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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

La piel (13 page)

En aquellos días había aparecido, procedente de una oscura tipografía napolitana a cargo de un editor de libros raros y preciosos, un compendio de poesías de guerra de un grupo de jóvenes poetas ingleses, desterrados en las trincheras y los
fox holes
de Cassino. La
fairy band
de los invertidos llegados a Nápoles, a través de las líneas alemanas, de todos los países de Europa y los homosexuales esparcidos por los ejércitos aliados (tampoco en los ejércitos aliados, como en cualquier ejército digno de respeto, faltaban ciertamente los homosexuales; los había de todas especies y de todas las condiciones sociales, soldados, oficiales, operarios y estudiantes), se habían arrojado sobre aquellas poesías con una avidez que revelaban que en ellos no estaba todavía apagado el antiguo estetismo «burgués», y se reunían para leerlas o, mejor dicho, declamarlas, en esos raros salones de la aristocracia napolitana, que poco a poco se abrían de nuevo en los antiguos palacios destrozados por los bombardeos y despojados por los saqueos, y en la sala del «Ristorante Baghetti», en la Via Chiaia, de la cual habían hecho su club privado. Aquellas poesías no eran aptas para ayudarlos a conciliar su todavía latente narcisismo con su nuevo estetismo marxista. Eran poemas líricos de una fría y vidriosa simplicidad, llenos de esa triste indiferencia propia de los jóvenes de todos los ejércitos, incluso de los jóvenes soldados alemanes, frente a la guerra. La tersa y helada melancolía de aquellos versos no era empañada ni enturbiada por la esperanza de la victoria, no estaba saturada por el febril escalofrío de la revuelta. Después del primer entusiasmo, los jóvenes Narcisos y sus jóvenes efebos proletarios abandonaron aquellas poesías y los últimos textos de André Gide, a quien ellos llamaban «nuestro Goethe», de Paul Eluard, de André Bretón, de Jean Paul Sartre y de Pierre Jean Jouve, esparcidos por las revistas francesas de la
Résistance
que ya comenzaban a llegar a Argelia. En aquellos textos buscaban el signo misterioso, la palabra secreta de orden que les abriese las puertas de aquella nueva Jerusalén que se estaban sin duda edificando en algún lugar de Europa y que, en sus esperanzas, hubiera reunido entre sus muros a todos los jóvenes ansiosos de colaborar con el pueblo y por el pueblo a la salvación de la civilización occidental y el triunfo del comunismo. (Ellos llamaban comunismo a su marxismo homosexual.) Pero al cabo de algún tiempo, la exigencia improvisada y fuertemente sentida por ellos, de mezclarse de una manera más íntima con el proletario, de buscar de nuevo pasto para su insaciable hambre de novedad y de «sufrimiento» y nuevas justificaciones a su disfraz marxista, los empujó hacia nuevas búsquedas y nuevas experiencias, capaces de distraerlos del aburrimiento que la prolongada detención de los ejércitos aliados ante Cassino comenzaba a insinuarse en sus almas bien nacidas.

En las aceras de la Piazza San Ferdinando se reunían en aquellos tiempos cada mañana, una multitud de jóvenes de aspecto miserable que permanecían allí todo el día delante del «Café Van Boole e Feste» y no se disolvían hasta la hora del crepúsculo.

Eran jóvenes descarnados, pálidos, vestidos con harapos o uniformes prestados; la mayoría soldados y oficiales del disperso y humillado ejército italiano, escapados a la vergüenza y la carnicería de los campos de concentración alemanes y refugiados en Nápoles con la esperanza de encontrar trabajo o de conseguir hacerse alistar por el mariscal Badoglio para poder combatir al lado de los aliados. Casi todos eran originarios de las provincias centrales y septentrionales de Italia, todavía en manos de los alemanes; e imposibilitados, por lo tanto de poder regresar a sus hogares, habían intentado todo lo posible para sustraerse a aquella humillante e incierta situación. Pero rechazados de los cuarteles donde se presentaban para alistarse y, no encontrando trabajo, no les había quedado otra esperanza que la de no sucumbir a los sufrimientos y las humillaciones. Y, entretanto, se morían de hambre. Cubiertos por andrajosas ropas, quién por unos pantalones alemanes o americanos, quién por una harapienta chaqueta civil o por una prenda de punto descolorida y sucia, otros con algún
combatjackel,
que es una especie de camisa de soldado británico, trataban de engañar el frío y el hambre caminando de una punta a otra de las aceras de la Piazza San Ferdinando, en espera de que algún sargento aliado los contratase para las labores del puerto o cualquier otra dura fatiga.

Aquellos muchachos eran objeto de compasión, no ya de los transeúntes, también ellos miserables y hambrientos, ni de los soldados aliados, que no ocultaban un embarazoso rencor contra aquellos inoportunos testimonios de la pobreza de su victoria, sino de las prostitutas que atestaban los soportales del Teatro San Cario y la Guillería Umberto y se arremolinaban en torno de los
pick-up points.
De vez en cuando alguna de ellas se acercaban al grupo de jóvenes hambrientos, ofreciéndoles el donativo de un cigarrillo o un bizcocho, o alguna rebanada de pan que los jóvenes, la mayoría de las veces, rechazaban con una cortesía desdeñosa o humillada.

Entre aquellos infelices andaban los jóvenes Narcisos tratando de enrolar algún nuevo recluta para su
fairy band,
pareciéndoles una gran hazaña, o acaso alguna bravura o un refinamiento, intentar corromper a aquellos muchachos sin techo, sin pan, idiotizados por la desesperación. Y acaso fuese su aspecto selvático, su hirsuta barba, sus ojos brillantes por la fiebre y el insomnio, sus vestidos hechos jirones, lo que despertaba en los nobles Narcisos extraños, deseos y refinadas concupiscencias. ¿O era quizá la angustia y la miseria de aquellos infelices que constituían el elemento «sufrimiento» que faltaba a su estetismo marxista? El sufrimiento de los demás es necesario que sirva de algo.

Fue precisamente pasando un día por en medio de aquella multitud de desgraciados, por delante de «Van Boole e Feste», cuando me pareció ver a Jeanlouis, a quien no veía desde hacía algunos meses y que reconocí, más por el aspecto, por la voz, dulcísima y un poco ronca. También Jeanlouis me reconoció y corrió a mi encuentro. Le pregunté qué hacía en Nápoles. Me respondió que se había fugado de Roma hacía un mes para escapar a las pesquisas de la policía alemana y comenzó a narrarme con gracia las peripecias y peligros de su fuga a través de las montañas de los Abruzzos.

–¿Y qué quería de ti la policía alemana? – le pregunté bruscamente.

–¡Ah, tú no lo sabes…! – me respondió. Y me fue refiriendo que la vida en Roma se había convertido en un infierno, que todo el mundo se escondía; la gente huía por miedo a los alemanes; el pueblo esperaba con ansia la llegada de los aliados, que había encontrado en Nápoles a muchos viejos amigos entre los soldados y los oficiales ingleses y americanos,
des garçons exquis,
dijo. Y de repente se puso a hablarme de su madre, la vieja Contessa B… (Jeanlouis pertenecía a una de las más nobles y antiguas familias de la nobleza milanesa), narrándome que se había refugiado en su villa del lago de Como, que había prohibido que se hablase en su presencia de los extraordinarios acontecimientos que se desarrollaban en Italia y en Europa, y que recibía a sus amistades como si la guerra fuese tan sólo una maledicencia mundana, ante la cual, en su salón, sólo se permitía, a lo sumo, sonreír discretamente con generosa indulgencia-. Simonnetta -añadió- me ha encargado (Simonnetta era su hermana) que te dé sus mejores recuerdos.

Y de repente se calló.

Yo le miré fijamente a los ojos y se sonrojó.

–Deja tranquilos a estos pobres muchachos – dije-; ¿no te da vergüenza?

Jeanlouis parpadeó rápidamente fingiendo una ingenua sorpresa.

–¿Qué muchachos?

–Harías bien en dejarlos -dije-; es una vergüenza jugar con el hambre de los demás.

–No entiendo qué quieres decir – dijo, encogiéndose de hombros. Pero inmediatamente añadió que aquellos muchachos tenían hambre, que él y sus amigos se habían propuesto ayudarlos, que contaba con muchas amistades entre los ingleses y los americanos y que esperaba poder hacer algo por estos infelices muchachos-. Mi deber de marxista -concluyó- es tratar de impedir que aquellos infelices muchachos se conviertan en instrumentos de la reacción burguesa.

Yo lo miraba fijo y Jeanlouis me preguntó:

–¿Por qué me miras así? ¿Qué te pasa?

–¿Has conocido personalmente -dije- al conde Carlos Marx?

–¿A quién? – dijo Jeanlouis.

–Al conde Carlos Marx. Es un bonito nombre este de Marx. Más antiguo que el tuyo.

–No me tomes el pelo, deja eso – dijo Jeanlouis.

–Si Marx no fuese conde tú seguramente no serías marxista.

–No me comprendes -dijo Jeanlouis-; el marxismo… No es necesario ser operario, o ser un canalla, para ser marxista.

–Sí, es necesario ser un canalla para ser marxista como tú -dije-. Deja a esos muchachos, Jeanlouis. Tienen hambre, pero antes robarían que acostarse contigo.

Jeanlouis me miró irónicamente.

–Conmigo… o con otro -dijo.

–Ni contigo, ni con nadie. Déjalos, tienen hambre..

–Conmigo o con otros -repitió Jeanlouis-, tú no sabes la fuerza que tiene el hambre.

–Me das asco -dije.

–¿Y por qué tengo que darte asco? – dijo Jeanlouis-. ¿Qué culpa tengo yo de que tengan hambre? ¿Les das acaso de comer a estos muchachos? Yo los ayudo, hago lo que puedo. Entre nosotros tenemos que ayudarnos. Y, además, ¿qué te importa a ti todo esto?

–El hambre no tiene ninguna fuerza – dije -. Si crees poder contar con el hambre, te equivocas. Los hombres a los veinte años, no sufren por el hambre propia, sino por la de los demás. Pregúntale al conde Marx si no es verdad que un hombre no se prostituye por hambre. Para un muchacho de veinte años el hambre no es un hecho personal.

–Tú no conoces a los jóvenes de hoy -dijo Jeanlouis-; me gustaría hacértelos conocer de cerca. Son mucho mejores o mucho peores de lo que tú puedes creer.

Y me contó que estaba citado con algunos de sus amigos en una casa de Vomero, diciéndome que le habría dado una alegría si fuese con él a aquella casa, porque en ella encontraría a algunos muchachos interesantes; añadió que no estaba seguro de si me gustaría o no, pero que, de todos modos, me aconsejaba conocerlos de cerca porque por ellos podría juzgar a todos los demás, y por que, al fin y al cabo, yo no tenía derecho de juzgar a aquellos muchachos sin conocerlos.

–Ven conmigo -me dijo- y verás que, después de todo, no somos peores que los hombres de tu generación. En todo caso, somos como vosotros nos habéis hecho.

Y así anduvimos a una casa del Vomero donde solían reunirse algunos jóvenes intelectuales comunistas amigos de Jeanlouis. Era una vulgar casa burguesa, amueblada con el pésimo gusto de la burguesía de Nápoles. De las paredes colgaban cuadros de la escuela napolitana de finales del siglo pasado, chillones con sus densos colores al óleo y relucientes de barniz, y por las ventanas, al pie del monte Echia, más allá de los árboles del Porco Grifeo y de la Via Caracciolo, parecía lejano el mar, el Castello dell'Ovo, y remoto, en el horizonte, el espectro azul de Capri. Aquel paisaje marítimo, visto desde el interior de una casa burguesa, entonaba estúpidamente con aquellos muebles y cuadros, con los fotografías colgando de las paredes, con el gramófono, el aparato de radio, la lámpara de falso cristal de Murano, colgando del techo sobre la mesa del centro de la habitación.

También el paisaje del interior de la ventana era un paisaje burgués, el paisaje de un interior burgués incrustado en la naturaleza y poblado, en primer plano, por muchachos que, fumando cigarrillos americanos y sorbiendo diminutas tazas de café, estaban sentados en el diván y en las butacas tapizadas de raso rojo y hablaban de Mary, de Gide, de Eluard, de Sartre mirando a Jeanlouis con extática admiración. Yo me había sentado en un ángulo de la habitación y observaba los rostros las manos y los ademanes destacarse sobre el fondo de aquella remota perspectiva de agua y de cielo.

Eran todos muchachos de dieciocho a veinte años, de apariencia estudiantil, y la pobreza de las familias a las cuales pertenecían era visible no solamente en sus trajes sucios, desharrapados, llenos de manchas de grasa, y aquí y allá, remendados con precipitada pulcritud, sino en lo abandonado de las personas, en las barbas sin afeitar, en las uñas sucias, en los largos cabellos enmarañados que cubrían las orejas y caían metiéndose dentro del cuello de la camisa. Y en aquella dejadez que era entonces y sigue siendo todavía de moda entre los jóvenes intelectuales comunistas de origen burgués, yo me preguntaba cuál era la parte de la miseria y cuál era la de la coquetería.

Había entre aquellos muchachos algunos de apariencia obrera y una muchacha de no más de dieciséis años extraordinariamente gorda y de piel blanca llena de pecas rojas que me pareció, no sé por qué, embarazada. Estaba sentada en una butaquita baja al lado del gramófono, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en las manos, y fijaba su mirada ahora sobre uno, ahora sobre otro, sin pestañear. No recuerdo que en todo el tiempo que pasamos en aquella habitación tomase parte en el debate, salvo al final, cuando dijo a sus compañeros que eran una banda de trotskistas, y bastó aquello para dispersar la reunión.

Aquellos jóvenes me conocían de nombre y, naturalmente, hacían ostentación de despreciarme tratándome como un ser indigno ajeno al mundo de sus ideas y de sus sentimientos, a su mismo lenguaje. Hablaban entre ellos como si usasen una lengua para mí desconocida, y las raras veces que se volvían hacia mí hablaban lentamente, como si tratasen de encontrar las palabras en una lengua que no era la suya propia. Cruzaban miradas de complicidad como si existiese entre ellos sabe Dios qué extraños secretos y yo fuese, no sólo un profano, sino un infeliz digno de compasión. Discutían sobre Eluard, Gide, Aragón, Youve, como si se tratase de íntimos amigos con quienes tuviesen una antigua familiaridad. Y yo estaba a punto de recordarles que probablemente habrían leído aquellos nombres en las páginas de mi revista
Prospettive,
en la cual durante aquellos tres años de guerra, yo había venido publicando los versos prohibidos de los poetas del
maquis
francés, y dé los qué ahora fingían no recordar siquiera el título, cuando Jeanlouis, empezó a hablar de la literatura y la música soviéticas.

Jeanlouis estaba de pie, apoyado contra la mesa, y su pálido rostro, en el cual resplandecía aquella delicada y, no obstante, viril belleza propia de los muchachos de las grandes familias nobles italianas, formaba un singular contraste con la afectada dulzura del acento, con la amanerada gracia de sus ademanes, con todo lo que había de maravillosamente femenino en su actitud, en su voz, en el sentido vago y ambiguo de sus propias palabras. Aquella belleza de Jeanlouis era la belleza viril qus gustaba a Stendhal, la belleza de Fabricio del Dongo. Tenía la cabeza del Antínoo esculpida en un mármol marfileño y el largo cuerpo del efebo de las estatuas alejandrinas, las manos breves y blancas, los ojos ardientes y suaves, la negra mirada reluciente, los labios rosados y la sonrisa vil, esa sonrisa que Winckelmann pone como extremo límite de rencor y de lamento a su puro ideal de la belleza griega. Y yo me preguntaba con estupor cómo, de aquella mi generación fuerte, animosa, viril, de hombres formados en la guerra, en la lucha civil, en la oposición individual a la tiranía de los dictadores y de la masa, una generación de machos, no resignada a morir y ciertamente no vencida, pese a los sufrimientos y las humillaciones, de la derrota, había podido nacer una generación tan corrompida, cínica y afeminada, tan tranquila y dulcemente desesperada, de la cual los muchachos como Jeanlouis representaban la flor y nata, asomados al extremo límite de la conciencia de nuestro tiempo.

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