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Authors: Anne Rice

La Momia (48 page)

—Soy Alex Savarell, en efecto. Perdóneme, creo que no tengo el placer.

—Estoy hambrienta, vizconde de Summerfield. ¿Me acompañaría al comedor del hotel? Me gustaría comer algo.

—¡Me encantaría! Qué placer tan inesperado.

El le ofreció su brazo para que se apoyara. Oh, le gustaba mucho aquel hombre. No había en él reticencia alguna. La escoltó a través de la muchedumbre, más allá de la taberna en la que su padre estaba bebiendo, hacia una gran sala cubierta por una alta bóveda dorada.

La inmensa habitación estaba llena de mesas alineadas, cubiertas con manteles de lino. En el centro había hombres y mujeres bailando, cuyas faldas se abrían como grandes flores rizadas. Y la música era maravillosa, aunque casi le hacía daño en los oídos. Era mucho más bel a que la de la caja de música. Y tan triste...

El vizconde de Summerfield ordenó a un hombre de aspecto severo, tan bien vestido como los demás, que los llevara a una mesa.

—Desde luego, lord Summerfield —respondió éste con gran respeto. Y la mesa era digna de una reina.

—¿Qué es esta música? —preguntó.

—Es norteamericana —contestó él—. De Sigmund Romberg.

Ella comenzó a mecerse suavemente.

—¿Le apetece bailar? —ofreció él.

—¡Divino!

Oh, qué cálida era la mano que sostenía la suya y que la conducía por la pista. Qué curioso que cada pareja bailara como si estuviera sola, como si se tratase de un ritual privado. De repente sintió que la invadía la melancolía. Y aquel joven la miraba con una expresión adorable. Era muy bello, este joven lord Summerfield.

—Es un lugar encantador —comentó—, un verdadero palacio. Y la música es muy estridente, pero me gusta. Me hace daño en los oídos, pero supongo que es porque no me gustan los ruidos fuertes, como los pájaros que chillan, o los disparos.

—Pues claro que no —repuso él sorprendido—. Es usted tan frágil... Y su cabello... ¿Me permite que le diga que tiene un cabello hermosísimo? Es extraño ver a una mujer que lo lleva suelto, de forma natural. La hace parecer una diosa.

—Sí, eso está muy
okay.
¡Muchas gracias!

La risa de aquel hombre era muy dulce. Tan honesta... No había miedo ni desconfianza en sus ojos. Parecía un príncipe que hubiera sido criado en un palacio por amas atentas.

Demasiado tierno para el mundo real.

—¿Le importaría decirme su nombre? —inquirió él—. No hemos sido adecuadamente presentados, así que al parecer tendremos que hacerlo nosotros mismos.

—Mi nombre es Cleopatra, reina de Egipto. —¡Cuánto le gustaba aquella danza, dar vueltas y más vueltas! Él suelo de la pista resplandecía como agua bajo sus pies.

—Oh, no me costaría nada creerlo —aseguró él—. Parece usted una reina. ¿Me permite que la llame su alteza? Ella rompió a reír.

—Su alteza. ¿Es así como se llama a una reina? Sí, puede llamarme su alteza. Y yo lo llamaré lord Summerfield. Todos estos hombres, ¿son también... lores?

A través del espejo ahumado de la pared, Elliott vio retirarse a Winthrop, seguido de su cohorte. Pitfield volvió directamente a la mesa y se sentó frente a él. Hizo una seña al camarero para que trajera más bebida.

—Más complicaciones —dijo—. Por todos lo santos, ¿qué le ha pasado al joven Stratford?

—Dime.

—¡Asombroso! Una bailarina, la amante de Henry Stratford. La han encontrado muerta, con el cuello roto, en el jardín de la casa que compartía con Henry. Y allí estaban todas sus cosas.

Elliott tragó saliva. Necesitaba otra copa. Pensó que debería comer algo, aunque sólo fuera para no caer inconsciente de tanto beber.

—Lo mismo que el estudiante de Oxford de esta tarde, el cuello roto. Igual que el norteamericano de las pirámides, y que la empleada del museo. ¡Me pregunto por qué se molestó en usar el cuchillo con Sharples! Creo que será mejor que me cuentes todo lo que sabes de este asunto.

El camarero sirvió dos vasos de whisky y Elliott dio un sorbo al suyo pensativamente.

—Es más o menos lo que me temía. Se ha vuelto completamente loco. La culpa no lo dejaba vivir.

—¿A causa del juego?

—No, de Lawrence. Henry lo mató, con los venenos de la tumba.

—Dios mío, Elliott. ¿Hablas en serio?

—Gerald, nunca he hablado más en serio. Así fue como empezó todo. Había llevado a Lawrence unos papeles para que los firmara. Probablemente los falsificó. Pero eso no importa.

El caso es que confesó el crimen.

—A ti.

—No, a otra persona. —Se interrumpió un instante. Debía pensarlo todo mejor, pero no había tiempo—. A Ramsey.

—Ramsey, el que están buscando.

—Sí. Ramsey intentó hablar con él esta madrugada. Antes de que Henry perdiera la cabeza por completo y entrara en el museo. Por cierto, dices que han estado en la casa de la bailarina.

¿Encontraron allí restos de alguna momia, vendajes o algo por el estilo? Si fuera así, todo encajaría por fin y dejarían de perseguir al pobre Ramsey. Es completamente inocente, te lo aseguro. Fue al museo para intentar hacer entrar en razón a Henry,

—¿Lo sabes con seguridad?

—Todo fue por mi culpa. Últimamente no duermo bien. El dolor de las piernas es demasiado fuerte. A las cinco de la mañana volvía de dar un paseo. Y vi a Henry completamente borracho merodeando por los alrededores del museo, como te he dicho. Creí que iba simplemente de bar en bar, y cometí el error de contárselo a Ramsey, que bajaba a tomar café en aquel momento. Ramsey ya había intentado razonar con Henry horas antes. Y volvió a salir en su busca. Lo hizo por Julie.

—Entonces Julie y ese Ramsey...

—Sí. El compromiso con Alex se ha roto. Pero ha sido todo bastante amistoso. Alex y Ramsey son amigos. Y es necesario aclarar todo esto.

—Desde luego, desde luego.

—Ramsey estaba intentando detener a Henry cuando llegó la policía. Es un hombre extraño. Fue presa del pánico. Pero estoy seguro de que podrás aclararlo todo.

—Haré todo lo que pueda. ¿Pero por qué diablos iba a entrar Henry al museo para robar una momia?

—No tengo la menor idea. Todo lo que sé es que también ha desaparecido la momia de Ramsés el Maldito en Londres, y al parecer también robó unas monedas y joyas. Imagino que alguien le obligó a hacerlo. Para pagar deudas, o algo así.

—¿Y por eso robó la momia del museo más famoso del mundo?

—Los sistemas de seguridad egipcios no son nada buenos, amigo mío. Y tú no has visto a Henry en los últimos meses, ¿verdad? Se ha deteriorado mucho. Creo que simplemente es un caso de locura. Pero no quiero que por esto retengan a Alex y a Julie en El Cairo. Y no se irán hasta que se haya exculpado a Ramsey.

Elliott acabó la copa.

—Gerald, sácanos de esto. A todos. Haré una declaración jurada, si lo consideras necesario. Intentaré localizar a Ramsey. Si se le garantiza la inmunidad, estoy seguro de que se entregará. Tú puedes hacerlo, Gerald. Conoces bien a estos cretinos colonos. Hace años que te peleas con ellos.

—Sí, eso es cierto. Hay que resolver esto con bastante delicadeza, pero no hay tiempo que perder. Y el hecho es que ya están buscando a Stratford. Sólo es cuestión de que se exculpe a Ramsey.

—Sí, y del protocolo, y los trámites y todos los papeleos. Por favor, Gerald: no me importa cómo lo hagas, pero quiero que mi hijo salga de aquí. Ya lo he utilizado bastante en todo este...

—¿Qué?

—Nada. ¿Puedes hacerlo?

—Sí, pero Henry... ¿Tienes idea de dónde puede estar? «Nadando en una tina de betún», pensó Elliott con un estremecimiento.

—No —contestó—. No tengo ni idea. Pero debe de estar escondido. Tiene muchos enemigos, gente a la que debe dinero. Necesito otra copa. Y por favor, cuando lo detengan, haz todo lo que puedas por ese mentecato. ¿Lo harás?

—Joven lord Summerfield —propuso ella sin dejar de mirarle la boca—, vamos a cenar a mis aposentos. Al í estaremos solos.

—Si usted lo desea... —El inevitable rubor en las mejillas. Oh, ¿cómo sería el resto de su cuerpo? Ojalá tuviera un fado digno del resto de sus encantos.

—Desde luego, ¿pero lo desea
usted} —
le preguntó. Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y deslizó la mano bajo su chaqueta.

—Sí, lo deseo —susurró él.

Se acercaron a la mesa, recogieron los bolsos de Cleopatra y volvieron al vestíbulo.


Suite
dos cero uno —dijo ella después de sacar la llave del bolso—. ¿Cómo la encontraremos?

—Tomaremos el ascensor hasta el segundo piso y buscaremos la habitación —repuso él con una adorable sonrisa.

¿El ascensor? Alex la condujo hacia unas puertas de metal brillante y presionó un pequeño botón en la pared.

Entre ambas puertas había un gran dibujo:
Aída,
la ópera. Y las mismas figuras egipcias que ya había visto.

—Ah, la ópera —comentó.

—Sí, es todo un acontecimiento —aseguró él. Una de las grandes puertas dobles se abrió silenciosamente, y tras ella apareció un hombre que al parecer los esperaba. Entraron a lo que parecía una jaula. Cleopatra se sintió inquieta. Las puertas se cerraron con un zumbido, como si fuese una trampa, y la habitación pareció ascender en el aire.

—Lord Summerfield —murmuró asustada.

—No ocurre nada, su alteza —la tranquilizó él. La rodeó con los brazos, y ella apoyó la cabeza en su pecho. Oh, era mucho más tierno que los otros, y, cuando un hombre fuerte es también tierno, hasta las diosas descienden del Olimpo.

Por fin se abrieron las puertas. Lord Summerfield la acompañó por un largo pasillo.

—¿Por qué se ha asustado? —preguntó él, pero en su entonación no había ni sombra de burla. Era tranquilizador. Le pidió la llave y la introdujo en la cerradura.

—La habitación se movía —suspiró el a—. ¿Lo he dicho bien en inglés?

—Sí, desde luego —respondió él. Pasaron a un gran salón adornado con ricos tapices y sillas con el aspecto de almohadones gigantes—. Es usted la mujer más extraña que he conocido. Parece venida de otro mundo.

Ella le acarició el rostro y lo besó lentamente. De repente sus ojos marrones parecieron alarmados. Pero enseguida él la besó con súbita pasión.

—Esta noche, lord Summerfield —dijo ella—, éste es mi palacio. Ahora pasemos a la cámara real.

Elliott acompañó a Pitfield a la puerta del bar.

—Nunca podré agradecerte lo suficiente que hayas acudido tan rápido.

—Ten confianza, muchacho, e intenta hablar con tu amigo. Aunque desde luego, no te digo esto oficialmente...

—Lo sé, lo sé. Deja que yo me encargue de eso. —Elliott volvió al bar, se dejó caer en el confortable sillón de cuero y cogió su copa de ginebra. Sí, cuando todo hubiese pasado, se sentaría a beber hasta morir.

Haría acopio del mejor whisky, ginebra, jerez y oporto de Londres, se retiraría al campo y se pondría a beber día y noche hasta caer muerto. Sería maravilloso. Se vio sentado frente a la gran chimenea, con una pierna apoyada en un taburete forrado de cuero. La imagen apareció un momento en su mente y se desvaneció. Sintió náuseas, y creyó que iba a desmayarse.

—Sacar de aquí a Alex, hacer que llegue sano y salvo a casa —murmuró para sí, y de repente comenzó a temblar incontrolablemente. Volvió a verla, extendiendo los brazos hacia Ramsés, y también en la cama, mirándolo a él; sintió sus caricias, los huesos desnudos de su costado cuando ella se había apretado contra él. Recordó la mirada de locura de Ramsés cuando luchaba con ella.

El temblor aumentó.

Nadie notó nada en el bar. Un joven acababa de sentarse al piano y tocaba un
ragtime.

Alex la había ayudado a quitarse el vestido de satén verde. Lo dejó con cuidado sobre una silla, y, cuando apagaron las luces, Cleopatra vio la ciudad a sus pies. Y el río.

—El Nilo —susurró. Hubiera querido decirle lo hermosa que era aquella ancha y majestuosa franja de agua que serpenteaba a través de la ciudad. Pero entonces una sombra cayó sobre su alma. Una nueva imagen desconocida relampagueó en su cerebro: una catacumba, un sacerdote que caminaba delante de ella...

—¿Qué sucede, su alteza?

Ella alzó la cabeza, advirtiendo que había dejado escapar un gemido que había alarmado al joven.

—Eres muy tierno conmigo, lord Summerfield —dijo ella. ¿Dónde estaba la habitual maldad en aquel hombre, el inevitable deseo de hacer daño que todos mostraban antes o después?

Levantó los ojos y vio que él también estaba desnudo. La visión de su cuerpo musculoso y juvenil le produjo un placer intenso. Apoyó la mano en su duro vientre, y después en su pecho.

Siempre era la dureza de los hombres lo que más la excitaba; incluso la dureza de sus bocas, la forma en que se apretaban sus labios al besar. Le gustaba sentir los dientes tras aquellos labios.

Lo besó con fuerza y apretó los pechos contra su torso. Él apenas podía controlarse. Quería llevarla a la cama, pero intentaba ser cariñoso.

—Eres de otro mundo —le susurró al oído—. ¿De dónde vienes?

—De la oscuridad y el frío. Bésame. Sólo siento calor cuando me besan. Enciende una hoguera, lord Summerfield, una hoguera en la que ardamos los dos.

Se dejó caer sobre los almohadones y tiró de él, haciéndolo caer sobre el a. Buscó su sexo con la mano, lo acarició y le pellizcó la punta. Cuando él gimió de placer, le abrió los labios con los suyos y lamió su lengua y sus dientes.

—¡Ahora! —dijo—. ¡Ven, entra en mí! Después habrá tiempo para hacerlo más despacio.

Estaban en la
suite
de Julie. Samir dejó los periódicos sobre la mesa, mientras Julie sorbía su segunda taza de dulce café egipcio.

—No me dejes esta noche, Samir. No te vayas hasta que sepamos algo de él. —De repente se levantó—. Voy a ponerme la bata. Prométeme que no te irás.

—Estaré aquí, Julie —aseguró él—. Pero quizá debería dormir. La despertaré en cuanto sepa algo.

—No, no podría. Sólo quiero quitarme esta ropa. No tardaré ni un minuto.

Pasó a su dormitorio. Había mandado a Rita a dormir hacía una hora, pues sólo soportaba estar con Samir. Tenía los nervios destrozados. Sabía que Elliott estaba en el hotel, pero no se animaba a llamarlo. No quería verlo o hablar con él. No, hasta que supiera qué había hecho Ramsés. Y no podía evitar el presentimiento de un desastre.

Se quitó las horquillas con lentitud mientras se contemplaba ausentemente en el espejo. De repente se dio cuenta de que había un árabe de gran estatura envuelto en una capa blanca en un rincón de la habitación. Su árabe, Ramsés.

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