Después de muchos años Prokop sentía de nuevo bienestar. Se entregaba de un modo animal al sol y entornaba los ojos para escuchar el rumor de su propio cuerpo. Suspiró y se sentó de nuevo a trabajar; pero le apetecía correr, vagar lejos por la región y consagrarse a la intensa alegría de respirar. A veces se encontraba con Anči en casa o en el jardín e intentaba decir algo; Anči lo miraba por el rabillo del ojo y no sabía qué decir; pero tampoco Prokop, y por eso adoptaba un tono gruñón. En resumen, se encontraba mejor, o al menos se sentía más seguro, si estaba solo.
Al estudiar observó que había descuidado muchas cosas: la Ciencia estaba ya en muchas áreas lejos y en otra parte. En algunas ocasiones tenía que volver a orientarse de nuevo; y sobre todo temía recordar su propio trabajo, ya que allí, lo sentía, era donde más se rompía esa continuidad. Trabajaba como una mula o soñaba; soñaba con nuevos procesos de laboratorio, pero a la vez lo atraía el sutil y atrevido cálculo teórico. Y se enfurecía consigo mismo cuando su tosco cerebro era incapaz de partir el fino hilo de un problema. Era consciente de que su «química destructiva» de laboratorio abría las más insólitas perspectivas sobre la teoría de la materia; se daba de bruces con conexiones inesperadas, pero inmediatamente, de nuevo, las pisoteaba con su tardo raciocinio. Malhumorado, daba carpetazo a todo y se sumergía en alguna novela tonta; pero incluso allí lo perseguía su obsesión por el laboratorio: en vez de palabras, no leía más que símbolos químicos; se trataba de fórmulas estrambóticas llenas de elementos desconocidos hasta la fecha que lo inquietaban incluso en sueños.
Aquella noche soñó que estudiaba un doctísimo artículo de
The Chemist.
Se quedó parado ante la fórmula AnCi sin saber qué hacer con ella; caviló, se mordió los nudillos y de repente comprendió que significaba Anči. Y, mira por dónde, ella estaba ahí y le sonreía con los brazos colocados tras la cabeza; se acercó a ella, la agarró con ambas manos y comenzó a besarla y morderla en la boca. Anči se defendía salvajemente con las rodillas y los codos; él la sujetaba con brutalidad y con una mano le desgarraba el vestido en largas tiras. Ya podía sentir en la palma de las manos su joven carne… Anči se revolvía como una posesa, el cabello sobre su rostro. Ahora, ahora. Súbitamente, desfalleció y se dejó caer. Prokop se abalanzó sobre ella, pero no encontró bajo sus manos más que trapos y vendas; los rasgó, los hizo jirones, trató de desembarazarse de ellos, y se despertó.
Se avergonzaba tremendamente de su sueño; se vistió en silencio, se sentó junto a la ventana y esperó el alba. No hay frontera entre la noche y el día; tan sólo palidece un poco el cielo, y atraviesa el aire una señal que no es ni una luz ni un sonido, pero que ordena a la Naturaleza: «¡despierta!». Entonces comienza la mañana, todavía en medio de la noche. Los gallos rompen a cacarear, los animales se empiezan a mover en sus establos. El cielo palidece hasta adquirir el color del nácar, se ilumina y se sonrosa ligeramente; la primera veta rojiza aparece al Este. «Chírip, chírip, yátiti, pío, ya», chillan y gritan los pájaros, y la persona más madrugadora se dirige antes que nadie a su tarea, a paso ligero.
También el hombre de ciencia se puso manos a la obra. Mordió un lápiz durante largo rato antes de decidirse a escribir las primeras palabras; porque aquello iba a ser algo grande, una recopilación de todos sus experimentos y reflexiones de doce años, un trabajo que le había costado, literalmente, sangre, sudor y lágrimas. No obstante, aquello sería sólo un esbozo, o más bien pura Filosofía de la Física, o un poema, o una profesión de fe. Sería una imagen del mundo construida como una bóveda de números y ecuaciones; sin embargo, esas cifras del orden astronómico medían algo distinto a la altura del firmamento: eran el cálculo de la inestabilidad y de la destrucción de la materia.
«Todo lo que existe es un explosivo en bruto y en potencia; pero sea cual sea su índice de inercia, se trata sólo de una insignificante fracción de su fuerza explosiva. Todo lo que ocurre, la revolución de los planetas y los movimientos telúricos, toda entropía, la propia vida, trabajosa e insaciable, todo esto sólo en la superficie, de un modo imperceptible e inconmensurable, roe y ata esa fuerza explosiva llamada materia. Considerad entonces que este lazo que la ata no es sino una tela de araña sobre las extremidades de un titán durmiente; dadme la fuerza para agujerearla y hará temblar la corteza terrestre, lanzará Júpiter sobre Saturno. Y tú, Humanidad, eres sólo una golondrina que ha pegado laboriosamente su nido bajo el tejado de un polvorín cósmico; gorjeas al sol del amanecer mientras en los toneles que tienes debajo vibra en silencio un terrible potencial explosivo».
Sin embargo, Prokop no escribió estas palabras: eran para él sólo una melodía revelada que daba alas a las pesadas frases de su explicación técnica. Para él había más fantasía en una fórmula desnuda y más belleza deslumbrante en una expresión numérica. Así que escribía su poema mediante símbolos, cifras y la horrible jerga del lenguaje académico.
No bajó a desayunar. Por eso Anči fue a verlo y a llevarle leche. Prokop le dio las gracias y en ese momento recordó su sueño, por lo que no se atrevió a mirarla. Observaba tercamente el rincón; dios sabe cómo fue posible que, a pesar de ello, viera cada uno de los dorados pelillos de sus brazos desnudos: nunca se había fijado así en ellos.
Anči se quedó de pie, muy cerca.
—¿Va a escribir? —preguntó vagamente.
—Sí —murmuró, y pensó qué diría ella si, sin más ni más, pusiera la cabeza sobre su pecho.
—¿Todo el día?
—Todo el día. —«Quizás retroceda extremadamente ofendida; pero tiene unos pechos firmes, pequeños y anchos de los que seguramente ni siquiera es consciente. En fin, ¡qué se le va a hacer!».
—¿Quiere algo?
—No, nada. —«Menuda tontería; querría morderle los brazos o algo así; las mujeres nunca saben cuánto lo importunan a uno».
Anči se encogió de hombros algo ofendida.
—Pues bien —y se marchó.
Prokop se levantó y se puso a pasear por la habitación; se enfadó consigo mismo y con ella, y, sobre todo, dejó de apetecerle escribir. Iba recopilando ideas, pero sencillamente se había atascado. Se puso de mal humor y empezó a caminar enojado, de una pared a otra, con la regularidad de un péndulo. Una hora, otra. Abajo sonaba el tintineo de los platos, estaban poniendo la mesa para la comida. Se sentó de nuevo frente a sus papeles y se sujetó la cabeza con las manos. Al rato apareció la sirvienta, que le traía la comida.
Apenas probó la comida y se arrojó sobre la cama malhumorado. Era obvio que ya estaban hartos de él, que también él estaba hasta las narices de todo aquello y que era hora de marcharse. «Sí, mañana mismo». Hizo algunos planes para su futuro trabajo; por razones que le resultaban desconocidas se sentía avergonzado y azorado, y finalmente se durmió como un tronco. Se despertó ya por la tarde con el alma encenagada y el cuerpo contaminado por una pútrida pereza. Deambuló por la habitación, bostezando, y se disgustó sin razón. Oscureció y ni siquiera encendió la luz.
La sirvienta le trajo la cena. Prokop la dejó enfriar y se puso a escuchar lo que ocurría abajo. Los tenedores tintineaban, el doctor refunfuñaba e inmediatamente después de cenar pegó un portazo y se encerró en su habitación. Se hizo el silencio.
Seguro de que ya no se encontraría con nadie, Prokop salió al jardín. Era una noche templada y clara. Ya estaban floreciendo los lilos y la celinda, la constelación Boötes extendía a lo ancho del cielo sus brazos estelares, reinaba un silencio que el lejano ladrido de un perro hizo aún más profundo. Algo luminoso se apoyaba en una cerca de piedra del jardín. Era Anči.
—Es una noche hermosa, ¿verdad? —dejó salir Prokop de su boca, por decir algo, y se apoyó en la cerca junto a ella. Anči no dijo una palabra, tan sólo giró la cara y sus hombros comenzaron a agitarse de un modo inusual e inquieto.
—Esa es Boötes —murmuró entre dientes Prokop en un esfuerzo comunicativo—. Y sobre ella… está Draco, y Cepheus, y allí está Casiopea, esas cuatro estrellitas juntas. Pero tiene que mirar más arriba.
Anči se dio la vuelta y se enjugó algo alrededor de los ojos.
—Aquella brillante —relataba Prokop vacilante— es Pólux, Beta Geminorum. No se enfade conmigo. Le he parecido un maleducado, ¿verdad? Yo… estaba preocupado, ¿sabe? No se lo tome a pecho.
Anči suspiró profundamente.
—¿Y cuál es… aquélla? —dijo en voz baja, temblorosa—. Aquélla más brillante de abajo.
—Ésa es Sirio, en el Can Mayor. También la llaman Alhabor. Y allí, a la izquierda del todo, Arcturus y Spica. Acaba de pasar una estrella fugaz. ¿La ha visto?
—Sí. ¿Por qué se ha enfadado tanto conmigo esta mañana?
—No me he enfadado. Quizás sea… a veces… un poco grosero; pero es que he tenido una vida dura, sabe, demasiado dura: continuamente solo y… como un centinela perdido. No consigo siquiera hablar correctamente. Hoy quería… quería escribir algo hermoso… una especie de oración científica que cualquiera pudiera entender. Pensé que… que se la podría leer a usted. Y ve, todo en mí se ha secado, uno ya se avergüenza de… enardecerse, como si eso fuera una debilidad. O de decir algo. Uno se endurece, ¿sabe? Ya tengo muchas canas.
—Pero le sientan bien —suspiró Anči. A Prokop le sorprendió ese giro del asunto.
—Bueno, sabe —dijo confuso—, no es agradable. Ya va siendo hora… ya va siendo hora de llevarme la cosecha a casa. ¡Lo que harían otros con lo que yo sé! Y yo no he sacado nada, nada, nada en claro de todo esto. Soy sólo
berühmt
[7]
, célèbre
[8]
y
highly esteemed;
[9]
y ni siquiera… lo sabe nadie… en este país. Sabe, creo que mis teorías son bastante malas; yo no tengo cabeza para la teoría. Pero lo que he encontrado no es baladí. Mis explosivos exotérmicos… diagramas… y explosiones atómicas… esto tiene algún valor. Y he publicado apenas la décima parte de lo que sé. ¡Lo que harían otros con eso! Yo ya… ni siquiera entiendo sus teorías; son tan sutiles, tan refinadas… y a mí eso sencillamente me confunde. Soy un espíritu de andar por casa. Acérqueme a la nariz cualquier sustancia, y yo olfatearé inmediatamente qué se puede hacer con ella. Pero entender las implicaciones del asunto… teóricas y filosóficas… no soy capaz de hacerlo. Yo conozco… sólo los hechos; yo los llevo a cabo; se trata de mis hechos, ¿entiende? Y sin embargo… yo… yo percibo en ellos cierta verdad; una enorme verdad general… que pondrá todo patas arriba… cuando explote. Pero esta gran verdad… está en los hechos y no en las palabras. ¡Y por eso, por eso debes ir tras los hechos! Hasta cuando, por ejemplo, te arrancan ambas manos…
Anči, apoyada en el murete, apenas respiraba. Nunca hasta entonces se había explayado tanto aquel lunático malhumorado… y, sobre todo, nunca había hablado de sí mismo. Prokop luchaba a duras penas con las palabras; lo sacudía un enorme orgullo, pero también la timidez y el sufrimiento. Y aunque hablara en integrales, Anči comprendía que ante ella estaba teniendo lugar algo totalmente íntimo y lacerante desde el punto de vista humano.
—Pero lo peor, lo peor —refunfuñó Prokop—. A veces… y aquí especialmente… incluso esto, incluso esto me parece absurdo… e inútil. Incluso esa verdad final… absolutamente todo. Nunca antes me lo había parecido. Para qué, con qué objetivo… Quizá sea más sensato resignarse… simplemente resignarse a eso, a todo eso —entonces señaló con la mano algo a su alrededor—. Sencillamente a la vida. Uno no debe ser feliz; eso te ablanda, ¿sabe? Después todo lo demás te parece superfluo, pequeño… y sin sentido. Se consiguen más logros por desesperación. Por tristeza, por soledad, por aturdimiento. Porque nada te basta. Yo solía trabajar como loco. Pero aquí, aquí he empezado a ser feliz. Aquí he sabido que quizás exista… algo mejor que pensar. Aquí uno simplemente vive… y ve que es algo formidable… sólo vivir. Como vuestro Honzík, como un gato, como una gallina. Todos los animales son capaces… y a mí me resulta tan formidable como si hasta ahora no hubiera vivido. Y así… así he perdido por segunda vez doce años.
Su malherida mano derecha, dios sabe cuántas veces suturada, temblaba sobre la cerca. Anči callaba, y en la oscuridad se podían ver sus largas pestañas; apoyó los codos y el pecho en aquella cerca de mampostería y pestañeó a las estrellas. Entonces sonó un susurro entre la maleza, y Anči se asustó hasta tal punto que se arrojó sobre el hombro de Prokop.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada, seguramente una garduña; irá al patio, por los pollos.
Anči se quedó inmóvil. Sus jóvenes pechos se apoyaban flexible pero totalmente en la mano derecha de Prokop. Quizás, seguro que ella no era consciente del hecho, pero Prokop era más consciente de ello que de cualquier otra cosa en el mundo; temía mover la mano, ya que, en primer lugar, Anči pensaría que la había colocado allí intencionadamente, y en segundo lugar, cambiaría totalmente de postura. Sin embargo, era curioso que esa circunstancia impidiera que siguiera hablando de sí mismo y de su vida desperdiciada.
—Nunca —tartamudeaba confuso—, nunca había estado tan contento… tan feliz como aquí. Su padre es la mejor persona del mundo, y usted… usted es tan joven…
—Yo pensaba que le parecía… demasiado tonta —dijo Anči en voz baja y llena de felicidad—. Nunca había hablado conmigo de este modo.
—Es verdad, nunca hasta ahora —murmuró Prokop. Ambos enmudecieron. Prokop sentía en la mano la ligera agitación de sus pechos; se quedó helado y contuvo la respiración. También ella, por lo que parecía, contenía la respiración en un sordo redolor, ni siquiera parpadeaba y miraba con los ojos muy abiertos al vacío. «¡Oh, acariciar y abrazar! ¡Oh, el vértigo, el primer roce, el halago instintivo y ardiente! ¿Acaso alguna vez hallaste una aventura más embriagadora que esta inconsciente y entregada intimidad? ¡Flor inclinada, cuerpo temeroso y delicado! ¡Si presintieras la agonizante ternura de estas duras manos masculinas que sin un solo movimiento te acarician y estrechan! Si tú… si… si yo hiciera… y abrazara…».
Anči se enderezó con el más natural de los movimientos. ¡Ah, muchacha, así que tú no te has dado cuenta de nada!
—Buenas noches —dijo Anči en voz baja, con el rostro pálido e inescrutable—. Buenas noches —dijo con la voz un poco ahogada. Anči le dio la mano; le dio su mano izquierda con flojedad, estaba como rota, y miró a otra parte. «¿No es como si ella quisiera demorarse? No, ya se va. Duda; no, se queda parada y rompe en trocitos una hoja. ¿Qué más decir? Buenas noches, Anči, y que duerma mejor que yo».