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Authors: Anne Rice

La Momia (44 page)

—¡«Celeste Aída»! —comenzó a cantar mientras arrancaba de nuevo y lanzaba el coche a la carrera.

—Nos has pedido nuestra ayuda —dijo Julie—. Y nuestro perdón. Ahora quiero que me escuches.

—Sí, te escucho —respondió Ramsés de todo corazón, pero estaba desconcertado—. Julie, es ella... No hay duda.

—El cuerpo sí —replicó Julie—. Era el suyo, sin duda. ¿Pero quién es el ser que ha vuelto a la vida? No es la misma mujer que tú amaste. Esa mujer, sea quien sea, no tiene conciencia de lo que le ocurre a su cuerpo.

—Julie, me conocía. ¡Gritó mi nombre!

—Ramsés, el cerebro de esa criatura te reconoció. Pero piensa en lo que dices. Piensa en las implicaciones. Las implicaciones lo son todo, Ramsés. Nuestro intelecto, nuestra alma si lo prefieres, no reside en la carne mientras ésta se pudre lentamente. O bien asciende a un mundo superior, o deja de existir. La Cleopatra que amaste dejó de existir en ese cuerpo el día que murió.

Él la miró fijamente, intentando comprender.

—Mi señor, creo que sus palabras son sabias —opinó Samir. Pero él también estaba confundido—. El duque dice que el a sabe quién es.

—Sabe quién se supone que es —insistió Julie—. ¡Las células! Sus células siguen ahí, revitalizadas, y posiblemente todavía quedaban en el as retazos de memoria. Pero esa cosa es una réplica monstruosa de tu amor perdido. ¿Cómo podría ser más que eso?

—Puede ser cierto —murmuró Samir—. Si haces lo que sugiere el duque, si le das más elixir, puede que estés dando aún más fuerzas... a un demonio.

—No puedo comprender nada... —confesó Ramsés—. ¡Pero es Cleopatra!

Julie negó con la cabeza.

—Ramsés, mi padre murió hace dos meses. No se hizo autopsia. Y el único embalsamamiento que recibió fue el ancestral milagro del calor y la sequedad del desierto. Es posible que yazca intacto en una cripta aquí, en Egipto. ¿Crees que, si tuviera ese elixir, se lo daría? ¿Que le devolvería la vida?

—Dios del cielo —musitó Samir.

—¡No! —exclamó Julie—. Porque no sería mi padre. La conexión se ha roto, fatal y definitivamente. Sería un duplicado de mi padre lo que volvería a la vida. Un duplicado que quizá supiera todo lo que sabía mi padre, pero no sería mi padre. Y lo que tú has hecho revivir es un duplicado de Cleopatra. Tu amor perdido no está en ella.

Ramsés guardó silencio. Parecía totalmente confundido. Miró a Samir.

—¿Qué religión sostiene que el alma permanece en el cuerpo corrupto, mi señor? Nuestros antepasados no lo creían así. En ningún lugar del mundo se cree tal cosa.

—Tú eres inmortal, amor mío —dijo Julie—. Pero Cleopatra ha estado muerta veinte siglos.

Y sigue muerta. La criatura que has resucitado debe ser destruida.

No, lo siento, Miles. Mi padre no está aquí. Sí, lo haré. De inmediato. —Alex colgó el teléfono. Elliott lo miró desde el escritorio que había en un rincón de la habitación.

—Gracias, Alex. La mentira es un arte social injustamente despreciado. Alguien debería escribir un manual de la mentira y todos sus efectos benefactores.

—Padre, no voy a dejarte salir solo.

Elliott volvió a lo que estaba haciendo. Se sentía mucho mejor después del baño caliente y de un rato de reposo. No había conseguido dormir, pero había tenido tiempo para meditar sus próximos pasos, y ya había tomado una decisión, aunque no tenía grandes esperanzas de que su plan funcionase. Pero el elixir merecía el esfuerzo, suponiendo que Samir hubiera hablado con Ramsés. Aunque la actitud del egipcio le había dado a entender que conocía su paradero.

Selló el último de los tres sobres, en el que acababa de escribir una dirección, y se volvió hacia su hijo.

—Harás exactamente lo que te he explicado —dijo con firmeza—. Si no he vuelto mañana al mediodía, envía estas cartas. Son para tu madre y para Randolph. Y abandona El Cairo cuanto antes. Ahora dame el bastón. También necesito la capa. Por la noche hace un frío de mil demonios en esta ciudad.

Walter le tendió el bastón
y
le puso la capa sobre los hombros.

—Padre —suplicó Alex—, por el amor de...

—Adiós, Alex. Recuerda: Julie te necesita, aquí.

—Mi señor, son más de las seis —dijo Samir—. Debo conducirte a esa taberna.

—Puedo encontrarla solo, Samir —respondió Ramsés—. Volved al hotel, los dos. Debo ir solo... Os mandaré un mensaje tan pronto como pueda.

—No —se opuso Julie—. Déjame acompañarte.

—Imposible —replicó Ramsés—. Es demasiado peligroso. Y esto es algo a lo que debo hacer frente a solas.

—Ramsés, no voy a dejarte solo —insistió ella.

—Julie, debemos volver —dijo Samir—. Tenemos que dejarnos ver antes de que empiecen a buscarnos.

Ramsés se levantó lentamente y se apartó de la vacilante luz de la vela, que era ahora la única iluminación de la habitación. Elevó las manos como si pronunciara una plegaria.

—Julie —murmuró, volviéndose hacia ella con un profundo suspiro—, si vuelves ahora a Inglaterra, todavía puedes recuperar tu antigua vida.

—Oh, me haces daño, Ramsés —gimió ella—. Me hieres en lo más hondo. ¿La amas, Ramsés? ¿Amas a esa criatura que has sacado de la tumba?

No había querido decirlo. Se interrumpió, derrotada, y esta vez fue ella quien se dio la vuelta.

—Sé que te amo, Julie Stratford —susurró él—. Te amo desde el primer momento en que te vi. Dejé que me descubrieran porque te amaba. Y ahora también quiero tu amor.

—Entonces no me digas que te deje —replicó ella con voz entrecortada—. Ramsés, si no te vuelvo a ver, mi vida no tendrá sentido.

El la tomó en sus brazos.

—Mi amor, mi valiente amor —murmuró mientras le acariciaba el cabello—. Te necesito, os necesito a los dos más de lo que podéis imaginar. .•••>•.

—Que los dioses antiguos te acompañen, mi señor —dijo Samir—. Contaremos los minutos hasta que sepamos algo de ti.

El despacho estaba débilmente iluminado. Winthrop miraba con desconcierto el informe que tenía delante, mientras el joven agente esperaba órdenes frente a su mesa.

—¿Y dice que también tenía el cuello roto?

—Como la mujer del museo. Y habían cogido el dinero, aunque el pasaporte estaba tirado en el barro.

—Doblad la guardia en el Shepheard's —dijo Winthrop—. Y traedme de inmediato al duque de Rutherford. Sabemos que está ahí. Me da igual lo que diga su hijo. Lo han visto entrar.

Elliott salió por la puerta de servicio del ala en que se hospedaban y avanzó a buen paso a lo largo de la pared, estirando la pierna izquierda para no cargar su peso en la rodilla. Cruzó el oscuro aparcamiento y se dirigió hacia el viejo Cairo. Cuando se hubo alejado un par de manzanas, detuvo un taxi.

Julie se deslizó en su
suite
y cerró la puerta con llave. Llevaba las ropas de beduino dobladas bajo el brazo. Se las había quitado en el taxi, y ahora las guardó en el fondo del armario.

Entró en el dormitorio y sacó una maleta pequeña de un armario. ¿Qué podía necesitar? En aquel momento no le importaba nada de lo que poseía. La libertad era lo único importante.

Disfrutar de la libertad con Ramsés, escapar de aquella horrenda maraña de acontecimientos.

¿Y si no volvía a ver al hombre que le había hecho olvidar toda su vida anterior? ¿Qué sentido tenía hacer aquella maleta hasta saber qué había sucedido?

De repente se sintió sobrepasada por las circunstancias, y se dejó caer sobre la cama. Se sentía débil y hundida.

Cuando entró Rita estaba sollozando suavemente.

Elliott oyó los címbalos y los tambores del Babylon mientras caminaba lo más rápido que podía por la estrecha callejuela. Era extraño que en aquel momento se acordara tanto de Lawrence, de su querido Lawrence.

De repente oyó una sucesión de leves sonidos que lo hicieron detenerse. ¡Alguien se había dejado caer desde un tejado! Se dio media vuelta.

—Siga andando —dijo el alto árabe. ¡Era Ramsey!—. Hay un bar a la vuelta de la esquina en el que estaremos más tranquilos. Entre y espéreme.

Elliott se sintió desfallecer de alivio y obedeció al instante. Ocurriera lo que ocurriese, ya no estaba solo en aquella aventura. Ramsey sabría qué hacer. Se acercó al pequeño bar y entró.

Cortinas de cuentas, lámparas de aceite en las mesas, el surtido habitual de europeos de mala catadura. Un muchacho de mirada indiferente atendía las mesas.

En la última mesa estaba sentado un árabe alto de ojos azules vestido de blanco: Ramsey.

Debía de haber entrado por la puerta trasera.

Varios clientes miraron a Elliott con desconfianza mientras atravesaba la sala.

Se sentó a la derecha de Ramsey, dando la espalda a la puerta trasera.

La lamparilla de la mesa olía a aceite perfumado. Ramsey ya tenía un vaso de algo en la mano. Había una botella sin etiqueta y otro vaso limpio.

—¿Dónde está? —preguntó Ramsey.

—No tengo intención de decírselo —repuso Elliott.

—¿Cuáles son las reglas del juego? ¿O voy a tener que jugar en desventaja?

Elliott guardó silencio un instante y volvió a pensar en la decisión que había tomado: valía la pena. Era vergonzoso, pero valía la pena. Se aclaró la garganta.

—Sabe lo que quiero, Ramsey —dijo con calma—. Lo ha sabido desde el principio. No emprendí este viaje a Egipto para proteger la castidad de mi supuesta futura nuera, eso es evidente.

—Creí que era usted un hombre honrado.

—Lo soy, aunque hoy he visto cosas que harían palidecer a un monstruo.

—Nunca debió seguirme al museo.

Elliott asintió. Destapó la botella y se sirvió un vaso. «Whisky. Muy bien.» Tomó un largo sorbo.

—Sé que no debía haberlo seguido —coincidió—. Fue la locura de un joven. Quizás hubiera podido recuperar la juventud... para siempre.

Miró a Ramsey. Su porte era el de un verdadero rey, pero sus ojos estaban enrojecidos y cansados. Estaba agotado, y sufría. Eso era evidente.

—Quiero el elixir —dijo Elliott suavemente—. Cuando me lo haya dado y lo haya tomado, le diré dónde está. Y entonces la responsabilidad será totalmente suya. Y, créame, no lo envidio.

Aunque he hecho todo lo que he podido.

—¿En qué estado se encuentra? Necesito saberlo con el mayor detalle.

—Curada, pero no del todo. Es muy bella, y es mortífera. Mató a Henry y a su amante egipcia, Malenka.

Ramsey guardó silencio un momento. Por fin se decidió a hablar.

—El joven Stratford recibió lo que merecía. Asesinó a su tío, e intentó hacer lo mismo con Julie. Yo salí del sarcófago para detenerlo. La historia que contó era cierta.

Elliott suspiró. Sintió una nueva oleada de alivio, no exenta de amargura.

—Lo imaginaba... lo de Lawrence. Pero nunca hubiera pensado que intentara matar a Julie.

—Con mis venenos —añadió Ramsés.

—Yo amaba a Lawrence Stratford —murmuró Elliott—. En un tiempo fue mi..., mi amante, y siempre mi amigo. Ramsés asintió respetuosamente, y luego inquirió:

—¿Lo mató con facilidad? ¿Cómo sucedió?

—Tiene una fuerza increíble. No estoy seguro de que sea consciente de lo que hace. Mató a Henry porque le estaba disparando con un revólver, y a Malenka porque estaba aterrada y había comenzado a gritar. A los dos les rompió el cuello, como a la mujer del museo.

—¿Puede hablar?

—Con toda claridad, y aprende el inglés a una velocidad asombrosa. Pero hay algo en ella que no funciona, algo profundo. En realidad no sabe quién es, o qué le está ocurriendo. Y

sufre, sufre de un modo indescriptible a causa de las terribles heridas de su cuerpo. Sufre dolor físico y angustia. —Dio un nuevo sorbo al whisky—. Supongo que su cerebro está tan dañado como su cuerpo.

—¡Debe llevarme junto a ella de inmediato!

—Le di lo que quedaba en el tubo, el que usted dejó caer en el museo. Se lo apliqué en el rostro y las manos, pero hace falta mucho más.

—¿Lo vio surtir efecto? ¿Curó las heridas?

—No del todo. El sol aceleró enormemente la curación.

—Elliott hizo una pausa y estudió el rostro impasible de Ramsey, sus ojos azules que lo miraban con fijeza—. Pero supongo que esto no es ningún misterio para usted.

—Se equivoca.

Ramsés cogió el vaso y bebió.

—Sólo quedaba una cuarta parte del contenido —añadió Elliott—. ¿Habría sido suficiente para mí si lo hubiera tomado en vez de dárselo a el a?

—No lo sé. —Elliott sonrió amargamente al oírlo—. No soy científico, soy rey.

—Bien, ya le he hecho mi propuesta, su majestad. Déme el elixir, en cantidad suficiente para que no haya dudas, y yo le daré a Cleopatra, reina de Egipto, para que haga con ella lo que quiera.

Ramsés lo miró a los ojos.

—Suponga que le digo que lo mataré si no me dice dónde está.

—Hágalo. Sin el elixir voy a morir de todos modos. Es en las dos únicas cosas en que pienso ahora: la muerte y el elixir. Y ya no estoy seguro de distinguirlas bien. —Se sirvió otro vaso de whisky, lo vació de un sorbo e hizo una mueca al tragarlo—. Mire, seré franco con usted. Nunca hubiera creído que pudiera soportar algo como lo que he visto hoy. Pero quiero esa poción, y todo lo demás se supedita a ese deseo.

—Sí, yo también sentí algo así. Pero ella no. Decidió morir para estar con su amado Marco Antonio, aunque se lo ofrecí. Fue su elección.

—Entonces no sabía lo que era realmente la muerte

—repuso Elliott. Ramsés sonrió.

—En cualquier caso, estoy seguro de que no lo recuerda —prosiguió Elliott—. Y, si lo hace, no le importa. Ahora está viva, sufre y lucha contra sus heridas, sus apetitos... Ramsés se inclinó hacia adelante.

—¡Dígame dónde está!

—Déme el elixir, y le ayudaré con el a. Haré todo lo que esté en mi mano. No tenemos por qué ser enemigos. Creo que no lo somos ahora. ¿O sí?

—No, no somos enemigos —susurró Ramsés. Su voz era suave, pero sus ojos estaban llenos de ira—. Pero no puedo dárselo. Es demasiado peligroso. No puede comprenderlo.

—¡Y sin embargo a ella la levantó de la tumba como si fuera un maldito alquimista! —

exclamó Elliott acaloradamente—. Y se lo dará a Julie Stratford, ¿verdad? ¿Y quizá también a su devoto amigo Samir?

Ramsés no respondió. Apoyó la cabeza en la pared con la vista clavada al frente.

Elliott se levantó.

—Estaré en el Shepheard's. Cuando haya preparado el elixir, llámeme allí. Reconoceré su voz. Pero tenga cuidado. Concertaremos otra cita.

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