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Authors: Anne Rice

La Momia (16 page)

Decía haber vivido dos siglos en Atenas, y también en Roma. Al fin se retiró a una tumba de la cual sólo podían reclamarlo los miembros de las familias reales de Egipto. Ciertos sacerdotes conocían el secreto, y en tiempos de Cleopatra ya se había convertido en una leyenda. Pero, al parecer, la joven reina lo creyó.

—E hizo todo lo necesario para despertarlo.

—Eso dice la narración. Él se enamoró profundamente de ella, y aprobó su relación con César en nombre de la necesidad y la experiencia, pero no ocurrió lo mismo con Marco Antonio. Esto lo amargó, según Lawrence. No había nada que pudiera contradecir la historia que nosotros conocemos. El condenaba a Marco Antonio y a Cleopatra por sus excesos y su mal juicio, igual que nuestros historiadores.

—¿Creía Lawrence la historia? ¿Tenía alguna teoría...?

—Lawrence estaba delirantemente feliz con el misterio. La inverosímil combinación de objetos lo fascinaba y habría pasado el resto de su vida intentando descifrarla, pero no estoy seguro de lo que realmente creía.

Elliott reflexionó un momento.

—La momia, Samir. Usted la examinó. Estaba con Lawrence cuando abrió el sarcófago.

—Milord, usted mismo ha visto mil momias iguales. Lo más asombroso eran los textos, el dominio de las lenguas y, desde luego, el sarcófago.

—Bien, pues tengo una pequeña historia que contarle —dijo Elliott—. De acuerdo con nuestro común amigo Henry Stratford, esa momia está viva. Esta misma mañana salió de su sarcófago, cruzó la biblioteca de Lawrence e intentó estrangular a Henry en el salón. Henry tuvo suerte de salir con vida.

Samir quedó mudo por un momento. Era como si no hubiera oído las palabras de Elliott. Por fin habló con gran suavidad.

—¿Está bromeando conmigo, lord Rutherford? Elliott se echó a reír.

—No. No estoy bromeando, señor Ibrahaim. Y juraría que Henry Stratford tampoco bromeaba cuando me contó la historia esta misma mañana. De hecho, estoy seguro de que no lo hacía. Estaba aterrorizado, casi diría que al borde de una crisis de nervios, pero no bromeaba.

Se hizo el silencio. «Esto es quedarse sin habla», pensó Elliott mientras miraba a Samir.

—No tendrá un cigarrillo, ¿verdad, Samir? —preguntó.

Sin dejar de mirar a Elliott, Samir abrió una cajita de marfil delicadamente tallada: cigarrillos egipcios, deliciosos. Samir ofreció a Elliott un encendedor de oro.

—Gracias. Sólo me queda añadir..., porque supongo que estará preguntándoselo..., que la momia no hizo ningún daño a Julie. De hecho se ha convertido en su huésped.

—Lord Rutherford...

—Le hablo completamente en serio. Mi hijo, Alex, fue allí de inmediato. Parece que un egiptólogo se hospeda en la casa de Julie, un tal Reginald Ramsey, y que Julie tiene un interés muy especial en enseñarle Londres. No tiene tiempo para hablar de las absurdas alucinaciones de Henry. Y Henry, que ha visto al egiptólogo, mantiene que en efecto se trata de la momia, que va por ahí vestida con la ropa de Lawrence.

Elliott encendió el cigarrillo e hizo una profunda inhalación.

—Muy pronto va a oír usted hablar de esto a otros

—agregó con aire despreocupado—. Los periodistas estaban allí en masa. «La momia despierta en Mayfair.» —Se encogió de hombros.

Samir estaba más asombrado que divertido. Parecía incluso angustiado.

—Tendrá que perdonarme, pero no tengo una opinión muy elevada de Henry, el sobrino de Lawrence.

—Claro que no. ¿Cómo podría tenerla?

—Y ese egiptólogo... Ha dicho usted que su nombre es Reginald Ramsey. Nunca he oído hablar de ninguno con ese nombre.

—Por supuesto que no. Y usted los conoce a todos, ¿no es así? Desde El Cairo a Londres o Manchester, Berlín o Nueva York.

—Eso creo.

—Entonces nada de esto tiene sentido.

—Ni lo más mínimo.

—A no ser, por supuesto, que por un momento juguemos con la idea de que esa momia es inmortal. Entonces todo encaja en su sitio.

—Pero no creerá usted... —Samir se interrumpió. La angustia volvió a apoderarse de él.

Incluso había empeorado.

—¿Sí?

—Esto es absurdo —murmuró Samir—. Lawrence murió de un ataque al corazón en esa tumba. ¡Esa momia no lo mató! Esto es una locura.

—¿Había alguna señal de violencia?

—No. Pero aquella tumba producía una sensación extraña, y además estaban las maldiciones escritas por todos lados. Aquel ser quería que lo dejaran dormir en paz, no quería que lo expusieran al sol. Pedía que lo dejaran en paz. Eso es lo que siempre quieren los muertos.

—¿Cree usted? —preguntó Elliott—. Si yo estuviera muerto, no estoy seguro de que quisiera estar en paz. Si ello significara estar simplemente muerto, quiero decir.

—Estamos dejándonos llevar por la imaginación, lord Rutherford. Además... Henry Stratford estaba en la tumba cuando Lawrence murió.

—Hmmmm. Eso es cierto. Y Henry no vio moverse a la momia hasta esta mañana.

—No me gusta la historia. No me gusta nada. Ni me gusta que la señorita Stratford esté sola en la casa con todos esos objetos.

—Quizá el museo debiera investigar más a fondo —sugirió Elliott—, examinar la momia.

Después de todo, es un objeto de un valor incalculable.

Samir no respondió. Se había vuelto a hundir en sus pensamientos y miraba con fijeza la mesa.

Elliott empuñó el bastón con fuerza y se levantó. Cada vez conseguía ocultar mejor el dolor que le producía aquella operación, pero tuvo que esperar unos segundos a que el dolor disminuyera lo suficiente para permitirle andar. Apagó el cigarrillo lentamente en el cenicero.

—Gracias, Samir. Ha sido una conversación muy interesante.

Samir pareció despertar de un sueño.

—¿Qué cree usted que está sucediendo, lord Rutherford? —Se levantó muy despacio.

—¿Quiere mi franca opinión, en este instante?

—Sí.

—Ramsés II es inmortal. Descubrió un secreto en tiempos antiguos, alguna pócima que daba la inmortalidad. Y en este momento está paseando por Londres con Julie.

—No puede estar hablando en serio.

—Completamente —contestó Elliott—. Pero también creo en los fantasmas, y en la mala suerte. Me paso la vida tirando sal por encima del hombro y tocando madera. Debería sorprenderme, o más bien asombrarme, que todo esto fuera cierto, comprenderá usted. Pero lo creo, en este momento lo creo. Y le diré por qué: es la única explicación de todo lo que está sucediendo.

De nuevo el silencio.

Elliott sonrió. Se puso los guantes, empuñó el bastón y salió del despacho como si cada paso que daba no le produjera dolor.

Julie pensó que aquélla era sin duda la gran aventura de su vida. Nada de lo que pudiera ocurrirle después lo igualaría, de eso estaba segura. Era sorprendente estar en Londres, a mediodía, recorriendo las calles ruidosas y atestadas que conocía desde siempre.

Hasta entonces nunca le había parecido mágica la grande y sombría ciudad. Pero ahora era diferente. Y lo grandioso era cómo lo percibía
él:
aquella metrópoli hormigueante, con sus grandes edificios de ladrillo, los ruidosos tranvías y los automóviles, además de los numerosos carruajes de caballos que atestaban las calles. ¿Qué pensaría de los omnipresentes anuncios publicitarios, señales de todos los tamaños y colores que ofrecían bienes, servicios, direcciones y consejos? ¿Le parecerían horribles los grandes almacenes con sus pilas de ropa hecha en serie? ¿Qué pensaría de las pequeñas tiendas en las que brillaba la luz eléctrica todo el día porque las calles eran demasiado oscuras y el humo demasiado espeso para dejar pasar la luz del sol?

Ramsés estaba fascinado. Era como si lo absorbiera todo. Nada lo asustaba ni le repelía.

Bajó de la acera para tocar con las manos los coches que pasaban. Subió las angostas escalerillas de caracol de los autobuses para ver la ciudad desde el piso superior. Al entrar en una oficina de telégrafos se quedó un rato observando a una secretaria que escribía a máquina. Y Julie, hechizada por aquel gigante de ojos azules, lo animó a pulsar con sus propios dedos las teclas de la máquina, cosa que él hizo entusiasmado, sin dejar de prorrumpir en exclamaciones en latín.

Julie lo llevó entonces a los talleres del
Times.
Tenía que ver las gigantescas prensas, aspirar el fuerte olor de la tinta, oír el rugido ensordecedor de aquellas inmensas salas. Tenía que relacionar todos aquellos inventos. Debía ver lo simple que era todo.

Julie lo vio conquistar a todo el mundo allá adonde iban. Hombres y mujeres lo trataban con deferencia, como si supieran intuitivamente que era de sangre real. Su porte, su caminar, su sonrisa radiante subyugaban a todos los que tenía delante, a los que estrechaba la mano, a aquellos cuya conversación escuchaba con atención como si estuviera oyendo un mensaje de vital importancia.

Debía de haber un término filosófico para expresar su estado de ánimo, pero Julie no habría podido decir cuál era. Sólo sabía que Ramsés disfrutaba plenamente de todas las cosas, que ni siquiera las locomotoras lo asustaron porque estaba preparado para recibir impresiones y sorpresas y lo único que quería era comprender.

Había tantas cosas que quería preguntarle, tantos conceptos que intentaba expresar...

Aquel o era lo peor: los conceptos.

Pero con el paso de las horas la conversación sobre abstracciones fue haciéndose cada vez más fácil. Ramsés aprendía el inglés a una velocidad asombrosa.

—¡Nombre! —decía si ella interrumpía un segundo su interminable explicación—. El lenguaje son nombres, Julie. Nombres para personas, para objetos, para lo que sentimos. —Se golpeó el pecho con el puño al decir las últimas palabras.

A primera hora de la tarde el latín había desaparecido por completo de su conversación.

—El inglés es antiguo, Julie. Lengua de bárbaros de mi tiempo, y ahora está lleno de latín.

¿No oyes el latín? ¿Qué es eso, Julie? ¡Explícamelo!

—Pero te estoy contando cosas sin ningún orden—objetó ella. Quería explicarle cómo se imprimían los libros comparándolo con la acuñación de monedas.

—Yo pongo las cosas en orden después —le aseguró él.

En aquel momento estaba demasiado ocupado sumergiéndose en las trastiendas de panaderías y restaurantes, zapaterías y sombrererías, inspeccionando las basuras amontonadas en los callejones y observando los paquetes que llevaba la gente y los vestidos de las mujeres.

Y también mirando a las mujeres.

«Si esa mirada no es de lujuria —pensó Julie—, yo no sé juzgar a las personas.» Y las habría asustado de no haber ido vestido con tanta elegancia y de no ser su porte tan distinguido. De hecho, su forma de moverse, gesticular y hablar tenían una fuerza imponente.

«He aquí a un rey —se dijo ella—, fuera del tiempo y el espacio, pero un rey.»

También lo llevó a ver librerías. Le señaló nombres antiguos: Aristóteles, Platón, Eurípides, Cicerón. Él mostró gran interés por los grabados de Aubrey Beardsley expuestos en la pared.

Las fotografías le encantaban. Julie lo condujo a un estudio para que le hicieran una foto, y su reacción fue de un júbilo casi infantil. Y lo más maravilloso, le explicó él, era que cualquiera, hasta los más pobres de la ciudad, podía hacerse uno de aquellos retratos.

Pero cuando vio una película quedó atónito. En el pequeño y atestado cine estuvo todo el tiempo haciendo aspavientos sin soltar la mano de Julie mientras las gigantescas figuras evolucionaban en la pantalla. Tras seguir con la vista el haz de rayos de luz hasta la pequeña ventanilla de la cabina, se levantó decididamente y abrió la puerta de la cabina de proyección.

Pero el viejo técnico de proyección fue también víctima de su encanto, y al cabo de un momento estaba explicándole el funcionamiento del proyector con todo detalle.

Por fin entraron en la gigantesca y sombría caverna de la estación Victoria. Las poderosas locomotoras envueltas en nubes de vapor fueron quizá lo que más le impresionó, pero tampoco se acercó a ellas con miedo. Tocó el hierro negro y frío y se acercó peligrosamente a las gigantescas ruedas. Al salir un tren, puso el pie sobre el rail para sentir la vibración.

Y no salía de su asombro al ver a las multitudes que se movían con rapidez.

—Miles de personas que cruzan Europa de un lado a otro —gritó ella por encima del bullicio de la estación—. Viajes que antes duraban meses ahora se pueden hacer en pocos días.

—Europa —repitió él—. De Italia a Britannia.

—Transportan los trenes en barcos a través del mar. Los pobres del campo pueden venir a las ciudades. Todo el mundo conoce las ciudades, ¿ves?

Él asintió con gesto grave y le apretó la mano.

—No hay prisa, Julie. Comprenderé todo en su momento. —De nuevo relampagueó su brillante sonrisa, aquella repentina y arrolladora oleada de afecto hacia el a que la hacía enrojecer y apartar la mirada—. Templos, Julie. Las casas de los
deus... di.


Dioses. Pero ahora no hay más que uno, un solo Dios.

Hizo un gesto de incredulidad. ¿Un solo Dios?

Fueron a la Abadía de Westminster y caminaron juntos bajo las grandes arcadas, en medio del esplendor gótico. Julie le mostró el cenotafio de Shakespeare.

—No es la casa de Dios —explicó el a—. Es donde nos reunimos para hablarle. —¿Cómo explicarle el cristianismo?,—. Amor fraternal —añadió—. Ésa es la base.

Él la miró con aire confuso.

—¿Amor fraternal? —Observó a la gente que lo rodeaba—. ¿Creen en esta religión? —

preguntó por fin—. ¿O es sólo un hábito?

A media tarde ya era capaz de hablar coherentemente y componer párrafos enteros. Explicó a Julie que le gustaba el inglés. Era un buen lenguaje para el pensamiento. El griego y el latín habían sido lenguas excelentes para el pensamiento. El egipcio no. Con cada nuevo lenguaje que había aprendido en su existencia anterior, su capacidad de comprensión había aumentado.

El lenguaje hacía posible formas de pensar completamente diferentes. Le impresionaba que la gente común de esta era leyese periódicos, llenos de palabras. ¿Cómo era entonces el pensamiento del hombre común?

—¿No te cansas nunca? —preguntó Julie por fin.

—No, nunca me canso —contestó él—, sólo mi corazón y mi alma se cansan. Tengo hambre, Julie. Comida, deseo mucha comida.

Pasearon juntos por Hyde Park, y Julie vio claramente que lo aliviaba estar rodeado de grandes y vetustos árboles, con el azul del cielo entre las ramas, como podía haber sido en cualquier momento o en cualquier punto de la tierra.

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