Un abogado experto en paraísos fiscales, de la prestigiosa asesoría financiera británica Single & Single, muere asesinado en la costa turca de un tiro a la cabeza. Su muerte tiene todos los ingredientes de una ejecución, un castigo ejemplar. Por esas mismas fechas Oliver, un animador de fiestas infantiles, es conducido a un banco de un pueblo de Devon a media noche para justificar el repentino ingreso de una exorbitante suma en su exigua cuenta. Por otra parte, un carguero ruso es abordado y detenido por la policía en el mar Negro, y un famoso financiero londinense desaparece sin dejar rastro. Entretanto, un funcionario de aduanas, Brock, investiga un caso de corrupción internacional…
John Le Carré
Single & Single
ePUB v1.0
NitoStrad21.02.2012
Título: Singel & Single
Autor: John Le Carré
Traducción: Carlos Milla Soler
Lengua de traducción: Inglés
Lengua: Español
Edición: marzo 2000
ISBN 10: 84-01-01350-X
La sangre humana es una mercancía.
Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos, 1966
Esta pistola no es una pistola.
O tal era la firme convicción del señor Winser cuando el juvenil Alix Hoban, gerente para Europa y director ejecutivo de las delegaciones de Trans-Finanz en Viena, San Petersburgo y Estambul, introdujo una pálida mano bajo la delantera de su chaqueta italiana y extrajo no una pitillera de platino ni una tarjeta de visita grabada, sino una estilizada pistola automática negra con reflejos azules, en impecable estado, y la apuntó al caballete de la nariz aguileña pero estrictamente pacífica del señor Winser desde una distancia de quince centímetros. Esta pistola no existe. Es una prueba inadmisible. No es una prueba en absoluto. Es una no pistola.
El señor Alfred Winser era abogado, y para un abogado los hechos estaban para impugnarlos. Cualquier clase de hechos. Cuanto más evidentes parecían al profano en derecho, tanto más enérgicamente debía refutarlos un abogado escrupuloso. Y en aquel momento Winser era tan escrupuloso como el que más. Aun así, en su estupefacción, se le cayó el maletín. Oyó el golpe contra el suelo; notó su peso todavía por unos instantes en la palma de la mano; vio de refilón su sombra proyectada ante los pies. Mi maletín, mi pluma, mi pasaporte, mis pasajes de avión, mis cheques de viaje. Mis tarjetas de crédito, mi legalidad. Con todo, no se agachó a recogerlo, aunque le había costado una fortuna. Siguió contemplando con mudo asombro la no pistola.
Esta pistola no es una pistola. Esta manzana no es una manzana. Pese a los cuarenta años transcurridos, Winser recordaba aún las sabias palabras de su profesor de derecho cuando el gran hombre hizo aparecer como por arte de magia una manzana verde de las profundidades de su raída chaqueta de sport y la blandió para someterla a la inspección de su auditorio, mayoritariamente femenino: «Puede
parecer
una manzana, señoras, puede
oler
como una manzana, tener el
tacto
de una manzana, pero
¿suena
como una manzana? -La agita-. ¿Se
corta
como una manzana?» Saca un antiguo cuchillo de pan de un cajón de su escritorio y golpea. La manzana se transforma en una lluvia de yeso. Cantarinas risas mientras el gran hombre aparta los fragmentos con la punta de la sandalia.
Pero no terminó ahí la insensata huida de Winser por el camino de la memoria. En un abrir y cerrar de ojos saltó de la manzana de su profesor a su verdulero de Hampstead, el barrio donde vivía y donde en ese momento habría deseado hallarse con toda su alma: un proveedor de manzanas risueño y desarmado con un alegre delantal y un sombrero de paja que vendía, además de manzanas, unos espárragos frescos de primera calidad que gustaban mucho a Bunny, la esposa de Winser, a pesar de no gustarle casi nada de lo que su marido le llevaba. «Acuérdate, Alfred, verdes y que hayan asomado ya sobre la tierra -insistía ella, endosándole la compra-. Y sólo en temporada, Alfred; los que se crían fuera de tiempo no saben a nada.» ¿Por qué lo hice? ¿Por qué tengo que casarme con una persona para descubrir que no me cae bien? ¿Por qué no consigo ver claras las cosas antes del hecho consumado en lugar de después? ¿Para qué sirve una buena formación jurídica si no es para protegernos de nosotros mismos? Mientras su aterrorizado cerebro buscaba desesperadamente una posible vía de escape, Winser halló consuelo en estas incursiones en su realidad interior. Lo fortalecieron contra la irrealidad de la pistola, aunque fuese sólo por unas décimas de segundo.
Esta pistola
sigue
sin existir.
Sin embargo Winser era incapaz de apartar de ella la mirada. Nunca había contemplado un arma desde tan cerca, nunca se había visto obligado a tomar tan íntima nota del color, la línea, las marcas, el bruñido y el estilo, todo ello claramente expuesto ante sus ojos bajo un sol cegador.
¿Dispara
como una pistola?
¿Mata
como una pistola?
¿Aniquila
como una pistola, haciendo desaparecer la cara y las facciones en una lluvia de yeso? Audazmente, se rebeló contra tan ridícula posibilidad. ¡Esta pistola no existe,
no
existe en absoluto! Es una quimera, una alucinación provocada por el cielo blanco, el calor y la insolación. Es un desvarío debido a la mala comida, los malos matrimonios, y dos agotadores días de reuniones cargadas de humo y enloquecedores traslados en limusina en medio del bochorno, el polvo y los atascos de Estambul, debido al aturdimiento del apresurado vuelo a primera hora de la mañana en el avión privado de Trans-Finanz por encima de los parduscos macizos de la Turquía central, debido al suicida viaje en coche de tres horas por carreteras costeras con pronunciados desniveles y curvas cerradas bajo precipicios de roca roja hasta el fin del mundo, aquel árido y peñascoso promontorio salpicado de matas de cambrón y colmenas rotas a doscientos metros sobre el Mediterráneo oriental, con el sol matutino ya en pleno apogeo, y la imperturbable pistola de Hoban -todavía allí y todavía ilusoria- mirando a su cerebro con igual fijeza que un cirujano.
Cerró los ojos. ¿Ves?, dijo a Bunny. No hay pistola. Pero Bunny, aburrida como de costumbre, lo apremió a saciar sus apetitos y dejarla en paz, así que Winser optó por dirigirse al estrado, cosa que llevaba treinta años sin hacer: Su señoría, me hallo ante el grato deber de anunciar a este tribunal que el litigio entre Winser y Hoban se ha resuelto amistosamente. Winser admite haberse equivocado al insinuar que Hoban blandió un arma durante una reunión in situ celebrada en los montes de la Turquía meridional. Hoban, a su vez, ha ofrecido una completa y satisfactoria explicación de sus actos…
Y después de eso, por hábito o por respeto, se dirigió a su presidente, director ejecutivo y mentor de los últimos veinte años, el epónimo fundador y creador de la Casa de Single, el único e inigualable Tiger Single en persona: Aquí Winser, Tiger. Francamente bien, gracias, ¿y usted qué cuenta? Me alegro. Sí, creo que puede decirse que todo va tal como usted sabiamente pronosticó, y hasta el momento las reacciones han sido plenamente satisfactorias. Salvo por un detalle insignificante… ya agua pasada… ningún cambio sustancial… sólo que tuve la impresión de que Hoban, el representante de nuestro cliente, sacaba una pistola. Una pequeñez, pura fantasía, pero uno agradecería que lo avisasen previamente…
Aun cuando abrió los ojos y vio la pistola justo donde antes estaba, y la mirada de niño de Hoban fija en él al otro extremo del cañón, y su dedo índice de niño, sin vello, doblado en torno al gatillo, se resistió Winser a abandonar el último bastión de su postura legal. Muy bien, esta pistola existe en cuanto objeto, pero no en cuanto pistola. Es una pistola de pega. Una broma pesada, inofensiva y jocosa. Hoban la ha comprado para su hijo. Es una réplica de una pistola, y Hoban, a fin de aligerar un poco lo que para un joven es sin duda una negociación larga y tediosa, la ha blandido en una simple humorada. Con los labios yertos, Winser forzó una especie de desenfadada sonrisa en consonancia con su novísima teoría.
– Bueno, debo admitir, señor Hoban, que ése sí es un razonamiento convincente -declaró con audacia-. ¿Qué quiere que haga? ¿Que renuncie a nuestros honorarios?
Pero en respuesta oyó sólo un martilleo de fabricantes de ataúdes, que se apresuró a convertir en el tableteo de los albañiles que arreglaban contraventanas, tejas y tuberías en una localidad turística al otro lado de la bahía, con las prisas de última hora para dejarlo todo a punto antes del verano después de pasar el invierno entero jugando al backgammon. En su afán de normalidad, Winser saboreó los olores del aguarrás, los sopletes, el pescado a la brasa, las especias de los puestos de comida ambulantes, y el resto de los deliciosos y no tan deliciosos aromas de la Turquía mediterránea. Hoban ordenó algo en ruso a sus colegas. Winser oyó unas acuciosas pisadas a sus espaldas pero no se atrevió a volver la cabeza. Unas manos le arrancaron de un tirón la chaqueta y otras tentaron su cuerpo: axilas, costillas, columna, entrepierna. Recuerdos de manos más gratas sustituyeron a las de sus agresores, sin ofrecerle no obstante el menor solaz al descender hasta las pantorrillas y los tobillos en busca de un arma oculta. Winser no había llevado un arma en la vida, ni oculta ni a la vista, a menos que se considerase como tal el bastón de cerezo con que mantenía a raya a los perros rabiosos y los maníacos sexuales cuando salía a pasear y admirar a las que hacían
footing
por el Hampstead Heath.
A su pesar, Winser recordó el excesivo número de acólitos que acompañaban a Hoban. Hipnotizado por la pistola, había imaginado por un breve instante que él y Hoban estaban solos en lo alto del promontorio, cara a cara y sin nadie que los oyese, una situación de la que cualquier abogado espera sacar partido. Pero ya no podía seguir negando la evidencia de que Hoban contaba con la asesoría de varios elementos de cuidado desde su salida de Estambul. En el aeropuerto se habían unido a ellos un tal signor D’Emilio y un tal monsieur François, ambos con las chaquetas sobre los hombros, sin enseñar los brazos. Winser no había prestado la menor atención a ninguno de ellos. Otros dos indeseables los aguardaban en Dalaman, provistos de su propio Land Rover de color negro mortuorio y chófer. «De Alemania», había explicado Hoban a modo de presentación, omitiendo los nombres del par. Bien podían ser de Alemania, pero en presencia de Winser habían hablado sólo en turco y vestían los trajes de empleado de pompas fúnebres característicos de los turcos provincianos en viaje de negocios.
Otras manos agarraron a Winser por el cabello y los hombros y lo obligaron a arrodillarse en el camino de arena. Oyó los cencerros de un rebaño de cabras y decidió que eran las campanas de la iglesia de Saint John, en Hampstead, tocando a muerto por él. Otras manos se apoderaron de su calderilla, gafas y pañuelo. Otras cogieron su preciado maletín mientras él lo observaba como en una pesadilla: su identidad, su seguridad, pasando de mano en mano, seiscientas libras en piel de incomparable calidad, comprada irreflexivamente en el aeropuerto de Zúrich con metálico retirado de una cuenta de dinero negro que Tiger lo había animado a abrir. «Pues la próxima vez que tengas un arranque de generosidad bien podrías regalarme un bolso presentable», se queja Bunny con un ascendente gemido nasal que anuncia que sus protestas no han hecho más que empezar. Me fugaré, pensó Winser. Bunny se queda con la casa de Hampstead; yo me busco un piso en Zúrich, un apartamento en uno de esos edificios nuevos construidos a modo de gradas en una pendiente. Tiger lo comprenderá.