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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (12 page)

BOOK: La krakatita
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Eso se decía fácilmente; pero, ¿cómo? Prokop se mordía los labios mientras le daba vueltas a la cabeza con empeño. «Si por lo menos supiera dónde buscar a Jirka», se decía. Finalmente dio con un montón de correspondencia que esperaba a Tomeš. En su mayoría eran, como era obvio, cartas de negocios, evidentemente todo facturas. Después unas cuantas cartas personales a las que dio vueltas y que olisqueó indeciso. «Quizás, quizás en alguna de ellas haya una pista, una dirección o cualquier dato que me pueda conducir a él… ¡o a ella!». Se resistía heroicamente a la tentación de abrir siquiera una de las cartas; pero estaba tan solo allí, tras aquellas ventanas mugrientas, y todo en aquel lugar exhalaba cierta bajeza, abyecta y llena de secretismo. Entonces, tragándose rápidamente todas las dudas, Prokop rompió los sobres y leyó una carta tras otra. Una factura por las alfombras persas, las flores, tres máquinas de escribir; una carta muy enérgica requiriéndole que abonase la mercancía dada a comisión; una misteriosa transacción relativa a caballos, divisas extranjeras y veinte vagones de leña en algún lugar de Kremnica. Prokop no creía lo que veían sus ojos: por lo que ponía en esos papeles, Tomeš era un contrabandista de altos vuelos, o un viajante de alfombras persas, o un especulador de divisas, o más bien las tres cosas a la vez. Aparte de eso, comerciaba con automóviles, permisos de exportación, mobiliario de oficina y, por lo visto, con todo lo imaginable. En una de las cartas se trataba un asunto de unos dos millones, mientras que en otra, pringosa y escrita a lápiz, se amenazaba con una denuncia por obtener mediante engaño una antigüedad («un
cuatrilátero
antiguo
heredado
de mi abuelo»). Globalmente aquello tenía el aspecto de una serie de estafas, fraudes, permisos de exportación falsificados y otros artículos del código penal, si es que Prokop lo había comprendido bien. Era totalmente fascinante que no se hubiera descubierto el pastel.

Un abogado comunicaba brevemente que la empresa tal y tal había presentado una denuncia contra el señor Tomeš por un fraude de cuarenta mil coronas; se ruega al señor Tomeš que por su propio interés se presente en la oficina, etc. Prokop se horrorizó: «Cuando todo esto salga a la luz, ¿hasta dónde salpicará la ignominia de estas inconfesables vilezas?». Recordó la tranquila casa de Týnice y a la que allí había quedado, desesperada y dispuesta a salvar a aquel hombre. Así que cogió toda esa correspondencia de negocios firmada por Tomeš y corrió a quemarla en la chimenea. Estaba llena de papeles carbonizados. Por lo visto el propio Tomeš simplificó sus asuntos de esa manera antes de marcharse.

Bien, ésos eran los papeles de negocios; quedaban todavía unas cuantas cartas personales, suaves o embadurnadas de un modo lamentable, y Prokop dudaba de nuevo ante ellas debatiéndose en un acuciante sentimiento de pudor. «Por todos los demonios, ¿qué otra cosa puedo hacer?». Aunque lo ahogaba la vergüenza, abrió precipitadamente los demás sobres. Aquí un par de acarameladas confidencias, cariño, recuerdo, un nuevo encuentro, y basta. Cierta Anna Chvalová informa, con conmovedoras faltas de ortografía, de que Jeníček ha muerto «de un sarpullido». En esta otra alguien advierte que sabe «algo que podría interesar a la policía», pero que accedería a hablar del tema y que el señor Tomeš «con seguridad sabe el precio que tiene la discreción»; añade una alusión a «esa casa en la calle Břet, donde el señor Tomeš sabe a quién buscar para que no se destape el asunto». En otra algo sobre cierto negocio, la venta de unas obligaciones, firmado «Tu Rosa». La misma Rosa informa de que su marido se ha ido. La misma letra que en el número 1, una carta franqueada en un balneario: nada más que tonterías sentimentales, erotismo decadente de una rubia madura y entrada en carnes, edulcorada con ayes, reproches y apreciaciones estéticas, y mucho «querido mío» y «salvaje mío» y horrores similares. A Prokop se le revolvía el estómago al leerlo. Una carta en alemán, la letra G., un negocio de divisas, vende esos papeles,
erwarte Dich, P. S. Achtung, K. aus Hamburg eingetroffen.
[10]
La misma G., una carta ofendida y precipitada, un gélido trato de usted, devuelva esos diez mil,
sonst wird K. dahinterkommen,
[11]
ehem. Prokop se moría de vergüenza al penetrar en la perfumada penumbra de aquellos asuntos de faldas, pero ya no se podía detener. Finalmente cuatro cartas firmadas por M.: cartas lacrimosas, febriles y embarazosas que emanaban una historia difícil y apasionada de amor ciego, asfixiante y esclavizante. Había en ellas súplicas insistentes, mucho arrastrarse por el polvo, incriminaciones desesperadas, proposiciones espantosas y una aún más espantosa autoflagelación; referencias a los hijos, al marido, la oferta de un nuevo préstamo, alusiones poco claras y la más que clara miseria de una mujer zarandeada por el amor. ¡Aquella era entonces su hermana! Prokop se sintió como si viera ante sí la boca burlona y cruel, los ojos penetrantes, la cabeza de Tomeš, señorial y altiva, aplomada, segura de sí misma: le habría dado un puñetazo. Pero no había servido de nada: aquel amor femenino, lamentablemente al desnudo, no le dijo ni lo más mínimo sobre… sobre aquella otra que por el momento no tenía nombre para él y a la cual tenía la obligación de buscar.

No quedaba por tanto otra salida que encontrar a Tomeš.

XVI

Encontrar a Tomeš: ¡hombre, como si eso fuera tan fácil! Prokop realizó una inspección general de todo el piso. Revolvió todos los armarios y cajones, sin encontrar (aparte de facturas viejas y polvorientas, cartas de amor, fotografías y otras porquerías de soltero) nada que iluminara en modo alguno el caso de Tomeš. Pero al fin y al cabo, si alguien tiene un peso tan grande sobre su conciencia, consigue desaparecer de forma radical.

Interrogó de nuevo a la casera; recogió una riada de todo tipo de cotilleos, pero nada que lo pusiera sobre la pista. Fue a ver al casero para descubrir desde qué lugar del extranjero había enviado Tomeš ese dinero. Tuvo que escuchar el sermón del viejete, arisco y bastante desagradable, que sufría todo tipo de catarros y maldecía la depravación de los jóvenes caballeros de hoy en día. Como premio a su paciencia sobrehumana recibió finalmente sólo el dato de que dicho dinero no lo envió el señor Tomeš, sino más bien un cambista a cuenta de un banco de Dresde
auf Befehl des Herrn Tomeš.
[12]
Corrió a ver al abogado, que tenía, como se reveló anteriormente, cierto asunto pendiente con el desaparecido. El abogado se escudó inútilmente en el secreto profesional, pero cuando a Prokop se le escapó, del modo más tonto, que debía entregarle un dinero al señor Tomeš, el abogado renació y le pidió que lo depositara en sus manos; a Prokop le costó mucho trabajo desembarazarse de él. Eso le enseñó la lección de no hacer pesquisas sobre Tomeš con gente que había tenido negocios con él.

Se quedó parado en la siguiente esquina: ¿qué iba a hacer ahora? Sólo quedaba Carson. Una incógnita que sabía algo y quería algo. Bien, entonces Carson. Prokop palpó la carta que había en su bolsillo, que había olvidado mandar, y se apresuró a correos.

Pero al llegar al buzón dejó caer la mano. «Carson, Carson… Pero ése tiene interés en algo que… tampoco es una minucia. ¡Demonios!, ese tipo sabe algo de la krakatita y se trae algo entre manos… Vaya, dios sabe qué. Evidentemente Tomeš no lo sabe todo; o no quiso venderlo todo; o exige condiciones indecentes, y yo, estúpido, le voy a salir más barato. Así parecen estar las cosas. Pero (y en ese momento Prokop se horrorizó por primera vez del alcance que tenía el tema), ¿es que es posible sacarse krakatita de la manga? Ante todo habría que saber rematadamente bien qué es lo que se está haciendo y para qué sirve, cómo manejarla y un largo etcétera. La krakatita, buen hombre, no es rapé o polvos de talco para niños. Y en segundo lugar, quizás se trate… de un rapé demasiado potente para este mundo. Imaginemos la que se podría armar con ella…, digamos, por ejemplo, en una guerra». Prokop empezó a sentir incluso angustia por el asunto. «¿Qué diablo ha traído hasta aquí a ese maldito Carson? Por dios santo, debe evitarse a cualquier precio que…».

Prokop se sujetó la cabeza de tal manera que incluso la gente paraba para mirarlo. Pero, ¡por dios, si había dejado allí arriba, en su laboratorio de Hybšmonka, en una caja de porcelana, casi ciento cincuenta gramos de krakatita! O sea, suficiente para arrasar, no sé, ¡todo el distrito! Se quedó petrificado por el horror, y después salió al galope hacia el tranvía: ¡como si ahora importara ese par de minutos! Pasó un infierno mientras el tranvía se arrastraba hasta la otra orilla; después abordó al trote la ladera del barrio de Košíře y voló hasta su caseta. Estaba cerrada con llave, y Prokop buscó inútilmente en los bolsillos algo similar a una llave. Al atardecer echó un vistazo a su alrededor, como un ladrón, rompió el cristal de la ventana, abrió el pestillo y se coló en la casa por la ventana.

Apenas hubo encendido una cerilla, ya pudo comprobar que le habían desvalijado la casa del modo más metódico. En efecto, habían dejado el edredón y ese tipo de trastos; pero todos los frascos, botes y tubos de ensayo, las trituradoras de piedra, los morteros, las probetas y el instrumental, las espátulas y la balanza, toda su primitiva cocina química, todo lo que contenía sustancias experimentales, todo en lo que podía quedar algún residuo o capa de productos químicos, todo había desaparecido. Ni rastro de la caja de porcelana llena de krakatita. Abrió de un tirón el cajón de la mesa: todas sus notas y apuntes, cada fragmento de papel garabateado, hasta el más mínimo recuerdo de esos doce años de experimentos, todo lo había guardado allí. Incluso habían rascado del suelo las manchas y huellas de su trabajo, y su bata de laboratorio, esa saya vieja, manchada, totalmente costrosa por los compuestos químicos, había desaparecido. Se le hizo un nudo en la garganta por un acceso de llanto. «¡Así que esto, esto es lo que me han hecho!».

Se quedó sentado hasta bien entrada la noche en su catre militar, observando rígido el laboratorio expoliado. A ratos se consolaba pensando que quizás recordaría todo lo que había escrito a lo largo de esos doce años en sus apuntes; pero cuando cogía a bulto alguno de los experimentos e intentaba repetirlo de memoria en su cabeza, era incapaz de avanzar, a pesar de hacer esfuerzos desesperados. Se mordió los nudillos deshechos y gimió.

De repente lo despertó el ruido de una llave. Era ya de día; entró en el laboratorio, como si tal cosa, un extraño que se dirigió directamente a la mesa. Estaba ahí sentado, con el sombrero en la cabeza, refunfuñando y raspando con cuidado el cinc de la mesa. Prokop se incorporó en el catre y exclamó: «¡Hombre!, ¿qué hace usted aquí?». El hombre se giró, tremendamente sorprendido, y miró a Prokop sin decir palabra.

—¿Qué hace usted aquí? —repitió Prokop airado. El tipo no dijo ni mu; para mejorar aún más las cosas, se puso unas gafas y clavó la mirada en Prokop con gran interés.

Prokop crujía los dientes, porque ya se estaba cocinando en su interior un insulto horrible. Pero en ese momento el rostro de aquella personilla se iluminó con un gesto afable, se levantó con ímpetu de la silla y adquirió de repente el aspecto de un perrillo que mueve el rabo de alegría.

—Carson —dijo presuroso, y continuó en alemán—: ¡Dios mío, me alegra que haya vuelto! ¿Ha leído usted mi anuncio?

—Sí —respondió Prokop en un pesado alemán con fuerte acento—. ¿Y qué es lo que está buscando?

—A usted —dijo el invitado, contento a más no poder—. ¿Sabe que le llevo buscando ya seis semanas? Todos los periódicos, todas las agencias de detectives, ¡jaja, caballero! ¿Qué me responde a eso? ¡Caray, vaya si me alegro! ¿Qué tal le va? ¿Recuperado?

—¿Por qué me ha robado? —preguntó Prokop ceñudo.

—¿Perdón?

—¡Por qué me ha robado!

—Pero señor ingeniero —dijo el felicísimo hombrecillo sin titubear y sin inmutarse por la regañina—. ¿Cómo puede decir eso? ¡Robar! ¡Carson! ¡Es algo fabuloso, jajaja!

—Me ha robado —repitió Prokop obstinado.

—Nanana —protestó el señor Carson—. Lo he guardado. Tiene todo en depósito. Caballero, ¿cómo pudo dejar todo aquí tirado? Alguien se lo podría robar, ¿no? ¿Qué? Claro que podría, caballero. Robar, vender, publicar, ¿verdad? Está claro, caballero. Podría. Pero yo se lo he guardado, ¿entiende? Palabra de honor. Por eso le he estado buscando. Le devolveré todo. Todo. Es decir… —añadió vacilante, y clavó en Prokop, a través de las brillantes gafas, su mirada acerada—. O sea… si es usted razonable. Pero llegaremos a un acuerdo, ¿no es cierto? —añadió rápidamente—. Debe usted habilitarse. Una carrera fulgurante. Explosiones atómicas, fisión de elementos, cosas increíbles. ¡La Ciencia, ante todo la Ciencia! Llegaremos a un acuerdo, ¿verdad? Palabra de honor, se le devolverá todo. Sí.

Prokop callaba, aturdido por aquella avalancha de palabras, mientras el señor Carson agitaba los brazos y daba vueltas por el laboratorio resplandeciente de alegría.

—Todo, le he guardado todo —parloteaba con vivacidad—. Cada viruta del suelo. Clasificado, guardado, con etiquetas, sellado. Jaja, podía haber huido con todo, ¿no? Pero yo soy un hombre honrado, caballero. Le devolveré todo. Tenemos que ponernos de acuerdo. Pregúntele a Carson. Danés de nacimiento, antes profesor titular en Copenhague. También hacía Ciencia, la divina Ciencia. ¿Cómo dijo Schiller?
«Dem einem ist sie… ist sie…»
[13]
No sé, pero es algo sobre la Ciencia; es la monda, ¿verdad? Bueno, no me dé aún las gracias. Más tarde. Sí.

A Prokop ni siquiera se le había pasado por la cabeza darle las gracias, pero el señor Carson estaba exultante, como un benefactor feliz.

—Yo en su lugar —farfulló entusiasmado—, en su lugar organizaría…

—¿Dónde está Tomeš ahora? —lo interrumpió Prokop. El señor Carson le echó una mirada inquisitiva.

—Bueno —dijo entre dientes con precaución—, nosotros no sabemos nada de él. Eh, qué… —cambió de conversación con rapidez—. Organice… organice el laboratorio más grande del mundo. Los mejores aparatos. Un instituto internacional de química destructiva. Tiene razón, la cátedra es una estupidez. Recitar antiguallas, ¿o no? Una pérdida de tiempo. Organícese al estilo americano. Un enorme instituto, un batallón de ayudantes, todo lo que quiera. Por el dinero no debe preocuparse. Punto. ¿Dónde va a desayunar? Me encantaría invitarle.

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