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Authors: Anne Rice

La Momia (36 page)

Cerró con rapidez la puerta de la pequeña habitación. El ruido sobresaltó a la criatura, que giró sobre sí con las manos extendidas para atacar. Por un momento quedó paralizado por el horror de lo que ahora veía con claridad, bajo la implacable luz de la bombilla. Los ojos de la mujer sobresalían de las cuencas medio carcomidas. A través de una gran herida en su pecho se veían las blancas costillas. Le faltaba la mitad de la boca, y una clavícula desnuda estaba cubierta de sangre.

Dios del cielo, cómo debía sufrir. ¡Pobre criatura!

Con un sordo gruñido, la mujer avanzó hacia él. Pero Elliott habló rápidamente en griego:

—Amigo —dijo—. Soy tu amigo, y te ofrezco ayuda. —Al atascarse con el griego, continuó en latín—: Confía en mí. No dejaré que te hagan daño.

Sin apartar los ojos de ella ni por un segundo, descolgó una de las prendas negras que colgaban de una percha. Perfecto. Era una de aquellas amplias capas que llevan las musulmanas por la calle, lo suficientemente larga para cubrirla de la cabeza a los pies.

Sin mostrar miedo, Elliott se acercó a ella y se la puso sobre los hombros. De inmediato las manos de la criatura lo ayudaron a abrocharla. Se cubrió la cabeza, y sólo quedaron a la vista sus ojos asustados.

La condujo al pasillo tras cerrar la puerta para ocultar el cadáver de la sirvienta. Desde el piso superior llegaban gritos y ruido de carreras. Elliott podía oír voces procedentes del otro extremo de la sala. Abrió la puerta que tenía a la derecha y salió a un callejón, seguido de la mujer. La luz del sol cayó con fuerza sobre los dos.

En unos segundos se alejaron del edificio y se mezclaron con la muchedumbre de árabes y occidentales que ya invadían las calles de El Cairo moviéndose con rapidez en todas direcciones, entre bocinazos de automóviles y gritos de los conductores de carros tirados por asnos.

La mujer se sobresaltó al oír las bocinas de los automóviles. Al ver pasar a su lado a uno de ellos retrocedió espantada y lanzó un grito sofocado. Elliott volvió a hablarle en latín, asegurándole que cuidaría de el a, que le buscaría un refugio, aunque no sabía si le comprendería.

Entonces ella pronunció la palabra «comida» en latín con voz ronca y torturada.

—Comida y bebida —siseó. Murmuró algo más, pero Elliott no lo comprendió. Parecía una plegaria o una maldición.

—Sí, te daré lo que quieras —le dijo al oído en un latín fluido, ahora que sabía que el a le entendía—. Cuidaré de ti. Debes confiar en mí.

¿Pero adonde podía llevarla? Sólo se le ocurrió un lugar: tenía que llegar al viejo Cairo.

¿Pero sería prudente hacer subir a aquel a criatura a un taxi de motor? Al ver pasar uno tirado por un caballo le hizo una seña. Ella subió confiadamente al asiento de cuero. ¿Y cómo iba a arreglárselas él, que apenas podía respirar y cuya pierna izquierda no respondía en absoluto?

Plantó el pie derecho con firmeza en el escalón y se alzó con el brazo derecho. Al borde del colapso, se dejó caer junto a la figura embozada y con lo que parecía su último aliento dijo al cochero la dirección a la que debía dirigirse.

El taxi arrancó bruscamente, mientras el cochero gritaba a los transeúntes y hacía restallar su látigo. La pobre criatura se echó a llorar desgarradamente cubriéndose el rostro por completo.

Elliott le pasó un brazo por los hombros, haciendo caso omiso del frío y duro hueso que sentía bajo la fina tela negra. Apretó a la criatura contra sí e intentó recuperar el aliento.

Entonces le repitió en latín que cuidaría de ella, que era su amigo.

Cuando el taxi salió del distrito británico, intentó pensar con frialdad, pero, tras la conmoción y presa de aquel terrible dolor, fue incapaz de dar con una explicación racional de lo que había visto y hecho. Sólo sabía que había sido testigo de un milagro y de un asesinato; que el primero significaba infinitamente más para él que el segundo; y que se había embarcado en algo que ya no podía detener.

Julie estaba medio dormida y supuso que había oído mal lo que el oficial británico decía desde la puerta.

—¿Arrestado? ¿Por intentar robar en el museo? No puedo creerlo.

—Señorita Stratford, está malherido. Parece que hay una gran confusión.

—¿Qué confusión?

El médico estaba furioso. Si aquel hombre estaba malherido, debía estar en el hospital, no encerrado en una celda.

—¡Abran paso! —gritaba a los hombres uniformados que tenía delante—. Por todos los santos, ¿qué es esto, un pelotón de fusilamiento?

Al menos veinte rifles apuntaban al hombre alto de ojos azules que estaba de pie en la celda, con la espalda contra la pared. Tenía la camisa cubierta de sangre reseca y una manga de la chaqueta rasgada y también empapada de sangre. El hombre miraba al médico con ojos llenos de pánico.

—¡No se acerque! —gritó—. No permitiré que me examine. No me tocará con sus instrumentos. Estoy bien y quiero salir de aquí.

—Cinco balas —susurró el oficial al médico—. Vi las heridas con mis propios ojos, se lo aseguro. Es imposible que siga en pie.

—¡Déjeme examinarlo! —dijo el médico, e intentó acercarse una vez más.

Al instante el puño del hombre salió disparado hacia él y lanzó el maletín negro hacia el techo. Uno de los rifles se disparó cuando el gigante se abalanzó sobre los policías y arrojó a varios de ellos contra la pared. El médico cayó de rodillas y sus gafas resbalaron al suelo.

Sintió que el talón de una bota le pisaba la mano cuando los soldados salieron de la celda en estampida.

Volvieron a sonar disparos, gritos y maldiciones en egipcio. ¿Dónde estaban sus gafas?

Tenía que encontrarlas.

De repente alguien le tendió una mano y lo ayudó a levantarse. Sintió las gafas en la mano y se las puso apresuradamente.

Sus ojos enfocaron un civilizado rostro inglés.

—¿Se encuentra bien?

—¿Qué diablos ha ocurrido? ¿Dónde está? ¿Han vuelto a herirlo?

—Ese hombre es fuerte como un toro. Ha arrancado la puerta trasera, con barrotes y todo, y ha escapado.

Gracias a Dios, Alex estaba con ella. Elliott había desaparecido, y Samir había ido a la comisaría para intentar averiguar algo. Cuando los hicieron pasar al despacho, Julie vio con alivio que se trataba del secretario del gobernador, Miles Winthrop, y no del gobernador mismo.

Miles había ido al colegio con Alex, y Julie lo conocía desde que era un muchacho.

—Miles, aquí tiene que haber un error —dijo Alex—. Tiene que haberlo.

—Miles —intervino ella—, ¿crees que podrás conseguir que lo suelten?

—Julie, la situación es más complicada de lo que pensábamos. En primer lugar, a los egipcios no les gusta nada la gente que entra a escondidas en su famoso museo. Pero además se han producido un robo y un asesinato que empeoran considerablemente las cosas.

—¿De qué estás hablando? —murmuró Julie.

—Miles, Ramsey es incapaz de asesinar a nadie —aseguró Alex—. Es completamente absurdo.

—Espero que tengas razón, Alex. Pero ahí hay una empleada del museo con el cuello roto.

Y han robado una momia de una urna en el segundo piso. Y vuestro amigo ha escapado de la comisaría. Y ahora me gustaría haceros una pregunta: ¿hasta qué punto conocéis a ese hombre?

Ramsés cruzó el tejado a toda velocidad y salvó de un salto la callejuela que lo separaba del próximo techo. Atravesó éste a la carrera, saltó al siguiente y volvió a salvar de un salto otra estrecha cal ejuela. Sólo entonces miró a sus espaldas y vio que había dejado atrás a sus perseguidores. Todavía se oían estampidos en la lejanía. Quizá se estaban disparando unos a otros, pero poco le importaba.

Se dejó caer a la calle y siguió corriendo. Las casas tenían altas ventanas cubiertas con contraventanas de madera. Ya no se veían rótulos de tiendas ni indicaciones en inglés. Sólo se cruzó con egipcios, en su mayoría mujeres cubiertas de la cabeza a los pies que apartaban la vista al ver su camisa ensangrentada.

Al fin apoyó la espalda contra una pared y descansó un momento. Deslizó la mano por debajo de la chaqueta: la herida había cicatrizado, pero todavía le dolía interiormente. Palpó a través de la camisa el cinturón oculto. Los tubos seguían intactos.

¡Los malditos tubos de elixir! ¡Ojalá no los hubiera sacado nunca de su escondite en Londres! ¡Ojalá los hubiera metido en una vasija sellada y la hubiera lanzado al mar!

¿Qué habrían hecho los soldados con el líquido si lo hubieran descubierto? No podía soportar la idea de que habría podido caer en su poder.

Pero lo primero que debía hacer era volver al museo.

¡Tenía que encontrarla! No quería ni imaginar lo que podía haberle ocurrido.

Jamás en su vida se había arrepentido tanto de nada. ¡Pero ya estaba hecho! Había sucumbido a la tentación. Había hecho volver a la vida a aquel cuerpo medio podrido.

Y debía encontrar el resultado de su locura. ¡Tenía que saber si había una chispa de inteligencia en aquel ser!

Ah, ¿pero a quién quería engañar?
Había pronunciado su nombre.

Echó a correr de nuevo. Necesitaba cambiar de ropa, y no tenía tiempo para comprarla.

Tenía que conseguirla de otro modo. Ropa tendida, había visto ropa tendida. Volvió atrás y vio de nuevo las cuerdas en un callejón.

Tomó una larga túnica de anchas mangas y un turbante. Se quitó la chaqueta y se puso la túnica sobre la camisa y los pantalones. Rompió un trozo de la cuerda y con él se ciñó la túnica a la cintura.

Ahora parecía un árabe, excepto por los ojos azules. Pero sabía dónde conseguir unas gafas oscuras. Había visto que las vendían en el bazar. Podría comprarlas de camino hacia el museo. Echó a correr desesperadamente.

Henry estaba totalmente borracho desde que había vuelto del Shepheard's la noche anterior. La breve conversación con Elliott había tenido en él un extraño efecto. Le había puesto los nervios de punta.

Intentó recordarse que odiaba a Elliott Savarell, y que al fin y al cabo iba a irse a Estados Unidos, donde no volvería a verlo.

Y sin embargo aquella conversación lo obsesionaba. Cada vez que se sentía ligeramente sobrio volvía a ver el rostro de Elliott, que lo miraba con infinito desprecio. El frío odio de la voz de Elliott seguía retumbándole en la cabeza.

¿Cómo podía haberlo traicionado así? Años atrás, después de un breve y estúpido idilio, Henry había tenido en sus manos el poder de destruir a Elliott, y no lo había hecho simplemente porque le parecía cruel. Siempre había creído que Elliott le estaba agradecido por ello, que su paciencia y amabilidad eran prueba de su agradecimiento, ya que Elliott siempre había sido comprensivo con él.

Pero el día anterior no había sido así. Y lo más horrible era que el odio que Elliott le había mostrado no era más que un reflejo del odio que él mismo sentía por todos los que conocía.

Aquello lo amargaba terriblemente, y también lo asustaba.

Tenía que alejarse de todos ellos. No hacían más que criticarlo y echarle en cara sus defectos, cuando ellos mismos no valían nada.

Cuando se fueran de El Cairo se arreglaría, dejaría de beber, volvería al Shepheard's y pasaría unos días allí descansando. Después llegaría a un arreglo con su padre y partiría hacia Norteamérica con la pequeña fortuna que había reunido.

Pero por el momento no tenía la menor intención de interrumpir su agradable vida. Aquella noche no habría partida. Se lo tomaría con calma y disfrutaría de su whisky escocés sin distracciones, dormitando en su mecedora y picoteando los platos que Malenka le prepararía sin rechistar.

Estaba cansándose de Malenka. Acababa de prepararle un desayuno inglés y se empeñaba en que se levantara a la mesa a tomarlo. El la había abofeteado con el revés de la mano y le había ordenado que lo dejara en paz. Pero ella seguía con sus preparativos. Se oía el silbido de la tetera, y había dispuesto toda su porcelana en la mesa del jardín.

Muy bien, pues al diablo con ella. Tenía tres botellas de whisky, más que suficiente. Quizá la echara a la calle más tarde y cerrara con llave. Tenía muchas ganas de estar solo allí, de beber, fumar y soñar en paz. Y de oír música en el gramófono. Incluso se estaba acostumbrando al loro.

Mientras él dormitaba, el pájaro no dejaba de hacer ruidos chirriantes y de moverse por las paredes y el techo de su jaula. Los loros grises africanos hacen cosas así. La verdad era que aquel bicho le parecía una especie de piojo gigante. Quizá lo matase cuando Malenka no estuviera en casa.

Fue cayendo poco a poco en un sueño ligero. Dio un sorbo más al vaso de whisky y dejó caer la cabeza a un lado. La casa de Julie, la biblioteca. Aquella cosa aferrándose a su garganta. Un grito ahogado le cerró la garganta.

—¡Dios! —Saltó de la silla, y el vaso cayó al suelo. Si al menos dejara de repetirse aquel sueño...

Elliott se detuvo para recuperar el aliento. Los dos ojos bulbosos lo miraban desde el interior de la capucha. Parecía que intentaban parpadear por la luz, pero los párpados medio comidos no se cerraban del todo. La mano de la mujer cubrió el rostro con el velo, como si quisiera ocultarse de la mirada de Elliott.

Susurrando suavemente en latín, él le pidió paciencia. El carruaje no había podido llegar hasta la puerta de la casa, y todavía faltaban unos metros.

Elliott se enjugó la frente con el pañuelo. «¡Un momento! —se dijo—. ¡La mano!» Volvió a mirar la mano que sostenía el velo sobre la cara. Estaba cambiando con rapidez a la luz del sol.

La herida por la que asomaban los nudillos había cicatrizado casi por completo.

Miró a la mujer a los ojos. Sí, los párpados habían crecido y de el os brotaban largas y sedosas pestañas negras que se curvaban graciosamente. Volvió a pasarle un brazo por los hombros, y ella se apretó contra él, suave y temblorosa. Un susurró escapó entre sus dientes.

En aquel momento Elliott percibió un perfume rico y dulce que procedía de ella. También olía a tierra, a barro, al limo de las profundidades del río, pero éste era un olor tenue, mientras que aquel perfume era fuerte y almizcleño. Elliott sintió la calidez de su cuerpo a través de la sarga negra.

«¡Dios santo, de qué no será capaz esta poción!»

—Allí es, ya llegamos —dijo en inglés—. Estamos muy cerca. Es aquella puerta del fondo.

Sintió que el brazo huesudo lo tomaba por la cintura con gran fuerza y lo levantaba ligeramente, aliviando la presión que sentía en la cadera izquierda. El dolor cedió de inmediato.

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