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Authors: Anne Rice

La Momia (55 page)

De repente oyó su voz.

—Alteza, te he estado buscando por todos sitios.

—Abrázame, Alex —susurró el a—. Tómame en tus brazos. —Respiró profundamente al sentir sus manos cálidas. Con suavidad, Alex la hizo sentarse en los escalones que conducían a otro balcón en el piso superior.

—Tienes mal aspecto —dijo él—. Te traeré algo de beber.

—No. No te apartes de mí —rogó el a, consciente de que su voz era apenas audible.

Miró las luces de la ciudad con desesperación. Hubiera querido poder concentrarse en la visión de la moderna ciudad para huir de su angustia. Era su única salida, eso y el hombre que tenía a su lado, aquel muchacho limpio e inocente que la abrazaba y la besaba con ternura.

—¿Qué puedo hacer? —murmuró ella en latín—. ¿Es dolor o rabia lo que siento? Sólo sé que es sufrimiento.

Se dio cuenta de que estaba torturándolo sin querer. ¿Habría comprendido sus palabras?

—Tienes que abrirme tu corazón —declaró él con seriedad—. Te amo, alteza. Dime qué te tortura. No dejaré que nadie te haga daño. Si está en mis manos hacerlo, lo impediré.

—Te creo, joven lord. Yo también te amo.

¿Pero qué era lo que quería? ¿Podría la venganza saciar el odio que la estaba desgarrando? ¿O debería huir, llevarse al joven Alex, alejarse como pudiera de su mentor, de su creador? Por un momento pareció que el dolor que sentía en el pecho lo consumiría todo: la razón, la esperanza, la voluntad. Pero entonces se dio cuenta de algo, y fue como volver a sentir la cálida luz del sol en el cuerpo.

Amar y odiar con furia: ésa era la esencia de la vida misma. Y era la vida lo que volvía a sentir, con todos sus placeres y todo su dolor.

El último acto estaba a punto de terminar. Elliott miraba con gesto ausente el escenario iluminado, los amantes condenados en la tumba, la princesa Amneris rezando junto a ella.

Gracias a Dios, ya casi había acabado. Dadas las circunstancias, la música de Verdi tenía unos tintes macabros. En cuanto al baile, harían acto de presencia durante unos minutos, y después llevarían a Julie a su habitación.

Julie se hallaba al borde del colapso. Estaba inmóvil en su asiento, temblorosa, aferrándose desesperadamente a Ramsés.

Se había negado a separarse de él. Elliott y Samir habían recorrido una y otra vez los vestíbulos durante los descansos, buscando a la mujer que sólo Elliott conocía, pero que Samir podría identificar por el vestido plateado y la melena.

No aparecía por ninguna parte. Y no era sorprendente.

Podía haber abandonado el teatro tras su breve ataque. Lo misterioso era cómo sabía tantas cosas sobre Julie, cómo la había encontrado entre la multitud.

Y, además, Alex seguía sin aparecer. Aunque quizá fuera así mejor. De algún modo Alex parecía mantenerse a salvo de todo lo que estaba sucediendo. Quizá fuera posible alejarlo de El Cairo sin más explicaciones, aunque a Elliott le parecía demasiado esperar.

Elliott no tenía ya duda de que Julie tenía que subir con Alex a ese tren al día siguiente. El se quedaría en El Cairo hasta que todo hubiera pasado. Samir acompañaría a Julie de vuelta a Londres, ya lo habían decidido. Alex no podía ayudarla o consolarla porque no sabía nada de lo que había ocurrido.

Samir se quedaría en Mayfair con Julie hasta que Ramsés regresara. El iott no sabía si serviría de algo, pero él se quedaría. Tenía que hacerlo. Y había que llevar a Julie lejos, muy lejos.

El último dúo de la ópera estaba en su apogeo. No podría soportarlo mucho más. Se llevó los prismáticos a los ojos y comenzó a recorrer con ellos el auditorio. ¡Alex, dónde diablos estás! Llegó al extremo izquierdo del patio de butacas y volvió a recorrer lentamente las filas hacia la derecha.

Cabezas canosas, col ares de diamantes, grandes bigotes... Y una mujer extraordinariamente bella de melena negra y rizada que le caía en cascada sobre los hombros y que se dirigía hacia unos asientos libres con su hijo Alex. Iban cogidos de la mano.

A Elliott se le heló la sangre en las venas.

Hizo girar la diminuta rueda de los anteojos para ampliar la imagen. La mujer se había sentado a la izquierda de Alex, pero la disposición lateral de los palcos le permitía distinguirlos con claridad. «Tendría gracia que te diera un ataque de corazón ahora, Elliott, después de todo lo que has pasado.» Alex se volvió y besó en la mejilla a la mujer que observaba el escenario: la tumba, los amantes condenados... De pronto ella se volvió con una expresión de angustia en los ojos y se refugió en los brazos de Alex.

—Ramsey —susurró Elliott. Algunas de las personas del palco contiguo le dirigieron miradas furibundas, pero Ramsey lo oyó y se agachó junto a su asiento—. Allí, mire. Está con Alex. Es ella. —Cedió los prismáticos a Ramsey y clavó los ojos en las dos figuras distantes.

Cleopatra había tomado también sus anteojos y los miraba a ellos.

Pudo oír el leve gemido de desesperación de Ramsey.

Alex había reparado también en el os y les hacía un alegre gesto con la mano izquierda.

El dúo terminó y estallaron los aplausos en todo el teatro. Las luces se encendieron. El público comenzó a levantarse.

Julie y Samir estaban en la puerta del palco.

—¿Qué sucede? —preguntó Julie.

—¡Se van! ¡Voy tras el os! —exclamó Ramsés.

—¡No! —gritó Julie.

—Julie, está con Alex Savarell —replicó Ramsey—. Parece haberlo embrujado. Ustedes quédense con Julie. Acompáñenla al hotel.

Al llegar al lugar donde los había visto, Ramsés comprendió que no iba a encontrarlos.

Había al menos tres puertas que se abrían a unas grandes escaleras de hierro que conducían al costado del edificio. Avanzó por la galería escrutando todos los rostros, aunque sabía que era inútil.

Estaba delante de la puerta principal cuando vio a Julie, Elliott y Samir descender por la gran escalera. Julie parecía un fantasma y se aferraba al brazo de Samir. Elliott estaba apurando sus últimas fuerzas y su rostro estaba pálido como el de un muerto.

—Es inútil —dijo Ramsés cuando se reunieron con él—. He vuelto a perderlos.

—Nuestra única oportunidad es el baile —declaró Elliott—. Es un juego, ¿no lo ve? Alex no entiende lo que está pasando. Dijo que nos reuniríamos aquí o en el baile.

Tras dejarse llevar por el río de invitados que salía del Palacio de la Ópera, cruzaron la gran plaza para dirigirse al hotel. Estaba segura de que Ramsés los seguiría. Sin duda, lord Rutherford haría todo lo posible por rescatar a su hijo.

Cleopatra no había tomado ninguna decisión sobre lo que debía hacer. El encuentro era inevitable. Se cruzarían palabras, ¿y después? Sólo veía la libertad, pero no sabía qué debía hacer ni adonde debía ir para ser libre.

Matar a Julie no era solución. De repente sentía una gran revulsión por los crímenes que había cometido con tanta inconsciencia, incluso por el del hombre que le había disparado, fuera quien fuera.

Tenía que resolver la incógnita de por qué Ramsés la había resucitado, de cómo lo había hecho. Eso era parte de lo que debía hacer. Pero quizá fuera mejor huir de él y de aquella pregunta.

Miró los automóviles que se iban aproximando a la rotonda de entrada del Shepheard's.

¿Por qué no huir con Alex en aquel mismo momento? Al fin y al cabo tenía tiempo suficiente para buscar a su viejo maestro, el hombre que había dominado su vida mortal y que ahora la había resucitado por razones que ella no alcanzaba a entender.

Durante un instante se sintió abrumada por una terrible sensación de que algo horrible iba a suceder, y apretó la mano de Alex con más fuerza. De nuevo él sonrió con gesto tranquilizador.

Ella no dijo nada. Su mente estaba envuelta en un mar de confusiones cuando entraron al brillante vestíbulo del hotel y subieron por otra escalera arrastrados por la muchedumbre.

La gran sala de baile que apareció ante sus ojos era un inmenso espacio mucho mayor que el que había visto la noche anterior. A ambos lados había largas hileras de mesas con manteles de hilo y la orquesta ya estaba tocando oculta por la multitud que llenaba la sala.

Algunas parejas ya habían comenzado a bailar. Las grandes arañas de cristal resplandecían con mil reflejos, y los jóvenes sirvientes deambulaban entre los grupos de invitados ofreciendo copas de vino blanco en vistosas bandejas de plata.

—¿Cómo vamos a encontrarlos? —dijo Alex—. Oh, tengo tantas ganas de que los conozcas...

—¿Sí? —susurró ella—. ¿Y si no aprueban tu elección, lord Alex, qué harás?

—Dices cosas muy extrañas —respondió él con su característica inocencia—. Es imposible que eso ocurra. Y, al fin y al cabo, no importa lo que piensen.

—Te amo, lord Alex. No pensé enamorarme de ti cuando te vi. Pensé que eras bello y joven y que me gustaría tenerte entre mis brazos. Pero te amo.

—Comprendo muy bien lo que dices —musitó él con una extraña mirada en los ojos—. ¿Te sorprende? —Parecía intentar desesperadamente decir algo más sin encontrar las palabras.

Volvió a aflorar a sus ojos la sombra de tristeza que había visto en él desde el primer momento.

Y por primera vez se dio cuenta de que era ella la que provocaba aquella tristeza; era algo que veía en su rostro.

Alguien pronunció el nombre de Alex. Cleopatra reconoció la voz de su padre antes de volverse.

—Recuerda que te amo, Alex —murmuró el a otra vez, con la extraña sensación de estar despidiéndose de él. «Demasiado inocente»: eran las únicas palabras que resonaban en su mente.

Se volvió y vio que el grupo avanzaba hacia ellos desde la puerta.

—¡Padre, y Ramsey! Ramsey, viejo amigo, me alegro de verle.

Contemplaba la escena como en un sueño. Alex estrechaba con entusiasmo la mano de Ramsey, que la miraba a ella fijamente.

—Querida mía —dijo Alex—, déjame presentarte a mi padre y a mis mejores amigos. Eh, su alteza... —de repente se interrumpió y añadió para ella en un susurro—: Ni siquiera sé tu verdadero nombre.

—Sí, lo sabes, amado mío —repuso ella—. Te lo dije cuando nos conocimos. Me llamo Cleopatra. Tu padre me conoce, y también tu buen amigo Ramsey, como lo llamas. Y también he conocido brevemente a tu amiga Julie Stratford.

Fijó la mirada en lord Rutherford. La música y el bullicio de los invitados eran como un rugido en sus oídos.

—Permítame darle las gracias, lord Rutherford, por la amabilidad que hace poco tuvo conmigo. ¿Qué hubiera hecho sin su ayuda? Además, al final fui muy desconsiderada con usted.

La sensación de catástrofe se acentuó. Si permanecía en aquel a sala estaba condenada. Y

sin embargo permaneció allí. Le temblaba la mano con la que se seguía aferrando a Alex, que parecía completamente confuso.

—No entiendo. ¿Quieres decir que os conocéis? De improviso Ramsés avanzó hacia ella, la tomó con fuerza por el brazo y la apartó de Alex.

—Tengo que hablar contigo —declaró fulminándola con la mirada—. Ahora, y a solas.

—Ramsey, ¿qué demonios le ocurre?

Algunas personas se habían vuelto y los miraban.

—¡Alex, quédate aquí!

Ramsés se alejó unos pasos más con ella. Ella tropezó.

—¡Suéltame! —susurró.

Como entre nubes vio que Julie Stratford se volvía con desesperación hacia el egipcio de piel oscura, mientras el viejo lord Rutherford intentaba sujetar a su hijo.

En un acceso de rabia, se zafó de la presa de Ramsés. Oyó jadeos de asombro de toda aquella extraña gente moderna que miraba fingiendo no hacerlo.

—Hablaremos cuando yo lo diga, mi querido maestro. Ahora quieres echar a perder mis placeres, como hiciste siempre en el pasado.

Alex llegó junto a ella. Cleopatra se asió a su brazo mientras Ramsés volvía a avanzar hacia ella.

—Pero, en nombre de Dios, ¿qué le ocurre, Ramsey?

—protestó Alex.

—Ya te lo he dicho, vamos a hablar, tú y yo, a solas

—repitió Ramsés a Cleopatra, haciendo caso omiso de su amante.

Ella sintió estallar toda su furia.

—¡Crees que puedes obligarme a hacer tu voluntad! ¡Pues te voy a pagar con tu misma moneda!

Él la cogió por los brazos y la alejó de Alex, cuyo padre volvió a tomarlo del brazo. Cleopatra volvió la vista atrás y vio que la muchedumbre los absorbía. Ramsés la arrastró entre las parejas que bailaban. Ella se debatió, pero él aferraba su muñeca izquierda con la mano derecha y su cintura con la izquierda.

A su alrededor las parejas giraban vertiginosamente al ritmo de la música. Él la obligó a bailar, casi levantándola del suelo al girar.

—¡Suéltame! —siseó ella—. ¡Piensas que soy la misma criatura enloquecida que dejaste en aquella casa miserable! Crees que soy tu esclava.

—No, no. Me doy cuenta de que eres diferente —repuso él en latín—. ¿Pero quién eres realmente?

—Tu magia me ha devuelto la mente, la memoria. Ahora recuerdo todo lo que sufrí, y te odio mucho más de lo que nunca te he odiado.

¡Qué desconcertado parecía! ¡Cómo sufría! ¿Debía acaso compadecerse de él?

—Siempre has sabido sufrir muy bien —le espetó—. Y también juzgar a los demás. Pero no soy tu esclava, ni tu propiedad. Lo que has devuelto a la vida será libre para vivirla.

—¿Eres tú —susurró él—, aquel a reina tan sabia como impulsiva? ¿La que era temeraria en el amor y prudente en el gobierno?

—Sí, la misma. La reina que te pidió que compartieras tu elixir con un mortal y a la que tú rechazaste. Fuiste egoísta, ruin y mezquino hasta el final.

—Oh, no. Sabes que eso no es cierto. —El mismo encanto, la misma persuasión. Y la misma voluntad férrea e inquebrantable—. ¡Habría sido un terrible error!

—¿Y yo, no soy yo un error?

Cleopatra se debatió sin éxito para liberarse de su abrazo. Una vez más él la obligó a describir un amplio círculo al ritmo de la música.

—La otra noche me dijiste que al sentirte morir intentaste llamarme —dijo él—, que el veneno de la serpiente te había paralizado. ¿Estabas diciéndome la verdad?

Ella intentó liberarse una vez más.

—¡No me digas esas cosas! —replicó ella entre dientes. Consiguió soltarse el brazo izquierdo, pero él volvió a capturarlo. Ahora todos se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo y muchas cabezas se volvieron hacia ellos. Algunas parejas, alarmadas, se habían detenido.

—Responde —insistió él—, ¿intentaste llamarme en esos últimos momentos? ¿Es eso cierto?

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