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Authors: Anne Rice

La Momia (35 page)

Por un momento pareció que iba a perder el control por completo. Pero de repente calló y miró a Julie. Sus ojos se entrecerraron, como si no la viera. Se dejó caer de nuevo sobre la butaca.

—No es necesario que nos quedemos en El Cairo si no lo quieres...

De nuevo se giró hacia ella y la miró como si acabara de recobrarse de su aturdimiento, como si no hubiera estado hablando con ella.

—¡No! —replicó—. No podemos irnos. Ahora no. No quiero irme...

Su voz se apagó, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba diciendo. Se levantó y salió de la habitación sin mirar a Julie ni una sola vez.

Ella vio cerrarse la puerta, oyó sus pasos en el salón y dejó que las lágrimas volvieran a fluir libremente.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía consolarlo? Quizá si hacía uso de sus influencias podía conseguir que retiraran el cuerpo del museo y lo enterraran apropiadamente, pero no era probable. La petición les parecería caprichosa e infantil. ¿Por qué, si cientos de momias de reyes seguían expuestas?

Pero, aunque hubiera podido conseguir algo así, no creía que ayudara en nada a Ramsés.

Era la simple visión del cadáver, y no su profanación, lo que lo había conmocionado.

Los dos oficiales de Scotland Yard miraron al funcionario del museo con incomodidad.

—Deberíamos irnos ya, señor. No tenemos una orden judicial para abrir el sarcófago.

Hemos venido a ver si faltaban las monedas, y ya lo hemos hecho.

—Tonterías —replicó Hancock—. Hay que revisar todo. No podemos esperar a la orden judicial. Hemos venido a ver si la colección está intacta. Quiero comprobar que la momia está intacta antes de irme.

—Pero, señor... —intervino Osear.

—No diga una palabra más, buen hombre. Su señorita se ha largado a El Cairo y ha dejado aquí un tesoro de valor incalculable. Y no tenía nuestro permiso. —Se volvió a los dos policías—. Abran esa caja —ordenó tajantemente.

—No me gusta esto, señor. No me gusta nada —dijo Trent.

Hancock lo apartó a un lado y abrió la caja antes de que los dos hombres pudieran evitarlo.

Galton intentó evitar que la tapa se dañara al tocar el suelo. Osear dio un respingo.

En el interior estaba la momia reseca y ennegrecida.

—¡Qué diablos está pasando aquí! —aulló Hancock.

—¿Qué quiere decir exactamente, señor? —preguntó Trent.

—Todo esto va a volver al museo de inmediato.

—Pero, señor...

—Ésta no es la momia original, imbécil. Ha salido de la tienda de antigüedades de un egipcio en Londres. Me la ofrecieron a mí a precio de saldo. ¡Maldita mujer! ¡Ha robado el hal azgo del siglo!

La medianoche había pasado hacía mucho rato, y ya no se oía música en los salones. El Cairo dormía.

Elliott paseaba por el oscuro jardín entre las dos alas del Shepheard's Hotel. Apenas sentía la pierna izquierda, pero no le prestaba atención. De vez en cuando levantaba la vista hacia la habitación iluminada. Una sombra caminaba incesantemente de un lado para otro: Ramsey.

La habitación de Samir estaba a oscuras, y Julie había apagado la luz hacía ya una hora.

Alex se había ido a acostar hacía largo rato, molesto con Ramsey y preocupado con la idea de que Julie pudiera haberse enamorado de un demente.

De pronto Ramsey se detuvo y se acercó a las persianas. Elliott se acurrucó en las heladas sombras y lo vio asomarse a la ventana y mirar al cielo, quizás a los millones de estrellas que iluminaban la noche.

Entonces desapareció.

Elliott se dirigió al vestíbulo y vio a Ramsey descender por la escalinata central y dirigirse a la puerta. Estaba despeinado y sus gruesos rizos le caían sobre la cara.

«Estoy loco —pensó Elliott—. Estoy más loco que él.»

Empuñando el bastón con firmeza, se dispuso a seguirlo. La oscura figura de Ramsey cruzó la plaza con rapidez. El dolor de la pierna era insoportable, pero Elliott apretó los dientes y caminó tras él todo lo rápido que pudo.

En pocos minutos Ramsey llegó al museo. Elliott lo vio dar la vuelta al edificio y dirigirse hacia una luz amarilla que salía de una ventana enrejada.

La luz pertenecía al cuarto del vigilante. El guardia roncaba, hundido en su silla, y la puerta trasera estaba abierta.

Elliott entró sigilosamente en el museo, pasó en silencio entre las imponentes figuras de dioses y reyes y por fin llegó a la gran escalinata. Subió lentamente los escalones aferrándose a la barandilla, intentando no hacer ruido al tirar de su peso en la oscuridad.

El pasillo estaba iluminado por una luz grisácea. Por la ventana del fondo comenzaba a entrar la claridad del día. Y allí estaba Ramsey, frente a la vitrina de la momia, que reflejaba la luz como un carbón negro. Ramsey inclinó la cabeza bajo la luz gris, como si estuviera pronunciando una plegaria.

Elliott creyó oír que murmuraba algo. ¿O estaba llorando? Su perfil se recortaba claramente contra la pared. Elliott distinguió el movimiento de su mano, que se introdujo entre sus ropas y sacó algo brillante.

Era un pequeño tubo de cristal lleno de un líquido luminiscente.

«Dios santo. No pensará hacerlo.» ¿Cómo sería la poción cuando se atrevía a intentarlo?

Elliott tuvo que sofocar un grito. Estuvo a punto de correr hacia Ramsey e intentar detenerlo.

Pero, cuando Ramsey abrió el tubo y Elliott oyó el débil chasquido del tapón de metal, se hundió entre las sombras y se escondió detrás de una columna.

Cuánto sufrimiento mostraba la distante figura, que sostenía el tubo resplandeciente en una mano mientras se secaba el sudor de la frente con la otra.

De repente Ramsey se apartó de la vitrina y echó a andar por el pasillo en dirección a Elliott, sin verlo.

Entonces cambió la luz. El primer resplandor del sol iluminó las vitrinas de cristal del pasillo.

Ramsey se volvió, y Elliott lo oyó suspirar. Podía sentir el sufrimiento de aquel hombre. Ah, pero era una locura indescriptible.

Entonces vio a Ramsey volver a la vitrina de la momia y soltar la tapa de cristal con cuidado.

La dejó a un lado y, con un movimiento rápido, volvió a sacar el pequeño tubo de entre sus ropas. El resplandeciente líquido blanco comenzó a gotear sobre el cadáver mientras Ramsey pasaba el tubo a lo largo de todo el cuerpo.

—Es imposible. No puede funcionar —murmuró Elliott. Se apretó aún más contra la pared sin poder apartar la vista de aquel cadáver ennegrecido tras las paredes de cristal de la urna.

Horrorizado y fascinado, vio a Ramsey extender el fluido sobre el cuerpo de la mujer. Lo vio inclinarse tiernamente y dejar caer unas gotas en la boca reseca.

De repente se oyó un siseo en la penumbra. Elliott se estremeció. Ramsey dio dos pasos atrás y apoyó la espalda contra la pared. El tubo cayó de su mano y rodó por el suelo. Todavía resplandecía en su interior un poco de líquido. Ramsey tenía los ojos clavados en el cadáver.

Se produjo un movimiento en la masa negra que ocupaba la urna. Elliott lo vio con claridad.

Y escuchó un profundo y áspero sonido, como una respiración.

«Hombre de Dios, ¿qué has hecho? ¿A qué monstruo has despertado?»

La madera de la caja crujió con violencia. Sus patas de madera temblaban. El ser que había en su interior pareció desperezarse.

Ramsés retrocedió por el pasillo. Un quejido ahogado brotó de sus labios. Tras él, Elliott vio que la momia se sentaba en la caja, que volvió a crujir y se hundió con estruendo. La criatura se levantó. La frondosa melena negra le caía sobre los hombros como humo, y la piel renegrida se aclaraba por momentos. De sus labios escapó un horrendo gemido. Entonces alzó las manos esqueléticas.

Ramsey retrocedió aún más, invocando con desesperación a los antiguos dioses de Egipto.

Elliott tuvo que llevarse la mano a la boca para no gritar.

La criatura extendió los brazos y comenzó a avanzar hacia Ramsey, arañando el suelo con los pies desnudos con un ruido como el que hacen las ratas en un desván.

Sus inmensos ojos sin párpados brillaban con intensidad y su cabello crecía y se espesaba, derramándose sobre los huesudos hombros.

Pero, Dios santo, ¿qué eran aquellas manchas blancas extendidas por todo el cuerpo? Eran los huesos de aquel ser, huesos desnudos que habían perforado la piel siglos atrás. Huesos desnudos en la pierna izquierda, en el pie derecho, en los dedos que intentaban alcanzar a Ramsey.

«No está entera. Has revivido a una criatura que no está entera.»

La luz entraba cada vez con más fuerza por la ventana. Los primeros rayos del sol perforaron la penumbra cenicienta. Mientras Ramsey retrocedía y pasaba al lado de Elliott sin verlo, tambaleándose en dirección a la escalera, la criatura comenzó a moverse cada vez más rápido hasta llegar a la luz.

Entonces alzó los brazos como si intentara capturar los rayos de sol mientras jadeaba rápida y desesperadamente.

La carne de las manos había adoptado el color del bronce. Su rostro era de bronce, y se iba aclarando y humanizando por el efecto del sol.

Comenzó a girar y a mecerse lentamente, como si bebiera la luz, y la sangre comenzó a brotar de sus múltiples heridas y desgarraduras.

Elliott cerró los ojos y por un momento casi perdió el sentido. Era consciente de los ruidos que comenzaban a oírse en el piso inferior. En algún sitio se oyó un portazo.

Abrió los ojos y vio a la horrenda criatura acercarse. Sintió el familiar lanzazo en el pecho. El dolor se disparó por su brazo izquierdo, y Elliott se aferró con todas sus fuerzas al bastón y se obligó a respirar, a no moverse.

La esquelética figura seguía cambiando de aspecto. Su piel ya había tomado el mismo color que la de Elliott, y los cabellos ya le cubrían los hombros por completo. Y los vendajes..., hasta los vendajes habían cambiado. En los lugares donde había caído el elixir las vendas volvían a ser de un lino blanquísimo. Con cada quejido, la criatura mostraba los dientes hasta las raíces.

Sus pechos subían y bajaban con rapidez. Las vendas carcomidas, aflojadas, se engancharon en las piernas que avanzaban con torpeza.

Tenía los ojos fijos en Ramsey, que estaba al final del pasillo, y respiraba con esfuerzo. En sus horribles labios se dibujó una mueca de dolor.

Se oyeron más ruidos en el piso inferior y, luego, el pitido estridente de un silbato y una voz que gritaba en árabe.

Ramsés retrocedió. Subían por la escalera. Los gritos sólo podían significar que lo habían visto.

Presa del pánico, se volvió de nuevo hacia la forma femenina que se acercaba a él.

Un grito escalofriante escapó de los labios de la criatura.

—¡Ramsés!

El duque cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos vio las manos esqueléticas de la mujer, que pasaba por delante de él.

Se oyó un grito de «¡Alto!» y un disparo. La criatura lanzó un chillido y se tapó los oídos con las manos mientras retrocedía dando tumbos. La bala había alcanzado a Ramsés, que giró sobre sus talones y quedó mirando a los guardias que subían por la escalera. Desesperado, se volvió de nuevo hacia la mujer. Otra andanada de disparos. La sucesión de detonaciones retumbó ensordecedoramente en el corredor, y Ramsés cayó de espaldas contra la balaustrada de mármol.

La mujer se estremeció sin dejar de cubrirse los oídos con las manos. Pareció perder el equilibrio y se apoyó en un sarcófago de piedra. Cuando el silbato volvió a sonar, la criatura gritó de terror.

—¡Ramsés! —Era el aullido de un animal herido.

Elliott estuvo a punto de perder la conciencia. Volvió a cerrar los ojos y luchó por llevar aire a sus pulmones. La mano izquierda, que seguía aferrando el bastón, estaba insensible.

Podía oír a los guardias, que arrastraban a Ramsés por las escaleras. Era evidente que se resistía, pero eran demasiados. ¡Y la mujer! Había desaparecido. Entonces oyó de nuevo los arañazos de sus pies sobre el suelo. Se asomó por el borde de la urna que lo ocultaba y la vio avanzar hacia el extremo opuesto de la gran sala. Tambaleándose, respirando todavía entrecortadamente, desapareció por una pequeña puerta de servicio.

En el piso inferior se había hecho el silencio. Al parecer, se habían llevado a Ramsés del museo, pero sin duda volverían a investigar en poco tiempo.

Haciendo caso omiso del dolor de su pecho, Elliott avanzó lo más rápido que pudo hacia el fondo del salón y llegó a la puerta justo a tiempo de ver a la mujer desaparecer por una escalera. Elliott se volvió rápidamente hacia las vitrinas y vio que el pequeño tubo seguía allí, brillante bajo la luz grisácea. Se arrodilló con esfuerzo y lo recogió. Tras cerrar el tapón, se lo guardó en la chaqueta.

Entonces, tras dominar un leve mareo, descendió lentamente la escalera tras la mujer, casi arrastrando la pierna izquierda. Desde el rellano la vio. Estaba desconcertada, jadeante, y alzaba una mano como una zarpa como si intentara rasgar la oscuridad.

De repente se abrió una puerta que dejó entrar una avalancha de luz amarilla, y apareció en el umbral una mujer con la cabeza y el cuerpo envueltos en ropajes negros, a la manera musulmana. Llevaba en la mano un cubo y una fregona.

Al ver acercarse a la fantasmagórica figura lanzó un agudo chillido. El cubo cayó al suelo, y la mujer volvió a desaparecer tras la puerta.

La criatura dejó escapar un áspero siseo seguido de un horrible rugido mientras se abalanzaba hacia la puerta con las manos extendidas, como si quisiera silenciar el penetrante chillido de la sirvienta.

Elliott se movió con toda la rapidez que pudo, pero los gritos cesaron antes de que entrara en la habitación. Al abrir la puerta vio el cuerpo de la mujer caer sin vida al suelo. Tenía el cuello roto y una mejilla desgarrada, y sus ojos vidriosos miraban al vacío. La criatura pasó por encima de el a y se dirigió hacia un pequeño espejo que había sobre un lavabo.

Un angustioso gemido escapó de su boca al ver su propio reflejo. Entre estremecimientos y convulsiones extendió una mano y tocó el cristal.

Una vez más, Elliott estuvo a punto de perder el sentido. La visión de aquel cuerpo muerto y la horrenda criatura que se miraba al espejo era más de lo que podía soportar. Pero la osada fascinación que había sentido desde el primer momento lo mantuvo en pie. Ahora tenía que emplear su ingenio. Si al menos no sintiera aquel maldito dolor del pecho y el pánico que le subía desde el estómago como una náusea...

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