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Authors: Anne Rice

La Momia (14 page)

—Siento lo de tu gargantilla, Edith —dijo en voz baja, repentinamente herido al pensar que él había robado a su esposa de la misma forma que Henry le había robado a él. De repente se dio cuenta de que estaba sonriendo, casi flirteando con ella, como siempre.

Ella aceptó el gesto con su leve sonrisa maliciosa. Varios años antes le habría dicho: «No te hagas el niño malo conmigo». El hecho de que ya no se lo dijera nunca no significaba que ya no lo encontrara atractivo.

—Randolph tiene el dinero para cubrir el préstamo —le aseguró él más seriamente.

—No es necesario —susurró ella—. Déjamelo a mí. —Se levantó lentamente y esperó.

Sabía que él podía necesitarla para levantarse. Y, por mucho que lo humillara, él lo sabía también.

—¿Adonde vas? —preguntó mientras le ofrecía las manos.

—A ver a Samir Ibrahaim al museo.

—Otra vez esa momia.

—Henry ha venido contándonos una historia de lo más extraña...

Alex, cielo —dijo Julie tomándole las manos—. El señor Ramsey era un buen amigo de papá. Lo más lógico es que se hospede aquí. —Pero tú estás sola... —Alex miró con gesto de desaprobación el salto de cama blanco que vestía Julie, y con razón.

—Alex, soy una mujer moderna. ¡No cuestiones mis decisiones! Y ahora vete y déjame atender a mi invitado. Dentro de unos días comeremos juntos y te lo explicaré todo...

—¡Julie, unos días!

Ella lo besó levemente en los labios y lo empujó hacia la puerta. Él volvió a mirar con desconfianza en dirección al salón.

—Alex, vete, por favor. Este hombre viene de Egipto. Voy a enseñarle Londres, y se me está haciendo tarde. Por favor, cariño mío, haz lo que te digo.

Alex era demasiado educado para protestar más. Dedicó a Julie otra de sus miradas de inocencia y desconcierto y dijo suavemente que telefonearía por la noche para saber si todo iba bien.

—Desde luego —repuso ella—. Eres un encanto. —Tras lanzarle un beso con las yemas de los dedos, cerró la puerta de inmediato.

Se apoyó un momento contra la pared y dirigió la mirada al salón a través de las puertas de cristal. Rita pasó por delante como una exhalación. Oyó el silbido de la tetera en la cocina. La casa rebosaba de cálidos aromas de comida.

El corazón volvía a latirle apresuradamente; un torbellino de pensamientos le atravesó la cabeza, pero todavía era incapaz de reaccionar. Lo que importaba en aquel momento era que Ramsés estaba allí, en el invernadero.

Cruzó el salón lentamente y se quedó en el umbral del invernadero mirándolo. Todavía llevaba la bata de su padre, aunque se había quitado la camisa con un leve gesto de disgusto por el tacto áspero y almidonado de la prenda. Sus cabellos habían crecido plenamente. Ahora ostentaba una

E oblada cabellera de suaves rizos que llegaban hasta los lóbulos de sus orejas, con un mechón rebelde que le caía una y otra vez sobre la frente.

La mesa blanca del invernadero estaba cubierta de platos de comida humeante. Mientras leía un ejemplar de
Punch,
tomaba delicadamente con los dedos trozos de carne, fruta y pan.

La elegancia con la que se llevaba la comida a la boca con los dedos era casi milagrosa. No tocó los cubiertos, aunque había admirado los grabados de aquellos antiguos objetos de plata.

Llevaba dos horas leyendo y comiendo sin parar. Había devorado cantidades inimaginables de comida, como si se estuviera cargando del combustible que durante tanto tiempo le había faltado. Se había tomado ya cuatro botellas de vino, dos de agua mineral y todas las existencias de leche de la casa, y ahora sorbía pausadamente una copa de coñac.

No estaba bebido. Al contrario, parecía extraordinariamente sobrio. Había repasado el diccionario inglés-egipcio con tanta rapidez que Julie casi se había mareado de ver pasar las hojas. Al parecer había asimilado el sistema de numeración árabe, expuesto en el diccionario junto a los numerales romanos, en cuestión de minutos. A continuación había hojeado el Diccionario Inglés de Oxford a la misma velocidad, pasando las páginas adelante y atrás, recorriendo con el dedo columna tras columna.

Evidentemente no estaba leyendo todas las palabras. Estaba captando la esencia, las raíces, la estructura del idioma. Julie lo comprendió cuando él le pidió que le nombrara en voz alta los diferentes objetos que había a la vista y fue repitiendo cada palabra con una inflexión perfecta. Ya había memorizado los nombres de todas las plantas del invernadero: helechos, orquídeas, begonias, margaritas, buganvillas... Asombrada, Julie lo oyó repetir la lista completa momentos después sin el menor error: fuente, mesa, platos, porcelana, plata, azulejos, Rita.

Ahora estaba concentrado en diferentes textos en inglés. Estaba acabando con el
Punch, y
ya había dejado a un lado dos ejemplares de la revista
Strand,
el
Harper's Weekly
norteamericano y todos los números del
Times
que había en la casa.

Pasaba las hojas con gran cuidado, tocando con los dedos las palabras e ilustraciones como si fuera ciego y pudiese leer a través del tacto. Con la misma atención tocó los platos de Wedgwood y la cristalería de Waterford.

Levantó la vista con gesto de excitación cuando Rita le llevó un vaso de cerveza.

—Ya no queda nada más, señorita —anunció la doncel a con un leve encogimiento de hombros.

Ramsés cogió el vaso de la mano y lo vació de un trago. Sonrió a Rita y asintió con la cabeza.

—A los egipcios les encanta la cerveza, Rita. Trae más, rápido.

Mantener a Rita ocupada era la mejor forma de evitar que causara problemas.

Julie se abrió paso entre la espesura de helechos y árboles y tomó asiento en la mesa frente a Ramsés. El levantó la mirada y señaló una foto de Nueva York que aparecía en las páginas de una revista.

—América —dijo Julie.

—Estados Unidos —corrigió él. Julie quedó atónita.

—Sí —confirmó.

Ramsés devoró con rapidez un emparedado de salchichón y a continuación dobló en dos una fina rebanada de pan y la engulló de dos bocados. Mientras tanto pasaba las páginas de la revista con la mano izquierda. Se detuvo en una ilustración de un hombre en bicicleta y se echó a reír con fuerza.

—Bicicleta —indicó el a.

—¡Sí! —exclamó él, exactamente como ella lo había hecho un momento antes. Entonces añadió algo en un latín susurrante.

Tenía que salir con él a la calle, enseñarle todo, pensó Julie.

El teléfono sonó en el escritorio de la sala egipcia. Ramsés se puso en pie rápidamente. La siguió a la biblioteca y se mantuvo cerca de el a, sin dejar de mirarla mientras descolgaba el auricular.

—¿Hola? Sí. Aquí Julie Stratford. —Cubrió el auricular con la mano—. Teléfono —

murmuró—. Máquina para hablar. —Se lo acercó al oído para que pudiera escuchar la voz que hablaba al otro lado de la línea.

Llamaban del club de Henry. Iban a pasar a recoger sus cosas y querían saber si las tendría preparadas.

—Pueden venir cuando quieran. Tendrán que venir dos hombres. Y, por favor, que sea cuanto antes. Levantó el cordón y se lo enseñó a Ramsés.

—La voz viaja a través del cable —susurró. Colgó el teléfono y miró a su alrededor. Tomó a Ramsés de la mano y lo condujo de nuevo al invernadero. Allí le señaló a través de los cristales los cables tendidos entre la casa y un poste al fondo del jardín.

El observó todo con gran atención. Entonces ella cogió un vaso vacío de la mesa y se acercó a la pared que separaba el invernadero de la cocina. Puso la boca del vaso sobre la Eared, aplicó el oído al fondo y oyó a Rita trabajar en i cocina. _ A continuación le indicó a Ramsés que hiciera lo mismo. El escuchó la amplificación de los sonidos con la misma claridad que ella.

La miró pensativo, asombrado, entusiasmado.

—El cable del teléfono conduce el sonido —dijo ella—. Es una invención mecánica. —

Aquello era lo que debía hacer: enseñarle las máquinas. Explicarle el gran salto adelante que habían significado las máquinas, la completa transformación de la forma de hacer las cosas.

—Conduce el sonido —repitió él pensativo. Se acercó a la mesa y abrió la revista que había estado leyendo. Hizo a

Julie un gesto para que leyera en voz alta. Rápidamente, el a leyó un párrafo de un artículo sobre política internacional. Demasiado denso y abstracto, pero él se limitaba a escuchar las sílabas, hasta que le quitó la revista de las manos con impaciencia.

—Gracias —dijo.

—Muy bien —aprobó ella—. Estás aprendiendo a una velocidad asombrosa.

Entonces él hizo una curiosa serie de gestos. Primero se tocó la sien y la frente, como si hiciera alguna referencia a su cerebro, y a continuación se palpó el pelo y la piel. ¿Qué estaba intentando decirle? ¿Que su mente respondía tan rápido como su cuerpo había respondido a la luz del sol?

Ramsés volvió a mirar la mesa.

—Salchichas —dijo—. Ternera. Pollo asado. Cerveza. Leche. Vino. Tenedor. Cuchillo.

Servilleta. Cerveza. Más cerveza.

—Sí —asintió ella—. Rita, tráele algo más de cerveza. Le encanta la cerveza. Oh, eres maravillosamente inteligente. El se echó a reír.

—Repite —pidió.

—Maravillosamente inteligente. —Julie se l evó un dedo a la cabeza: el cerebro, el pensamiento.

El asintió. Cogió un cuchillo de la mesa y se lo guardó en el bolsillo. Hizo un gesto a Julie para que lo siguiera y volvió a la sala egipcia. Se acercó a un viejo mapamundi enmarcado y señaló con cuidado las Islas Británicas.

—Sí, Inglaterra. Britannia —confirmó Julie. Entonces señaló a Norteamérica—. Estados Unidos —dijo, y fue sucesivamente identificando continentes y océanos hasta llegar a Egipto y el Nilo, una insignificante línea en el pequeño mapa—. Ramsés, rey de Egipto —dijo, y lo señaló a él.

Ramsés asintió. Pero quería saber algo más. Articuló la pregunta con sumo cuidado.

—¿Siglo veinte? ¿Qué significa «después de Cristo»?

Julie se quedó sin habla. ¡Claro! Había estado dormido desde antes del nacimiento de Cristo, y no tenía forma de saber cuánto tiempo había permanecido en aquella tumba. El hecho de que fuera un auténtico pagano fascinó a Julie más que preocuparla. Pero temía su reacción cuando contestara a la pregunta.

Números romanos. ¿Dónde estaba aquel libro? Sacó de un estante las «Vidas» de Plutarco y encontró la fecha de publicación en números romanos. Sólo hacía tres años. Perfecto.

Tomó una hoja de papel del escritorio de su padre y, tras mojar la pluma en el tintero, escribió con rapidez la fecha correcta. ¿Pero cómo explicarle los principios del sistema?

Cleopatra era un ejemplo cercano, pero temió pronunciar su nombre por razones obvias.

Entonces le vino un ejemplo a la cabeza.

Escribió con mayúsculas el nombre de Octavio César. Él asintió. Entonces añadió debajo el número uno romano. A continuación trazó una línea horizontal hasta el extremo derecho de la hoja, y escribió su nombre, Julie, y la fecha actual en números romanos.

El frunció el entrecejo. Miró el papel largo rato y de repente asomó el color a sus mejillas: lo había comprendido. Su expresión se volvió grave, y al instante curiosamente filosófica. Parecía estar meditando, más que asimilando una fuerte impresión. Entonces Julie escribió «siglo», y a su lado el número cien romano y la palabra
annus.
El asintió con cierta impaciencia: sí, sí, comprendía.

Ramsés cruzó los brazos y se puso a pasear lentamente por la habitación. Julie se preguntó qué estaría pensando.

—Mucho tiempo —susurró—.
Tempus... tempus fugit —
De repente se sintió avergonzada.

¿El tiempo vuela? Era todo el latín que se le ocurría en aquel momento. Ramsés sonreía.

¿Habría sido ya un tópico dos mil años atrás?

El se acercó al escritorio e inclinándose sobre ella le cogió la pluma y dibujó con cuidado su nombre en jeroglíficos: Ramsés el Grande. Entonces trazó otra horizontal casi hasta el extremo de la hoja y escribió el nombre de Cleopatra. En el centro de la línea escribió el número romano M, y a su lado la cifra 1000 en los dígitos árabes que había aprendido hacía apenas una hora.

Le dio a Julie un momento para que lo leyera, y escribió bajo su propio nombre la cifra 3000.

—Sí, Ramsés tiene tres mil años —dijo ella señalándolo—, y lo sabe.

El asintió de nuevo y sonrió. ¿Cómo interpretar su expresión? ¿Era triste, resignada, meramente pensativa? Una sombra de dolor atravesó sus ojos. La sonrisa no se borró, pero Julie vio aparecer un leve pliegue en sus párpados durante un instante. Ramsés miró a su alrededor como si fuera la primera vez que veía la habitación. Observó el techo, el suelo y el busto de Cleopatra. Sus ojos eran tan grandes como siempre, su sonrisa igual de suave y agradable, pero algo había desaparecido de su rostro: el vigor. Se había desvanecido por completo.

Cuando volvió a mirarla, había un tenue brillo de lágrimas en sus ojos. Julie no pudo soportarlo. Extendió el brazo y le tomó la mano izquierda. Los dedos de Ramsés se curvaron alrededor de los suyos y los apretaron con ternura.

—Muchos, muchos años, Julie —dijo lentamente—. Muchos, muchos años. Sin ver el mundo. ¿Me entiendes?

—Oh, sí. Desde luego que sí —respondió ella. El la estudió sin dejar de susurrar lenta y casi reverentemente:

—Muchos, muchos años, Julie. —Entonces sonrió; su sonrisa se ensanchó poco a poco y sus hombros comenzaron a agitarse casi imperceptiblemente. Julie se dio cuenta de que estaba riéndose—. Dos mil años, Julie. —Se reía abiertamente, y la mirada de salvaje entusiasmo, de vitalidad desbordante, retornó a sus ojos. Poco a poco su mirada volvió a fijarse en Cleopatra. Al cabo de un momento miró a Julie de nuevo, y la curiosidad y el optimismo habían vuelto. No era más que eso: un optimismo vigoroso y arrollador.

Julie sintió deseos de besarlo. Fue una sensación tan fuerte que le sorprendió. No era sólo la belleza de su rostro, ni la mirada de dolor en sus ojos, ni la forma en que sonreía en aquel momento y le acariciaba el cabello respetuosamente. Julie sintió que un escalofrío le descendía por la espalda.

—Ramsés es inmortal —dijo entonces—. Ramsés tiene
vitam eternam.

Él dejó escapar una breve risa de reconocimiento.

—Sí —asintió—.
Vitam eternam.

¿Era amor lo que sentía por aquel hombre? ¿O simplemente una fascinación tan abrumadora que barría de su mente cualquier otra consideración, incluso la idea de que Henry había matado a su padre?

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