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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (5 page)

VI

En la estación tuvo que esperar una hora y media. Estuvo sentado en el vestíbulo, temblando de frío. La mano herida le palpitaba con un dolor inhumano; cerraba los ojos y entonces le parecía que la mano dolorida crecía, que era tan grande como su cabeza, como una calabaza, como una olla para hervir la colada, y que en toda su extensión se contraía, ardiente, la carne desollada. Aparte de eso estaba mareado hasta la náusea y de la frente le brotaba constantemente el frío sudor de la angustia. No podía mirar las baldosas del vestíbulo, sucias, llenas de escupitajos y de barro, para evitar que se le revolviera el estómago. Se levantó las solapas del abrigo y cayó en un sueño superficial, vencido poco a poco por una infinita indiferencia. Soñó que era de nuevo soldado y que yacía herido a campo abierto; ¿dónde… dónde seguían luchando? En ese momento sonó bruscamente la campana y alguien anunció: «¡Týnice, Duchcov, Moldava, pasajeros al tren!».

Así que ya estaba sentado en el vagón junto a la ventana y lo invadía una alegría desbordante, como si hubiera conseguido engañar a alguien o huir de alguien. «Ahora, amiguito, ya estoy viajando a Týnice y nada me puede detener». Casi soltó una carcajada de júbilo, se repanchingó en su rincón y con enorme agudeza empezó a contemplar a sus compañeros de viaje. Frente a él se sentaban un sastrecillo de cuello delgado, una señora enjuta y morena, y también un individuo con un rostro extrañamente inexpresivo; junto a Prokop, un señor extremadamente gordo, cuya tripa apenas le cabía entre las piernas, y quizás alguien más, eso ya da igual. Prokop no podía mirar por la ventana porque le daba vértigo. Ratata ratata ratata, traqueteaba el tren, todo chirriaba, retumbaba, vibraba por la propia premura. Al sastrecillo se le balanceaba la cabeza a derecha e izquierda, derecha e izquierda. La señora morena, rígida, botaba en su sitio de una forma extraña. El rostro inexpresivo temblaba y se agitaba como un fotograma defectuoso en una película. Y el grueso vecino de asiento…, ése era un montón de gelatina que se bamboleaba, se sacudía, saltaba de un modo tremendamente ridículo. Týnice, Týnice, Týnice, recitaba Prokop con cada una de las revoluciones de las ruedas del tren; ¡más rápido!, ¡más rápido! El tren se caldeaba por la precipitación, hacía calor allí, Prokop sudaba de acaloramiento. El sastrecillo tenía ahora dos cabezas sobre dos cuellos delgados, ambas cabezas temblaban y chocaban una contra otra hasta tintinear como un sonajero. La señora morena seguía brincando en su sitio de un modo burlón y ofensivo; fingía intencionadamente ser un títere de madera. El rostro inexpresivo había desaparecido; en su lugar se sentaba un torso con las manos apoyadas como un peso muerto sobre el regazo; las manos, sin vida, saltaban, pero el torso no tenía cabeza.

Prokop hizo acopio de todas sus fuerzas para poder observar todo bien. Se pellizcó las piernas, pero no sirvió de nada: el tronco seguía sin tener cabeza y se entregaba exangüe al traqueteo del tren. Prokop cayó presa de una horrible angustia; dio un codazo a su grueso compañero de asiento, pero éste sólo se agitó gelatinosamente, y a Prokop le pareció que aquel obeso cuerpo se reía de él sin voz. Ya no podía mirar todo aquello; se giró hacia la ventana, pero allí, como salida de la nada, vio una cara humana. En un principio no supo qué era lo que le resultaba en ella tan chocante; la contempló con los ojos desencajados y se dio cuenta de que era otro Prokop que lo miraba fijamente, con terrorífica atención. «¿Qué quiere?», se horrorizó Prokop. «Dios mío, ¿no habré olvidado el paquete en el piso de Tomeš?» Rápidamente palpó todos los bolsillos y encontró el sobre en el del pecho. Entonces la cara de la ventana sonrió y Prokop sintió un gran alivio. Incluso se atrevió a echar un vistazo al cuerpo sin cabeza; y, ¡vaya!, aquel hombre se había puesto el sobretodo colgado sobre la cabeza y dormía bajo él. A Prokop también le habría gustado hacerlo, pero temía que alguien le robara el sobre lacrado del bolsillo. Sin embargo, el sueño se apoderó de él: estaba insoportablemente cansado; nunca habría podido imaginar que era posible estar tan cansado. Se adormiló, se zafó del sueño con los ojos como platos, para echar de nuevo una cabezada. La señora morena tenía una cabeza botando sobre los hombros y otra que sujetaba en su regazo con ambas manos. Y en lo referente al sastre, en su lugar se sentaba sólo un traje vacío, sin cuerpo, del que asomaba el mazuelo de porcelana de un mortero. Prokop se durmió, pero de repente se despertó sobresaltado con la profunda convicción de estar en Týnice; quizás alguien lo había avisado desde fuera, o el tren había parado.

Se bajó corriendo y vio que ya era de noche. Dos o tres personas se apearon en una estación diminuta y titilante, tras la cual había sólo una oscuridad incierta y nebulosa. Indicaron a Prokop que a Týnice podía ir únicamente en coche de correos, si es que quedaba todavía sitio. El coche de correos no era más que un pescante con un cajón para envíos tras él; y en el pescante ya estaban sentados el cartero y un pasajero.

—Por favor, lléveme a Týnice —dijo Prokop.

El cartero meneó la cabeza con infinita tristeza.

—No puede ser —dijo al instante.

—¿Por qué? ¿Cómo es eso?

—Ya no queda sitio —dijo el cartero con sensatez.

A Prokop se le amontonaron las lágrimas en los ojos de la pena.

—¿Cómo está de lejos… a pie?

El cartero, compasivo, reflexionó.

—Bueno, a una hora —dijo.

—Pero yo… ¡no puedo ir a pie! ¡Debo ir a casa del doctor Tomeš! —protestó Prokop abatido.

El cartero recapacitó.

—¿Es usted… como… paciente?

—Me encuentro mal —musitó Prokop; realmente tiritaba de debilidad y frío.

El cartero caviló y negó con la cabeza.

—Cuando no se puede… —dijo finalmente.

—Yo quepo, yo… si hubiera tan sólo un poquito de espacio, yo…

En el pescante se hizo el silencio. El cartero se rascó el bigote hasta hacerlo crujir. Después, sin decir ni una palabra, se bajó, hizo algo en el tirante y se marchó en silencio hacia la estación. El pasajero sentado en el pescante ni siquiera se movió.

Prokop estaba tan agotado que se tuvo que sentar en el guardarruedas. «No voy a llegar», sintió desesperado; «me quedaré aquí, hasta… hasta que…».

El cartero regresó de la estación con una caja vacía. De algún modo la introdujo en la superficie del pescante y, reflexionando, la observó.

—Bueno, pues siéntese ahí —dijo por fin.

—¿Dónde? —preguntó Prokop.

—Pues… en el pescante.

Prokop se encaramó al pescante de un modo tan sobrenatural que parecía que lo empujaran fuerzas celestiales. El cartero, de nuevo, hizo algo en la correa, se sentó después en la caja con las piernas colgando y cogió las riendas.

—¡Hiii! —dijo.

El caballo no hizo ni un movimiento. Sólo tembló. El cartero azuzó con un suave y gutural «rrr». El caballo sacudió la cola y soltó una sonora ventosidad.

—Rrrrr.

El correo se puso en marcha. Prokop se agarró crispado a la barandilla; sentía que mantenerse en el pescante era algo que sobrepasaba sus fuerzas.

«Rrrrr». Le parecía que aquel canto agudo y rechinante galvanizaba de algún modo al viejo caballo. Corría renqueando, movía la cola y a cada paso soltaba ventosidades perfectamente audibles.

«Rrrrr». Iban por un paseo de árboles desnudos. La oscuridad era negra como la boca del lobo; sólo el tembloroso rayito de luz del faro se arrastraba por el barro. Prokop, con los dedos agarrotados, se aferraba a la barandilla; sentía que había perdido el control de su cuerpo por completo, que no debía caer, que se estaba debilitando sin límite. Alguna que otra ventana iluminada, el paseo, el campo, negro. «Rrrrr». El caballo no paraba de ventosear y trotaba torciendo las patas de un modo rígido y antinatural, como si estuviera muerto hace tiempo.

Prokop miró de soslayo a su compañero de viaje. Era un viejo con el cuello envuelto en una bufanda; masticaba algo sin parar, rumiaba, mascaba y de nuevo lo escupía. Y entonces Prokop recordó que ya había visto antes esa figura. Era aquella cara monstruosa de su sueño, la que crujía sus grandes dientes hasta que quedaban molidos y después escupía los trozos. Era algo extraño y terrorífico.

«Rrrrr». El camino giraba, serpenteaba monte arriba y abajo. Una casa de labor, se oyó a un perro, un hombre pasó por el camino y dijo «buenas noches». Aumentaba el número de casas, avanzaban monte arriba. El correo viró, el agudo «rrrr» cesó repentinamente y el caballo se paró.

—Ahí vive el doctor Tomeš —dijo el cartero.

Prokop quiso decir algo, pero fue incapaz; quería soltar la baranda, pero le resultaba imposible, porque los dedos se le habían agarrotado.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo de nuevo el cartero. Poco a poco el calambre fue desapareciendo y Prokop se apeó del pescante. Le temblaba todo el cuerpo. Como de memoria, abrió el portillo y llamó al timbre de la puerta. En el interior un ladrido furioso y una voz joven: «¡Honzík, silencio!». La puerta se abrió, y, moviendo con dificultad la lengua, Prokop preguntó:

—¿Está el doctor en casa?

Silencio durante un instante; después la voz joven dijo:

—Pase.

Prokop se quedó de pie en un cuarto cálido; sobre la mesa una lámpara y la cena, olía a madera de haya. Un hombre mayor con unas gafitas en la frente se levantó de la mesa, se acercó a Prokop y dijo:

—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted?

Prokop, frunciendo el ceño, intentó recordar para qué estaba allí.

—Yo… es que… —comenzó—, ¿está su hijo en casa?

El hombre mayor observó atentamente a Prokop.

—No está. ¿Qué le ocurre?

—Jirka… Jiří —balbuceó Prokop—, yo soy… amigo suyo y le traigo… tengo que darle… —sacó del bolsillo el sobre lacrado—. Es… un asunto importante y… y…

—Jirka está en Praga —lo interrumpió el hombre mayor—. ¡Pero, hombre, por lo menos siéntese!

Prokop se sorprendió lo indecible.

—Siempre decía… decía que iba a venir aquí. Yo tengo que darle… —el suelo se tambaleaba bajo él y comenzó a inclinarse.

—Anička, una silla —gritó el anciano con una voz extraña.

Prokop alcanzó a escuchar todavía un grito ahogado antes de caer redondo al suelo. Una oscuridad insondable se cernió sobre él, y después ya no hubo nada.

VII

No había nada. Tan sólo parecía que de cuando en cuando se abría un claro en la niebla: surgía el dibujo de una pared pintada, la moldura tallada de un armario, la esquina de una cortina o el friso del techo; o una cara se inclinaba sobre él, como sobre la boca de un pozo, una cara cuyos rasgos, sin embargo, no podía discernir. Sucedía algo, alguien humedecía de vez en cuando su boca, ardiente, o levantaba su cuerpo inerte, pero todo desaparecía en fragmentos de sueño que iban discurriendo. Eran paisajes, dibujos de alfombras, cálculos diferenciales, esferas de fuego, fórmulas químicas; sólo en ocasiones algo salía a la superficie y se convertía durante un instante en un sueño más nítido, para a continuación volver a desvanecerse en la corriente principal de la inconsciencia.

Finalmente llegó el momento en que volvió en sí. Vio sobre él un techo cálido y seguro con un friso de estuco. Sus ojos encontraron sus propias manos, mortecinamente blancas, sobre una colcha de flores; tras ellas hallaron el borde de la cama, un armario y una puerta blanca: todo agradable, tranquilo y ya familiar. No tenía ni idea de dónde se encontraba; quería reflexionar sobre ello, pero tenía la cabeza insufriblemente débil. Todo comenzó a resultar confuso de nuevo, así que cerró los ojos y descansó en un estado de resignada debilidad.

La puerta chirrió bajito. Prokop abrió los ojos y se sentó en la cama, como si algo lo hubiera impulsado. Y junto a la puerta apareció una muchacha, más bien espigada y rubia, con unos ojos claros y atónitos, la boca medio abierta por la sorpresa, que apretaba contra su pecho una tela de lienzo blanco. Indecisa, no hizo ni un movimiento, agitó sus largas pestañas y su boquita rosada comenzó a sonreír, insegura y con timidez.

Prokop frunció el ceño: buscaba con esfuerzo algo que decir, pero tenía la cabeza totalmente en blanco. Movía los labios sin decir palabra y observaba a la chica con ojos algo severos que intentaban recordar.


Gunumai se, anassa
—se le agolparon las palabras en la boca, de repente y casi sin darse cuenta—,
¿theos ny tis e brotos essi? Ei men tis theos essi, toi uranom euryn echusin, Artemidi se ego ge, Dios kure megaloio, eidos te megethos te t'anchista eisko
—y así sucesivamente, verso tras verso, brotó el saludo divino con el que Ulises se dirigió a Nausícaa
[3]
—. Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal. Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida a Ártemis, hija del gran Zeus, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu natural. Y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe de alegrarse a todas horas intensamente cuando ven a tal retoño salir a las danzas.

La muchacha, sin mover ni un músculo, como petrificada, escuchó aquel saludo en una lengua desconocida; y en su suave frente se acumuló tanta confusión, sus ojos parpadeaban de un modo tan infantil y tan temeroso, que Prokop duplicó el fervor de Ulises arrojado a la orilla, apenas comprendiendo él mismo el sentido de sus palabras.


Keinos d'au per i keri makartatos
—recitaba con rapidez—. Y dichosísimo en su corazón, más que otro alguno, quien consiga, descollando por la esplendidez de sus donaciones nupciales, llevarte a su casa como esposa. Que nunca se ofreció a mis ojos mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte.

Sebas m'echei eisoroonta.
La joven se ruborizó, como si comprendiera el saludo del héroe griego. Una torpe y encantadora confusión la tenía atada de pies y manos, y Prokop, entrelazando sus manos sobre la colcha, habló como si rezara.


Delo de pote
—continuó cada vez más rápido—, solamente una vez vi algo que se te pudiera comparar, en un joven retoño de palmera que creció en Delos, junto al ara de Apolo (estuve allá con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual habían de seguirme numerosos males): de suerte que a la vista del retoño, quedéme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquél. De la misma manera te contemplo con admiración, ¡oh, mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un mal muy grande.

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