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Authors: Anne Rice

La Momia (29 page)

La audiencia había terminado. Ramsés la vio despedir a sus cortesanos, levantarse de su trono y caminar hacia él: una mujer alta con un cuerpo magnífico y un cuello largo y esbelto seductoramente expuesto. Sus cabellos estaban recogidos formando un círculo en la nuca, a la manera romana.

Había una expresión vagamente desafiante en su rostro, acentuada por la orgullosa elevación de la barbilla. Producía una inmediata sensación de fuerza, acentuada por su innata sensualidad.

Pero, al descorrer la cortina, le había sonreído. Sus ojos oscuros despedían un fuego abrasador.

Había habido una época de la vida de Ramsés en que los seres de ojos oscuros eran los únicos que conocía. El era el único que tenía los ojos azules porque había bebido el elixir. Pero entonces había viajado a tierras lejanas, de las que los egipcios no sabían nada, y allí había conocido a mortales de ojos claros. Sin embargo, para él los ojos oscuros seguían siendo los verdaderos, los que podía leer al instante.

Los de Julie Stratford eran de un color marrón oscuro y profundo, grandes y llenos de cálido afecto, como los de Cleopatra aquel día.

—¿Cuáles son las lecciones que me vas a dar esta tarde? —había preguntado ella en griego, la única lengua en la que hablaban entre sí, recordándole con la mirada la larga noche de amor que habían compartido.

—Simple —había respondido él—. Disfrázate y ven conmigo. Caminaremos entre tu pueblo.

Quiero que veas lo que ninguna reina puede ver. Eso es lo que quiero de ti.

Alejandría. ¿Qué aspecto tendría cuando la viera al día siguiente? Entonces había sido una ciudad griega con calles de piedra y paredes encaladas, y mercaderes que vendían a todo el mundo. Un puerto atestado de tejedores, joyeros, sopladores de vidrio y fabricantes de papiros.

Las mil tiendas del mercado trabajaban sin cesar junto al bullicioso puerto.

Habían paseado por el bazar, ambos embozados con las largas capas que usaban los que no querían ser reconocidos, como dos viajeros a través del tiempo. Y él le había relatado sus viajes al norte de Gaul, a la India. Había montado elefantes y visto al gran tigre con sus propios ojos. Y había vuelto a Atenas para escuchar a sus filósofos.

¿Y de qué se había enterado? De que Julio César, el general romano, quería conquistar el mundo, y que invadiría Egipto si Cleopatra no se lo impedía.

Habían visto a mujeres y niños trabajando hasta el agotamiento en las pilas de las lavanderas, a los marinos de todas las nacionalidades buscando burdeles. Habían entrado en la gran universidad y habían escuchado a los maestros que daban sus lecciones bajo los pórticos.

Finalmente se habían detenido en una pequeña plaza, y Cleopatra había bebido agua del pozo, tomándola del cubo con sus manos.

—Sabe igual —había comentado con una sonrisa juguetona.

Ramsés recordó claramente el sonido del cubo al rebotar contra las paredes del pozo, el martilleo incesante que llegaba del puerto y la visión de los mástiles de los barcos por encima de los tejados, como un inmenso bosque sin hojas.

—¿Qué es lo que realmente quieres de mí, Ramsés? —le había preguntado.

—Que seas una reina justa y sabia. Ya te lo he dicho.

Ella lo había tomado del brazo y lo había obligado a mirarla a los ojos.

—Quieres más que eso. Me estás preparando para algo mucho más importante.

—No —había contestado él, pero mentía. Era la primera mentira que le había dicho. En aquel momento había sentido un dolor agudo, casi insoportable. «Estoy solo, amada mía. Estoy solo más allá de la vida y de la muerte.» Pero no se lo había dicho. Simplemente se había quedado callado, sabiendo que él, un inmortal, no podría vivir sin ella.

¿Qué había sucedido después? Otra noche de amor desatado, viendo cómo el azul del mar se convertía en plata y luego en una masa negra bajo la luna llena. Y a su alrededor los muebles dorados, las lámparas colgantes y el olor del aceite perfumado, y a lo lejos, en alguna habitación, un muchacho que tocaba el arpa y cantaba una triste canción en egipcio antiguo, cuyo significado no entendía, pero que había despertado recuerdos en Ramsés.

Otro recuerdo dentro del recuerdo. Su palacio en Tebas, cuando todavía era un mortal y temía a la muerte y la humillación. Cuando tenía un harén de cien esposas a quienes complacer y le parecía una carga insoportable.

—¿Has tenido muchos amantes desde que me fui? —había preguntado a Cleopatra.

—Oh, muchos hombres —había respondido el a con voz grave, casi tan dura como la de un hombre a pesar de toda su feminidad—, pero ningún amante.

Los amantes vendrían después: Julio César, y después el que le había hecho olvidar todo lo que Ramsés le había enseñado. «Por Egipto», había gritado ella. Pero no era por Egipto.

Entonces Egipto era Cleopatra, y Cleopatra era para Marco Antonio.

Se estaba haciendo de día. La neblina se estaba despejando y ahora se veía la brillante superficie del mar azul oscuro. En el horizonte ardía un sol pálido. Ramsés sintió al instante su efecto: un repentino baño de energía hormigueó en todo su cuerpo.

El cigarro se había apagado hacía rato. Lo tiró al mar y sacó otro de la pitillera de oro.

Sonaron unos pasos a su espalda.

—Sólo quedan unas horas, mi señor.

Samir encendió una cerilla y se la ofreció para que encendiera el cigarro.

—Sí, mi leal Samir —respondió él aspirando el humo con fruición—. Saldremos de este barco como de un sueño. ¿Y qué haremos cuando llegue el día con los dos que conocen mi secreto, el joven sinvergüenza y el viejo filósofo, que puede representar el mayor peligro precisamente por su sabiduría?

—¿Te parecen peligrosos los filósofos, mi señor?

—Lord Rutherford tiene una gran fe en lo invisible, Samir. Y no es ningún cobarde. Quiere el secreto de la vida eterna. Comprende de qué se trata, Samir.

No hubo respuesta. Sólo la misma expresión melancólica y distante.

—Y te contaré otro pequeño secreto, amigo mío —siguió diciendo—: he llegado a tomarle un gran aprecio durante este viaje.

—Lo he notado, mi señor.

—Es un hombre fascinante —declaró Ramsés. Y entonces sintió con sorpresa que su voz flaqueaba. Era difícil terminar, pero lo hizo—. Me gusta hablar con él.

Hancock estaba sentado en su despacho del museo, mirando al inspector Trent de Scotland Yard.

—Bien, pues, como ve, no tenemos elección. Hay que solicitar una orden judicial para entrar en la casa y examinar la colección. Pero si todo está en orden y no falta ninguna moneda...

—Señor, con las dos que tenemos ahora, diría que es demasiado esperar.

SEGUNDA PARTE

El Gran Hotel Colonial era una imponente estructura rosada de arquerías moras, suelos de mosaico, biombos lacados y mecedoras, y sus grandes verandas miraban hacia las arenas resplandecientes y el azul sin fin del Mediterráneo.

Ricos norteamericanos y europeos vestidos de un eterno blanco veraniego paseaban por el inmenso vestíbulo y entre los salones. En uno de los bares al aire libre una orquesta interpretaba valses vieneses. En otro, un joven pianista norteamericano tocaba
ragtimes.
Los recargados ascensores dorados no parecían descansar.

Posiblemente, si aquel hotel hubiera estado en cualquier otra ciudad a Ramsey le habría parecido extraordinario. Pero Elliott observó desde el momento de la llegada que Alejandría le había causado un terrible impacto.

Su vitalidad desapareció por arte de magia. Durante el té no abrió la boca, y al cabo de un rato pidió disculpas y salió a pasear.

Aquella noche, cuando se comentó durante la cena la apresurada partida de Henry hacia El Cairo, se mostró malhumorado.

—Julie Stratford es una mujer adulta —dijo mientras la miraba—. Es absurdo pensar que necesita la compañía de un bebedor disoluto. ¿No somos todos nosotros caballeros, como dicen ustedes?

—Supongo que sí —respondió Alex—. Pero es su primo, y su tío quería que...

—Su tío no conoce a su hijo —replicó Ramsey. Julie cortó la conversación.

—Me alegro de que Henry se haya ido. Muy pronto nos reuniremos con él en El Cairo. Y

sería insoportable su presencia en el Valle de los Reyes.

—Eso es cierto —suspiró Elliott—. Julie, a partir de ahora yo soy tu guardián. Oficialmente.

—Elliott, este viaje ya es bastante pesado para ti. Deberías ir a El Cairo y esperarnos allí.

Alex iba a protestar cuando Elliott hizo un gesto pidiendo silencio.

—Sabes que no voy a hacer tal cosa, querida. Además, quiero volver a ver Luxor y Abu Simbel, quizá por última vez.

Ella lo miró pensativa. Sabía que Elliott decía la verdad en ambos casos. No iba a dejarla sola con Ramsey, por mucho que el a insistiera. Y quería volver a ver esos monumentos. Pero también se daba cuenta de que Elliott tenía sus propios motivos.

Sin embargo su aceptación fue suficiente para Elliott.

—¿Y cuándo vamos a hacer ese viaje en vapor por el Nilo? —preguntó Alex—. ¿Cuánto tiempo necesita que nos quedemos en esta ciudad, Ramsey?

—No mucho —repuso Ramsey con tristeza—. Apenas queda nada de la Alejandría romana que esperaba ver.

Tras devorar tres platos sin tocar los cubiertos, Ramsey se disculpó antes de que los demás hubieran terminado y desapareció.

La tarde siguiente se hizo evidente que estaba atravesando una crisis. Durante el almuerzo no dijo casi nada. No quiso jugar al billar y volvió a salir solo. Sin duda pasaba caminando la mayor parte del día y de la noche, y por el momento había dejado a Julie totalmente en manos de Alex. Ni siquiera parecía confiar en Samir.

Era un hombre solo en mitad de una tormenta.

Elliott observó todo esto y tomó una decisión. A través de Walter, su mayordomo, contrató a un muchacho egipcio para que siguiera a Ramsey a todas partes. Era correr un gran riesgo, y a Elliott le producía cierta vergüenza, pero la obsesión lo estaba consumiendo.

Pasaba el día sentado en una confortable mecedora en el vestíbulo del hotel, leyendo periódicos ingleses y observando las idas y venidas de los huéspedes. De tanto en tanto recibía los informes del muchacho egipcio, que hablaba un inglés aceptable.

Ramsey vagabundeaba por las calles. Se pasaba horas mirando al mar. Se sentaba en las terrazas de los cafés europeos y durante horas no hacía otra cosa que tomar grandes cantidades de café turco en silencio. También había ido a un burdel, y había sorprendido a su propietario tomando a todas las mujeres de la casa entre el anochecer y la salida del sol. Doce mujeres. El viejo chulo jamás había visto nada parecido.

Elliott sonrió. «Así que el sexo es como el resto de sus apetitos», pensó. Y eso posiblemente quería decir que Julie todavía no lo había admitido en su santuario. ¿O quizá sí?

Callejuelas estrechas. Llamaban a aquello la ciudad vieja. Pero no tenía más que unos pocos cientos de años, y nadie sabía que en otros tiempos la gran biblioteca se había alzado en aquel lugar. Ni que más abajo había estado entonces la universidad en la que los maestros adoctrinaban a cientos de estudiantes.

Aquella ciudad había sido la academia del mundo antiguo, y ahora no era más que un punto de reunión de turistas. Y el hotel se alzaba donde había estado el palacio de Cleopatra, donde él la había tomado en sus brazos y le había suplicado que abandonara su loca pasión por Marco Antonio.

—Ese hombre va a fracasar, ¿no lo ves? —había insistido—. Si Julio César no hubiera caído, tú habrías sido la emperatriz de Roma. Pero este hombre no podrá conseguirlo. Es débil y corrupto. Le falta el valor.

Pero entonces había visto por primera vez aquella salvaje pasión destructiva en sus ojos.

Amaba a Marco Antonio. Lo demás no le importaba. Egipto, Roma... ¿qué más daba? ¿Cuándo había dejado de ser la reina para convertirse en una simple mortal? Ramsés no lo sabía. Sólo sabía que todos sus sueños y grandes planes se estaban disolviendo en el aire.

—¿Y a ti qué te importa Egipto? —le había espetado ella—. ¿O que yo sea emperatriz de Roma? No es eso lo que quieres de mí. Quieres que beba tu poción mágica, que según tú me hará inmortal. ¡Y al diablo mi vida mortal! Quieres matar mi vida mortal y mi amor mortal, admítelo. ¡Muy bien, pues no voy a morir por ti!

—¡No sabes lo que estás diciendo!

Ramsés intentó acallar las voces del pasado, escuchar sólo el rumor del mar, recorrer el lugar donde había estado el antiguo cementerio romano, donde la habían enterrado junto a Marco Antonio.

Volvió a ver mentalmente la procesión. Podía oír con claridad a las plañideras. Y lo peor de todo: volvía a verla a ella en sus últimas horas.

—Quédate con tus promesas. Marco Antonio me llama desde la tumba. Sólo quiero estar con él.

Y ahora no quedaba rastro de el a, excepto sus recuerdos y lo que había pasado a la leyenda. Volvió a oír a la muchedumbre que obstruía las estrechas calles y descendía por la ladera de la colina para ver cómo introducían el sarcófago de la reina en la tumba de mármol.

—Nuestra reina murió libre.

—Engañó a Octavio.

—No fue esclava de Roma.

«¡Ah, pero podría haber sido inmortal!»

Estaban en las catacumbas, el único lugar en el que no se había aventurado. ¿Por qué había pedido a Julie que lo acompañara? Debía de estar más débil de lo que pensaba para necesitar que la joven fuera con él. Y además no le había explicado el motivo.

Podía ver la preocupación en su rostro. Estaba maravillosa con aquel vestido amarillo adornado con encajes. Al principio el aspecto de aquellas mujeres modernas le había parecido excesivamente artificioso, pero ahora comprendía lo seductoras que resultaban, con sus mangas largas y ceñidas con puños de encaje, sus estrechas cinturas y faldas flotantes.

Habían empezado a parecerle normales.

Y de repente deseó estar en otro lugar, en Inglaterra o en América.

Pero tenía que ver las catacumbas antes de dejar Alejandría. Por ello, junto con un numeroso grupo de turistas, siguieron al guía, que hablaba con voz monótona de cristianos escondidos y de ritos mágicos realizados en aquellas cámaras subterráneas.

—Has estado aquí antes —susurró Julie—. Esto es importante para ti.

—Sí —respondió él en voz baja sin soltarle la mano. Si pudiera dejar Egipto en aquel instante y para siempre... ¿Qué sentido tenía aquella terrible agonía?

El despreocupado grupo de turistas hizo un alto. Los ojos de Ramsés recorrieron ansiosamente la pared. Entonces vio el pequeño pasadizo. Los otros siguieron adelante, después de que el guía volviera a advertir que nadie debía separarse del grupo, pero Ramsés y Julie esperaron a que se perdieran de vista y, tras encender la linterna eléctrica, se adentraron en el pasaje.

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