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Authors: Anne Rice

La Momia (46 page)

BOOK: La Momia
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Ramsés la contemplaba sombríamente desde el rincón. Bueno, no tenía nada de especial.

Ramsés, el vigilante secreto. Ramsés, el juez.

Cogió la botella de vino que había sobre el tocador. Al ver que estaba vacía, la estrel ó contra la dura superficie de mármol y los fragmentos de cristal roto cayeron por el suelo.

Él no dijo nada y siguió mirándola con expresión severa.

¿Y qué importaba? ¿Por qué no seguir bailando? Sabía que era muy bella. Los hombres la adorarían. Había seducido con la mayor facilidad a los dos jóvenes que había matado, y ahora ya no había en su cuerpo ninguna señal de muerte.

Giró sobre sí misma y dejó que sus largos cabellos flotaran en el aire.

—¡Entera! ¡Viva y entera! —gritó.

Entonces llegó el chillido del maldito pájaro desde la habitación contigua. Había llegado el momento de matarlo. Sería un sacrificio a su felicidad, como comprar una paloma blanca en el mercado y dejarla escapar como ofrenda a los dioses.

Se acercó a la jaula, abrió la trampilla e introdujo la mano con rapidez, aferrando el cuel o del tembloroso pájaro.

Apretó los dedos suavemente y lo vio caer sin vida en el suelo de la jaula.

Se volvió y miró a Ramsés. Ah, qué expresión tan triste, tan llena de desaprobación.

¡Pobrecillo!

—Ahora nada puede matarme, ¿no es verdad?

El guardó silencio. Pero no necesitaba su respuesta. Lo sabía, lo había sospechado desde que toda aquella pesadilla había comenzado. Al mirar a los demás la idea había ido tomando forma en su mente: se había levantado de entre los muertos. Y ya no podía morir.

—Oh, qué desconsolado pareces. ¿No estás satisfecho con los resultados de tu magia? —

Se acercó a él sonriendo—. ¿No te gusto? Ahora lloras. ¡Qué estúpido eres! Éstos eran tus designios, ¿verdad? Viniste a mi tumba y me despertaste. Y ahora lloras como si estuviera muerta. Bien, tú me volviste la espalda cuando estaba muriendo. ¡Dejaste que me cubrieran la cara con el velo!

Él suspiró.

—No. Nunca hice tal cosa. No recuerdas lo que ocurrió.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me despertaste? ¿Qué había entre nosotros? —¿Cómo podía hacer encajar todos aquellos retazos de recuerdos? ¿Cuándo se entrelazarían para formar una sola pieza?

Se acercó a él y miró su piel. Volvió a tocarla. Era tan suave...

—¿No sabes la respuesta? —preguntó él—. ¿No está escondida en el fondo de tu mente?

—Sólo sé que estabas allí cuando morí. Eras alguien que yo amaba. Estabas allí y yo tenía miedo. El veneno de la serpiente me había paralizado, y quise gritarte, pero no pude. Pronuncié tu nombre, pero tú me volviste la espalda.

—¡No! ¡No ocurrió así! Estaba allí, mirándote.

Volvió a oír llorar a las mujeres. Debía huir de aquel a habitación llena de muerte. Su amado Marco Antonio había muerto. No había dejado que sus sirvientes se llevaran el diván sobre el que había muerto, aunque estaba empapado de su sangre.

—Tu me dejaste morir.

Él la tomó con rudeza por los brazos. ¿Siempre se comportaba así?

—Quería que estuvieras conmigo, como ahora.

—Como ahora. ¿Y cómo es ahora? ¿Qué es este mundo? ¿Es el Hades del que nos hablaban los ancianos? ¿Están aquí los demás? —Algo se tambaleó en su interior—. ¡Marco Antonio! ¿Dónde está?

Se apartó bruscamente de Ramsés. Marco Antonio estaba muerto para siempre. Y Ramsés no quería darle el elixir. Así que ,era eso.

El se acercó a ella por detrás y la abrazó.

—¿Qué querías cuando me llamaste? Dímelo ahora.

—¡Hacerte sufrir! —Ella lanzó una carcajada. Podía verlo reflejado en el espejo del armario, y el dolor de su rostro le daba risa—. No sé por qué te llamé. Ni siquiera sé quién eres. —De repente lo abofeteó, pero no hubo ninguna reacción; como golpear una estatua de mármol.

Se alejó de él y entró en el vestidor. Quería ponerse algo bonito. ¿Cuál era el mejor vestido de aquella miserable esclava? Ah, sí. Ese de seda rosada con delicados adornos de hilo. Lo sacó de la percha, se lo puso y abotonó rápidamente los ganchos. Hacía resaltar sus pechos de un modo maravilloso. Y la falda era larga y vaporosa, aunque ya no necesitaba ocultar sus pies.

Se puso las sandalias.

—¿Adonde vas?

—A la ciudad. Esta es la ciudad de El Cairo. ¿Por qué no voy a salir a recorrerla?

—Tenemos que hablar...

—¿Ah, sí? —Cogió el bolso de tela. Por el rabillo del ojo vio una larga astilla de cristal roto sobre el tocador, de la botella que acababa de romper.

Alargó la mano lentamente hacia el cristal. Vio un collar de perlas y decidió llevárselo.

Ramsés estaba a su espalda.

—Cleopatra, mírame —dijo él.

Ella se volvió y lo besó. ¿Tan fácil era engañarlo? Sí, sus labios se lo estaban diciendo. Era delicioso hacerlo sufrir. Tanteó con la mano la superficie del tocador y encontró la daga de cristal. La alzó en el aire y se la hundió en la garganta.

Cleopatra retrocedió, mientras él seguía mirándola. La sangre empapaba su túnica blanca, pero él no tenía miedo ni hizo ningún movimiento para detener la sangre. Su rostro sólo mostraba tristeza, no miedo.

—Yo tampoco puedo morir —susurró él en voz baja.

—¡Ah! —Cleopatra sonrió—. ¿A ti también te sacaron de la tumba?

Abalanzándose de nuevo sobre él, lo golpeó con los puños y le clavó las uñas en el rostro.

—Detente, te lo suplico.

Ella levantó la rodilla con fuerza y se la hundió entre las piernas. Sí, ese dolor sí lo sentía.

Ramsés se dobló en dos y entonces Cleopatra le dio un puntapié en la sien.

Atravesó el patio corriendo, con el bolso de tela apretado bajo el brazo izquierdo. Con la mano derecha se asió al borde del muro y lo saltó sin dificultad. Segundos después corría por el callejón oscuro.

En pocos minutos llegó al automóvil. Encendió el motor con gestos rápidos y lanzó el coche a toda velocidad hacia la carretera principal.

Ah, de nuevo el viento en la cara. La libertad. Y el poder de aquella bestia de metal que obedecía sus órdenes.

—Adelante, mi bello animal —gritó—. ¡Las brillantes luces del Cairo británico nos esperan!

Estaba en el vestíbulo central del Shepheard's, bebiendo una buena ginebra con mucho hielo y una pizca de limón. Por lo menos le habían permitido eso. Advirtió que estaba bebiendo demasiado y comprendió complacido que, cuando volviera a Inglaterra, se sentaría a beber hasta morir.

¿Y aquellos hombres, no se iban a dar por vencidos? Ya sabían que no iba a decirles nada.

Parecían marionetas movidas mecánicamente por hilos, con gestos artificiales. Incluso el muchacho que iba y venía entre las mesas con una bandeja parecía estar actuando. Todo era falso, grotesco: las figuras que deambulaban por el vestíbulo, la música que llegaba desde la sala de baile...

No comprendía bien lo que le decían aquellos hombres. Conocía el significado de sus palabras, pero no tenían sentido. Cadáveres con el cuello roto: ¿habría tenido tiempo de hacerlo aquella maldita criatura durante las horas en que él había estado ausente?

—Estoy cansado, caballeros —dijo al fin—. Este calor me hace daño. Necesito descansar.

Les agradecería que me dejaran subir a mi habitación.

Los dos hombres se miraron con frustración. Nada parecía real. ¿Qué era real? Las manos de Cleopatra cerrándose alrededor de su garganta y la figura de blanco que aparecía tras ella.

—Lord Rutherford, estamos investigando una cadena de asesinatos. Es evidente que el crimen de Londres no fue más que el principio. Ahora necesitamos su colaboración. Esos dos jóvenes asesinados esta tarde...

—Ya se lo he dicho. ¡No sé nada de ese asunto! ¿Qué quieren de mí, caballeros? ¿Que invente una explicación a su problema? Esto es absurdo.

—Henry Stratford. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo? Sabemos que vino a verlo a su habitación hace dos días.

—Henry Stratford frecuenta los peores ambientes de El Cairo. Se pasa las noches de garito en garito. No sé dónde está. Que Dios lo ayude. Y ahora, debo irme.

Se levantó de la silla. ¿Dónde estaba aquel maldito bastón?

—No intente salir de El Cairo, señor—dijo el más joven, el más arrogante—. Tenemos su pasaporte.

—¿Cómo? Esto es vergonzoso —murmuró Elliott.

—Me temo que lo mismo se aplica a su hijo, y a la señorita Stratford. También tenemos sus pasaportes. Lord Rutherford, debemos llegar al fondo de este asunto.

—¡Idiota! —exclamó Elliott—. ¡Soy un ciudadano británico! ¡Se arrepentirá de esto! El otro hombre intervino.

—Milord, le hablaré con franqueza. Sé que es usted amigo íntimo de los Stratford. ¿Pero piensa que Henry Stratford puede tener alguna relación con estos asesinatos? Debía dinero al hombre que apuñalaron en Londres. En cuanto al norteamericano que han asesinado en las pirámides, le robaron una fuerte suma de dinero. Y sabemos que Henry Stratford tenía frecuentes problemas de liquidez.

Elliott levantó la vista sin decir nada. Cargarlo todo sobre Henry... No se le había ocurrido.

¡Claro! Y además conocía al tipo que habían asesinado en Londres. ¡Qué increíble suerte! Miró con expresión extraña a los dos hombres que tenía delante. ¿Y si funcionaba?

—Y aún hay más, milord. Tenemos dos misteriosos robos que resolver. No sólo ha desaparecido la momia del museo, sino también la que había en la casa de la señorita Stratford en Londres.

—No me diga.

—Y algunas pequeñas piezas de joyería egipcia que hemos encontrado en poder de la amante de Henry Stratford, una tal Daisy Banker, una cantante de cabaret...

—Sí... —Elliott se relajó y se arrellanó en su silla.

—Bien, pues a lo que voy, milord, es que quizás Henry Stratford estuviese relacionado con algún negocio de contrabando de antigüedades... Las joyas, las monedas, las momias...

—Momias... Henry y las momias... —Oh, era demasiado fácil. Y Henry, el pobre Henry, que había asesinado a Lawrence, estaba en aquel mismo momento flotando en betún. Si seguía pensando en la ironía de la situación iba a estallar en carcajadas.

—Como ve, lord Rutherford, es posible que estemos buscando a un hombre inocente.

—¿Pero entonces qué hacía Ramsey en el museo?

—objetó el más joven con impaciencia.

—Intentaba detener a Henry —murmuró Elliott—. Debió de seguirlo. Estaba intentando desesperadamente hablar con Henry. Lo hacía por Julie, por supuesto.

—¿Y cómo explica que tuviera las monedas? —preguntó el joven, exasperado—.

Encontramos siete monedas de Cleopatra en la
suite
de Ramsey.

—Eso es evidente —contestó Elliott. Su mente funcionaba a toda máquina—. Debió de arrebatárselas a Henry cuando discutieron. Ramsey sabía lo que tramaba Henry, y debió de intentar detenerlo. Tuvo que ser eso.

—¡Pero nada de todo esto tiene sentido! —insistió el joven.

—¿No? Pues para mí empieza a tenerlo ahora —aseguró Elliott—. Pobre Henry, pobre diablo.

—Sí, empiezo a ver la relación entre los asesinatos

—declaró el mayor de los dos policías.

—¿Ah, sí? —dijo Elliott—. Me alegro. Y ahora, si me permiten, voy a hablar con mi abogado. Quiero que me devuelvan mi pasaporte. Supongo que puedo consultar a mi abogado.

¿O también han revocado ese privilegio de un ciudadano británico?

—En absoluto, lord Rutherford —respondió el policía con gran seriedad—. ¿Pero qué piensa que ha podido impulsar al joven Stratford a cometer todos esos crímenes?

—El juego, caballero, el juego. Es la droga que ha destruido su vida.

¡Entera, viva y demente! Más loca que antes de darle el elixir por segunda vez. Eso era lo que había conseguido. Ah, los frutos de su genio. ¿Cómo podía despertar de aquella terrible pesadilla?

Había peinado sin éxito las sinuosas calles del viejo Cairo en su busca. ¿Cómo iba a encontrarla?

Si no hubiera entrado en los sombríos pasillos del museo de El Cairo nunca habría visto sus restos. Nada de todo aquello habría ocurrido. Con Julie Stratford a su lado el mundo habría sido suyo.

Pero ahora estaba unido para siempre al monstruo que había creado. Tendría que compartir eternamente el sufrimiento que había intentado aliviar. Aquella criatura sólo recordaba el odio que había sentido por él, no el amor. ¿Y qué había esperado realmente? ¿Que se operase una transformación espiritual en el alma antigua de Cleopatra?

¿Y si Julie tenía razón, y aquélla no era el alma de Cleopatra? ¿Y si no era más que una horrenda copia deformada?

La verdad era que no lo sabía. Al tomarla en sus brazos sólo había sido consciente de que aquélla era la misma carne que había acariciado en otros tiempos; la misma voz que le había hablado con odio y con amor; la misma mujer que había acabado por hundirlo en la desesperación, que había preferido la muerte al elixir. Y también la mujer que lo había llamado en el instante de la muerte tantos siglos atrás, o que había intentado hacerlo. Y él no había oído su llamada de auxilio. La amaba, como amaba a Julie Stratford. ¡Las amaba a las dos!

Siguió caminando incansablemente. Salió del laberinto de callejuelas del viejo Cairo y se dirigió hacia el bullicio de la ciudad nueva. Todo lo que podía hacer era continuar buscándola.

¿Y qué pista podía esperar de ella? Otro asesinato inútil del que culparían a Reginald Ramsey y que clavaría un nuevo cuchillo en el corazón de Julie.

Pero pocas posibilidades había ya de que Julie lo perdonara, ahora que él había llevado hasta el final su locura. Julie había confiado en su inteligencia, en su valor, y él se había comportado como un estúpido; como un hombre que sólo ve la imagen sufriente de su amor perdido.

Y así había sacrificado un amor superior y más puro en aras de una pasión que lo había dominado hacía muchos siglos. No merecía el amor de Julie, y lo sabía. Y sin embargo lo necesitaba, lo deseaba con toda su alma, igual que deseaba a la criatura enloquecida que debía capturar y destruir.

El consuelo le estaba vedado ya para siempre.

Aquellos vestidos sí que eran hermosos. Tenían la suavidad y la simplicidad que siempre le habían gustado. Y estaban bordados con oro y plata.

Se acercó al brillante escaparate y apoyó la mano en el cristal. Leyó el cartel en inglés: SÓLO LO MEJOR PARA EL BAILE DE LA ÓPERA

En efecto: ella sólo quería lo mejor. Y tenía mucho dinero en aquella bolsa. Necesitaba zapatos como aquéllos, con tacones como dagas, y también joyas.

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