Deidia d'ainos:
sí, tenía mucho miedo, pero también la muchacha lo tenía, y apretaba contra su pecho aquella sábana blanca sin apartar los ojos de Prokop, que se apresuraba a expresar su sufrimiento:
—Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanencia en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que desamparé la isla Ogygia, y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que hayan acabado, antes los dioses deben depararme muchas todavía. —Prokop respiró con dificultad y alzó sus manos, espantosamente demacradas—.
¡Alla, anass', eleaire!
Pero tú, ¡oh, reina!, apiádate de mí, ya que eres la primera persona a la que me acerco después de sufrir tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa.
Entonces el rostro de la joven se serenó hasta cierto punto, sus húmedos labios se entreabrieron. Quizás Nausícaa se dispusiera a intervenir, pero Prokop todavía quería bendecirla por esa nubecilla de adorable compasión que sonrosaba sus mejillas.
—
Soi de theoi tosa doien, hosa fresi sesi menoinas.
Y los dioses te concedan cuanto tu corazón anhele: marido, familia y feliz concordia, pues no hay nada mejor ni más útil que cuando gobiernan su casa el marido y la mujer con ánimo acorde, lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a quienes los quieren, y son ellos quienes más aprecian sus ventajas.
Las últimas palabras de Prokop apenas fueron un susurro. Él mismo entendía con dificultad lo que estaba recitando: brotaba con fluidez y ajeno a su voluntad desde algún rincón desconocido de su memoria. Hacía ya casi veinte años que, a duras penas, se había abierto paso a través de la dulce melodía del canto número seis. Le produjo incluso alivio físico dejarlo fluir libremente; su cabeza ganó en ligereza y claridad, se sentía casi en la gloria en aquella laxa y dulce debilidad, y tembló en sus labios una sonrisa confusa.
La muchacha sonrió, se movió y dijo:
—¿Y bien? —avanzó un pasito y se echó a reír—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—No lo sé —dijo Prokop inseguro.
Entonces se abrió de par en par la puerta entreabierta e irrumpió en el cuarto una cosa pequeña y peluda que dio un ladrido y saltó a la cama sobre Prokop.
—¡Honzík —gritó la chica asustada—, abajo!
Pero el perrillo ya estaba lamiéndole la cara a Prokop y, presa de una alegría frenética, se arrebujaba en la colcha. Prokop se echó la mano a la cara para limpiarse, y, pasmado, sintió bajo ella una barba. «Pero qué… qué», tartamudeó, y enmudeció por la sorpresa. El perro empezó a desvariar: mordía con desbordante ternura las manos de Prokop, gañía, bufaba, y, ¡toma!, alcanzó con su húmedo morro incluso el pecho.
—¡Honzík —gritaba la muchacha—, estás loco! ¡Deja al señor! —corrió hacia la cama y cogió al perrillo en sus brazos—. ¡Por Dios, Honzík, eres un tonto!
—Déjelo —pidió Prokop.
—Pero si tiene usted la mano herida —objetó la chica con gran seriedad, estrechando contra su pecho al perro, que luchaba por desasirse.
Prokop miró su mano derecha sin entender. Desde el pulgar y a lo largo de la palma de la mano se extendía una ancha cicatriz, cubierta por una pielecilla nueva, delgada, rojiza, que le provocaba un agradable picor.
—¿Dónde… dónde estoy? —se sorprendió.
—En nuestra casa —dijo ella con una extremada naturalidad que en seguida tranquilizó a Prokop.
—En vuestra casa —repitió con alivio, aunque no tenía la más mínima idea de dónde era eso—. ¿Y durante cuánto tiempo?
—Veinte días. Y todo el tiempo… —la muchacha quiso decir algo, pero se lo calló—. Honzík ha estado durmiendo con usted —añadió rápidamente, y se sonrojó sin saber por qué, mientras mecía al perro como a un niño pequeño—. ¿Lo sabía?
—No lo sabía —intentó recordar Prokop— ¿Es que he estado durmiendo?
—Todo el tiempo —espetó—. Ya era hora de que se fuera despertando —puso al perro en el suelo y se acercó a la cama—. ¿Se encuentra mejor…? ¿Quiere algo?
Prokop negó con la cabeza; no se le ocurría nada que pudiera querer.
—¿Qué hora es? —preguntó inseguro.
—Las diez. No sé qué le está permitido comer; cuando venga papá… Papá se pondrá tan contento… ¿Quiere algo?
—Un espejo —dijo Prokop vacilando.
La muchacha rompió a reír y salió corriendo. A Prokop le zumbaba la cabeza: continuamente intentaba recordar y continuamente se le escapaba todo. Y allí estaba ya la muchacha, diciendo algo y dándole un espejo. Prokop quiso levantar la mano, pero, dios sabe por qué, le resultó imposible. La chica le colocó el mango entre los dedos, pero el espejo cayó sobre la colcha. La muchacha palideció, se inquietó y le puso el espejo ante los ojos. Prokop echó un vistazo: vio una cara con la barba crecida y un rostro casi desconocido. Observaba y no lograba comprender, y le empezaron a temblar los labios.
—Túmbese, túmbese en seguida otra vez —le ordenó una fina vocecilla casi llorosa, y unas rápidas manos le colocaron la almohada. Prokop se echó boca arriba y cerró los ojos. «Sólo voy a echar una cabezadita», pensó, y se hizo el silencio, dulce, profundo.
Alguien le estaba tirando de la manga. «Vamos, vamos», decía ese alguien, «ya tendríamos que ir despertándonos, ¿no?». Prokop abrió los ojos y vio a un anciano con una calva sonrosada y una barba blanca, gafitas doradas en la frente y una mirada vivaz.
—Deje de dormir, honorable señor —dijo—, ya es suficiente; o se despertará en el otro mundo.
Prokop, sombrío, miró de arriba abajo al anciano. Le apetecía echar una cabezadita.
—¿Qué quiere? —dijo porfiando—. ¿Y… con quién tengo el honor?
El anciano se echó a reír.
—El doctor Tomeš, para servirle. Usted no se ha dignado a reparar en mi existencia hasta ahora, ¿verdad? Pero no se preocupe por eso. Bueno, ¿cómo nos encontramos?
—Prokop —dijo el enfermo con frialdad.
—Bien, bien —respondió el doctor con satisfacción—. Y yo que pensaba que era usted la Bella Durmiente. Y ahora, señor ingeniero —dijo animado—, tenemos que echarle un vistazo. Bueno, no ponga mala cara —le escamoteó el termómetro de debajo de la axila y emitió un leve gruñido—. Treinta y ocho. Hombre de dios, está usted hecho una birria. Tenemos que alimentarlo, ¿verdad? No se mueva.
Prokop sintió en el pecho una suave calva y una oreja fría que lo recorrió de un hombro a otro, del abdomen a la garganta, movimiento acompañado de un confortante refunfuño.
—Bueno, maravilloso —dijo por fin el doctor, y se colocó las gafas ante los ojos—. A la derecha se oye un ruidillo y el corazón… bueno, eso se arreglará, ¿verdad? —se inclinó hacia Prokop, le metió los dedos entre el pelo y, a la vez, con el pulgar, le levantó y le echó hacia atrás un párpado—. Se acabó el dormir, ¿lo hemos entendido? —dijo mientras examinaba algo en las pupilas—. Conseguiremos unos libros y leeremos. Comeremos algo, nos beberemos un vasito de vino y… ¡No se mueva! Que no voy a morderle.
—¿Qué me pasa? —preguntó Prokop con timidez.
El doctor se incorporó.
—Bueno, ahora ya nada. Escuche, ¿cómo llegó usted hasta aquí?
—¿Dónde es aquí?
—Aquí, a Týnice. Le recogimos del suelo y… ¿Pero, hombre, de dónde ha venido?
—No sé. De Praga, ¿no? —recordó Prokop.
El doctor sacudió la cabeza.
—¡En tren desde Praga! ¡Con una inflamación de las meninges! ¿Es que había perdido el juicio? ¿Sabe usted lo que es eso?
—¿Qué?
—Una meningitis. En su variante letárgica. Y además de eso, una pulmonía. Cuarenta grados, ¿eh? Amigo, con algo así uno no se va de excursión. Y sabe que… Bueno, enséñeme en seguida la mano derecha.
—Eso… eso es sólo un rasguño —se defendió Prokop.
—Bonito rasguño. Una infección de la sangre, ¿entiende? Cuando se recupere, le diré que ha sido… que ha sido un burro. Discúlpeme —dijo con digno enfado—, por poco digo algo peor. ¡Una persona con estudios, y no se da cuenta que tiene para tres
exitus
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!
¿Pero cómo pudo mantenerse siquiera en pie?
—No lo sé —susurró Prokop avergonzado.
El doctor quería seguir con la reprimenda, pero rezongó e hizo un gesto con la mano.
—¿Cómo se encuentra? —comenzó con severidad—. Algo atontado, ¿no? Nada de memoria, ¿verdad? Y aquí, aquí un poco —se dio unas palmadas en la frente—, un poco flojo, ¿eh?
Prokop guardó silencio.
—Así que ahora, señor ingeniero —siguió el doctor con el sermón—, no hay que preocuparse por eso. Durará algún tiempo, ¿eh? ¿Me entiende? No puede forzar la cabeza. Nada de pensar. La recuperará… por partes. Sólo un trastorno pasajero, una ligera amnesia, ¿me entiende? Se le pasará por sí solo, ¿eh? ¿Me entiende?
El doctor gritaba, sudaba y se exasperaba, como si discutiera con un sordomudo. Prokop lo observaba con atención y dijo con tranquilidad:
—¿Entonces me quedaré imbécil?
—Pero no, no —se alteró el doctor—. Totalmente descartado. Pero sencillamente… durante algún tiempo… trastorno de la memoria, problemas de concentración, cansancio y síntomas de ese tipo, ¿me entiende? Alteraciones en la coordinación, ¿comprende? Descanso. Tranquilidad. No hacer nada. Honorable señor, dé gracias a Dios por haber sobrevivido.
—Sobrevivido —repitió tras un instante, y se sonó la nariz alegremente en un pañuelo—. Escuche, nunca había tenido un caso como éste. Usted vino con un delirio de aúpa, cayó redondo al suelo, y
finis,
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me despido de ustedes. ¿Qué tenía que hacer con usted? El hospital está lejos, y la chica por usted… esto… lloraba a moco tendido… y al fin y al cabo, vino usted como invitado a visitar… a Jirka, a mi hijo, ¿o no? Así que lo acogimos aquí, ¿me entiende? Bueno, para nosotros no es molestia. Pero nunca había visto a un invitado tan entretenido. ¡Dormir veinte días del tirón, muchas gracias! Mientras mi colega, el jefe médico, le sajaba la mano, ni siquiera se dignó usted a despertarse, ¿eh? Un paciente tranquilo, a fe mía que sí. Bueno, eso ya da igual. Menos mal que ya se ha recuperado, hombre —el doctor se dio unas sonoras palmadas en los muslos—. ¡Diablos, deje ya de dormir! Caballero, eh, caballero, podría usted dormirse ya para toda la eternidad, ¿me oye? ¡Maldita sea, haga un esfuerzo por dominarse un poco! Déjelo ya, ¿me oye?
Prokop asintió con flojedad; sentía que un velo se interponía entre él y la realidad, un velo que lo envolvía todo, lo nublaba y lo silenciaba.
—¡Andula —escuchó en la lejanía una voz agitada—, vino! ¡Trae vino!
Unos pasos rápidos, una conversación que parecía desarrollarse bajo el agua, y el refrescante sabor del vino que le resbalaba garganta abajo. Abrió los ojos y vio a la muchacha inclinada sobre él.
—No puede usted dormir —dijo la muchacha alterada, y sus larguísimas pestañas se agitaron, como cuando late el corazón.
—No lo haré —se disculpó Prokop obediente.
—Se lo ruego, honorable señor —el doctor trasteaba junto a la cama—. Vendrá de la ciudad el jefe médico, de modo extraordinario, para una consulta. Que vea que nosotros los matasanos de pueblo también sabemos algo, ¿o no? Tiene usted que aguantar —con excepcional habilidad levantó a Prokop y le colocó las almohadas tras la espalda—. Así, ahora el señor se quedará sentado; y dejará el sueño hasta después de comer, ¿verdad? Yo tengo que ir a la consulta. Y tú, anda, siéntate aquí y cotorrea; en otras ocasiones hablas por los codos, ¿no? Y si quisiera dormir, llámame; ya me las arreglaré yo con él —se dio la vuelta junto a la puerta y refunfuñó—. Pero… me alegro, ¿entiende? ¿Eh? ¡Así que cuidado!
Los ojos de Prokop se deslizaron hasta la joven. Estaba sentada algo más allá, con las manos en el regazo, y por Dios que no sabía de qué hablar. Entonces levantó la cabeza y entreabrió la boca. Escuchemos qué sale de sus labios; pero por de pronto sólo se avergonzó, se lo calló y bajó aún más la cabeza. Se veían sólo sus largas pestañas, temblando sobre las mejillas.
—Papá es tan brusco —dijo finalmente—. Está tan acostumbrado a gritar… a pelearse… con los pacientes… —el material, por desgracia, se le había acabado. Sin embargo (como caído del cielo) apareció en sus dedos un delantal, que se dejó doblar durante largo rato de múltiples e interesantes formas bajo la atenta ondulación de sus curvas pestañas.
—¿Qué es ese tintineo? —preguntó Prokop tras largo rato.
Ella giró la cabeza hacia la ventana; tenía un hermoso cabello rubio que le iluminaba la frente y un jugoso brillo en sus labios húmedos.
—Son las vacas —dijo con alivio—. Ahí hay una casa de labor, ¿sabe? Esta casa forma parte también de una hacienda. Papá tiene un caballo y un carro… Se llama Fricek.
—¿Quién?
—El caballo. Usted nunca ha estado en Týnice, ¿verdad? Aquí no hay nada. Sólo paseos de árboles y campo… Cuando vivía mamá, aquí era todo más alegre; nuestro Jirka solía venir de visita… Ya hace más de un año que no viene; discutió con papá y… ni siquiera escribe. Ni siquiera se permite hablar de él en casa… ¿Lo ve a menudo?
Prokop negó con la cabeza con decisión. La muchacha suspiró y quedó absorta en sus pensamientos.
—Él es… no sé. Un poco raro. Aquí no hacía otra cosa que pasearse con las manos en los bolsillos y bostezar… Ya sé que aquí no hay nada; pero aun así… Papá también está contento de que se haya quedado en nuestra casa —finalizó de forma rápida y algo inconexa.
Fuera, en alguna parte, comenzó a cacarear, ronco y ridículo, un joven gallo. De repente, allí abajo, estalló una especie de agitación gallinácea: se podía oír un salvaje «co-co-co» y el ladrido del perro, gruñendo victorioso. La joven se levantó de un salto. «¡Honzík persigue a las gallinas!». Pero en seguida se sentó de nuevo, decidida a abandonar a las gallinas a su fortuna. Reinaba un silencio agradable y diáfano.
—No sé de qué hablar —dijo al rato con la más hermosa sencillez—. Le leeré el periódico, ¿quiere?
Prokop sonrió. Allí estaba ella, con el periódico ya en la mano, y atacando con valentía el editorial. El equilibro financiero, los presupuestos del Estado, un crédito en descubierto… La encantadora e insegura vocecilla recitaba sosegada aquellos asuntos infinitamente serios, y Prokop, que sencillamente no la escuchaba, se sintió mejor que si durmiera profundamente.