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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (13 page)

—¿Qué es lo que quiere? —se le escapó a Prokop.

Entonces el señor Carson se sentó junto a él en el catre, lo cogió de la mano con gran efusividad y dijo de repente con una voz totalmente distinta: «No se alarme. Puede ganar un montón de millones».

XVII

Prokop, estupefacto, levantó la mirada hacia el señor Carson. Para su sorpresa, ahora ya no tenía esa cara de perrillo, radiante por la satisfacción: todo en aquel hombrecillo fervoroso se había vuelto serio y severo, los ojos quedaron ocultos tras sus pesados párpados y sólo a ratos conseguían abrirse paso con un corte opaco.

—No sea tonto —profirió contundente—. Véndanos la krakatita y asunto concluido.

—¿Cómo puede saber…? —susurró Prokop.

—Se lo contaré todo. Palabra de honor, todo. Vino a visitarnos el señor Tomeš. Trajo los ciento cincuenta gramos y la fórmula. Por desgracia no trajo el método de fabricación. Ni él ni nuestros químicos han sido capaces de descubrir cómo producirla. Es algún tipo de truco, ¿verdad?

—Sí.

—Hum. Quizás lo descubran sin su ayuda.

—No lo descubrirán.

—El señor Tomeš… sabe algo, pero se anda con secretismos. Ha trabajado en nuestro laboratorio a puerta cerrada. Es un químico terriblemente malo, pero más astuto que usted. Al menos no se va de la lengua acerca de lo que sabe. ¿Por qué se lo dijo? Es un inútil, sólo sirve para sacar anticipos. Tenía que haber venido usted mismo.

—Yo no lo mandé en mi nombre —gruñó Prokop.

—Ahá —exclamó Carson—, tremendamente interesante. Vino a vernos ese señor Tomeš…

—¿A quién, exactamente?

—A nosotros. Las fábricas de Balttin. ¿Las conoce?

—No.

—Una empresa extranjera. Increíblemente moderna. Un laboratorio experimental para nuevos explosivos. Fabricamos keramit, metilnitrato, cristal amarillo y ese tipo de cosas. Principalmente para el ejército. Patentes secretas. Usted nos venderá la krakatita, ¿verdad?

—No. ¿Y Tomeš está allí con ustedes?

—Ahá, el señor Tomeš. Espere, es la monda. El tipo viene a vernos y dice: tengo un recado de mi amigo Prokop, un genio de la química. Murió en mis brazos y con el último aliento, jaja, me reveló… Jajaja, increíble, ¿verdad?

Prokop sonrió sólo de medio lado.

—¿Y Tomeš sigue hasta ahora… en Balttin?

—Espere. Es comprensible, primero lo retuvimos… por espionaje. Vienen muchos a nuestro laboratorio, ¿sabe? Y esa sustancia, la krakatita, la enviamos a analizar.

—¿Resultado?

Carson levantó los brazos hacia el cielo.

—¡Fa-fabuloso!

—¿Cuál es su velocidad de detonación? ¿Qué Q han encontrado? ¿Qué t? ¡Cifras!

El señor Carson dejó caer los brazos, que resonaron con una palmada, y abrió como platos los ojos, asombrado.

—¡Hombre, cómo que cifras! El primer experimento… un cincuenta por ciento de almidón… y el dinamómetro saltó en pedazos. Un ingeniero y dos técnicos de laboratorio… también en pedazos. ¿Se lo puede creer? Experimento número dos: prueba del bloque de plomo de Trauzl, noventa por ciento de vaselina, y ¡bum! Se llevó por delante el techo y un operario muerto; del bloque quedaron sólo restos carbonizados. Así que se pusieron con ello los militares; se rieron de nosotros… diciendo que éramos unos inútiles… como un herrero de pueblo. Les entregamos un poco; lo metieron en un cañón, con carbón vegetal machacado. Un resultado impresionante. Siete cañoneros y el capitán… Después encontraron una pierna a tres kilómetros de distancia. Doce muertos en dos días, ahí tiene las cifras, ¡jaja! Fabuloso, ¿eh?

Prokop intentó decir algo, pero se lo calló. Doce muertos en dos días, ¡diablos! El señor Carson se acariciaba las rodillas y estaba radiante.

—El tercer día lo dejamos. Sabe, la impresión que se da es terrible cuando… cuando hay tantos casos así. Sólo fluidificamos la krakatita… unos treinta gramos… en glicerina y similares. El cerdo del técnico de laboratorio se dejaría la espátula olvidada por ahí, y por la noche, cuando el laboratorio estaba cerrado con llave…

—… explotó —prorrumpió Prokop.

—Sí. A las diez treinta y cinco. El laboratorio quedó hecho astillas, además de eso otros dos edificios… Se llevó consigo unas tres toneladas de metilnitrato Probst… Resumiendo, unos sesenta muertos, en fin. Ya se sabe, una investigación exhaustiva, etc., etc. Resultó que no había nadie en el laboratorio, que por lo visto explotó…

—… por sí misma —completó la frase Prokop, casi sin respirar.

—Sí. ¿A usted también?

Prokop hizo un lóbrego gesto afirmativo con la cabeza.

—Ya ve —dijo el señor Carson rápidamente—. No es ninguna tontería. Una sustancia tremendamente peligrosa. Véndanosla, y asunto concluido, se la quita de encima. ¿Qué iba a hacer usted con eso?

—¿Y qué va a hacer usted? —dijo entre dientes Prokop.

—Nosotros ya… nosotros estamos equipados para ello. Señor, un par de muertos… Pero sería una pena perderlo a usted.

—Pero la krakatita que había en la caja de porcelana no explotó —señaló Prokop pensando con empeño.

—Gracias a dios, no. ¡Qué va!

—Y ocurrió de noche —siguió reflexionando Prokop.

—A las diez y treinta y cinco. Exactamente.

—Y esa espátula con krakatita estaba encima de una placa de cinc… de metal —afirmó Prokop.

—Eso no tiene nada que ver —balbució el hombrecillo algo confuso; se mordía los labios y se puso a pasearse por el laboratorio—. Seguramente… seguramente fue la oxidación —llegó a la conclusión tras un instante—. Algún proceso químico. La mezcla con glicerina tampoco explotó.

—Porque no es conductora —farfulló Prokop—. O no puede ionizar, no sé.

El señor Carson se detuvo ante él con las manos en la espalda.

—Es usted muy agudo —reconoció—. Debería usted ganar mucho dinero. Sería una pena que se quedara aquí.

—¿Sigue Tomeš en Balttin? —preguntó Prokop, controlándose con todas sus fuerzas para que pareciera que le era indiferente.

Al señor Carson le brillaron los ojos tras las gafas.

—Lo tenemos a la vista —dijo elusivo—. Seguro que no va a volver aquí. Venga con nosotros… quizás lo encuentre, ya que tanto le in-te-re-sa —silabeó con énfasis.

—¿Dónde está? —repitió Prokop con obstinación, dando a entender que en caso contrario no hablaría. El señor Carson agitó los brazos como un pájaro.

—Bueno, huyó —añadió, ante la mirada atónita de Prokop.

—¿Huyó?

—Se esfumó. Una vigilancia insuficiente, condenadamente listo. Se comprometió a desarrollar la krakatita hasta el final. Lo intentó… unas seis semanas. Nos costó una barbaridad de dinero. Después desapareció, el muy desgraciado. No sabría qué hacer, ¿no? Es un inútil.

—¿Y dónde está?

El señor Carson se inclinó hacia Prokop.

—Desgraciado. Ahora le ofrecerá la krakatita a otro país. Y además les ha llevado también nuestro metilnitrato, el bribón. Han picado el anzuelo, ahora trabaja para ellos.

—¿Dónde?

—No me está permitido decirlo. Por mi honor, no puedo. Y cuando puso pies en polvorosa, fui a, jaja, a visitar su tumba. Piedad, ¿no? Era usted un genio de la química, y aquí no lo conoce nadie. Eso sí que me llevó trabajo, amigo. Tuve que poner anuncios como loco. Está claro que se dieron cuenta… los otros, ¿sabe? ¿Me entiende?

—No.

—Entonces venga a echar un vistazo —dijo presto el señor Carson, y se dirigió a la pared de enfrente—. Aquí —dijo dando golpecitos en un tablón.

—¿Qué es eso?

—Una bala. Alguien estuvo aquí.

—¿Y quién le disparó?

—Yo, quién si no. Si usted se hubiera colado aquí… por la ventana… hace unos catorce días, quizás alguien le hubiera… encañonado sin compasión.

—¿Quién?

—Eso da igual, este u otro país. Aquí, amigo, se han ido turnando grandes potencias. Y usted, mientras tanto, jaja, pescando en algún sitio, ¿eh? ¡Un tipo fabuloso! Pero escuche, querido —dijo de repente con preocupación—, mejor que no se le ocurra ir por ahí solo. Nunca, a ningún sitio, ¿entiende?

—¡Tonterías!

—Espere. No se trata de soldados de infantería. Es gente que pasa muy desapercibida. Hoy en día estas cosas se hacen… con muchísima discreción —el señor Carson se detuvo junto a la ventana y tamborileó en el cristal—. No tiene ni idea de la cantidad de cartas que recibí en respuesta al anuncio. Me escribieron unos seis Prokop… ¡Venga rápido a echar un vistazo!

Prokop se acercó a la ventana.

—¿Qué ocurre?

El señor Carson simplemente señaló con su corto dedo hacia la carretera. Un joven en velocípedo, en una lucha desesperada por mantener el equilibrio, iba haciendo eses, mientras cada una de las ruedas mostraba una terca inclinación por ir en dirección opuesta. El señor Carson dirigió a Prokop una mirada interrogante.

—Estará aprendiendo a montar —estimó Prokop inseguro.

—Es un torpe de marca mayor, ¿verdad? —dijo Carson, y abrió la ventana—. ¡Bob! —El joven de la bicicleta se quedó clavado en el sitio.


Yessr.
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Go to the town for our car!
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Yessr
—y pisando los pedales, el joven ciclista salió pitando hacia la ciudad. El señor Carson se apartó de la ventana.

—Irlandés. Un chico muy resuelto. ¿Qué quería decir? Ahá. En fin, que se dirigieron a mí seis Prokop… Reuniones en diversos lugares, sobre todo por la noche… la monda, ¿eh? Lea esta nota.

«Venga mañana a las diez de la noche a mi laboratorio, ing. Prokop», leyó Prokop como en un sueño.

—Pero si esta letra… es casi… ¡idéntica a la mía!

—Ya ve —se rió a carcajadas Carson—. Amigo, esto es un campo de minas. ¡Venda la krakatita y quédese tranquilo!

Prokop negó con la cabeza. El señor Carson le dirigió una mirada penetrante, insistente.

—Puede pedir… digamos… veinte millones. Véndanos la krakatita.

—No.

—Le devolveremos todo. Veinte millones. ¡Hombre, véndala!

—No —dijo Prokop a duras penas—. No quiero tener nada que ver… con sus guerras. No quiero.

—¿Qué tenemos aquí? Un químico genial que… ¡vive en una caseta hecha de tablones! ¡Compatriotas!: eso no existe. Una gran persona no tiene compatriotas. ¡No se ande con remilgos! Véndala y…

—No quiero.

El señor Carson se metió las manos en los bolsillos y bostezó.

—¡Guerras! ¿Piensa que va a evitarlas? ¡Bah! Venda y no se preocupe de nada. Usted es un erudito… ¿Qué le importan a usted los demás? ¡Guerras! Venga, no sea ridículo. Mientras los hombres tengan uñas y dientes…

—No la venderé —murmuró Prokop entre dientes. El señor Carson se encogió de hombros.

—Como quiera. Ya lo descubriremos nosotros solos. O Tomeš. Da lo mismo.

Durante un momento se hizo el silencio.

—A mí me da igual —dijo por fin Carson—. Si le resulta más agradable, iremos con ella a Francia, a Inglaterra, a donde quiera, incluso a China. Nosotros dos, ¿sabe? Allí nadie nos pagaría. Sería usted un idiota si la vendiera por veinte millones. Confíe en Carson. ¿Y bien?

Prokop negó rotundamente con la cabeza.

—Tiene carácter —sentenció el señor Carson con admiración—. Tiene todo mi respeto. Es algo que me encanta. Escuche, le diré algo. El más absoluto secreto. Sellémoslo con un apretón de manos.

—No voy a preguntar por sus secretos —gruñó Prokop.

—Bravo. Un hombre discreto. Es usted de los míos, caballero.

XVIII

El señor Carson se sentó y encendió un grueso cigarro, mientras tanto cavilaba con ahínco.

—Jaja —dijo tras un instante—. Así que a usted también le explotó aquí. ¿Cuándo fue? Fecha.

—… Ya no me acuerdo.

—¿Día de la semana?

—… No lo sé. Creo que… dos días después del domingo.

—Así que el martes. ¿Y a qué hora?

—Más o menos… algo después de las diez de la noche.

—Correcto —el señor Carson, pensativo, exhaló el humo—. A nosotros nos explotó por primera vez… como usted gusta decir, «por sí misma»,… el martes a las diez y treinta y cinco. ¿Vio usted algo cuando ocurrió?

—No. Estaba durmiendo.

—Ahá. También explotó el viernes, alrededor de las diez y media. El martes y el viernes. Lo hemos comprobado —explicó ante la mirada aturdida de Prokop—. Dejamos sobre la mesa un miligramo de krakatita y lo vigilamos día y noche. Explotó el martes y el viernes, a las diez y media. Siete veces. Una vez también el lunes, a las diez y veintinueve. Sí.

Prokop se limitó a quedarse pasmado en silencio.

—Entonces una chispa azul recorre la krakatita —añadió el señor Carson ensimismado— y luego explota.

Se hizo un silencio tal, que Prokop podía escuchar el tictac del reloj de Carson.

—Jaja —dijo en voz baja el señor Carson y pasó la mano con desesperación por su mata de cabello pelirrojo.

—¿Qué quiere decir? —estalló Prokop. El señor Carson tan sólo se encogió de hombros.

—¿Y usted? —dijo Carson— ¿Qué pensó usted cuando aquello… «por sí mismo»… le explotó? ¿Y bien?

—Nada —dijo elusivo Prokop—. No he reflexionado sobre ello… durante tanto tiempo. —El señor Carson ladró algo ofensivo—. Es decir —se corrigió Prokop—, entonces se me ocurrió que podrían ser… quizás… las ondas electromagnéticas.

—Ahá. Las ondas electromagnéticas. Nosotros también lo habíamos pensado. Una idea estupenda, pero estúpida. Por desgracia, absolutamente estúpida. Sí. —Ahora Prokop estaba realmente desconcertado—. Ante todo —reflexionó Carson—, las ondas no pululan por el mundo sólo los martes y los viernes a las diez y media, ¿no? Y en segundo lugar, hombre, se le podía haber ocurrido que hicimos el experimento de inmediato. Con onda corta, onda larga, con todas las ondas habidas y por haber. Y su krakatita no hizo con ellas ni esto —señaló algo minúsculo en su uña—. Pero el martes y el viernes… a las diez y media… se le mete en la cabeza explotar «por sí misma». ¿Y sabe qué más? —Prokop no tenía ni idea—. Además esto. Desde hace algún tiempo… medio año aproximadamente… las estaciones sin hilos europeas tienen un cabreo terrible. Sabe, algo interfiere en sus comunicaciones. Con total regularidad. Casualmente… siempre los martes y los viernes a las diez y media de la noche. ¿Qué me dice?

Prokop no dijo nada, sólo se frotó la frente.

—Pues sí, los martes y los viernes. Llaman a este fenómeno «borrado de comunicaciones». Los telegrafistas empiezan a oír un chisporroteo, y ahí lo tienes: los chicos se vuelven locos. Penoso, ¿verdad? —El señor Carson se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con gran ceremonia—. Primero… primero pensaron que eran tormentas magnéticas o algo así. Pero cuando vieron que tenía un horario… regular… los martes y viernes… Resumiendo, Marconi, TSF, Transradio y los ministerios de correos y marina, de comercio, de interior y de no sé cuántas cosas más pagarán veinte mil libras al listillo que resuelva el rompecabezas. —El señor Carson se puso de nuevo las gafas y observó con curiosidad—. Se cree que existe una estación ilegal que se divierte borrando comunicaciones. Una idiotez, ¿no? ¡Una estación privada que, así porque sí, por hacer la gracia, envía como mínimo cien kilovatios al aire! ¡Pff! —Carson escupió.

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