Durante algunos días, Hamburgo ofreció el aspecto de Dite, la ciudad infernal. Aquí y allá en las plazas, en las calles, en los canales, en el Elba, millares y millares de cabezas emergían del agua o de la tierra, y aquellas cabezas, que parecían fruto del hacha del verdugo, lívidas de espanto y dolor, movían los ojos, abrían la boca, hablaban. En torno a aquellas horribles testas, incrustadas en el pavimento de las calles y flotando en la superficie del agua, andaban y acudían de día y de noche los familiares del condenado, una muchedumbre sucia y desharrapada que hablaba en voz baja como para no turbar la horripilante agonía y les llevaban alimentos, bebida, ungüentos; quién un almohadón que poner bajo la nuca de su desgraciado familiar; otros, sentados al lado del sepulcro, le daban aire con un abanico para aliviarlo del calor del día; quiénes protegían la cara del sol bajo una sombrilla y le secaban la frente empapada de sudor, o le humedecían los labios con un pañuelo mojado o le arreglaban el cabello con un peine, o quién inclinándose desde una barca o desde la ribera del canal o del río, reconfortaba a los condenados arracimados en las cuerdas o flotando al amor de la corriente. Numerosos perros corrían aquí y allá ladrando, lamiendo el rostro del dueño enterrado o se arrojaban a nado para socorrerlo. Acaso alguno de aquellos condenados, movido por la impaciencia o por la desesperación, lanzaba un agudo grito, tratando de salir fuera del agua o la tierra y poner fin al sufrimiento de aquella inútil espera; pero en el acto, al contacto del aire, los miembros se inflamaban y llamas horrendas se encendían entre aquellos desesperados y sus familiares que a puñetazos, o pedradas o bastonazos, o con todo el peso de su propio cuerpo, se esforzaban en volver a meter en el agua o en la tierra aquella horrenda testa.
Los más valientes, los más pacientes, eran los chiquillos que no gritaban, no lloraban, que volvían los ojos para mirar serenamente el horrendo espectáculo, sonriendo a sus familiares, con esa maravillosa resignación del chiquillo que perdona la impotencia del adulto y siente piedad de los que no pueden ayudarle. Apenas caía la noche, nacía por doquier un suspiro, un murmullo, como el viento en la hierba, y esos millares y millares de cabezas miraban al cielo con ojos encendidos de terror.
Al séptimo día se dio orden de alejar a la población civil de aquellos lugares donde los condenados estaban sepultados en la tierra o sumergidos en el agua. La multitud de parientes se alejó en silencio, rechazada con dulzura por los soldados y enfermeros. Los condenados permanecían solos. Un balbuceo de terror, un rechinar de dientes, un llanto sofocado, brotaba de aquellas horribles cabezas emergiendo del agua o de la tierra, a lo largo de las riberas del río, en las calles y las plazas desiertas. Durante todo el día aquellas cabezas hablaron entre ellas, lloraron, gritaron, con la boca a flor de tierra, haciendo horrendas muecas, mostrando la lengua a los
schupos
de guardia en las esquinas, y parecía que se comiesen la tierra y escupiesen los guijarros. Después cayó la noche, y sombras misteriosas rondaban en torno a los condenados y se inclinaban sobre ellos, en silencio. Columnas de camiones con los faros apagados llegaban y se detenían. Se alzaba de todas partes un estrépito de palas y azadones, ruido de agua, el golpe seco de los remos en las barcas y gritos rápidamente apagados, lamentos y secos pistoletazos.
Lanza y Ridomi estaban sentados hablando de los estragos de Hamburgo, y Lanza se espeluznaba, cerca de la ventana, contemplando el cielo. En un momento dado, Ridomi se levantó y encendió la radio para oír las últimas noticias de Roma. Una voz de mujer cantaba en una sonora soledad metálica acompañada de algunos instrumentos de cuerda. La voz era cálida y vibraba sobre un gélido susurro de violines y violoncelos de aluminio, de cuerdas de acero. De repente el canto se interrumpió, los instrumentos se callaron y en el improvisado silencio una voz ronca gritó: «¡Atención! ¡Atención! Esta tarde, a las dieciocho horas, por orden de Su Majestad el rey, ha sido detenido el jefe del Gobierno, Mussolini. Su Majestad el rey ha encargado al mariscal Badoglio de formar nuevo gobierno.»
Lanza y Ridomi se pusieron en pie y permanecieron unos instantes en silencio, uno frente a otro, en la oscuridad de la estancia. La voz reanudó su canto. Ridomi se acercó, cerró la ventana y encendió la luz.
Los dos amigos se miraron. Estaban pálidos y jadeantes. Lanza corrió al teléfono y llamó a la Embajada de Italia. El funcionario de servicio no sabía nada. «Si es una broma – dijo -, es una broma de pésimo gusto.» Lanza le preguntó sí el embajador Alfieri, que estaba en Roma desde hacía algunos días para tomar parte en la reunión del Gran Consejo, había telefoneado a la Embajada. El funcionario de servicio respondió que el embajador había telefoneado a las cinco, como cada día, para saber si había algo nuevo. «Gracias», dijo Lanza, y telefoneó al Ministerio de propaganda. Scheffer no estaba. Telefoneó al ministro Schmidt; no estaba. El ministro Braum von Stum, tampoco estaba. Los dos diplomáticos italianos se miraron. Era necesario tener noticias más precisas; había que obrar de prisa. Si la noticia de la detención de Mussolini era cierta, la reacción alemana sería inmediata y brutal. Había que refugiarse en algún lugar seguro para escapar a las primeras violencias, siempre las más peligrosas. Ridomi propuso refugiarse en la Embajada de España, o en la Legión Suiza; pero, ¿y si la noticia era falsa? Se reiría todo Berlín. Finalmente los dos diplomáticos italianos decidieron telefonear a una común amiga berlinesa: Gerda von H…, que tenía muchas relaciones con el cuerpo diplomático extranjero y en los círculos nazis. Acaso Gerda pudiese aconsejarlos, ayudarlos, ofrecerles asilo durante algunos días, algunas horas hasta que la situación estuviese esclarecida.
–
Oh, lieber Lanza
-respondió Gerda von H…-, estaba a punto de telefonearle. Estoy aquí con algunas amigas muy lindas; venga y dígale a Ridomi que no haga el ogro, pasaremos una agradable velada. Venga en seguida, le espero.
Lanza había dejado el automóvil delante de la puerta, los dos amigos se precipitaron escaleras abajo, saltaron al coche y se dirigieron a gran velocidad a casa de Gerda von H… Huían como si hubiesen tenido la Gestapo a los talones. Gerda habitaba en el barrio Oeste. Las calles estaban oscuras y desiertas. Mientras se iban acercando al barrio Oeste el aire se iba haciendo brumoso, las verdes copas de los tilos se cimbreaban sobre el cielo estrellado y mil rumores de la ciudad brotaban de la azulada oscuridad como una gota de color en un vaso de agua, y una leve tonalidad sonora quedaba en el tejido transparente de la niebla.
Gerda von H… vestía una larga túnica celeste que le caía hasta los pies desnudos, formando mórbidos pliegues como el acanalado de una columna dórica. Llevaba el cabello rubio recogido sobre las sienes y alzado encima de la cabeza como Nausica al salir del mar. En todo su aspecto, en aquella manera suya de levantar, caminando, las rodillas y de echar a cada paso la cabeza atrás como si caminase verdaderamente por el borde del mar había algo de marino. Gerda von H…, había permanecido fiel al ideal de la belleza que estaba en boga en Berlín en 1930; había sido discípula de Curtius en Bonn, había frecuentado durante algún tiempo el pequeño mundo de los intelectuales y de los estetas iniciados en el culto de Stephan George, y parecía moverse y respirar en aquel paisaje convencional de la poesía de dicho poeta, donde las arquitecturas neoclásicas de Winckelmann y las escenas del Segundo Fausto sirven de fondo a las espectrales musas de Holderlin y de Rainer María Rilke. Su casa, para usar su lenguaje anticuado, era un templo, donde recibía a sus huéspedes echada sobre un montón de almohadones, en medio de un grupo de mujeres jóvenes tendidas sobre las mullidas alfombras,
comme un betail pensif sur le sable couché.
Una sonrisa reluciente erraba sobre sus labios tristes; tenía unos ojos grandes, una mirada cálida y grávida.
Gerda von H… cogió de la mano a Lanza y caminando levemente con sus pies desnudos entró en el salón donde estaban reunidas cinco muchachas de largo cuerpo de efebo, de rostro demacrado, de frente iluminada por el resplandor firme y sereno de los ojos azules. Tenían los labios rojos, apenas oscurecidos por esos tenues reflejos verdes que algunas veces tienen los labios de las mujeres rubias; las orejas eran chiquitas y rosadas, parecidas a las ramificaciones del coral. Pero en su rostro había un algo incierto, ese aire vago y nebuloso que aparece en un rostro reflejado en un espejo donde el contraste con la gélida luminosidad del cristal hace la imagen opaca y lejana. Iban vestidas de seda; por el vasto escote aparecían los hombros dorados por el sol, mórbidos, lisos, color de miel. Tenían los tobillos un poco gruesos como los tienen las muchachas alemanas, pero la pierna era bien modelada, ágil y alargada, con la rodilla un poco prominente y delgada. La que, de entre ellas, parecía la más audaz y recordaba a Diana entre las ninfas cazadoras, dijo que habían pasado el día en la barca sobre el Wansee, y que estaban todavía embriagadas de sol. Se reía, echando la cabeza atrás, y este ademán descubría su garganta enjuta, su pecho ancho y musculado de amazona.
El champaña estaba tibio en aquella habitación con las ventanas cerradas por el
black out
donde reinaba un bochorno húmedo, saturado de acre olor de tabaco. Las muchachas y los diplomáticos italianos hablaban de Roma, de Venecia, de París. Aquella que se parecía a Diana había regresado hacía pocos días de París y hablaba de los franceses con un tono que sorprendió desagradablemente a Lanza y a Ridomi; era un acento de afectuoso rencor, de malvados celos. Parecía que, enamorada de Francia, al propio tiempo la odiase. No ama de una manera diferente una mujer que ha sido traicionada.
–Los franceses nos odian -decía Gerda von H… -, ¿por qué nos odian?
Lanza y Ridomi conversaban con la mente lejana, aferrada al pensamiento que los turbaba y cambiaban de vez en cuando una mirada inquieta. Ya diez veces Lanza, había estado a punto de revelar a Gerda y a sus amigos el motivo de su turbación, pero un oscuro sentido del temor lo detenía cada vez. Entretanto, pasaba el tiempo, y la incertidumbre, en el ánimo de los dos diplomáticos italianos, se convertía en angustia.
Ya Lanza estaba a punto de levantarse, de llevarse a Gerda a un rincón y confiarle la verdad, pedirle consejo y ayuda, ya se levantaba, ya se acercaba, cuando Gerda, abriéndole los brazos y apoyando una mano sobre su hombro, le dijo:
–¿Quieres bailar?
–Sí, sí -exclamaron las demás muchachas, mientras una de ellas encendía la radio.
–Es tarde – dijo Ridomi -, todas las emisoras han terminado.
Pero la muchacha, haciendo girar el botón, encontró en un cierto punto la emisora de Roma y la melodía de una orquesta de baile difundió por la estancia.
Una noche contigo,
cantaba una voz de mujer.
–
Wuderbar
-dijo Gerda-. Roma canta todavía.
–Cantará poco tiempo ya – dijo Ridomi.
–¿Por qué? – preguntó Gerda.
–Porque… -respondió Ridomi, pero se calló por ese oscuro sentimiento de temor que en él y su compañero iba convirtiéndose en miedo.
A los oídos de los dos diplomáticos italianos aquella voz sonaba lejanísima y leve, apenas una niebla sonora ondulante en la noche; y los dos amigos temblaban a coro, temiendo que de un momento a otro aquella voz dulcísima se hiciese ronca y dura y gritase la terrible noticia.
–Baila con mi amiga -dijo Gerda, empujando a Lanza en brazos de aquella que parecía Diana, y arrastrando de la mano para sí, con gracia inocente, al gordo e indolente Ridomi.
Las otras cuatro muchachas habían formado parejas entre ellas y bailaban lánguidamente, estrechándose fuertemente una a otra por el seno y los muslos. La compañera de Lanza se estrechaba contra su pecho y lo miraba fijamente y sonriendo en los ojos, con un frecuente parpadeo. Lanza sentía contra su propio pecho el latir de aquel seno pequeño y masculino, el ondear de aquellos flancos contra sus propios flancos, aquel vientre firme contra su vientre; pero su pensamiento estaba en otro sitio, y en su mente las confusas imágenes de Mussolini, del rey y de Badoglio se mezclaban entre ellas, se unían y se desunían, se revolcaban por el suelo, tratando de sujetarse una a otra, como los saltimbanquis cuando hacen cabriolas sobre la alfombra.
De repente, la música se interrumpió; se desvaneció aquella dulcísima voz de mujer, y una voz agitada y ronca anunció: «Antes de leer la proclama del mariscal Badoglio vamos a dar un resumen de las últimas noticias. Sobre las 17 horas, el jefe de Gobierno, Mussolini, ha sido detenido por orden de Su Majestad el rey. El nuevo jefe de Gobierno, mariscal Badoglio, ha dirigido al pueblo la siguiente proclama…»
Al oír aquella voz, aquellas palabras, la compañera de Lanza se apartó de él rechazándolo con un movimiento de la mano que le pareció un puñetazo
.
Las demás parejas se separaron también del abrazo, y ante los ojos atónitos de los dos diplomáticos italianos ocurrió la cosa más inesperada del mundo. Los ademanes, la indumentaria, la sonrisa, la voz, la mirada de aquellas muchachas fueron sufriendo paulatinamente una maravillosa metamorfosis: los ojos azules se oscurecieron, la sonrisa se apagó en los labios que se habían vuelto repentinamente pálidos y acerados, las voces se lucieron profundas y ásperas, los ademanes, pocos momentos antes lánguidos, se hicieron bruscos; los brazos, poco antes carnosos y mórbidos, se endurecieron, se volvieron sarmentosos, como le ocurre a la rama de un árbol arrancada por el viento que, al irse secando paulatinamente, su linfa vital pierde su verde resplandor, el brillo de la corteza, esa ternura de la naturaleza arbórea, y se vuelve dura y áspera. Pero esto que en la rama del árbol se produce poco a poco, en aquellas muchachas se produjo de repente. Lanza y Ridomi estaban frente a aquellas muchachas con el mismo atónito temor de Apolo delante de Dafne, al verla metamorfosearse de joven en laurel. Aquellas muchachas tan rubias y suaves, en pocos instantes se convirtieron en hombres.
Eran hombres.
–
Ach so!
-dijo aquella que pocos momentos antes se parecía a Diana, fijando en los dos diplomáticos sus ojos con una mirada amenazadora -,
ach so!
¿Creéis que os quedaréis tan tranquilos? ¿Creéis que el Führer os va a dejar detener a Mussolini sin partiros la cabeza? – Se volvió a su compañera para añadir-: Vamonos en seguida al campo. Sin duda, nuestra escuadrilla ha recibido ya la orden de marcha. Dentro de pocas horas bombardearemos Roma.