Porque de ningún modo podía irse a dormir en ese momento. Prokop se dejó caer en el banco y se agarró la cabeza con las manos. «No ha ocurrido nada, nada… hasta tan lejos; sería vergonzoso pensar ahora mismo en dios sabe qué. Anči es pura e inconsciente como un ternerillo, y basta de hablar del asunto; no soy un chaval». Entonces se iluminó una ventana en la planta baja. Era el dormitorio de Anči.
A Prokop le palpitaba el corazón. Sabía que era una vileza mirar allí a hurtadillas; seguro, como invitado no debería hacerlo. Incluso intentó toser (para que ella lo escuchara), pero fallidamente. Se quedó sentado como una lechuza sin poder apartar los ojos de la ventana dorada. Anči pasó, se agachó, comenzó a hacer algo, larga y minuciosamente; ahá, estaba abriendo la cama. Ahora estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad, y puso las manos tras la cabeza: justo así la había visto en su sueño. «Ahora, ahora sería adecuado hacerse oír»; ¿por qué no lo hizo? Ya era tarde para eso. Anči se dio la vuelta, cruzó, allí estaba; pero no, estaba sentada, de espaldas a la ventana, y aparentemente se estaba descalzando con terrible parsimonia y concentración; nunca se sueña mejor que con un zapato en la mano. «Al menos éste sería el momento de desaparecer»; pero en vez de eso se encaramó al banco para ver mejor. Anči se giró, ya no tenía puesto el corpiño; levantó sus brazos desnudos y se quitó las horquillas del peinado. Entonces echó la cabeza hacia atrás, y toda la cabellera se le desparramó por los hombros; la muchacha la sacudió, se echó de golpe toda esa abundante cabellera hacia adelante, por encima de la cabeza, y la trabajó con el peine y el cepillo hasta que se le quedó la cabeza como una cebolla. Era, evidentemente, muy divertido, pues Prokop, sinvergüenza, estaba exultante.
Anči, blanca muñequita, estaba de pie con la cabeza inclinada y se peinaba el pelo en dos trenzas. Tenía los párpados entornados y susurraba algo; se echó a reír, se avergonzó hasta levantar los hombros. Un tirante de la camisa, atención, se deslizó hombro abajo. Anči reflexionaba y se acariciaba el blanco hombro en una especie de voluptuosidad, temblando de frío. El tirante resbaló, de un modo ya alarmante, y se apagó la luz.
Prokop nunca había visto nada más blanco, nada más bonito y más blanco, que aquella ventana iluminada.
Aquella misma mañana temprano la encontró frotando a Honzík en una tina con agua y jabón; el perrillo se sacudía el agua con desesperación, pero Anči no se daba por vencida, lo agarraba por las greñas y lo enjabonaba con pasión, llena de salpicaduras, con el vientre empapado y sonriente.
—¡Cuidado —gritó desde lejos—, le va a salpicar! —tenía el aspecto de una madre joven y entusiasta. ¡Ay, dios, qué sencillo y claro es todo en este soleado mundo!
Prokop tampoco aguantó mucho tiempo holgazaneando. Recordó que no funcionaba el timbre y se puso a reparar la batería. Precisamente estaba rascando el cinc, cuando ella se le acercó en silencio; estaba arremangada hasta el codo y tenía las manos mojadas de la colada.
—¿No irá a explotar? —preguntó con preocupación. Prokop no pudo sino reírse. Ella también se echó a reír y lo salpicó con las jabonaduras; pero en seguida se dispuso, con la cara seria, a limpiarle con el codo una pompa de jabón que tenía en el pelo. «Mira, ayer no se habría atrevido a hacerlo».
Hacia el mediodía Nanda y ella arrastraron la cesta de la colada al jardín: iban a blanquearla. Prokop, agradecido, cerró el libro; no iba a dejar que se peleara con la pesada regadera. Se apoderó de ella y regó la colada: una tupida lluvia cayó con un tamborileo alegre y entusiasta sobre los manteles plegados y sobre las toallas tendidas, blancas como la nieve, y sobre los brazos abiertos de las camisas masculinas; borboteaba, chorreaba y se vertía en fiordos y lagos. Prokop se apresuró a regar también las blancas campanas de las enaguas y otras prendas interesantes, pero Anči le arrebató la regadera y las blanqueó ella misma. Entretanto Prokop ya se había sentado en la hierba, respiraba con placer el olor de la humedad y observaba las hacendosas y hermosas manos de Anči.
«Soi de theoi tosa doien»,
recordó con devoción.
«S
eba
s m'echei eisooronta.
Me he quedado atónito al contemplarte».
Anči se sentó a su lado en la hierba. «¿Por qué se le habrá ocurrido?». Entrecerró los ojos, deslumbrada por el sol y alegre, ruborizada y, quién sabe por qué, tan feliz. Arrancó un puñado de hierba fresca y estuvo a punto de lanzarla al pelo de Prokop por hacer una travesura; pero dios sabe por qué, en aquel momento la volvió a abrumar una especie de respetuoso pudor ante aquel héroe domesticado.
—¿Alguna vez ha querido a alguien? —preguntó sin venir a cuento, y miró hacia otro lado. Prokop se rió.
—Sí. Pero también usted se habrá enamorado de alguien.
—Entonces era aún una tonta —exclamó Anči, sonrojándose contra su voluntad.
—¿Un estudiante?
Anči hizo un gesto afirmativo con la cabeza y mordió una hierbecilla.
—No fue nada importante —dijo a continuación—. ¿Y usted?
—Una vez conocí a una muchacha que tenía las mismas pestañas que usted. Puede que se le pareciera. Vendía guantes o algo así.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Cuando fui allí por segunda vez a comprar guantes, ya no estaba.
—¿Y… le gustaba?
—Sí.
— Y… nunca la…
—Nunca. Ahora me fabrica los guantes… el ortopeda.
Anči concentró toda su atención en el suelo.
—¿Por qué siempre esconde las manos cuando está conmigo?
—Porque… porque las tengo tan destrozadas —dijo Prokop, y el pobre se sonrojó.
—Justo eso es tan hermoso —susurró Anči bajando la mirada.
—A comeeeer, a comeeeer —anunció Nanda frente a la casa.
—Dios, ya —suspiró Anči, y se incorporó a regañadientes.
Después de la comida el doctor se echó un rato, sólo un poquito.
—Sabe —se disculpó—, he estado toda la mañana trabajando como una mula —y en seguida empezó a roncar con regularidad y diligencia. Se sonrieron mutuamente con los ojos y salieron de puntillas; incluso en el jardín hablaban en voz baja, como si veneraran su profundo sueño.
Prokop tuvo que hablar acerca de su vida. Dónde nació y dónde creció, que había estado hasta en América, qué penurias había pasado, qué había hecho y dónde. Le resultaba agradable repetirse a sí mismo toda su vida; porque, para su sorpresa, había sido más tortuosa y extraña de lo que él mismo hubiera pensado. Y todavía obviaba muchas cosas; sobre todo, bueno, sobre todo acerca de ciertos asuntos sentimentales, ya que, en primer lugar, no tenían tanta importancia, y en segundo lugar, como es sabido, todo hombre tiene algo que callar. Anči estaba silenciosa como una tumba; le parecía cómico y extraño que Prokop hubiera sido también un niño y un muchacho y, en general, algo distinto a ese hombre gruñón y excéntrico junto al cual se sentía tan desazonada e insignificante. Ahora ya no le daría miedo tocarlo, hacerle el nudo de la corbata, peinarle el pelo o cualquier otra cosa. Y, por primera vez, vio en él su ancha nariz, sus toscos y severos labios, sus ojos, entreverados con venas rojas, hoscos. Todo eso le parecía a Anči extremadamente raro.
Y ahora le había llegado a ella el turno de relatar su vida. Estaba abriendo la boca y tomando aire, cuando rompió a reír. Reconocedlo, ¿qué se puede decir de una vida en blanco, y más aún a alguien que una vez estuvo sepultado durante doce horas, que había estado en la guerra, en América y quién sabe dónde más? «Yo no sé nada», dijo con sinceridad. Y bien, decidme, ¿no es semejante «nada» tan valioso como la experiencia de un hombre?
Era ya entrada la tarde cuando iban recorriendo juntos un sendero recalentado por el sol. Prokop callaba y Anči escuchaba. Anči acariciaba con la mano la cresta de las espigas.
Anči lo rozaba con el brazo, ralentizaba el paso, se quedaba parada; después aligeraba el paso de nuevo, caminaba dos pasos por delante de él y arrancaba espigas, empujada por una especie de necesidad de destruir algo. Esta soleada soledad, a la larga, los abrumó e inquietó; «no hemos debido venir aquí», pensaban ambos en secreto, y empujados por una angustiosa desazón hilvanaron una conversación vana, deslavazada.
Por fin, ahí estaba la meta, un humilladero entre dos viejos tilos; era ya una hora avanzada cuando los pastores comenzaron a cantar. Había allí un asiento para los peregrinos; se sentaron y el silencio de ambos se hizo aún más profundo. Una mujer se arrodilló frente al humilladero y comenzó a rezar, seguramente por su familia. Apenas se hubo marchado, Anči se levantó y se arrodilló en su lugar. Había en ello algo infinita e intrínsecamente femenino; Prokop se sintió como un niño al lado de la madura sencillez de ese gesto primitivo y sagrado. Anči por fin se levantó, seria y madura, decidida a algo, resignada a algo; como si supiera algo, como si llevara algo en su interior, abrumada, pensativa, dios sabe por qué tan cambiada. Respondía sólo con monosílabos, con una voz dulce y tenebrosa, cuando al atardecer arrastraron sus pasos hacia casa por el caminillo.
No dijo nada durante la cena, tampoco lo hizo Prokop; seguramente pensaban en el momento en que el anciano se iría a leer el periódico. El anciano refunfuñaba y los escrutaba a través de las gafas; «amigo, algo aquí no… esto… no parece estar en orden». La situación se estaba alargando ya de un modo incómodo, cuando sonó el timbre y un hombre proveniente de algún lugar del valle de Sedmidolí o del pueblo de Lhota pidió al doctor que atendiera un parto. El anciano doctor no estaba precisamente contento, incluso olvidó la reprimenda. Con la bolsa de instrumental para el parto en la mano, aún dudó junto a la puerta y ordenó secamente: «Vete a dormir, Anči».
Sin decir palabra se incorporó y recogió la mesa. Estuvo un rato, largo rato, en la cocina. Prokop fumaba nervioso y se disponía a irse. Entonces regresó ella, pálida, como si tuviera escalofríos, y dijo con heroico autocontrol: «¿No quiere jugar al billar?». Eso significaba: hoy no va a haber jardín ni nada que se le parezca.
En fin, fue una partida rematadamente mala; especialmente Anči estaba agarrotada, golpeaba las bolas a ciegas, se olvidaba de jugar y a duras penas contestaba. Y cuando en una ocasión Anči se disponía a ejecutar la más sencilla de las jugadas, Prokop le mostró cómo llevarla a cabo: efecto a la derecha, coger el taco abajo, y listo; mientras tanto (sólo para guiar la mano de la muchacha) puso su mano sobre la de ella. En ese momento Anči, brusca, hosca, lo miró a la cara, arrojó el taco al suelo y huyó.
«Y bien, ¿qué puedo hacer?». Prokop caminaba de un lado a otro por el salón, fumaba enojado. «Bah, una chica extraña. ¿Pero por qué me confunde a mí mismo? Su estúpida boca, sus ojos claros, demasiado juntos, su rostro suave y ardiente… Bueno, uno no es al fin y al cabo de piedra. ¿Es que es un pecado acariciar la cara, besar, acariciar, ay, esas mejillas sonrosadas, y bendecir ese cabello, ese cabello, ese delicadísimo pelo en su joven nuca (uno no es de piedra)? ¿Acariciarla, besarla, estrecharla en mis manos, cubrirla de besos con devoción y sutileza? Tonterías», se malhumoró Prokop; «soy un viejo idiota; cómo no me da vergüenza: apenas una niña que ni siquiera piensa en…, ni siquiera piensa…». Bien; Prokop se las arregló solo con la tentación, pero no de forma inmediata; podríais verlo de pie frente al espejo, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre, contando y apelando a sus años, apesadumbrado y triste.
«Vete a dormir, solterón, ve; te acabas de ahorrar el bochorno de que una chiquilla boba se ría de ti, y ese éxito merece la pena». Más o menos decidido, Prokop subió las escaleras hacia su dormitorio; sólo le preocupaba el hecho de que para ir hasta allí tenía que pasar por delante de la habitación de Anči. Caminaba de puntillas: «quizás ya esté dormida, criatura». Y de repente se detuvo con el corazón latiendo desbocado. «Esa puerta… Anči… está entreabierta. No está cerrada y, tras ella, sólo oscuridad. ¿Qué es eso?». Entonces escuchó en el interior un ruido semejante a un gemido.
Algo lo impulsaba a precipitarse hacia allí, hacia la puerta; pero algo más fuerte lo empujó a galopar escaleras abajo, hacia el jardín. Se quedó de pie en la oscura espesura y se puso la mano sobre el corazón, que le latía alarmado. «¡Por dios, menos mal que no he ido a verla! Anči con toda seguridad estará arrodillada… medio desnuda… ahogando su llanto en el edredón. ¿Por qué? No lo sé; pero si entrara… Bueno, ¿quién sabe lo que podría ocurrir? Nada; me pondría de rodillas junto a ella y le suplicaría que no llorara. Acariciaría, acariciaría su suave pelo, su pelo ya suelto… ¡Oh, dios! ¿Por qué dejaría la puerta abierta?».
¡Vaya! Una clara sombra se deslizó fuera de la casa y se dirigió al jardín. Era Anči: no se había desvestido ni tenía el pelo suelto, pero sujetaba sus sienes entre las manos, para enfriar con ellas su ardorosa frente, e hipaba todavía el último eco de su llanto. Pasó junto a Prokop como si no lo hubiera visto, pero le dejó sitio a su lado derecho; no oía, no veía y no se defendió cuando él la agarró por el brazo y la condujo a un banco.
Prokop estaba escogiendo las palabras para tranquilizarla («¡maldita sea! ¿acerca de qué?»), cuando de repente, ¡zas!, se encontró sobre su hombro con la cabeza de Anči, que volvió a estallar en un llanto convulso, y que en medio de los sollozos y del moqueo respondió que «no era nada». Prokop la rodeó con sus brazos, como si fuera su tío, y sin saber qué otra cosa hacer, empezó a murmurar algo así como que era buena y muy amable; ante lo cual los sollozos se deshicieron en largos suspiros (podía sentir bajo la axila su ardiente humedad) y se tranquilizó. ¡Oh, noche, ser celestial, tú alivias los corazones angustiados y desatas las lenguas torpes! ¡Elevas, bendices, das alas a los corazones que laten en silencio, corazones acongojados y taciturnos! ¡Das de beber de tu inmensidad a los sedientos! En cierto punto del espacio, insignificante, en algún lugar entre la Estrella Polar y la Cruz del Sur, entre el Centauro y la Lira, estaba teniendo lugar un hecho emocionante: un hombre, de repente, se sintió como el único defensor y el padre de ese rostro cubierto de lágrimas, le acarició la cabeza y dijo… ¿qué fue exactamente? Que era tan feliz, tan feliz, que quería tanto, tantísimo, a la que hipaba y moqueaba sobre su hombro, que nunca se marcharía de allí…
—No sé cómo se me ha pasado por la cabeza —sollozaba y suspiraba Anči—. Yo… yo tenía tantas ganas de… hablar con usted…