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Authors: Anne Rice

La Momia (27 page)

Si El iott se estaba dando cuenta de algo, no lo exteriorizó.

—Lawrence y yo teníamos nuestras diferencias —respondió—, pero sí, éramos muy buenos amigos. Y coincidíamos en una cosa: los dos queríamos ver felizmente casados a nuestros hijos.

Julie no salía de su asombro.

—Elliott, por favor...

—Pero no creo que sea éste el momento de discutir ese tema —añadió Elliott con rapidez—

. Hay otras cosas de las que me gustaría hablar con usted. De dónde viene, quién es usted realmente. Las mismas preguntas que me hago yo cuando me miro a un espejo.

Ramsés se echó a reír, pero Julie se dio cuenta de que estaba enfadado.

—Es probable que mis respuestas le parezcan breves y decepcionantes. En cuanto al matrimonio de Julie con su hijo, Lawrence consideraba que era asunto de Julie. Espere un momento, ¿cómo lo dijo? —De nuevo sus ojos se clavaron en Henry—. El inglés es un idioma bastante nuevo para mí, pero tengo una memoria excepcional. Ah, sí. «El matrimonio de Julie puede esperar para siempre.» Mi querido Henry, ¿no fueron ésas sus palabras?

Los labios de Henry se movieron en silencio, pero de ellos sólo salió un leve gruñido. Alex estaba muy rojo, herido, y miraba a Ramsés. Había que cortar aquella conversación, pensó Julie, ¿pero cómo?

—Bien, parece haber sido usted muy buen amigo de Lawrence —dijo Alex casi con tristeza—. Quizá más de lo que todos pensábamos. ¿Hay alguna otra cosa que le hiciera saber antes de morir?

¡Pobre, pobre Alex! Pero las palabras de Ramsés iban dirigidas a Henry, y en cualquier momento todo iba a explotar.

—Sí —contestó Ramsés. Julie le cogió la mano y la apretó, pero él no pareció notarlo—. Sí, que pensaba que su sobrino era un canalla. —Una vez más clavó los ojos en Henry—. ¿Me equivoco? «Canal a.» ¿No fue ésa la última palabra que pronunció?

Henry se levantó de la silla, que cayó al suelo con un golpe sordo. Miró a Ramsés con la boca abierta, dejando escapar un sonido quejumbroso.

—¡Dios santo! —exclamó Alex—. Señor Ramsey, creo que está yendo demasiado lejos.

—¿Cree usted? —preguntó Ramsés sin dejar de mirar a Henry.

—Henry, estás borracho —dijo Alex—. Debería acompañarte a tu camarote.

—Por favor, basta ya —murmuró Julie. Elliott los miraba a los dos. Ni siquiera había levantado la vista para mirar a Henry, que se dio media vuelta y salió del comedor con pasos vacilantes.

Alex miraba fijamente su plato con el rostro enrojecido.

—Señor Ramsey, creo que hay algo que debe comprender —dijo Alex.

—¿De qué se trata, joven?

—El padre de Julie era a veces excesivamente franco con los que amaba. —Entonces pareció reparar en algo—. Pero... usted no estaba presente cuando murió, ¿no es así? Creí que Henry estaba con él, solo.

Elliott seguía en silencio.

—Dios, este viaje va a ser muy interesante —murmuró Alex con poca convicción—. Debo confesar...

—¡Va a ser un desastre! —lo interrumpió Julie. No podía soportarlo más—. Ahora escuchadme todos. No quiero que se hable más de matrimonio, ni de la muerte de mi padre.

Ya estoy harta de las dos cosas. —Se puso de pie—. Debéis perdonarme, pero me retiro.

Estaré en mi camarote si me necesitáis. —Entonces miró a Ramsés—. Pero no quiero que se hable más de estas cosas, ¿está claro?

Cogió su pequeño bolso y atravesó lentamente el comedor, sin preocuparse de los que la miraban.

—Oh, esto es terrible —oyó a Alex decir tras ella. Al momento apareció a su lado—. ¡Lo siento mucho, cariño, de verdad! Se nos ha ido la conversación de las manos.

—Me voy a mi habitación, ya te lo he dicho. —Julie apretó el paso.

«Es una pesadilla. Ahora despertarás, otra vez en Londres, a salvo, y nada de esto habrá ocurrido. Hiciste lo que tenías que hacer. Esa criatura es un monstruo y debe ser destruida. »

Estaba apoyado en la barra del bar, esperando el whisky que había pedido. Entonces levantó la vista y lo vio. Aquella cosa, aquel ser inhumano, estaba de pie en la puerta.

—Qué me importa —gruñó Henry entre dientes. Se dio media vuelta y salió a cubierta.

Sintió un portazo a sus espaldas: la cosa iba tras él. Miró atrás y casi tropezó en los escalones de metal. La criatura estaba a pocos metros de él, y aquellos ojos azules y helados lo miraban con fijeza. Subió la escalerilla apresuradamente y siguió corriendo contra el viento por la desierta cubierta.

¿Adonde iba? No podía huir de aquel ser. Abrió otra puerta que daba a un estrecho pasillo.

No veía bien los números de las pulidas puertas de madera. Miró atrás. Aquel hombre lo seguía por el pasillo.

—Maldito seas —masculló entrecortadamente. Volvió a salir a cubierta, y esta vez el viento estaba tan húmedo que parecía lluvia. No veía hacia dónde se dirigía. Se aferró a la barandilla y por un instante miró el agua negra e hirviente.

«¡No! Apártate de la borda.» Echó a correr hacia otra puerta y la cruzó. Sentía la vibración justo a sus espaldas y oyó con claridad la respiración de la cosa. La pistola. ¡Dónde diablos tenía la pistola!

Mientras se daba la vuelta, buscó el arma en el bolsillo. ¡Dios santo, lo había alcanzado!

Sintió que una mano grande y cálida se cerraba sobre la suya y que le arrebataba la pistola.

Con un gemido se dejó caer contra la pared, pero la criatura lo sujetaba por las solapas y lo miraba a los ojos. Una luz extraña entraba a rachas por el ojo de buey de la puerta e iluminaba el rostro de aquel monstruo irregularmente.

—Es una pistola, ¿me equivoco? —le dijo la momia—. He leído lo que es, aunque quizá debería haber leído sobre Oxford, la egomanía, el marxismo y la aspirina. Dispara un pequeño proyectil de metal a gran velocidad, impulsado por una explosión en el interior del proyectil.

Muy interesante, pero completamente inútil contra mí. Y, si la hubieras disparado, la gente vendría y querría saber por qué lo habías hecho.

—¡Sé quién eres! Sé de dónde vienes.

—Muy bien. Entonces te das cuenta de que sé lo que eres. Y lo que has hecho. Y que no me importaría en absoluto arrastrarte a la sala de máquinas de este magnífico barco y arrojarte a los fogones.

Henry temblaba con violencia. Luchaba con todas sus fuerzas, pero no podía liberarse de aquella mano que ahora le aferraba el hombro haciendo crujir suavemente los huesos.

—Escúchame, estúpido. —La cosa se acercó más, hasta que Henry sintió su aliento en la cara—. Intenta hacer daño a Julie y haré lo que te he dicho. Hazla llorar, y te mataré. Hazle
fruncir el entrecejo y
te mataré. Sólo estás vivo gracias a la conciencia de Julie, nada más.

Recuerda lo que te he dicho.

La mano lo soltó, y Henry se dejó caer al suelo. Los dientes le rechinaban, y cerró los ojos al sentir algo caliente y pegajoso en los pantalones y oler sus propias heces.

La cosa seguía allí, entre las sombras, y estaba examinando la pistola a la tenue luz del ojo de buey. Entonces se guardó la pistola en el bolsillo y salió.

Henry sintió una oleada de náuseas. La oscuridad cayó sobre él.

Cuando despertó estaba acurrucado en un rincón del pasillo. Nadie lo había visto.

Tembloroso y mareado, se puso en pie y consiguió volver a su camarote. Tras cerrar la puerta, se inclinó sobre el pequeño lavabo y vomitó.

Julie estaba llorando cuando entró Ramsés. Había enviado a Rita a cenar con los demás sirvientes. El ni siquiera llamó a la puerta; la abrió y se deslizó en el camarote. Julie no lo miró.

Se apretó el pañuelo contra los ojos, pero el llanto no cesaba.

—Lo siento, mi reina, mi dulce reina. Créeme, lo siento.

Cuando levantó la vista, Julie vio la tristeza en el rostro de Ramsés. Parecía desolado, y la luz que brillaba sobre su cabeza iluminaba su pelo con reflejos dorados.

—Déjalo por ahora, Ramsés —dijo ella con desesperación—. No puedo soportar saber que lo hizo. Déjalo estar, te lo pido. Sólo quiero que estemos los dos juntos en Egipto.

Él se sentó en el taburete que había junto a la cama, se inclinó sobre el a y la besó. Julie sintió que se fundía completamente con él, y se dejó envolver por aquel abrazo, se dejó inundar por aquel intenso calor. Le besó el rostro, las mejillas y los ojos cerrados. Sintió que las grandes manos de Ramsés la tomaban por los hombros desnudos y comprendió que estaba bajándole los tirantes del vestido y descubriendo sus pechos.

Se apartó, avergonzada. Ella lo había provocado, y no había querido hacerlo.

—No quiero que suceda —murmuró ella, y las lágrimas volvieron a brotar en sus ojos.

Sin mirarlo, volvió a subirse los tirantes de satén. Cuando al fin se encontraron sus ojos, sólo vio paciencia, y aquella leve sonrisa llena de tristeza.

El extendió una mano hacia ella, y el cuerpo de Julie se tensó. Pero él simplemente le tomó la mano y se la besó.

—Ven fuera conmigo —pidió con voz grave y acariciante, y le besó el hombro con ternura—.

El aire es fresco, y están tocando música en la gran sala. ¿Podemos bailar juntos con la música? Ah, este palacio flotante es el paraíso. Ven conmigo, mi reina.

—Pero, Alex... —objetó ella—. Si Alex...

Él le besó la garganta. Y de nuevo la mano. Entonces le dio la vuelta a la mano y le besó la palma. Julie volvió a sentir aquella oleada de calor. Si se quedaba en aquella habitación no podría contenerse. Y no podía dejar que aquello ocurriera hasta que lo quisiera realmente, en cuerpo y alma.

Tenía la vaga sensación de que el mundo se estaba desmoronando a su alrededor.

—Vamos —dijo con voz cansada.

Él la ayudó a levantarse. Le cogió el pañuelo y le enjugó las lágrimas como si fuera una niña, y a continuación le puso sobre los hombros el cuello de armiño que había en el respaldo de la silla.

Fueron caminando juntos lentamente a lo largo de la cubierta, barrida por la brisa, en dirección al salón, una cálida sala decorada con satén y madera dorada, palmeras y vidrieras de colores.

Ramsés dejó escapar un suspiro mientras miraba a la orquesta.

—Oh, Julie —susurró—. Esta música me esclaviza.

Era de nuevo un vals de Strauss, aunque esta vez había muchos más músicos, y la música, más fuerte y rica en matices, inundaba la sala por completo.

Gracias a Dios, no había rastro de Alex. Julie se volvió hacia Ramsés y lo dejó cogerle la mano.

Con un amplio giro y un paso largo, Ramsés comenzó a bailar, sin dejar de mirarla a los ojos, y de repente Julie sintió que nada importaba. No existía Alex, ni Henry. La terrible muerte de su padre no había sucedido.

Sólo importaba que estaba bailando con él, girando sin cesar, bajo la luz suave e iridiscente de las arañas de cristal. La música aumentó de volumen y las otras parejas parecían estar peligrosamente cerca. Pero los pasos de Ramsés eran perfectos y seguros.

¿No bastaba con que aquel hombre fuera un misterio? ¿No era suficiente que le hubiera revelado secretos terriblemente dolorosos? ¿Es que además tenía que ser irresistible? ¿Es que tenía que enamorarse de él desesperadamente?

A lo lejos, desde las profundas sombras del bar, forrado de madera oscura, Elliott los veía bailar. Ya era el tercer vals, y Julie reía sin cesar mientras Ramsés la conducía vertiginosamente a través de la pista, apartando a las otras parejas de su camino.

Nadie pareció ofenderse. Todo el mundo respeta a los enamorados.

Elliott dio el último sorbo a su whisky y se levantó para retirarse.

Cuando llegó a la puerta del camarote de Henry, dio un solo golpe y abrió. Henry estaba hundido en el pequeño sofá, envuelto en una fina bata verde, con las piernas desnudas, descalzo. Temblaba como si tuviera un frío mortal.

Elliott sintió de repente todo el calor de su ira. Su voz sonó ronca y extraña.

—¿Qué es lo que vio nuestro rey egipcio? —preguntó—. ¿Qué sucedió en esa tumba cuando Lawrence murió?

En un patético arranque de neurastenia, Henry intentó apartarse de él, como si pudiera huir a través de la pared. Elliott lo obligó a volverse.

—Mírame, cobarde. Contesta. ¿Qué sucedió en esa tumba?

—¡Estaba intentando conseguir lo que queríais! —balbució Henry. Tenía los ojos hundidos en el cráneo y una mancha amoratada en el cuello—. Estaba... intentando convencerle de que aconsejara a Julie el matrimonio.

—¡No me mientas! —exclamó Elliott. Aferraba el bastón con la mano como si fuera a golpearlo con él.

—No sé lo que ocurrió —gimió Henry—. Ni lo que vio ese monstruo. Estaba envuelto en las vendas, dentro del sarcófago. ¡No sé qué pudo ver! Lawrence estaba discutiendo conmigo.

Estaba muy enfadado. El calor... No sé lo que sucedió. De repente cayó al suelo. —Se dejó caer hacia adelante y se cogió la cabeza con las manos, apoyando los codos en las rodillas—.

Yo no quería enfurecerlo —sollozó—. Dios mío, no quería hacerle daño. Hice lo que tenía que hacer.

Elliott lo miró. Si aquél hubiera sido su hijo, la vida habría dejado de tener sentido para él. Y

si aquella miserable criatura estaba mintiendo... Pero no lo sabía. No podía saberlo.

—De acuerdo. ¿Me has contado todo?

—¡Sí! —aseguró Henry—. Dios mío, tengo que salir de este barco. Quiere matarme.

—¿Pero por qué te desprecia? ¿Por qué quiere matarte? Hubo un momento de silencio.

Sólo se oían los sollozos entrecortados de Henry. Entonces su rostro blanco y demacrado se volvió hacia Elliott con mirada implorante.

—Lo vi salir del sarcófago —dijo Henry—. Soy la única persona además de Julie que sabe quién es. Tú también lo sabes, pero yo lo vi. ¡Quiere matarme! —Se detuvo en seco como si temiera perder el control por completo. Los ojos le bailaban en las órbitas—. Y te diré algo más

—agregó mientras se volvía a hundir en el sofá—: esa cosa es extraordinariamente fuerte.

Podría matar a un hombre con las manos desnudas. No me explico cómo no lo hizo la primera vez que lo intentó. Pero la próxima vez lo hará.

El duque no respondió.

Se dio media vuelta y salió a cubierta. El cielo estaba negro, y las estrellas brillaban con fuerza en la noche, como siempre.

Pasó un buen rato apoyado en la borda. Sacó del bolsillo de la chaqueta un grueso cigarro y lo encendió. Tenía que ordenar los pensamientos que le bul ían en la mente.

Samir Ibrahaim sabía que aquel hombre era inmortal. Viajaba con él. Julie también lo sabía.

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