel?

Un día, en Capri, mi fiel ama de llaves vino a advertirme que un general alemán acompañado de su ayudante de campo, estaba en el vestíbulo y deseaba visitar la casa. Era la primavera de 1942, poco antes de la batalla de El Alamein. Mi licencia había terminado: al día siguiente debía salir para Finlandia, Axel Munthe, que había decidido regresar a Suecia, me había pedido que lo acompañase hasta Estocolmo. «Soy viejo, Malaparte, y estoy ciego -me había dicho para conmoverme-; le ruego que me acompañe; viajaremos en el mismo avión.» A pesar de que Axel Munthe, pese a sus lentes negros, no era ciego (la ceguera era una ingeniosa invención, para enternecer a los románticos lectores de la
Historia de San Michele;
cuando le convenía veía muy bien), no podía negarme a acompañarlo, y le había prometido salir al día siguiente con él.

Fui al encuentro del general alemán y lo hice entrar en mi biblioteca. El general, observando mi uniforme de alpino, me preguntó en qué frente me encontraba.

–En el frente finlandés – respondí.

–Le envidio -me dijo-; yo sufro a causa del calor. Y en África hace demasiado calor.

Sonrió con una sombra de tristeza, se quitó la gorra y se pasó la mano por la frente. Vi con estupor que tenía un cráneo de una forma extrañísima, algo fuera de medida, o mejor, alargado por arriba, parecido a una enorme pera amarilla. Lo acompañé de estancia en estancia por toda la casa, de la biblioteca al bar, y cuando regresamos al inmenso vestíbulo de ventanales abiertos sobre el más bello paisaje del mundo, le ofrecí un vaso de vino del Vesubio de los viñedos de Pompeya, dijo
Prosit
levantando el vaso, lo bebió de un trago, y después, antes de marcharse, me preguntó si había comprado la casa hecha o si la había proyectado y construido yo. Le respondí -y no era verdad- que la había comprado hecha. Y con un amplio movimiento de la mano, mostrándole los muros cortados a pico de Matromania, los tres escollos gigantes de los Faraglioni, la península de Sorrento, las islas de las Sirenas, las lejanías azules de la costa de Amalfi y el remoto reflejo dorado de las riberas de Pesto, le dije:

–Yo he dibujado el paisaje.


Ach, so!
-exclamó el mariscal Rommel.

Y después de haberme estrechado la mano, salió.

Yo permanecí a la puerta viéndole subir la rápida escalera tallada en la roca que de mi casa lleva a Capri. De repente, lo vi detenerse, volverse rápidamente, fijar sus ojos en mí con una dura mirada; después dio media vuelta y se marchó.


Wonderful!
-exclamaron todos alrededor de la mesa, y el general Cork me miró con simpatía.

–En su lugar -dijo Mrs. Flat con una fría sonrisa-, no hubiera recibido en mi casa aun general alemán.

–¿Por qué no? – pregunté, estupefacto.

–Los alemanes -intervino el general Cork- eran entonces los aliados de los italianos.

–Quizá sí -dijo Mrs. Flat con tono de desprecio-, pero eran alemanes.

–Se han convertido en alemanes después de su desembarco en Salerno – dije yo -; entonces eran nuestros aliados.

–Hubiera usted hecho mejor -dijo Mrs. Flat, levantando la cabeza con orgullo- en recibir en su casa a los generales americanos.

–Entonces en Italia -dije- no era fácil procurarse generales americanos, ni aún en el mercado negro.

-That's absolutely true
-exclamó el general Cork mientras todos se reían.

–Es una respuesta demasiado fácil la suya -dijo Mrs. Flat.

–No sabrá usted nunca -dije- cuan difícil es una respuesta semejante. De todos modos, el primer oficial americano que entró en mi casa se llamaba Siegfried Reinhardt. Había nacido en Alemania, combatió en 1914 hasta 1918 en el Ejército alemán y había emigrado a América en 1929.

–Era, por consiguiente, un oficial americano -dijo Mrs. Flat.

–Ciertamente, era un oficial americano – dije echándome a reír.

–No veo de qué puede usted reírse -dijo Mrs. Flat.

Me volví hacia Mrs. Flat y la miré. No sabía por qué, pero me gustaba mirarla. Llevaba un espléndido vestido de noche de seda violeta con adornos amarillos, muy escotado, y aquel violeta, aquel amarillo, daban no sé qué de eclesiástico y de fúnebre a la vez a su rostro de rosa pálido, reavivado en los pómulos por una leve sombra de rojo, al brillo un poco vidrioso de sus ojos, redondos y verdes, a su frente alta y estrecha y a la violácea llama apagada de sus cabellos que, negros sin duda alguna pocos años antes, tenían ahora un poco aquel tinte leonado con el cual los peluqueros se ingenian en disimular los cabellos grises. Pero aquel color encendido, en lugar de disimular los años, los traiciona, revelando más profundas las arrugas, más apagados los ojos, más blanda la rosada cera del rostro.

Como todas las Red Cross y las WACS del ejército americano que cada día llegaban por los aires de los Estados Unidos con la esperanza de entrar victoriosas en Roma o en París en todo el esplendor de su elegancia, y de no hacer mal papel al lado de sus rivales europeas, también Mrs. Flat había traído en sus equipajes un traje de noche de seda última creación. «Summer 1943», obra de algún célebre modista de Nueva York. Estaba sentada erguida, rígida, los codos pegados a su cuerpo, las manos levemente apoyadas sobre el borde de la mesa, en la posición predilecta de las Madonnas y las Reinas de los pintores italianos del Cuatrocientos. Tenía el rostro lúcido y terso, parecía un rostro de porcelana antigua, algo resquebrajado por el tiempo. Era una mujer ya no joven, de no más de cincuenta años, y como acurre a muchas americanas al envejecer, el color sonrosado de sus mejillas se había, no ya apagado, ni vuelto opaco, sino aclarado, hecho casi más puro, más inocente. Tal como era, más que una mujer madura de aspecto juvenil, su rostro parecía el de una muchacha joven envejecida por magia de ungüentos y artes de hábiles peluqueros, una muchacha disfrazada de vieja. Lo que había de absolutamente puro en aquel rostro, en el cual la Vejez y la Juventud contendían como en una batalla de Lorenzo
el Magnífico,
eran los ojos, de un verde puro de aguamarina, en los que los sentimientos salían a la superficie ondeando como verdes algas.

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