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Authors: Anne Rice

La Momia (49 page)

BOOK: La Momia
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Se dio media vuelta y sus cabellos se derramaron sobre los hombros. Tenía el corazón a punto de estallar.

Por segunda vez en su vida, aquel hombre la tomó en sus brazos cuando estaba a punto de desvanecerse. Entonces vio las manchas de sangre en la túnica y se sintió débil. Las tinieblas s
e
alzaron a su alrededor.

El la abrazó en silencio y la estrechó contra su cuerpo.

—Mi Julie —dijo con voz desgarrada.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—Poco rato —murmuró él—. Déjame estar en silencio un momento, déjame abrazarte.

—¿Dónde está ella?

El se apartó de Julie y retrocedió.

—No lo sé —repuso con amargura—. La he perdido.

Julie lo observó caminar de un lado a otro de la habitación. Se dio cuenta de que amaba con toda su alma a aquel hombre, y de que seguiría amándolo, pasara lo que pasara. Pero no podía decirle tal cosa. No hasta que supiera...

—Llamaré a Samir —decidió ella—. Está en el salón.

—Quiero estar a solas un momento contigo —dijo él. Y, por primera vez, pareció tener miedo de ella. Era una sensación muy sutil, pero Julie la percibía con claridad.

—Debes contarme lo que ha pasado.

El siguió inmóvil, mirándola fijamente, irresistible con aquellos ropajes blancos. Y de repente su expresión le rompió el corazón. No servía de nada negarlo.

—Le diste más elixir —murmuró el a con voz trémula.

—Tú no la has visto —repuso él quedamente, con los ojos llenos de una pena inmensa—.

¡No has oído el sonido de su voz! No has oído su llanto. No me juzgues. ¡Está tan viva como yo! Yo la hice alzarse de la tumba. Deja que yo sea mi propio juez.

Ella se retorcía las manos.

—¿Qué quieres decir con que no sabes dónde está?

—Escapó de mí. Me atacó, intentó matarme. Y está loca. Lord Rutheríord tenía razón: está absolutamente loca. Lo habría matado si yo no la hubiera detenido. El elixir no ha cambiado eso. Sólo ha curado su cuerpo.

Dio un paso hacia ella, pero Julie se dio la vuelta. Iba a echarse a llorar, y no quería hacerlo.

—Reza a tus dioses —dijo ella mirándolo a través del espejo—. Pregúntales qué debes hacer. Mi Dios sólo podría condenarte. Pero, ocurra lo que ocurra con esa criatura, una cosa está clara. —Se volvió hacia él y lo miró a los ojos—. No debes volver a fabricar ese elixir nunca más. Consume lo que te quede. Hazlo ahora mismo, en mi presencia. Y borra la fórmula de tu mente.

No hubo respuesta. Ramsés se quitó el turbante lentamente y se pasó la mano por el pelo.

El gesto lo hizo parecer aún más seductor. Parecía una figura bíblica, con el cabello revuelto y las vestiduras sueltas. Aquel hombre la enloquecía. Y reconocerlo sólo la ponía más al borde de las lágrimas.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

—Si es demasiado peligroso consumirlo, busca un lugar en el desierto y excava un profundo pozo para enterrarlo. Pero deshazte de él.

—Quiero hacerte una pregunta.

—No. —Ella volvió a darle la espalda y se cubrió los oídos con las manos. Cuando levantó los ojos, vio que él estaba justo detrás de el a. Por un instante volvió a ser consciente de que todo su mundo se había hundido, de que una luz cegadora había destruido su vida anterior irremisiblemente.

Él le tomó las manos con dulzura y se las apartó de los oídos. La miró a los ojos a través del espejo. Sus cuerpos se tocaban.

—Julie, si la otra noche, en lugar de llevarme el elixir al museo y dárselo al cadáver de Cleopatra, te lo hubiera ofrecido, ¿lo habrías tomado?

Ella se negó a responder. Él le cogió la muñeca con brusquedad y la obligó a volverse.

—¡Responde! Si no la hubiera visto allí, tendida en aquella caja...

—Pero la viste.

Julie quería mantenerse firme, pero él la sorprendió con un beso, con la rudeza y desesperación de su abrazo, acariciándole las mejillas y el rostro casi cruelmente. Pronunciaba su nombre una y otra vez como en una plegaria. Murmuró algo en la antigua lengua egipcia. Y

entonces dijo en latín que la amaba. La amaba. Era a la vez como una explicación y una disculpa, como la razón de todo ese sufrimiento: la amaba. Lo dijo como si se estuviera dando cuenta en aquel preciso momento, y Julie sintió que las lágrimas brotaban incontenibles, estúpidamente.

Lo rechazó, y luego lo besó con fuerza y permitió que volviera a besarla. Se apretó contra su pecho y se dejó abrazar.

—¿Cómo es ella? —preguntó entonces suavemente, sin mirarlo.

Él suspiró.

—¿Es hermosa?

—Siempre lo fue. Y ahora también. Es la mujer que sedujo a César, y a Marco Antonio, y al mundo entero. Ella se apartó de él.

—Es tan bella como tú —afirmó él—. Pero tenías razón: no es Cleopatra. Es una extraña con el cuerpo de Cleopatra, un monstruo que mira con los ojos de Cleopatra. Y que intenta usar la inteligencia de Cleopatra para sus propósitos. ¿Qué más se podía decir? ¿Qué más podía ella hacer? Todo había estado en manos de Ramsés desde el principio. Se soltó de su abrazo y se sentó. Puso el codo en el brazo del sillón y apoyó la frente en la mano.

—La encontraré —aseguró él—. Y repararé este terrible error. La devolveré a las profundidades de las que ha salido. Sufrirá lo menos posible. Y entonces dormirá para siempre.

—¡Oh, pero es una locura! Debe haber otra forma... —Julie estalló en sollozos.

—¿Qué te he hecho, Julie Stratford? —dijo él—. ¿Qué he hecho con tu vida, tus tiernos sueños y tus ambiciones?

Ella sacó el pañuelo del bolsillo y se lo apretó contra la boca. Tenía que dejar de llorar como una niña. Se enjugó las lágrimas y miró a Ramsés, aquel ser mítico que se debatía en la tragedia. Un hombre, no era más que un hombre. Inmortal, sí, rey en otros tiempos, maestro, quizá, pero tan humano como ella. Tan falible como todos. Tan adorable como todos.

—No puedo vivir sin ti, Ramsés —declaró ella—. O quizá podría, pero no quiero. —Ah, ahora era él quien lloraba. Si no apartaba la vista de él las lágrimas volverían a brotar—. La razón ya no tiene nada que ver con todo esto —siguió diciendo—. Pero esa criatura a la que has resucitado es la que va a sufrir. Hablas de enterrarla viva. No puedo..., no puedo...

—Confía en mí. Encontraré una forma de hacerlo que no sea dolorosa —susurró él.

Julie no podía seguir hablando. No podía mirarlo.

—Y voy a decirte algo, porque si te enteras después podría confundirte. Tu primo Henry está muerto. Cleopatra lo mató.

—¿Qué?

—Elliott la llevó al escondite de Henry en el viejo Cairo. Me había seguido al museo. Y, cuando los soldados me atraparon, él la protegió y la llevó a la casa, y ella mató a Henry y a la mujer, Malenka.

Julie sacudió la cabeza, y una vez más se llevó las manos a los oídos. Nada de lo que sabía de Henry, de la muerte de su padre, del intento de asesinarla a ella, nada podía ayudarla en aquel momento. Sólo sentía horror.

—Confía en mí cuando te digo que encontraré una forma de hacerlo sin que sufra. Pero debo hacerlo antes de que se derrame más sangre inocente. No puedo descansar hasta que lo consiga.

—¿Mi hijo no ha dejado ningún mensaje? —Elliott no había abandonado la butaca de cuero ni la ginebra, ni tenía intención de hacerlo. Pero sabía que tenía que llamar a Alex antes de estar demasiado borracho. Por eso había pedido un teléfono—. Pero él no saldría sin decírmelo. De acuerdo. ¿Dónde está Samir Ibrahaim? ¿Puede telefonear a su habitación de mi parte?

—Está en la
suite
de la señorita Stratford, señor. Dos cero tres. Ha dejado orden de que se le transmitan allí todos los mensajes. ¿Quiere que lo llame? Son las once, señor.

—No. Subiré yo. Gracias.

Julie se inclinó sobre el gran lavabo de mármol y se lavó la cara con agua fría. No quería mirarse al espejo. Entonces se secó los ojos con la toalla. Cuando se volvió, Ramsés estaba de pie en el salón. Podía oír la voz grave y tranquilizadora de Samir.

—Por supuesto, te ayudaré, mi señor, ¿pero qué debo hacer?

Sonaron unos golpes suaves en la puerta. Era Elliott. Sus ojos se encontraron un instante, y ella apartó la vista. No podía juzgarlo, ni tampoco mirarlo a la cara. «Él ha tomado parte en todo esto —pensó—. Lo sabe todo, sabe más que yo.» De repente sintió náuseas al pensar en toda aquella pesadilla.

Elliott entró en el salón y tomó asiento en un rincón.

—Me dejaré de rodeos —dijo mirando a los ojos a Ramsés—. Tengo un plan y necesito su cooperación. Pero, antes de empezar, permítame recordarle que éste no es un lugar seguro para usted.

—Si me encuentran, volveré a escapar —repuso Ramsés con un gesto de indiferencia—.

¿Cuál es ese plan?

—Un plan para sacar a Julie y a mi hijo de aquí —contestó Elliott—. ¿Pero qué ocurrió cuando me fui? Si quiere contármelo.

—Es como usted la describió. Está loca, tiene una fuerza incalculable y es peligrosa. Pero ahora está entera. Las heridas han desaparecido. Y sus ojos son del color del cielo, como los míos.

—Ah.

Elliott guardó silencio, como si hubiera sentido un agudo dolor en su interior y contuviese el aliento hasta que desapareciera. Julie se dio cuenta entonces de que estaba borracho, totalmente borracho. Era la primera vez que lo veía así. Digno, contenido, pero borracho. Elliott cogió el vaso que tenía Samir y tomó de nuevo un sorbo de coñac con gesto ausente.

Samir se acercó en silencio al pequeño mueble bar y se sirvió otra copa.

—Me salvó la vida —dijo Elliott a Ramsés—. Debo darle las gracias.

Ramsés se encogió de hombros. Pero el tono de la conversación intrigó a Julie. Era como si aquellos dos hombres se conocieran muy bien. No había animosidad entre ellos.

—¿Cuál es el plan?

—Debe cooperar. Tendrá que mentir, y de un modo convincente, pero el resultado final será que saldrá usted libre de los cargos de los que lo acusan, y Julie y Alex podrán irse de aquí. Y

Samir también quedará libre de toda sospecha. Entonces se podrá ocupar de otras cosas...

—No voy a ir a ningún lado, Elliott —intervino Julie—. Pero Alex debe volver a casa lo antes posible.

Samir sirvió otra copa de coñac para Elliott, y éste la vació de un trago.

—¿No tienes ginebra, Samir? Prefiero la ginebra para emborracharme.

—Milord, debo marcharme —declaró Ramsés—. La última reina de Egipto anda suelta por esta ciudad, y va dejando un rastro de muerte a su paso. Tengo que encontrarla.

—Habrá que hacer de tripas corazón —replicó Elliott—, pero creo que se podrá culpar a Henry de todas esas muertes. Él fue quien lo dispuso todo. Pero, Ramsey, tendrá que mentir como le he dicho...

En la quietud de la noche, Alex Savarell yacía desnudo y dormido entre las blanquísimas sábanas de la suave cama de plumas. La fina manta de lana le cubría el cuerpo hasta la cintura, y su rostro bril aba suavemente a la luz de la luna.

En medio de la habitación oscura, Cleopatra había deshecho todos los paquetes en silencio, y había examinado con detenimiento la delicada ropa interior, los vestidos, los zapatos. Había dejado sobre el tocador los dos papeles de la ópera. La luna brillaba sobre las finas sedas.

Relucía en el collar de perlas enroscado sobre el tocador como una serpiente. Y, más allá de las finas cortinas de gasa, brillaba sobre el Nilo y sobre los tejados redondeados y las torres de El Cairo.

Cleopatra fue hasta la ventana. Daba la espalda a la cama y al joven dios que dormía en ella. Se habían amado como dioses. Su inocencia y sencillo poder masculino la habían cautivado, igual que el misterio y la destreza de el a lo habían cautivado a él. Alex le había dicho que nunca había estado en brazos de una mujer como ella, que nunca había dado rienda suelta a todos sus deseos con tanto abandono.

Y ahora dormía el sueño de los niños mientras ella miraba por la ventana...

... Mientras los sueños, o los recuerdos, volvían a relampaguear en su mente. Se dio cuenta de que no había dormido desde que Ramsés la había despertado. No había conocido el fresco misterio de la noche, cuando los pensamientos se hacen más profundos. Y lo que ahora volvía a su mente eran recuerdos de otras noches, de otros palacios resplandecientes de mármol y sostenidos por grandes columnas, con mesas repletas de fruta y carne asada, y de vino en copas de plata. Y Ramsés le hablaba, mientras yacían juntos en la oscuridad.

—Te amo como no he amado a otra mujer. Vivir sin ti... no sería vivir.

—Mi rey, mi único rey —había dicho ella—. ¿Qué son los otros, más que juguetes en las manos de un niño? Pequeños emperadores de madera que una mano mueve a capricho.

La escena se ensombreció. La perdió como los demás recuerdos. Lo único real era la voz de Alex, que murmuraba entre sueños.

—Alteza, ¿dónde estás?

La tristeza había descendido sobre ella como una maldición, y no podía rasgar aquel pesado velo. Se puso a tararear para sí la dulce canción de la caja de música, «Celeste Aída».

Cuando se volvió
y
vio el rostro iluminado por la luna, los ojos cerrados, la mano abierta sobre la sábana, sintió una profunda y desesperada nostalgia. Siguió cantando en voz baja. Se acercó a la cama y lo miró.

Le acarició el pelo con ternura y le tocó los párpados con las yemas de los dedos. «Ah, mi dios durmiente, mi dulce Endimión.» Su mano descendió lenta, perezosamente, y tocó su garganta, los tiernos huesos que había roto a los otros.

«Qué frágil y mortal eres a pesar de tu fuerza, tus brazos musculosos, tu pecho fuerte y plano, tus manos poderosas que me hacen morir de placer.»

¡No quería que él conociera la muerte! No quería que sufriera. Sintió una súbita e intensa ansia de protección, y se introdujo entre las sábanas junto a él. Nunca le haría daño, jamás. £)e improviso la muerte misma le pareció algo injusto y terrible.

«¿Pero por qué yo soy inmortal y él no? Oh, dioses.» Por un momento pareció que se abría una gran puerta, y que a través de el a entraba un torrente de luz que lo iluminaba todo: su pasado, su identidad, lo que había ocurrido. Todo estaba claro. Pero la habitación estaba silenciosa y oscura. No había tal luz.

—Mi amor, mi bello y joven amor—dijo mientras lo volvía a besar. El se desperezó, respondiendo a la llamada. Abrió los brazos y la llamó.

—Alteza.

Ella sintió que el sexo del joven dios volvía a erguirse. De repente deseó con urgencia que volviera a entrar en el a, que la llenara por completo. Sonrió para sí. «Si no puede ser inmortal, al menos que sea joven», pensó con tristeza.

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