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Authors: Anne Rice

La Momia (45 page)

Elliott cogió el bastón y se dirigió hacia la puerta. No miró atrás, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo. Le ardía el rostro de vergüenza, pero era la única oportunidad que le quedaba, y había decidido jugarla.

Sintió miedo por un momento mientras se alejaba por el callejón. Era consciente no sólo de los dolores y achaques habituales, sino de la debilidad general que padecía, un simple preludio de la vejez. Entonces se le ocurrió que Ramsés podía seguirlo.

Se detuvo y escuchó. La calle oscura estaba en silencio. Siguió caminando.

Cleopatra estaba de pie en el centro de la habitación. Todavía no había decidido si matar al pájaro o dejarlo vivir. En aquel momento estaba quieto, columpiándose en la percha. Y era hermoso. Si no gritaba, no lo mataría. Parecía bastante justo.

El cuerpo de la bailarina había comenzado a descomponerse. Lo había arrastrado al extremo más lejano del jardín y lo había cubierto con una alfombra, pero el olor todavía llegaba a la casa.

Podía olerlo desde la cocina, pero el hedor no le había impedido devorar todo lo que había visto por allí: varios limones, muy dulces, una rebanada de pan rancio...

Después se había puesto otro de aquellos vestidos, uno blanco que le gustaba porque realzaba el tono dorado de su piel. Y además tenía una falda muy larga que casi ocultaba por completo sus pies.

El pie le dolía terriblemente, y también la herida del costado. Si lord Rutherford no regresaba pronto, volvería a salir. Pero no tenía idea de cómo podría encontrarlo. Ya había sido bastante difícil volver a dar con la casa. Había dejado el automóvil en las afueras de aquella curiosa parte de la ciudad, formada por casas blancas sin decoración alguna, y había recorrido sus calles hasta ver la puerta, que seguía abierta. Y ahora estaba empezando a impacientarse.

De repente sonó un golpe en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó ella en inglés.

—Elliott, lord Rutherford. Ábreme. Ella abrió la puerta de inmediato.

—Te he esperado mucho tiempo, lord Rutherford. ¿Me has traído el elixir? ¿Sabes dónde está el hombre de los ojos azules?

Elliott estaba asombrado por su inglés. Ella encogió levemente los hombros mientras cerraba la puerta.

—Ah, sí. Vuestra lengua no encierra ningún secreto para mí —explicó—. Esta tarde he oído mucho inglés en las calles de la ciudad, y también otras lenguas. He aprendido muchas cosas.

Es el pasado lo que no comprendo, lo que no puedo recordar. —De pronto pareció enfurecerse.

¿Por qué la estaba mirando así?—. ¿Dónde está Ramsés? —preguntó bruscamente. Estaba segura de que así se llamaba el hombre de los ojos azules.

—Hablé con él. Le he dicho lo que necesitas.

—Sí, lord Rutherford. —Se acercó a él. Elliott retrocedió un paso—. ¿Tienes miedo de mí?

—No lo sé. Quiero protegerte —murmuró él.

—Ah, bien. Y Ramsés, el de los ojos azules, ¿por qué no viene? —La sensación era desagradable, muy desagradable. Una imagen nebulosa de Ramsés que retrocedía mientras ella gritaba su nombre. El veneno de la serpiente y... ¡gritaba, pero nadie podía oírla! Y

entonces le cubrieron el rostro con un paño negro. Se apartó de lord Rutherford—. Si no recordara nada sería más fácil. Pero veo cosas, y de repente desaparecen. —Volvió a mirar a Elliott.

—Debes tener paciencia —dijo lord Rutherford—. Vendrá.

—¡Paciencia! No quiero tener paciencia. Quiero encontrarlo. Dime dónde está e iré a buscarlo.

—No puedo. Es imposible.

—¿Ah, sí? —Su voz se había convertido en un chillido escalofriante. Vio miedo en los ojos de él. ¿O no era miedo? No era la repugnancia que había visto en los otros. Era otra cosa—.

¡Dime dónde encontrarlo! —gritó. Dio otro paso hacia él y lo arrinconó contra la pared—. Te diré un secreto, lord Rutherford. Sois débiles, todos vosotros. Sois seres extraños. Y me gusta mataros. Veros morir calma mi dolor.

Se abalanzó sobre él y le aferró la garganta. Le arrancaría la verdad, y si no se lo decía lo mataría. Pero de improviso unas poderosas manos la cogieron por los brazos y la arrastraron hacia atrás. Por un momento no supo qué ocurría. Se revolvió gritando y vio al hombre de los ojos azules delante de el a. ¡Lo conocía, pero no sabía quién era! Sin embargo una palabra brotó involuntariamente de sus labios:

—¡Ramsés! —Sí. Era Ramsés, el de los ojos azules... Se lanzó sobre él con las manos abiertas como garras.

—¡Fuera! —gritó Ramsés a Elliott— ¡Váyase de aquí! ¡Rápido!

Su cuel o era como de mármol. ¡No podía romperle los huesos! Pero él tampoco podía soltarse de su presa, por mucho que lo intentara. Cleopatra se había dado cuenta de que lord Rutherford había salido de la casa y cerrado la puerta. Y ahora estaba sola, luchando contra su creador, Ramsés, que en otro tiempo le había vuelto la espalda; Ramsés, que le había hecho daño. Daba igual que no lo recordara. Era como su nombre: ¡lo sabía!

Forcejearon por toda la habitación enzarzados en la pelea. Ella soltó la presa de la mano derecha lo suficiente para arañarlo con los huesos pelados de sus dedos, pero él le aferró la muñeca. Cleopatra se debatió con todas sus fuerzas, rugiendo de rabia. Entonces vio que la mano de Ramsés se elevaba. Intentó esquivarla, pero el golpe la hizo caer sobre la cama.

Rompiendo a llorar, enterró la cabeza entre las almohadas. ¡No podía matarlo! No podía romperle el cuel o.

—Maldito seas —aulló, pero no en la nueva lengua, sino en la antigua—. ¡Maldito Ramsés!

—Le escupió, y hubiera deseado tener la agilidad de un gato para saltar sobre él y arrancarle los ojos.

¿Pero por qué la estaba mirando así? ¿Por qué lloraba?

—¡Cleopatra! —susurró él.

Cleopatra sintió que la visión se le nublaba. Una avalancha de recuerdos oscuros y terribles amenazaba con caer sobre ella en el momento en que bajara la guardia. Eran recuerdos de dolor y sufrimiento que no quería volver a evocar.

Se sentó en la cama y lo miró, desconcertada por la expresión tierna y herida de Ramsés.

Era un hombre muy hermoso. Su piel era como la de los jóvenes, y su boca firme y dulce. Y

aquellos ojos azules grandes y translúcidos... Lo vio en otro lugar, un lugar oscuro, cuando ella estaba saliendo del abismo. El se había inclinado sobre su cuerpo y había pronunciado la antigua plegaria: «Eres tú, ahora y para siempre».

—Tú me hiciste esto —siseó. Volvió a oír el chasquido del cristal al romperse, la madera que crujía y se hundía, la piedra fría bajo los pies. ¡Y sus brazos eran negros y marchitos!—. Tú me trajiste aquí, a estos «tiempos modernos», y cuando fui hacia ti me abandonaste.

El se mordió el labio superior. Temblaba como un niño y las lágrimas rodaban por sus mejillas. ¿Debía apiadarse de su sufrimiento?

—No, lo juro —contestó él en el viejo y familiar latín—. Otros se interpusieron entre nosotros. Yo nunca te hubiera abandonado.

Era una mentira, una asquerosa mentira. Había intentado levantarse de la otomana, pero el veneno de la serpiente le paralizaba los músculos. ¡Ramsés!, lo había llamado en medio del pánico. Pero él no se había apartado de la ventana. Y las mujeres que la rodeaban le habían suplicado: ¡Ramsés!

—¡Mentira! —gritó—. ¡Podrías habérmelo dado! ¡Me dejaste morir!

—No —replicó él negando con la cabeza—. Nunca.

Pero no. Estaba confundiendo dos momentos diferentes y cruciales. Aquellas mujeres... no estaban presentes cuando él había pronunciado la antigua oración. Ella estaba sola... para siempre.

—Yo dormía en un lugar oscuro. Y entonces llegaste tú y volví a sentir dolor. Dolor y hambre, y te conocía. ¡Sabía quién eras! ¡Y te odiaba!

—Cleopatra —susurró él mientras se acercaba a el a.

—No, atrás. ¡Sé lo que has hecho! Lo sabía antes. ¡Me has resucitado de entre los muertos!

—murmuró ella—. Eso es lo que has hecho. Me hiciste salir de la tumba. ¡Y estas heridas son la prueba! —La voz casi se le había secado en la garganta de pura amargura. Entonces sintió un grito surgir en su pecho. Boqueó, incapaz de contenerlo.

Él la tomó por los brazos y la sacudió.

—¡Déjame! —gritó ella. «No, calma. No debes gritar.» Por un momento él se abrazó a ella, y ella se lo permitió.

Después de todo era inútil luchar. De pronto sonrió para sí.

Tenía que usar la cabeza. Tenía que comprenderlo todo de una vez por todas.

—Oh, pero eres muy bello —dijo—. ¿Fuiste siempre tan hermoso? Cuando te conocí la otra vez hicimos el amor, ¿verdad? —Le tocó los labios con los dedos—. Me gusta tu boca. Me gustan las bocas de los hombres. Las de las mujeres son demasiado suaves. Y me gusta tu piel.

Entonces lo besó. Ya lo había hecho antes, y había sido algo tan ardiente que ningún otro hombre había significado nada para ella. Si él le hubiera dado libertad, si hubiera tenido paciencia, ella siempre habría vuelto a él. ¿Por qué no lo había entendido? Ella era la reina de Egipto. Besarlo era tan ardiente como siempre.

—No pares —musitó ella.

—¿Eres tú? —murmuró él. Había un dolor terrible en su voz—. ¿De verdad eres tú?

Ella volvió a sonreír. Aquello era precisamente lo peor. ¡Que ella misma no sabía la respuesta! Se echó a reír. Ah, era en verdad divertido. Lanzó la cabeza hacia atrás en una carcajada, y sintió aquellos labios calientes en la garganta.

—Sí, bésame, tómame —dijo. La boca de Ramsés descendía por su garganta. Sus dedos le abrían el vestido y sintió su cálida boca en un pezón—. ¡Aaaah! —Casi no podía soportarlo; era un placer casi doloroso. Ramsés la tenía cautiva, y su boca se cerraba sobre el pezón mientras la lengua lo lamía suavemente.

«¿Amarte? Siempre te he amado. ¿Pero cómo voy a abandonar mi mundo? ¿Cómo voy a dejar atrás todo lo que poseo? Me hablas de inmortalidad. No entiendo esos conceptos. Sólo sé que aquí soy reina, y tú te alejas de mí, me amenazas con dejarme para siempre...»

Cleopatra se apartó de él.

—Por favor —suplicó. ¿Dónde y cuándo había dicho aquellas palabras?

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—No lo sé..., no puedo... Veo cosas, pero se desvanecen.

—Hay tantas cosas que debo contarte... Si al menos intentaras comprender.

Ella se puso en pie y se alejó de él. Con la mirada baja, se rasgó el vestido de arriba abajo y se dio media vuelta para quedar frente a él.

—¡Sí! ¡Que tus ojos azules vean lo que has hecho! ¡Esto es lo único que comprendo! —Se tocó la herida del costado—. Yo era reina, y ahora soy este horror. ¡Esto es lo que has devuelto a la vida con tu misterioso elixir! ¡Tu medicina!

Dejó caer la cabeza y se llevó las manos una vez más a las sienes. Pero el dolor no cedía.

Comenzó a balancearse adelante y atrás murmurando algo. Era como una canción. ¿Calmaría aquello el dolor? Siguió canturreando con los labios apretados aquella extraña y dulce melodía:

«Celeste Aída».

Entonces sintió una mano en el hombro. Ramsés la hizo volverse. Mirarlo fue como despertar: el bello Ramsés.

Bajó los ojos lentamente y vio el tubo de líquido brillante en la palma de su mano.

—¡Ah! —Se lo arrebató e hizo ademán de verter su contenido en la mano.

—No, bébelo.

Ella dudó. Pero recordó que él se lo había puesto en los labios. Sí, en la oscuridad.

Con la mano izquierda Ramsés le tomó la nuca y con la derecha le vertió el líquido en la boca.

—Tómalo todo.

Lo hizo, trago a trago, hasta el final. Una luz cegadora pareció inundar la habitación. Una intensa vibración la sacudió desde las raíces de los cabellos a las uñas de los pies. El cosquilleo en los ojos era casi insoportable. Los cerró, y al volver a abrirlos vio a Ramsés, que la contemplaba atónito.

—Azules... —susurró él.

¡Pero las heridas estaban sanando! Se miró la mano. La sensación de cosquilleo picante era maravillosa. La carne cubría el hueso rápidamente. Y el costado se estaba cerrando, sí.

—Oh, dioses, gracias. ¡Gracias a los dioses! —gritó—. ¡Estoy entera, Ramsés, entera!

Una vez más las manos de Ramsés la acariciaron, y todo su cuerpo se estremeció de placer. Lo dejó besarla, lo dejó quitarle el vestido desgarrado.

—Abrázame, poséeme —murmuró. Él la besó con la boca abierta en la palpitante piel que acababa de cubrir sus heridas, mojándola con la lengua. Cuando él comenzó a besar el sedoso vello de su sexo, tiró de él hacia arriba—. No, ven dentro de mí. ¡Lléname! —gritó—. ¡Estoy entera!

El sexo de Ramsés se apretaba contra su vientre. La levantó en el aire y la clavó en él. Ah, sí. Ella ya no necesitaba recordar nada, nada más que la carne. Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, estalló en un éxtasis demoledor.

Derrotado, arrastraba el pie izquierdo como un tullido mientras se acercaba lentamente al hotel. ¿Había sido un cobarde al irse? ¿Debía haberse quedado, intentando intervenir en aquella lucha de titanes? Con ojos llenos de malicia Ramsey le había dicho «Vete». Y le había salvado la vida al intervenir, al seguirlo, al reírse de su último y desesperado intento de conseguir el elixir de la vida eterna.

¿Y ahora qué importaba? Tenía que llevarse a su hijo Alex de Egipto. Tenía que acabar de una vez por todas con aquella pesadilla. Era lo único que le quedaba por hacer.

Se aproximó a la escalinata del Shepheard's con la mirada baja.

Y no vio a los dos hombres hasta que se interpusieron en su camino.

—¿Lord Rutherford?

—Déjenme en paz.

—Lo siento, milord, ojalá pudiéramos. Somos de la oficina del gobernador. Debemos hacerle unas preguntas. «Ah, la última humillación.» No se resistió.

—Entonces ayúdeme a subir los escalones, joven —dijo simplemente.

Cleopatra salió de la bañera de cobre y se envolvió en la gran toalla blanca, con el cabello todavía mojado y ensortijado. Aquel baño merecía estar en un palacio. Era una habitación forrada de azulejos pintados, y el agua salía por un pequeño tubo. Y había encontrado muchos perfumes de olor dulce, como de lirios aplastados.

Entró en el dormitorio y se miró en el espejo del armario: entera. Perfecto. Sus piernas tenían la forma adecuada. Incluso el dolor que sentía en el pecho, donde la había herido el hombre llamado Henry, había desaparecido.

¡Ojos azules! No salía de su asombro.

¿Habría sido tan hermosa cuando estaba viva? ¿Lo sabría él? Los hombres siempre le habían dicho que era muy bella. Dio unos pasos de baile, disfrutando de su desnudez, del suave roce de sus propios cabellos en los hombros.

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