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Authors: Anne Rice

La Momia (19 page)

BOOK: La Momia
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—Porque yo te lo ordeno.

Ramsés obedeció. La dejó en el suelo e hizo una profunda reverencia.

—¿Y ahora adonde vamos, mi reina? ¿De vuelta al palacio de Stratford, en la región de Mayfair, en la tierra de Londres, Inglaterra, antiguamente llamada Britannia?

—Eso mismo, porque estoy terriblemente cansada.

—Sí, y yo debo estudiar en la biblioteca de tu padre, si me lo permites. Ahora debo leer los libros para «poner en orden», como tú dices, las cosas que me has enseñado.

En la casa reinaba el silencio. ¿Dónde estaba la doncella? El café que Samir había acabado por aceptar se había quedado frío pues era incapaz de tomar aquel brebaje aguado. En realidad lo había aceptado por compromiso.

Debía de llevar más de una hora mirando fijamente el sarcófago de la momia, ya que el reloj de pared del pasillo había sonado dos veces... De vez en cuando las luces de un automóvil que pasaba por la calle iluminaban el rostro dorado del sarcófago, dándole vida por un breve instante.

De repente se levantó. Oyó el crujido de la madera bajo la alfombra. Se acercó lentamente al ataúd. «Ábrelo. Ábrelo y lo sabrás. ¿Será posible que esté vacío?» Sus manos temblorosas se posaron sobre la tapa.

—¡Yo no haría eso, señor!

Ah, la muchacha. Ahí estaba de nuevo la doncella retorciéndose las manos. Estaba aterrorizada. ¿Pero de qué?

—La señorita Julie se va a enfadar mucho. Samir no supo qué decir. Hizo un gesto de asentimiento y volvió al sofá.

—Quizá debería volver mañana —sugirió ella.

—No. Debo verla esta noche.

—Pero, señor, es muy tarde...

Se oyeron en el exterior los cascos de un caballo y el lento traqueteo de las ruedas del coche. Samir oyó una risa distante, y supo que era de Julie.

Rita corrió a la puerta y quitó el cerrojo. Samir quedó atónito al ver entrar a la pareja en la habitación: Julie, radiante, con el cabello salpicado de diminutas gotas de agua; y un hombre, un hombre alto y majestuoso de cabellos oscuros y resplandecientes ojos azules.

Julie le habló. Dijo su nombre, pero Samir no lo oyó.

No podía quitar los ojos de aquel hombre. Su piel era pálida, inmaculada, y sus rasgos exquisitamente moldeados. Pero el espíritu que habitaba en él era sobrecogedoramente poderoso. Aquel hombre emanaba una fuerza y una súbita cautela que resultaban escalofriantes.

—Sólo quería..., quería verla—le explicó a Julie, casi sin atreverse a mirarla—, saber que estaba bien. Estaba preocupado por usted...

Su voz se desvaneció.

—¡Ah, yo lo conozco! —dijo el misterioso hombre de improviso con un acento británico impecable—. Usted es el amigo de Lawrence, ¿no es así? Su nombre es Samir.

—¿Nos conocemos? —preguntó Samir—. Yo no lo recuerdo a usted.

Sus ojos recorrieron la figura que se acercaba, y entonces vio el anillo con un rubí y el sello de Ramsés el Grande en la mano que aquel hombre le ofrecía. De repente la habitación pareció irreal. Las voces que oía no tenían sentido, y tampoco necesitaba una respuesta.

¡Era el anillo que había visto a través de las vendas de la momia! No cabía duda. No podía equivocarse en eso. ¿Y qué estaba diciendo Julie que pudiera tener la menor importancia?

Palabras corteses, pero al fin y al cabo mentiras. Y aquel hombre lo miraba, sabía tan bien como él que había reconocido el anillo, que las palabras ya no importaban.

—Espero que Henry no te haya contado esa estúpida historia...

Nada tenía sentido. Samir levantó la vista lentamente y comprobó que Julie estaba sana y salva. Cerró los ojos, y al abrirlos no miró el anillo, sino el rostro del rey, sus profundos y comprensivos ojos azules.

Cuando volvió a hablar, su voz era un murmullo.

—Su padre no hubiera querido que le faltara protección. Creo que le hubiera gustado que viniera...

—Ah, pero, Samir, amigo de Lawrence —lo interrumpió el hombre—: Julie Stratford no corre ningún peligro. —Y entonces habló suavemente en egipcio antiguo con un acento que Samir no había oído jamás—: Esta mujer tiene mi amor, y yo la protegeré de todo mal.

Era asombroso. Samir retrocedió. Julie hablaba otra vez, pero él no la escuchaba. Se había acercado a la chimenea y se había apoyado en la repisa como si fuera a caerse.

—Supongo que conoce usted la antigua lengua de los faraones, amigo mío —agregó el hombre de los ojos azules—. Es usted egipcio, ¿no es así? Debe de haberla estudiado. La leerá tan bien como el latín o el griego.

Una voz cuidadosamente modulada. Estaba intentando disipar cualquier miedo. Era civilizada, amable. ¿Qué más podía pedirse?

—Sí, señor, tiene razón —repuso Samir—. Pero nunca la había oído hablar, y el acento siempre ha sido un misterio. Pero tiene usted que contarme... —Hizo un esfuerzo por volver a mirarlo a los ojos—. Usted es egiptólogo, según me han dicho. ¿Piensa que fue la maldición de la tumba lo que acabó con mi querido amigo Lawrence? ¿O se lo llevó la muerte de forma natural, como creemos?

El hombre pareció sopesar la pregunta. Entre las sombras, Julie palideció y bajó los ojos.

—Las maldiciones son simples palabras, amigo mío —contestó el hombre—. Amenazas para ahuyentar a los ignorantes y a los merodeadores. Hace falta veneno, o cualquier otra arma, para arrebatar la vida a un ser humano.

—¡Veneno! —murmuró Samir.

—Samir, es muy tarde —dijo Julie. Su voz era ronca y tensa—. No debemos hablar ahora de esto, o volveré a echarme a llorar como una idiota. Hablaremos de ello cuando llegue el momento. —Julie se acercó a él y le cogió las dos manos—. Me gustaría que vinieras otra noche, cuando podamos sentarnos tranquilamente a charlar.

—Sí, Julie Stratford está muy cansada. Julie Stratford ha sido una gran maestra. Y yo le deseo buenas noches, amigo mío. Porque puedo considerarlo mi amigo, ¿no? Hay muchas cosas que podríamos decirnos, pero, por ahora, esté seguro de que protegeré a Julie de cualquiera que pretenda hacerle daño.

Samir se dirigió despacio hacia la puerta.

—Si me necesita —dijo volviéndose antes de salir— no tiene más que llamarme.

Buscó un momento en el bolsil o y sacó una tarjeta. Entonces se la ofreció al hombre, y volvió a mirar el reluciente anillo cuando él la aceptó.

—Estoy en mi despacho del Museo Británico todas las noches hasta muy tarde. Me gusta pasear por las salas cuando todo el mundo se ha ido. Venga por la puerta lateral, y allí me encontrará.

¿Pero por qué estaba diciendo todo aquello? ¿Qué pretendía con el o? De repente sintió un intenso deseo de volver a oír hablar la antigua lengua de los faraones. No podía comprender la extraña mezcla de dolor y felicidad que sentía. El mundo parecía haberse oscurecido y por ello la luz que acababa de ver era mucho más cegadora.

Samir dio media vuelta y salió de la casa. Pasó por delante de los guardias uniformados sin mirarlos y se alejó con paso rápido por la calle mojada. No hizo caso de los carruajes de caballos que aminoraban la marcha; sólo quería estar solo. Seguía viendo el anillo, oyendo aquellas antiguas palabras egipcias que nunca antes había escuchado. Quería echarse a llorar.

Acababa de ver un milagro, y el mundo se tambaleaba a su alrededor.

«Lawrence, ayúdame.»

Julie cerró la puerta con cerrojo y se volvió hacia Ramsés. Podía oír los pasos de Rita en el piso superior, así que estaban solos y nadie podía oírlos.

—¡No pensarás contarle tu secreto! —exclamó el a.

—El daño ya ha sido hecho —repuso él quedamente—. Sabe la verdad. Y tu primo Henry se lo contará a otros, que también lo creerán.

—No, eso es imposible. Tú mismo viste lo que ocurrió con la policía. Samir lo sabe porque vio el anillo, lo reconoció. Y porque vino a ver, a creer. Otros no harán lo mismo. Y sin embargo...

—¿Sin embargo?

—Tú querías que lo supiese. Por eso lo llamaste por su nombre. Le dijiste quién eres.

—¿Eso hice?

—Sí, creo que sí.

Él reflexionó. La idea no le parecía demasiado agradable, pero era cierto.

—Lo que saben dos, pueden saberlo tres —declaró al fin, quitándole importancia.

—No se puede probar nada. Tú eres real, sí, y el anillo también lo es. Pero no hay nada que te relacione con el pasado. No comprendes estos tiempos si crees que la gente va a creer así como así que alguien se ha levantado de la tumba. Estamos en la era de la ciencia, no de la religión.

Ramsés estaba recapacitando. Inclinó la cabeza, cruzó los brazos y se puso a caminar arriba y abajo. Finalmente se detuvo.

—Oh, cariño mío, si pudieras comprender... —No había ansia en su voz, pero sí un profundo sentimiento—. Durante mil años he ocultado esta verdad, incluso a los que he amado y servido. Nunca supieron de dónde venía, ni cuánto tiempo había vivido. Y ahora he llegado a tu tiempo, y en una sola luna he revelado esta verdad a más mortales que desde que Ramsés gobernó Egipto.

—Comprendo —repuso ella. Pero estaba pensando algo muy diferente. «Escribiste toda la historia en los rollos y los dejaste allí porque ya no podías soportar el secreto más tiempo.»—.

Pero todavía no entiendes nuestro tiempo. Nadie cree en los milagros, ni siquiera aquellos a los que les ocurren.

—¡Qué cosa más extraña!

—Si subiera al tejado y lo gritara a todo el mundo, nadie lo creería. Tu elixir está a salvo, con o sin venenos.

Al ver que Ramsés parecía recibir una punzada de dolor, Julie se arrepintió de sus palabras.

¡Qué locura, pensar que aquella criatura era todo poder, que su sonrisa no ocultaba una vulnerabilidad tan grande como su fuerza! Esperó, sin saber qué hacer. Y entonces, una vez más, aquel a amplia sonrisa acudió a rescatarla.

—¿Qué podemos hacer más que aguardar y ver qué ocurre, Julie?

Ramsés suspiró. Se quitó la levita y pasó a la sala egipcia. Miró el sarcófago, su sarcófago, y la fila de redomas. Encendió con cuidado la luz como había visto hacer a Julie y comenzó a mirar los estantes repletos de libros.

—Necesitarás descansar —dijo ella—. Te acompañaré a la habitación de mi padre.

—No, cariño mío, no necesito dormir, excepto cuando quiero retirarme de la vida por un tiempo.

—¿Quieres decir... que no tienes que dormir nunca?

—Correcto —confirmó él con una nueva sonrisa—. Y te diré otro pequeño secreto: tampoco necesito la comida ni la bebida que tomo. Lo hago sólo por placer. Y mi cuerpo lo disfruta. —Se rió suavemente ante el asombro de Julie—. Pero lo que necesito ahora es leer los libros de tu padre, si me lo permites.

—Desde luego, no tienes que pedírmelo —repuso ella—. Puedes coger lo que necesites o lo que quieras. Ve a su habitación cuando quieras. Ponte su bata. No quiero que te falte ninguna comodidad. —Se echó a reír—. Estoy empezando a hablar como tú.

Los dos se miraron. Apenas los separaban unas decenas de centímetros, pero Julie lo agradeció.

—Ahora voy a dejarte —dijo, pero instantáneamente él le tomó la mano, cubrió la distancia que los separaba y volvió a besarla. Entonces, casi con brusquedad, se apartó de ella.

—Julie es la reina en sus dominios —murmuró como disculpándose.

—Y recuerda lo que le has dicho a Samir: «protegeré a Julie de cualquiera que pretenda hacerle daño».

—No mentía. Y me gustaría yacer a tu lado para poder protegerte mejor.

Ella sonrió. Era mejor escapar ahora que todavía era posible.

—Ah, pero hay otra cosa —recordó. Se acercó al extremo nordeste de la habitación y abrió el mueble del gramófono.

Hizo girar la manivela y miró los discos de RCA Victor: A
ida,
de Verdi—. Aja. Esto es.

Comprobó que no había en la cubierta del disco ninguna ilustración que pudiera molestar a Ramsés y puso el pesado pisco sobre el plato de terciopelo. Colocó el brazo en su lugar y se volvió para ver la expresión de Ramsés mientras sonaba la marcha triunfal de la ópera, un coro grave y lejano de maravillosas voces.

—Oooh, ¡pero esto es magia! ¡La máquina está haciendo música!

—No, sólo la reproduce. Y ahora yo me iré a dormir y a soñar como cualquier mortal, aunque la vida real se ha contenido en todo lo que siempre soñé.

Antes de salir volvió la vista atrás y vio a Ramsés meciéndose al ritmo de la música con la cabeza inclinada. Estaba cantando en voz muy baja, con los labios entrecerrados. La bola visión de la camisa blanca, tensa sobre su musculosa espalda y sus brazos, la hizo estremecerse.

Al dar la medianoche, Elliott cerró el cuaderno. Había pasado la velada leyendo una y otra vez las traducciones de Lawrence, y repasando sus viejas y polvorientas biografías de Ramsés el Grande y de Cleopatra. No había nada en aquellos tomos de historia que contradijera las afirmaciones del relato.

Un hombre que gobierna Egipto durante más de sesenta años bien puede ser inmortal. Y el reinado de Cleopatra VI había sido notable desde muchos puntos de vista.

Pero lo que más le intrigaba en aquel momento era un párrafo que Lawrence había escrito en latín y en egipcio, la última de sus notas. Elliott no había tenido ningún problema para leerlo.

Había escrito un diario en latín durante sus años en Oxford, y aprendido egipcio, con Lawrence al principio y solo después.

No se trataba de una trascripción de los rollos de Ramsés. Eran más bien impresiones y comentarios de Lawrence sobre lo que había leído.

«Dice haber bebido el elixir una sola vez. No necesitó tomarlo más. Hizo de nuevo la mezcla para Cleopatra, pero le pareció peligroso tirarla y no quiso tomarla él temiendo resultados adversos. ¿Y si se probaran todas las sustancias de la tumba? ¿Y si hubiera entre ellas una capaz de rejuvenecer el cuerpo humano y prolongar la vida?»

Las dos líneas en egipcio eran incoherentes. Decían algo sobre magia, secretos e ingredientes naturales combinados con un efecto completamente nuevo.

Entonces aquello era lo que Lawrence había creído, más o menos. Y se había tomado la molestia de ocultar su significado escribiéndolo en lenguas antiguas. ¿Qué pensar de toda la historia, sobre todo después que Henry decía haber visto a la momia volver a la vida?

Se le ocurrió de nuevo pensar que estaba entrando en un juego peligroso, que la fe es una palabra que rara vez examinamos con detenimiento. Por ejemplo, durante toda su vida, él había «creído» en las enseñanzas de la Iglesia Anglicana. Pero ni por un momento había esperado entrar en el cielo cristiano después de la muerte, ni tampoco en su infierno. No hubiera apostado ni un penique por la existencia de ninguno de los dos.

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