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Authors: Anne Rice

La Momia (41 page)

BOOK: La Momia
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—Ahora perdona, hijo mío —dijo Elliott, y se dirigió cojeando al egipcio. Lo tomó por un brazo y lo llevó lejos del mostrador—. Tengo que verlo —murmuró—. Si sabe dónde está, tengo que hablar con él.

—Milord, por favor. —Samir echó una ojeada a su alrededor—. Las autoridades lo buscan.

Nos están vigilando.

—Pero usted sabe dónde está. O cómo hacerle llegar un mensaje. Usted lo sabe todo sobre él. Lo ha sabido desde el principio.

La expresión de Samir era hermética, como si se hubiera cerrado una puerta en su mente.

—Déle un mensaje de mi parte. Samir hizo ademán de alejarse.

—Dígale que sé dónde está
ella.
Samir vaciló.

—¿Pero quién? —susurró—. ¿Qué quiere decir? Elliott le asió el brazo con fuerza.

—El lo sabe. Y
ella
también sabe quién es. Dígale que me la llevé del museo. Y que está en un lugar seguro. He estado con ella todo el día.

—No le comprendo.

—Lo sé, pero él sí comprenderá. Y ahora escuche con atención. Dígale que el sol la ayudó, la curó, y también la..., la medicina que había en el tubo.

El duque sacó del bolsillo el tubo de cristal vacío y se lo puso en la mano a Samir. Este lo contempló como si le diera miedo, como si no quisiera tocarlo.

—Dígale que ella necesita más —lo apremió Elliott—. Está enferma, interior y exteriormente.

Está loca. —Por el rabillo del ojo vio que Alex se acercaba a el os, pero le hizo un gesto de paciencia y siguió hablando en voz baja a

Samir—. Dígale que lo esperaré a las siete de la tarde en un café francés llamado Babylon, en el barrio árabe. No hablaré con nadie más que con él.

—Pero espere, debe explicarme...

—Ya se lo he dicho: él comprenderá. Y bajo ninguna circunstancia debe intentar hablar conmigo aquí. Es demasiado peligroso. No permitiré que mi hijo se vea envuelto en esto. En el Babylon a las siete. Y dígale otra cosa: ya ha matado tres veces. Y volverá a hacerlo.

Se apartó de Samir con brusquedad y se volvió hacia su hijo, que le ofrecía el brazo.

—Ah, llévame a mi habitación. Tengo que descansar. Estoy agotado.

—Dios santo, padre. ¿Qué está sucediendo?

—Eso me gustaría que me contaras. ¿Qué ha ocurrido desde que me fui? Ah, y di en recepción que no voy a hablar con nadie. Que no telefoneen a la habitación. Que no suba nadie.

«Sólo unos pasos más», pensó mientras se abrían las puertas del ascensor. No podía pensar más que en una cama limpia. Se sentía mareado y tenía náuseas. Era agradable sentir que su hijo lo sujetaba con fuerza por los hombros y que no lo dejaría caer.

En cuanto llegaron a la habitación, Elliott se desmadejó por completo, pero allí estaba Walter, que ayudó a Alex a llevarlo a la cama.

—Quiero sentarme —gruñó como si fuera un viejo inválido.

—Le prepararé un baño, milord. Un baño caliente y reparador.

—Muy bien, Walter, pero primero sírveme algo de beber. Whisky, y deja aquí la botella.

—Padre, nunca te había visto así. Voy a llamar al médico del hotel.

—¡Ni hablar! —replicó Elliott. Su tono sobresaltó a Alex—. ¿Crees que a lady Macbeth le hubiera servido de algo un médico? No creo que hubiera podido ayudarla.

—Padre, ¿qué es todo esto? —La voz de Alex se había convertido en un susurro, como siempre que estaba muy preocupado. Guardó silencio mientras Walter le ponía el vaso en la mano a Elliott, que dio un rápido sorbo.

—Ah, esto está bien —suspiró.

En aquella horrenda casa, en aquella morada de la locura y la muerte, había al menos una docena de botellas de diferentes licores, y sin embargo no había querido tocarlas. No se animaba a beber de un vaso que hubiera pertenecido a Henry, ni a comer su comida. Se la había dado a la criatura, pero él habría sido incapaz de comerla. Y ahora podía disfrutar por fin de la dulce calidez que le producía el whisky, tan diferente del dolor ardiente que le aplastaba el pecho.

—Ahora, Alex, debes escucharme —dijo después de dar un nuevo sorbo—. Tienes que salir de El Cairo de inmediato. Haz tu equipaje y pide billetes para el tren de las cinco a Port Said.

Te acompañaré a la estación.

¡Qué indefenso pareció de repente! Era un muchacho, un dulce y tierno muchacho. «Y yo sueño con la inmortalidad —pensó—. Nunca he dejado de soñar con el a.»

—Eso es imposible, padre —repuso Alex con la misma ternura—. No puedo dejar aquí a Julie.

—No quiero que dejes a Julie. Debes llevarla contigo. Dile que se prepare. Vamos, haz lo que te digo.

—Padre, no comprendes. No se irá hasta que Ramsey sea exculpado de las acusaciones. Y

Ramsey no aparece por ninguna parte. Ni tampoco Henry. Padre, hasta que todo esto se aclare, me temo que las autoridades no nos dejarán salir de aquí.

—Dios mío.

Alex sacó su pañuelo, lo dobló con cuidado y secó la frente de su padre. Elliott se lo cogió y se secó los labios.

—Padre, tú no crees que Ramsey hiciera todas esas atrocidades, ¿verdad? La verdad es que me cae muy bien. Walter se asomó a la puerta.

—El baño está listo, milord.

—Pobre Alex —murmuró Elliott—. El buen y honrado Alex.

—Padre, dime lo que está ocurriendo. Nunca te he visto así. No pareces tú.

—Sí, soy yo. Es mi verdadero yo, desesperado y lleno de sueños locos, como siempre.

¿Sabes, hijo mío? Cuando heredes el título, posiblemente serás el único duque de Rutherford decente y honrado de la historia.

—Ya estás filosofando otra vez. Y no soy tan decente y honrado. Simplemente, tú me has educado bien, y creo que es un sustituto tolerable. Ahora métete en el baño. Te sentirás mucho mejor. Y no bebas más, por favor. —Llamó a Walter y lo ayudó a llevar a su padre al baño.

Miles Winthrop miraba el telegrama que acababan de darle.

—¿Arrestarla? ¿A Julie Stratford? ¿Por el robo de una momia de incalculable valor en Londres? Pero todo esto es una locura. ¡Alex Savarell y yo fuimos al colegio juntos! Voy a hablar personalmente con el Museo Británico.

—Muy bien, pero hazlo pronto —dijo el otro—. El gobernador está furioso. El Departamento de Antigüedades está en pie de guerra. Y encuentra a Henry Stratford. Localiza a su amante, esa bailarina, Malenka. Stratford está en algún lugar de El Cairo, y seguramente borracho.

Mientras tanto arresta a alguien, o el viejo se va a pegar un tiro.

—Al diablo con el viejo —murmuró Miles mientras descolgaba el teléfono.

¡Ah, qué hermoso bazar! Allí se vendía de todo: bonitos tejidos, perfumes, especias y pequeños objetos que emitían un leve chasquido y tenían números romanos pintados. Y joyas, y cerámica, ¡y comida! Pero no tenía dinero para comprar comida. El primer vendedor al que había ofrecido sus monedas le había dicho en inglés y mediante gestos que el dinero que tenía no servía.

Siguió andando. Escuchaba atentamente las voces de la gente y registraba todo lo que oía en inglés, intentando comprender.

—No estoy dispuesto a pagar tanto. Eso es demasiado, cariño, está intentando estafarnos...

—Sólo un sorbito, vamos. Está muy caliente.

—Oh, y estos pendientes, ¡qué bonitos!

Risas, sonidos horribles y estridentes. Ya los había oído antes. Se tapó los oídos con las manos. Siguió andando, tratando de no escuchar aquellos ruidos que la herían.

De repente un estruendo monstruoso, inconcebible, la hizo estremecerse. Echó a correr, y se dio cuenta de que nadie parecía asustarse. De hecho, no parecían haberlo oído.

¡Tenía que desentrañar aquel misterio! Aunque las lágrimas le ardían en los ojos, siguió andando.

Lo que vio entonces llenó su alma de terror. No había palabras en ninguna de las lenguas que conocía para describirlo. Era inmenso y negro, y avanzaba sobre ruedas de metal. En lo alto, un tubo de hierro vomitaba humo. El ruido que producía era tan poderoso que ahogaba todos los demás. Él monstruo negro arrastraba grandes vagones de madera unidos por grandes ganchos metálicos. La horrenda caravana rugió ensordecedoramente al pasar por delante de ella en dirección a un gran túnel en el que la muchedumbre se arracimaba como si quisiera acercarse a tocarla.

Dejó escapar un sollozo mientras contemplaba a la monstruosa serpiente. ¿Por qué habría salido de su refugio? ¿Por qué había dejado a lord Rutherford, que podía protegerla? Pero cuando creyó que ya no podía ver nada más horrible que aquella cadena de vagones, el último desapareció en el túnel y contempló, al otro lado de las líneas de metal por las que se deslizaba el monstruo, una gran estatua de granito del faraón Ramsés, erguido, con los brazos cruzados.

Se quedó un momento contemplando el coloso de piedra. Como arrancada del mundo que ella había conocido, que había gobernado, aquella estatua se erguía como una figura grotesca y abandonada.

Retrocedió. Otro de aquellos endemoniados automóviles se abalanzaba sobre ella. Oyó un gran chirrido y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos el extraño carruaje se alejaba en dirección a la estatua.

Tuvo la impresión de caer, de volver a hundirse en las aguas de las que había salido.

Cuando abrió los ojos vio el rostro de un joven inglés inclinado sobre ella. Decía a los demás que se apartaran. Comprendió que le preguntaba si podía hacer algo por ella.

—Café —susurró—. Me gustaría un poco de azúcar en el café. —Eran palabras de la máquina parlante que lord Rutherford le había enseñado—. Me gustaría una rodaja de limón en el té.

El rostro del joven se iluminó.

—Sí, desde luego. Podemos tomar café. La llevaré al Café Internacional.

La ayudó a ponerse en pie. Era un joven apuesto y musculoso. Y tenía los ojos azules, parecidos a los del otro...

Miró hacia atrás por encima del hombro mientras se alejaban. No había sido un sueño. La estatua seguía allí, alzándose tras las líneas de hierro. Podía oír el ruido de los carruajes, aunque no había ninguno a la vista.

De repente se sintió débil, a punto de desvanecerse. El joven la sostuvo y la ayudó a seguir caminando.

Ella escuchaba con atención sus explicaciones.

—Es un lugar agradable. Allí podrá descansar un rato. ¿Sabe? Me ha dado usted un susto de muerte. Cuando se cayó, creí que se había golpeado la cabeza.

El café. La voz de la máquina había dicho: «Nos veremos en el café». Sin duda era un lugar para beber café y hablar, lleno de mujeres con aquellas extrañas ropas y jóvenes vestidos como lord Rutherford o como aquel hermoso hombre de fuertes brazos.

Se sentaron ante la pequeña mesa de mármol. Se oían voces por todos lados.

—Francamente, a mí esto me parece divino, pero ya sabes cómo se toma mamá las cosas...

—Repugnante, ¿no te parece? Dicen que le habían retorcido el cuello.

—Oh, el té está frío. Llama al camarero.

Vio al caballero de la mesa de al lado sacar unas pequeñas hojas de papel de colores y dárselas al camarero, que le devolvió unas monedas a cambio. ¿Sería aquello dinero?

Les habían puesto delante una bandeja con café. Tenía tanta sed que habría podido beberse la cafetera de un golpe, pero sabía que debía esperar a que él lo sirviera en las tazas.

Lord Rutherford se lo había enseñado. En efecto, eso fue lo que hizo el joven. Tenía una bonita sonrisa. ¿Cómo podía decirle que quería acostarse con él de inmediato? Buscarían una posada. En aquella ciudad tenía que haber posadas.

En la mesa de enfrente una mujer hablaba con rapidez:

—Bueno, pues a mí no me gusta la ópera. Y no iría si estuviéramos en Nueva York. Pero, como estamos en El Cairo, se supone que tenemos que ir encantados a la ópera. Es ridículo.

—Pero, querida, es
Aída. Aída.

—Celeste Aída. —Comenzó a tararear la melodía en voz baja. Su compañero de mesa la oyó y sonrió admirado. No sería nada difícil llevárselo a la cama. Encontrar la cama iba a ser más complicado. Siempre podía llevarlo a la pequeña casa, pero estaba demasiado lejos. Dejó de cantar.

—Oh, no, no pare —pidió él—. Siga cantando.

«Siga cantando, siga cantando.» El secreto era esperar un momento, y entonces el significado se hacía evidente.

Ramsés se lo había enseñado. Al principio cualquier lengua parecía incomprensible. La repites, la escuchas, y poco a poco la comprendes.

Ramsés también era el hombre de la estatua que había visto. Se volvió para mirar al exterior y observó que la gran ventana estaba cubierta por un cristal de dimensiones gigantescas. ¿Cómo podían hacer aquellas cosas? «Tiempos modernos», había dicho lord Rutherford.

—Tiene usted una voz adorable, verdaderamente adorable. ¿Va a ir a la ópera? Todo el mundo va a ir, o eso parece.

—El baile durará hasta el amanecer —comentó la mujer que tenía enfrente.

—A mí me parece divino. Estando tan lejos de la civilización, no podemos quejarnos.

El se echó a reír. También había oído la conversación.

—Se supone que ese baile es el acontecimiento de la temporada. Se dará en los salones del Shepheard's —explicó él. Dio un sorbo a su café. Aquello era la señal que ella estaba esperando. Vació de un sorbo su taza.

El sonrió y volvió a llenársela.

—Muchas gracias —dijo ella imitando fielmente la voz del disco.

—Oh, ¿pero no quería azúcar?

—Creo que prefiero leche, si no le importa.

—Por supuesto que no —repuso él, y le sirvió un poco en la taza.

¿Así que aquello era leche? Sí, recordó que lord Rutherford le había dado la última que tenía la esclava.

—¿Va a ir al baile? Yo me hospedo allí con mi tío. El ha venido en viaje de negocios.

El joven se quedó en silencio. ¿Qué estaba mirando? ¿Sus ojos? ¿Sus cabellos? Era muy guapo. Ella pensó que la piel de su rostro y de su cuello debía de ser muy suave. Lord Rutherford le gustaba, desde luego, pero éste tenía la belleza de la juventud.

Extendió un brazo sobre la mesa y le acarició el pecho a través de su traje de lino, con los dedos cubiertos por la fina seda. «No dejes que sienta los huesos.» ¡Qué asombrado parecía!

Con las yemas de los dedos le tocó el pezón y se lo pellizcó suavemente. El joven se ruborizó como una vestal. Ella sonrió al ver que la sangre bullía en su rostro.

Él miró a su alrededor. Las dos mujeres de la mesa de enfrente seguían hablando.

—¡Simplemente divino!

—Entonces me compré ese vestido. Me costó una fortuna, pero pensé, bien, voy a estar allí, y todo el mundo va a ir...

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