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Authors: Anne Rice

La Momia (25 page)

Henry acababa de subir al barco momentos antes sin una palabra de cortesía hacia nadie, tan pálido y abrumado como el día anterior.

—Sí, lo sé —suspiró Elliott—. Pero, querida, es tu pariente más cercano, y...

—No me presiones, Elliott. Sabes que quiero a Alex.

Siempre lo he querido. Pero casarse conmigo no sería bueno para él. Y nunca he dejado de ser honesta en ese aspecto.

—Lo sé, Julie, créeme. Siempre lo he sabido. Pero tu amigo... —Señaló con la cabeza la figura distante de Ramsés, que observaba las idas y venidas de los marineros con gran excitación—. ¿Cómo no vamos a preocuparnos? ¿Qué quieres que hagamos?

Julie pensó que Elliott era irresistible. Siempre se lo había parecido. Una noche, varios meses atrás, después de beber demasiado champán y bailar hasta el agotamiento, le había dicho a Elliott que estaba más enamorada de él que de Alex y que, si hubiera estado libre y le hubiera pedido su mano, lo habría aceptado sin dudar. Por supuesto, Alex había pensado que bromeaba. Pero Julie le había dirigido una mirada misteriosa que lo había conquistado por completo. Y ahora estaba viendo en sus ojos un reflejo de aquella misma mirada. ¡Y qué mentiroso era! ¡Cómo podía estar engañando a Julie en aquel momento con tanta tranquilidad!

—De acuerdo, Elliott —asintió ella, y lo besó en la mejilla, cosa que a él le encantaba—. No quiero hacer daño a Alex —susurró.

—Sí, cariño. Lo sé.

La sirena del barco aulló violentamente. Era la última llamada a los pasajeros. Los grupos se habían ido disolviendo y los visitantes bajaban a tierra.

De repente Ramsey llegó junto a ellos a grandes zancadas e hizo girar a Julie casi con violencia, como si no fuera consciente de su fuerza. Ella lo miró inexpresivamente.

—¿No lo sientes, Julie? Son las vibraciones. ¡Tengo que ver esas máquinas!

El rostro de Julie se suavizó al instante, contagiada, al parecer, por el entusiasmo de Ramsey.

—Claro que sí. Elliott, discúlpame. Tengo que llevar a Ram... al señor Ramsey a la sala de máquinas, si es posible.

—Permíteme —dijo Elliott con una sonrisa mientras hacía un gesto a un oficial con inmaculado uniforme blanco que acababa de salir a cubierta.

Alex estaba deshaciendo el equipaje cuando Elliott entró en el pequeño salón al que daban sus camarotes. En el centro había dos grandes baúles abiertos. Walter, el mayordomo, iba y venía, cargado de montones de ropa.

—Bien, esto es muy agradable, ¿no te parece? —comentó Elliott, examinando el pequeño sofá y las sillas. No habían tenido mucho tiempo para conseguir unos camarotes adecuados, pero finalmente Edith había intervenido y se había encargado de todo.

—Pareces cansado, padre. Déjame que te pida un té.

El duque se dejó caer en el pequeño sofá. Té: no sonaba mal. ¿Pero qué era aquel perfume? No había flores en la habitación. Sólo una botella de champán en una reluciente hiciera, y las copas en una bandeja de plata.

Entonces lo recordó: el dondiego que se había guardado en el bolsillo. Todavía exhalaba una suave fragancia.

—Sí, estaría bien un té, Alex. Pero no hay prisa —murmuró. Metió la mano en el bolsillo y encontró la florcilla. Aspiró de nuevo su olor.

Era un perfume muy agradable. Entonces pensó en aquel invernadero, rebosante de flores y vegetación. Miró el dondiego. La flor se abrió lentamente ante sus ojos, y sus hojas arrugadas volvieron a recuperar todo su frescor. En pocos segundos volvió a parecer una flor recién cortada.

Alex estaba hablando, pero Elliott no lo oyó. No podía dejar de mirar estúpidamente la flor.

Volvió a estrujarla con fuerza en la palma de la mano.

Levantó la vista y vio que Alex colgaba el teléfono.

—Lo traerán dentro de cinco minutos —dijo Alex—. ¿Qué sucede, padre? Estás pálido como un...

—Nada. No es nada. Quiero descansar un poco. Llámame cuando llegue el té.

Se levantó, con la flor todavía apretada en el puño.

Después de cerrar la puerta de su camarote, se apoyó contra ella y sintió que el sudor le chorreaba por la espalda. Abrió la mano, y de nuevo vio cómo aquella pequeñez arrugada y rota se convertía en una flor perfecta. Sus pétalos azules y blancos volvieron a abrirse ante sus ojos.

Se quedó mirándola durante lo que le pareció una eternidad. El pequeño tallo verde se curvó levemente. Entonces se dio cuenta de que estaba mirándose en el espejo. El canoso y medio tullido duque de Rutherford, todavía atractivo a los cincuenta y cinco años, pero que desfallecía de dolor a cada paso que daba. Dejó caer el bastón al suelo, y se llevó la mano izquierda a los cabel os grises.

Oyó que Alex lo llamaba: el té ya había llegado. Sacó la cartera con cuidado, arrugó la flor y la introdujo en uno de sus pliegues. Entonces se inclinó muy despacio y recogió el bastón.

Como a través de una neblina, miró a su hijo, que le estaba sirviendo una taza de té.

—¿Sabes, padre? —dijo Alex—. Estoy empezando a pensar que, después de todo, las cosas van a ir bien. He echado un buen vistazo a ese Ramsey. Reconozco que es muy atractivo, pero es demasiado viejo para ella, ¿no crees?

Era maravilloso, aquel inmenso palacio flotante de hierro, con pequeños comercios, una gran sala de banquetes y una pista de baile en la que tocarían los músicos.

¡Y sus aposentos...! Cuando era rey nunca había tenido unos aposentos tan lujosos en un barco. Se estaba riendo como un niño mientras los sirvientes acababan de sacar de sus maletas las ropas de Lawrence Stratford.

Samir cerró la puerta cuando éstos se fueron, se volvió y sacó un grueso fajo de billetes del abrigo.

—Esto cubrirá tus necesidades durante un tiempo, mi señor. Pero no debes mostrarlo a nadie todo junto.

—Sí, mi leal Samir. Aprendí que había que seguir esa norma de niño, cuando me escapaba del palacio. —Volvió a reír con alegría, sin poder evitarlo. En el barco había incluso una biblioteca y un pequeño cine. Sin contar con todas las maravillas que había bajo la cubierta. Y

los amables y elegantes miembros de la tripulación le habían dicho que podía ir y venir a sus anchas.

—La moneda valía mucho más, mi señor, pero no estaba en condiciones de regatear.

—Como dicen en este tiempo, Samir, no le des más vueltas. Y tenías razón con respecto a lord Rutherford: cree la historia. De hecho, creo que lo sabe.

—Pero es Henry Stratford el que representa un peligro. ¿No sería justa una caída por la borda en alta mar?

—No es buena idea. Destruiría la paz de conciencia de Julie. Cuanto más aprendo sobre este tiempo, más comprendo sus complejidades, su desarrol ado concepto de justicia. Son como los romanos, pero son algo más. No perderemos de vista la evolución de Henry Stratford.

Si su presencia llega a perturbar en exceso a Julie, quizá su muerte sea el mejor de los dos males. Y no tienes que preocuparte por nada. Lo haré solo.

—Sí, mi señor. Pero, si por algún motivo no quieres realizar esa tarea, me sentiré honrado de poder matar a ese hombre yo mismo.

Ramsés se echó a reír suavemente. Le gustaba aquel hombre. Era perspicaz, pero honesto; paciente, y a la vez dotado de una aguda inteligencia.

—Quizá debamos matarlo juntos, Samir —repuso—. En cualquier caso, me muero de hambre. ¿Cuándo vamos a tomar esa maravillosa comida en el gran comedor con manteles rosados y palmeras?

—Muy pronto, mi señor, y por favor... ten cuidado.

—Samir, no te preocupes —dijo Ramsés, tomándole la mano—. Ya he recibido instrucciones de la reina Julie. Sólo debo tomar un plato de pescado, uno de aves y otro de carne, y no todos a la vez.

Ahora fue Samir el que rió cal adamente.

—¿Todavía te sientes infeliz? —preguntó Ramsés.

—No, mi señor. Soy muy feliz. No te dejes engañar por mi expresión sombría. Ya he visto más en mi vida de lo que nunca hubiera soñado ver. Cuando Henry Stratford haya muerto, no desearé nada más.

Ramsés asintió. Sabía que su secreto estaba a salvo para siempre con aquel hombre, aunque no podía comprender del todo su mezcla de sabiduría y resignación. Nunca la había comprendido cuando era mortal. Ni tampoco la comprendía ahora.

Era un suntuoso comedor de primera clase, atestado de caballeros con esmoquin y damas en traje de noche. Cuando Julie se aproximó a la mesa, Alex se levantó para acercarle la silla.

Henry y Elliott, que ya estaban sentados enfrente, también se levantaron y, aunque Julie saludó con una leve inclinación de cabeza a Elliott, fue incapaz de mirar a su primo.

Se volvió hacia Alex y puso la mano sobre la de él. Por desgracia, no pudo evitar oír a Henry decirle a Elliott al oído que Alex era un estúpido por no haber sido capaz de evitar que Julie emprendiera aquel estúpido viaje.

Alex, que miraba fijamente su plato, parecía perdido. ¿Era el momento apropiado para decirle la verdad? Julie pensó que debía ser honesta con él desde el principio, o no haría más que empeorar su situación.

—Alex —dijo en voz baja—, es posible que me quede en Egipto. No sé cuáles van a ser mis planes. ¿Sabes? A veces pienso que necesitas a alguien tan bueno como tú.

A él no le sorprendieron sus palabras. Pensó apenas un momento antes de responder.

—¿Pero cómo podría desear a alguien mejor que tú? Te seguiré a las selvas del Sudán si es ahí adonde quieres ir.

—No sabes lo que estás diciendo.

Él se acercó más a ella y su voz se convirtió en un íntimo susurro.

—Te amo, Julie. Lo demás no me importa. Eres más importante para mí que todo lo que tengo. Julie, pienso luchar por ti si es necesario.

¿Qué podía decirle que no le hiciera daño? Levantó la vista y vio aproximarse a Samir y a Ramsés.

Por un momento se quedó sin habla. Ramsés era como una visión, vestido con una blanquísima camisa y el elegante esmoquin de su padre. Cuando se sentó, sus movimientos parecieron más graciosos y elegantes que los de los ingleses que había en la sala.

Resplandecía de vigor y alegría. Su sonrisa era como una luz cegadora.

Entonces sucedió algo. Miró los hombros desnudos de Julie, el sugestivo escote de su vestido, y sobre todo la ligera sombra que se formaba en el nacimiento de sus pechos. Alex miró a Ramsés con gesto de ultraje contenido. Samir, que se sentó a la izquierda del duque, estaba claramente alarmado.

Julie supo que tenía que hacer algo. Sin dejar de mirarla como si jamás hubiera visto una mujer, Ramsés ocupó la silla libre a la izquierda de Julie.

Con rapidez, Julie le abrió la servilleta.

—Aquí —susurró—. Póntela en la solapa. Y deja de mirarme. Es un vestido de fiesta, no tiene nada de especial. —Entonces se volvió hacia Samir—. Samir, me alegro mucho de que hayas podido emprender este viaje con nosotros.

—Sí —se apresuró a intervenir Elliott, para llenar el silencio—. Aquí estamos todos cenando juntos, como yo había planeado. ¿No es maravilloso? Al final parece que me he salido con la mía.

—Creo que sí —repuso Julie riendo de buena gana. Sintió alivio al pensar que Elliott estaba allí. Él suavizaría los momentos de tensión uno tras otro, como era su costumbre. De hecho, posiblemente no podía evitar hacerlo. Era aquel encanto exuberante lo que lo convertía en un personaje tan solicitado en actos sociales.

Julie no se atrevía a mirar a Henry, pero podía ver que estaba terriblemente incómodo. Ya estaba bebiendo. Tenía la copa medio llena.

Los camareros llevaron el jerez y la sopa. Ramsés ya había cogido un gran trozo de pan y lo había engullido de un bocado.

—Y dígame, señor Ramsey —continuó Elliott—, ¿qué le ha parecido Londres? No ha estado con nosotros mucho tiempo.

¿Por qué diablos sonreía Ramsés?

—Me ha parecido un lugar extraordinario —contestó lleno de entusiasmo—. Una curiosa mezcla de incalculables riquezas e inexplicable pobreza. No comprendo cómo tantas máquinas pueden producir tanto en beneficio de tan pocos...

—Señor mío, está usted cuestionando la revolución industrial —dijo Alex con una risita nerviosa, lo que en él era un síntoma de inquietud—. No me diga que es usted marxista. Es raro encontrar radicales en nuestros..., nuestros círculos.

—¿Qué es un marxista? Yo soy egipcio —replicó Ramsés.

—Por supuesto, señor Ramsey —dijo Elliott suavemente—. Y no es ningún marxista. ¡Qué ridículo! ¿Conoció a nuestro Lawrence en El Cairo?

—Nuestro Lawrence. Apenas tuve tiempo de conocerlo.

Ramsés estaba mirando a Henry. Julie tomó rápidamente la cuchara sopera y, dando un leve codazo a Ramsés, le mostró cómo se utilizaba. Él ni siquiera la miró. Cogió un trozo de pan, lo mojó en la sopa y se lo llevó a la boca sin dejar de mirar con fijeza a Henry.

—La muerte de Lawrence fue una terrible impresión para mí, y estoy seguro de que lo fue para todos —continuó mientras sumergía en la sopa otro enorme trozo de pan—. ¿Un marxista es una especie de filósofo? Recuerdo a un tal Karl Marx. Leí algo sobre él en la biblioteca de Lawrence. Me pareció un necio.

Henry no había tocado la sopa. Dio otro largo sorbo a su whisky e hizo una seña al camarero.

—No tiene importancia —murmuró Julie.

—Sí. La muerte de Lawrence fue una impresión terrible —coincidió Elliott—. Hubiera vivido al menos otros diez años. Quizá veinte.

Ramsés seguía mojando grandes pedazos de pan en la sopa, y Henry lo miraba ahora con apenas disimulado horror, evitando con cuidado sus ojos. Todo el mundo miraba con mayor o menor discreción a Ramsés, que acabó de rebañar el plato vacío con un último trozo de pan. A continuación vació la copa de jerez de un trago, se limpió los labios con la servilleta y se arrellanó en la silla.

—Más comida —susurró—. ¿Van a traer más?

—Sí, pero debes tener paciencia —musitó Julie.

—¿Era usted buen amigo de Lawrence? —preguntó Ramsés a Elliott.

—Desde luego —contestó Elliott.

—Bueno, si estuviera aquí, no pararía de hablar de su adorada momia —dijo Alex con la misma risa nerviosa—. Por cierto, ¿por qué te has empeñado en hacer este viaje, Julie? ¿Por qué volver a Egipto cuando la momia está en Londres esperando la investigación? La verdad es que no entiendo...

—La colección ha planteado varias cuestiones que hay que investigar. Queremos ir a Alejandría, y después posiblemente a El Cairo...

—Sí, por supuesto —la interrumpió Elliott. Estaba vigilando la reacción de Ramsés ante la pequeña porción de pescado bañada en una delicada salsa que acababan de servir—. ¿Se trata de Cleopatra? El misterioso Ramsés el Grande pretendía haberla amado y perdido. Eso ocurrió en Alejandría, ¿no es así?

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